» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Redemptoris Mater » Parte I.- María en el Misterio de Cristo
1. Llena de gracia
7. «Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3). Estas palabras de la Carta a los Efesios revelan el eterno designio de Dios Padre, su plan de salvación del hombre en Cristo. Es un plan universal, que comprende a todos los hombres creados a imagen y semejanza de Dios (cf. Gén 1, 26). Todos, así como están incluidos «al comienzo» en la obra creadora de Dios, también están incluidos eternamente en el plan divino de la salvación, que se debe revelar completamente, en la «plenitud de los tiempos», con la venida de Cristo. En efecto, Dios, que es «Padre de nuestro Señor Jesucristo, —son las palabras sucesivas de la misma Carta— «nos ha elegido en él antes de la fundación del mundo, para ser santos e inmaculados en su presencia, en el amor; eligiéndonos de antemano para ser sus «hijos adoptivos por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, para alabanza de la gloria de su gracia, con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia» (Ef 1, 4–7).
El plan divino de la salvación, que nos ha sido revelado plenamente con la venida de Cristo, es eterno. Está también —según la enseñanza contenida en aquella Carta y en otras Cartas paulinas— eternamente unido a Cristo. Abarca a todos los hombres, pero reserva un lugar particular a la «mujer» que es la Madre de aquel, al cual el Padre ha confiado la obra de la salvación.[19] Como escribe el Concilio Vaticano II, «ella misma es insinuada proféticamente en la promesa dada a nuestros primeros padres caídos en pecado», según el libro del Génesis (cf. 3, 15). «Así también, ella es la Virgen que concebirá y dará a luz un Hijo cuyo nombre será Emmanuel», según las palabras de Isaías (cf. 7, 14).[20] De este modo el Antiguo Testamento prepara aquella «plenitud de los tiempos», en que Dios «envió a su Hijo, nacido de mujer, ... para que recibiéramos la filiación adoptiva». La venida del Hijo de Dios al mundo es el acontecimiento narrado en los primeros capítulos de los Evangelios según Lucas y Mateo.
8. María es introducida definitivamente en el misterio de Cristo a través de este acontecimiento: la anunciación del ángel. Acontece en Nazaret, en circunstancias concretas de la historia de Israel, el primer pueblo destinatario de las promesas de Dios. El mensajero divino dice a la Virgen: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28). María «se conturbó por estas palabras, y discurría qué significaría aquel saludo» (Lc 1, 29). Qué significarían aquellas extraordinarias palabras y, en concreto, la expresión «llena de gracia» (Kejaritoméne).[21]
Si queremos meditar junto a María sobre estas palabras y, especialmente sobre la expresión «llena de gracia», podemos encontrar una verificación significativa precisamente en el pasaje anteriormente citado de la Carta a los Efesios. Si, después del anuncio del mensajero celestial, la Virgen de Nazaret es llamada también «bendita entre las mujeres» (cf. Lc 1, 42), esto se explica por aquella bendición de la que «Dios Padre» nos ha colmado «en los cielos, en Cristo». Es una bendición espiritual, que se refiere a todos los hombres, y lleva consigo la plenitud y la universalidad («toda bendición»), que brota del amor que, en el Espíritu Santo, une al Padre el Hijo consubstancial. Al mismo tiempo, es una bendición derramada por obra de Jesucristo en la historia del hombre desde el comienzo hasta el final: a todos los hombres. Sin embargo, esta bendición se refiere a María de modo especial y excepcional; en efecto, fue saludada por Isabel como «bendita entre las mujeres».
La razón de este doble saludo es, pues, que en el alma de esta «hija de Sión» se ha manifestado, en cierto sentido, toda la «gloria de su gracia», aquella con la que el Padre «nos agració en el Amado». El mensajero saluda, en efecto, a María como «llena de gracia»; la llama así, como si éste fuera su verdadero nombre. No llama a su interlocutora con el nombre que le es propio en el registro civil: «Miryam» (María), sino con este nombre nuevo: «llena de gracia». ¿Qué significa este nombre? ¿Porqué el arcángel llama así a la Virgen de Nazaret?
En el lenguaje de la Biblia «gracia» significa un don especial que, según el Nuevo Testamento, tiene la propia fuente en la vida trinitaria de Dios mismo, de Dios que es amor (cf. 1 Jn 4, 8). Fruto de este amor es la elección, de la que habla la Carta a los Efesios. Por parte de Dios esta elección es la eterna voluntad de salvar al hombre a través de la participación de su misma vida en Cristo (cf. 2 P 1, 4): es la salvación en la participación de la vida sobrenatural. El efecto de este don eterno, de esta gracia de la elección del hombre, es como un germen de santidad, o como una fuente que brota en el alma como don de Dios mismo, que mediante la gracia vivifica y santifica a los elegidos. De este modo tiene lugar, es decir, se hace realidad aquella bendición del hombre «con toda clase de bendiciones espirituales», aquel «ser sus hijos adoptivos ... en Cristo» o sea en aquel que es eternamente el «Amado» del Padre.
