conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Dominum et vivificantem » Parte II.- El Espíritu que convence al mundo en lo referente al Pecado

6. El pecado contra el Espíritu Santo

46. En el marco de lo dicho hasta ahora, resultan más comprensibles otras palabras, impresionantes y desconcertantes, de Jesús. Las podríamos llamar las palabras del «no-perdón». Nos las refieren los Sinópticos respecto a un pecado particular que es llamado «blasfemia contra el Espíritu Santo». Así han sido referidas en su triple redacción:

Mateo: «Todo pecado y blasfemia se perdonará a los hombres, pero la blasfemia contra el Espíritu no será perdonada. Y al que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que la diga contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro».[180]

Marcos: «Se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno».[181]

Lucas: «A todo el que diga una palabra contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que blasfeme contra el Espíritu Santo, no se le perdonará».[182]

¿Por qué la blasfemia contra el Espíritu Santo es imperdonable? ¿Cómo se entiende esta blasfemia? Responde Santo Tomás de Aquino que se trata de un pecado «irremisible según su naturaleza, en cuanto excluye aquellos elementos, gracias a los cuales se da la remisión de los pecados».[183]

Según esta exégesis la «blasfemia» no consiste en el hecho de ofender con palabras al Espíritu Santo; consiste, por el contrario, en el rechazo de aceptar la salvación que Dios ofrece al hombre por medio del Espíritu Santo, que actúa en virtud del sacrificio de la Cruz. Si el hombre rechaza aquel «convencer sobre el pecado», que proviene del Espíritu Santo y tiene un carácter salvífico, rechaza a la vez la «venida» del Paráclito aquella «venida» que se ha realizado en el misterio pascual, en la unidad mediante la fuerza redentora de la Sangre de Cristo. La Sangre que «purifica de las obras muertas nuestra conciencia».

Sabemos que un fruto de esta purificación es la remisión de los pecados. Por tanto, el que rechaza el Espíritu y la Sangre permanece en las «obras muertas», o sea en el pecado. Y la blasfemia contra el Espíritu Santo consiste precisamente en el rechazo radical de aceptar esta remisión, de la que el mismo Espíritu es el íntimo dispensador y que presupone la verdadera conversión obrada por él en la conciencia. Si Jesús afirma que la blasfemia contra el Espíritu Santo no puede ser perdonada ni en esta vida ni en la futura, es porque esta «no —remisión» está unida, como causa suya, a la «no—penitencia», es decir al rechazo radical del convertirse. Lo que significa el rechazo de acudir a las fuentes de la Redención, las cuales, sin embargo, quedan «siempre» abiertas en la economía de la salvación, en la que se realiza la misión del Espíritu Santo. El Paráclito tiene el poder infinito de sacar de estas fuentes: «recibirá de lo mío», dijo Jesús. De este modo el Espíritu completa en las almas la obra de la Redención realizada por Cristo, distribuyendo sus frutos. Ahora bien la blasfemia contra el Espíritu Santo es el pecado cometido por el hombre, que reivindica un pretendido «derecho de perseverar en el mal» —en cualquier pecado— y rechaza así la Redención El hombre encerrado en el pecado, haciendo imposible por su parte la conversión y, por consiguiente, también la remisión de sus pecados, que considera no esencial o sin importancia para su vida. Esta es una condición de ruina espiritual, dado que la blasfemia contra el Espíritu Santo no permite al hombre salir de su autoprisión y abrirse a las fuentes divinas de la purificación de las conciencias y remisión de los pecados.

47. La acción del Espíritu de la verdad, que tiende al salvífico «convencer en lo referente al pecado», encuentra en el hombre que se halla en esta condición una resistencia interior, como una impermeabilidad de la conciencia, un estado de ánimo que podría decirse consolidado en razón de una libre elección: es lo que la Sagrada Escritura suele llamar «dureza de corazón».[184] En nuestro tiempo a esta actitud de mente y corazón corresponde quizás la pérdida del sentido del pecado, a la que dedica muchas páginas la Exhortación Apostólica Reconciliatio et paenitentia.[185] Anteriormente el Papa Pío XII había afirmado que «el pecado de nuestro siglo es la pérdida del sentido del pecado» [186] y esta pérdida está acompañada por la «pérdida del sentido de Dios». En la citada Exhortación leemos: «En realidad, Dios es la raíz y el fin supremo del hombre y éste lleva en sí un germen divino. Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por lo tanto, esperar que tenga consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado».[187] La Iglesia, por consiguiente, no cesa de implorar a Dios la gracia de que no disminuya la rectitud en las conciencias humanas, que no se atenúe su sana sensibilidad ante el bien y el mal. Esta rectitud y sensibilidad están profundamente unidas a la acción íntima del Espíritu de la verdad. Con esta luz adquieren un significado particular las exhortaciones del Apóstol: «No extingáis el Espíritu», «no entristezcáis al Espíritu Santo».[188] Pero la Iglesia, sobre todo, no cesa de suplicar con gran fervor que no aumente en el mundo aquel pecado llamado por el Evangelio blasfemia contra el Espíritu Santo; antes bien que retroceda en las almas de los hombres y también en los mismos ambientes y en las distintas formas de la sociedad, dando lugar a la apertura de las conciencias, necesaria para la acción salvífica del Espíritu Santo. La Iglesia ruega que el peligroso pecado contra el Espíritu deje lugar a una santa disponibilidad a aceptar su misión de Paráclito, cuando viene para «convencer al mundo en lo referente al pecado, en lo referente a la justicia y en lo referente al juicio».