Cuando leemos que el mensajero dice a María «llena de gracia», el contexto evangélico, en el que confluyen revelaciones y promesas antiguas, nos da a entender que se trata de una bendición singular entre todas las «bendiciones espirituales en Cristo». En el misterio de Cristo María está presente ya «antes de la creación del mundo» como aquella que el Padre «ha elegido» como Madre de su Hijo en la Encarnación, y junto con el Padre la ha elegido el Hijo, confiándola eternamente al Espíritu de santidad. María está unida a Cristo de un modo totalmente especial y excepcional, e igualmente es amada en este «Amado»eternamente, en este Hijo consubstancial al Padre, en el que se concentra toda «la gloria de la gracia». A la vez, ella está y sigue abierta perfectamente a este «don de lo alto» (cf. St 1, 17). Como enseña el Concilio, María «sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de El esperan con confianza la salvación».[22]
9. Si el saludo y el nombre «llena de gracia» significan todo esto, en el contexto del anuncio del ángel se refieren ante todo a la elección de María como Madre del Hijo de Dios. Pero, al mismo tiempo, la plenitud de gracia indica la dádiva sobrenatural, de la que se beneficia María porque ha sido elegida y destinada a ser Madre de Cristo. Si esta elección es fundamental para el cumplimiento de los designios salvíficos de Dios respecto a la humanidad, si la elección eterna en Cristo y la destinación a la dignidad de hijos adoptivos se refieren a todos los hombres, la elección de María es del todo excepcional y única. De aquí, la singularidad y unicidad de su lugar en el misterio de Cristo.
El mensajero divino le dice: «No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios; vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un Hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. El será grande y será llamado Hijo del Altísimo» (Lc 1, 30–32). Y cuando la Virgen, turbada por aquel saludo extraordinario, pregunta: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?», recibe del ángel la confirmación y la explicación de las palabras precedentes. Gabriel le dice: «El Espíritu Santo vendrá sobre ti yel poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Por consiguiente, la Anunciación es la revelación del misterio de la Encarnación al comienzo mismo de su cumplimiento en la tierra. El donarse salvífico que Dios hace de sí mismo y de su vida en cierto modo a toda la creación, y directamente al hombre, alcanza en el misterio de la Encarnación uno de sus vértices. En efecto, este es un vértice entre todas las donaciones de gracia en la historia del hombre y del cosmos. María es «llena de gracia», porque la Encarnación del Verbo, la unión hipostática del Hijo de Dios con la naturaleza humana, se realiza y cumple precisamente en ella. Como afirma el Concilio, María es «Madre de Dios Hijo y, por tanto, la hija predilecta del Padre y el sagrario del Espíritu Santo; con un don de gracia tan eximia, antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas».[23]
10. La Carta a los Efesios, al hablar de la «historia de la gracia» que «Dios Padre ... nos agració en el Amado», añade: «En él tenemos por medio de su sangre la redención» (Ef 1, 7). Según la doctrina, formulada en documentos solemnes de la Iglesia, esta «gloria de la gracia» se ha manifestado en la Madre de Dios por el hecho de que ha sido redimida «de un modo eminente».[24] En virtud de la riqueza de la gracia del Amado, en razón de los méritos redentores del que sería su Hijo, María ha sido preservada de la herencia del pecado original.[25] De esta manera, desde el primer instante de su concepción, es decir de su existencia, es de Cristo, participa de la gracia salvífica y santificante y de aquel amor que tiene su inicio en el «Amado», el Hijo del eterno Padre, que mediante la Encarnación se ha convertido en su propio Hijo. Por eso, por obra del Espíritu Santo, en el orden de la gracia, o sea de la participación en la naturaleza divina, María recibe la vida de aquel al que ella misma dio la vida como madre, en el orden de la generación terrena. La liturgia no duda en llamarla «madre de su Progenitor» [26] y en saludarla con las palabras que Dante Alighieri pone en boca de San Bernardo: «hija de tu Hijo».[27] Y dado que esta «nueva vida» María la recibe con una plenitud que corresponde al amor del Hijo a la Madre y, por consiguiente, a la dignidad de la maternidad divina, en la anunciación el ángel la llama «llena de gracia».
11. En el designio salvífico de la Santísima Trinidad el misterio de la Encarnación constituye el cumplimiento sobreabundante de la promesa hecha por Dios a los hombres, después del pecado original, después de aquel primer pecado cuyos efectos pesan sobre toda la historia del hombre en la tierra (cf. Gén 3, 15). Viene al mundo un Hijo, el «linaje de la mujer» que derrotará el mal del pecado en su misma raíz: «aplastará la cabeza de la serpiente». Como resulta de las palabras del protoevangelio, la victoria del Hijo de la mujer no sucederá sin una dura lucha, que penetrará toda la historia humana. «La enemistad», anunciada al comienzo, es confirmada en el Apocalipsis, libro de las realidades últimas de la Iglesia y del mundo, donde vuelve de nuevo la señal de la «mujer», esta vez «vestida del sol» (Ap 12, 1).
María, Madre del Verbo encarnado, está situada en el centro mismo de aquella «enemistad», de aquella lucha que acompaña la historia de la humanidad en la tierra y la historia misma de la salvación. En este lugar ella, que pertenece a los «humildes y pobres del Señor», lleva en sí, como ningún otro entre los seres humanos, aquella «gloria de la gracia» que el Padre «nos agració en el Amado», y esta gracia determina la extraordinaria grandeza y belleza de todo su ser. María permanece así ante Dios, y también ante la humanidad entera, como el signo inmutable e inviolable de la elección por parte de Dios, de la que habla la Carta paulina: «Nos ha elegido en él (Cristo) antes de la fundación del mundo, ... eligiéndonos de antemano para ser sus hijos adoptivos» (Ef 1, 4.5). Esta elección es más fuerte que toda experiencia del mal y del pecado, de toda aquella «enemistad» con la que ha sido marcada la historia del hombre. En esta historia María sigue siendo una señal de esperanza segura.
Notas
[19] Sobre la predestinación de Maria, cf. S. Juan Damasceno, Hom. in Nativitatem, 7; 10: S. Ch. 80, 65; 73; Hom. in Dormitionem I, 3: S. Ch. 80, 85: «Es ella, en efecto, que, elegida desde las generaciones antiguas, en virtud de la predestinación y de la benevolencia del Dios y Padre que te ha engendrado a ti (oh Verbo de Dios) fuera del tiempo sin salir de sí mismo y sin alteración alguna, es ella que te ha dado a luz, alimentado con su carne, en los últimos tiempos ...».
[20] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[21] Sobre esta expresión hay en la tradición patrística una interpretación amplia y variada: cf. Orígenes, In Lucam homiliae, VI, 7: S. Ch. 87, 148; Severiano De Gabala, In mundi creationem, Oratio VI, 10: PG 56, 497 s.; S. Juan Crisóstomo (pseudo), In Annuntiationem Deiparae et contra Arium impium, PG 62, 765 s.; Basilio De Seleucia, Oratio 39, In Sanctissimaé Deiparae Annuntiationem, 5: PG 85, 441-446; Antipatro De Ostra, Hom. II, In Sanctissimae Deiparae Annuntiationem, 3-11: PG, 1777-1783; S. Sofronio de Jerusalén, Oratio II, In Sanctissimae Deiparae Annnuntiationem, 17-19: PG 87/3, 3235-3240; S. Juan Damasceno, Hom. in Dormitionem, I, 7: S. Ch. 80, 96-101; S. Jerónimo, Epistola 65, 9: PL 22, 628; S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Lucam, II, 9: CSEL 34/4, 45 s.; S. Agustín, Sermo 291, 4-6: PL 38, 1318 s.; Enchiridion, 36, 11: PL 40, 250; S. Pedro Crisólogo, Sermo 142: PL 52, 579 s.; Sermo 143: PL 52, 583; S. Fulgencio De Ruspe, Epistola 17, VI, 12: PL 65, 458; S. Bernardo, In laudibus Virginis Matris, Homilía III , 2-3: S. Bernardi Opera, IV, 1966, 36-38.
[22] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.
[23] ibid., 53.
[24] Cf. Pío IX, Carta Apost. Ineffabilis Deus (8 de diciembre de 1856): Pii IX P. M. Acta, pars I, 616; Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesía Lumen gentium, 53.
[25] Cf. S. Germán. Cost., In Anntiationem SS. Deiparae Hom.: PG 98, 327 s.; S. Andrés Cret., Canon in B. Mariae Natalem, 4: PG 97, 1321 s.; In Nativitatem B. Mariae, I: PG 97, 811 s.; Hom. in Dormitionem S. Mariae 1: PG 97, 1067 s.
[26] Liturgia de las Horas, del 15 de Agosto, en la Asunción de la Bienaventurada Virgen María, Himno de las I y II Vísperas; S. Pedro Damián, Carmina et preces, XLVII: PL 145, 934.
[27] Divina Comedia, Paraíso XXXIII, 1; cf. Liturgia de las Horas, Memoria de Santa María en sábado, Himno II en el Officio de Lectura.
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