48. Jesús en su discurso de despedida ha unido estos tres ámbitos del «convencer» como componentes de la misión del Paráclito: el pecado, la justicia y el juicio. Ellos señalan la dimensión de aquel misterio de la piedad, que en la historia del hombre se opone al pecado, es decir al misterio de la impiedad.[189] Por un lado, como se expresa San Agustín, existe el «amor de uno mismo hasta el desprecio de Dios»; por el otro, existe el «amor de Dios hasta el desprecio de uno mismo».[190] La Iglesia eleva sin cesar su oración y ejerce su ministerio para que la historia de las conciencias y la historia de las sociedades en la gran familia humana no se abajen al polo del pecado con el rechazo de los mandamientos de Dios «hasta el desprecio de Dios», sino que, por el contrario, se eleven hacia el amor en el que se manifiesta el Espíritu que da la vida.

Los que se dejan «convencer en lo referente al pecado» por el Espíritu Santo, se dejan convencer también en lo referente a «la justicia y al juicio». EL Espíritu de la verdad que ayuda a los hombres, a las conciencias humanas, a conocer la verdad del pecado, a la vez hace que conozcan la verdad de aquella justicia que entró en la historia del hombre con Jesucristo. De este modo, los que «convencidos en lo referente al pecado» se convierten bajo la acción del Paráclito, son conducidos, en cierto modo, fuera del ámbito del «juicio»: de aquel «juicio» mediante el cual «el Príncipe de este mundo está juzgado».[191] La conversión, en la profundidad de su misterio divino-humano, significa la ruptura de todo vínculo mediante el cual el pecado ata al hombre en el conjunto del misterio de la impiedad. Los que se convierten, pues, son conducidos por el Espíritu Santo fuera del ámbito del «juicio» e introducidos en aquella justicia, que está en Cristo Jesús, porque la «recibe» del Padre,[192] como un reflejo de la santidad trinitaria. Esta es la justicia del Evangelio y de la Redención, la justicia del Sermón de la montaña y de la Cruz, que realiza la purificación de la conciencia por medio de la Sangre del Cordero. Es la justicia que el Padre da al Hijo y a todos aquellos, que se han unido a él en la verdad y en el amor.

En esta justicia el Espíritu Santo, Espíritu del Padre y del Hijo, que «convence al mundo en lo referente al pecado» se manifiesta y se hace presente al hombre como Espíritu de vida eterna.

Notas

[180] Mt 12. 31 s.

[181] Mc 3, 28 s.

[182] Lc 12, 10.

[183] S. Tomás De Aquino, Summa Theol. IIa-IIae, q. 14, a. 3; cf. S. Agustín, Epist. 185, 11, 48-49: PL 33, 814 s.; S. Buenaventura, Comment. in Evang. S. Lucae cap. XIV, 15-16: Ad Claras Aquas, VII, pp. 314 s.

[184] Cf. Sal 81 [80], 13; Jer 7, 24, Mc 3, 5.

[185] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 224-228.

[186] Pío XII, Radiomensaje al Congreso Catequístico Nacional de los Estados Unidos de América en Boston (26 de octubre de 1946): Discursos y radiomensajes, VIII (1946), 288.

[187] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconciliatio et paenitentia (2 de diciembre de 1984), 18: AAS 77 (1985), pp. 225 s.

[188] 1 Tes 5, 19; Ef 4, 30.

[189] Juan Pablo II, Exhort. Apost. postsinodal Reconcitiatio et paenitentia (2 de didembre de 1984), 14-22: AAS 77 (1985), pp. 211-233.

[190] Cf. S. Agustín, De Civitate Dei, XIV, 28: CCL 48, 451.

[191] Cf. Jn 16, 11.

[192] Cf. Jn 16,15.

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