» bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Redemptoris Mater » Parte I.- María en el Misterio de Cristo
2. Feliz la que ha creído
12. Poco después de la narración de la anunciación, el evangelista Lucas nos guía tras los pasos de la Virgen de Nazaret hacia «una ciudad de Judá» (Lc 1, 39). Según los estudiosos esta ciudad debería ser la actual Ain-Karim, situada entre las montañas, no distante de Jerusalén. María llegó allí «con prontitud» para visitar a Isabel su pariente. El motivo de la visita se halla también en el hecho de que, durante la anunciación, Gabriel había nombrado de modo significativo a Isabel, que en edad avanzada había concebido de su marido Zacarías un hijo, por el poder de Dios: «Mira, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en su vejez, y este es ya el sexto mes de aquella que llamaban estéril, porque ninguna cosa es imposible a Dios»(Lc 1, 36–37). El mensajero divino se había referido a cuanto había acontecido en Isabel, para responder a la pregunta de María: «¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?» (Lc 1, 34). Esto sucederá precisamente por el «poder del Altísimo», como y más aún que en el caso de Isabel.
Así pues María, movida por la caridad, se dirige a la casa de su pariente. Cuando entra, Isabel, al responder a su saludo y sintiendo saltar de gozo al niño en su seno, «llena de Espíritu Santo», a su vez saluda a María en alta voz: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (cf. Lc 1, 40–42). Esta exclamación o aclamación de Isabel entraría posteriormente en el Ave María, como una continuación del saludo del ángel, convirtiéndose así en una de las plegarias más frecuentes de la Iglesia. Pero más significativas son todavía las palabras de Isabel en la pregunta que sigue: «¿de donde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?»(Lc 1, 43). Isabel da testimonio de María: reconoce y proclama que ante ella está la Madre del Señor, la Madre del Mesías. De este testimonio participa también el hijo que Isabel lleva en su seno: «saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1, 44). EL niño es el futuro Juan el Bautista, que en el Jordán señalará en Jesús al Mesías.
En el saludo de Isabel cada palabra está llena de sentido y, sin embargo, parece ser de importancia fundamental lo que dice al final: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1, 45).[28] Estas palabras se pueden poner junto al apelativo «llena de gracia» del saludo del ángel. En ambos textos se revela un contenido mariológico esencial, o sea, la verdad sobre María, que ha llegado a estar realmente presente en el misterio de Cristo precisamente porque «ha creído». La plenitud de gracia, anunciada por el ángel, significa el don de Dios mismo; la fe de María, proclamada por Isabel en la visitación, indica como la Virgen de Nazaret ha respondido a este don.
13. «Cuando Dios revela hay que prestarle la obediencia de la fe» (Rom 16, 26; cf. Rom 1, 5; 2 Cor 10, 5–6), por la que el hombre se confía libre y totalmente a Dios, como enseña el Concilio.[29] Esta descripción de la fe encontró una realización perfecta en María. El momento «decisivo» fue la anunciación, y las mismas palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» se refieren en primer lugar a este instante.[30]
En efecto, en la Anunciación María se ha abandonado en Dios completamente, manifestando «la obediencia de la fe» a aquel que le hablaba a través de su mensajero y prestando «el homenaje del entendimiento y de la voluntad».[31] Ha respondido, por tanto, con todo su «yo» humano, femenino, y en esta respuesta de fe estaban contenidas una cooperación perfecta con «la gracia de Dios que previene y socorre» y una disponibilidad perfecta a la acción del Espíritu Santo, que, «perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones».[32]
La palabra del Dios viviente, anunciada a María por el ángel, se refería a ella misma «vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo» (Lc 1, 31). Acogiendo este anuncio, María se convertiría en la «Madre del Señor» y en ella se realizaría el misterio divino de la Encarnación: «El Padre de las misericordias quiso que precediera a la encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada».[33] Y María da este consentimiento, después de haber escuchado todas las palabras del mensajero. Dice: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38). Este fiat de María —«hágase en mí»— ha decidido, desde el punto de vista humano, la realización del misterio divino. Se da una plena consonancia con las palabras del Hijo que, según laCarta a los Hebreos, al venir al mundo dice al Padre: «Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo ... He aquí que vengo ... a hacer, oh Dios, tu voluntad» (Hb 10, 5–7). El misterio de la Encarnación se ha realizado en el momento en el cual María ha pronunciado su fiat: «hágase en mí según tu palabra», haciendo posible, en cuanto concernía a ella según el designio divino, el cumplimiento del deseo de su Hijo. María ha pronunciado este fiat por medio de la fe. Por medio de la fe se confió a Dios sin reservas y «se consagró totalmente a sí misma, cual esclava del Señor, a la persona y a la obra de su Hijo».[34] Y este Hijo —como enseñan los Padres— lo ha concebido en la mente antes que en el seno: precisamente por medio de la fe.[35] Justamente, por ello, Isabel alaba a María: «¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!». Estas palabras ya se han realizado. María de Nazaret se presenta en el umbral de la casa de Isabel y Zacarías como Madre del Hijo de Dios. Es el descubrimiento gozoso de Isabel: «¿de donde a mí que la Madre de mi Señor venga a mí?».
14. Por lo tanto, la fe de María puede parangonarse también a la de Abraham, llamado por el Apóstol «nuestro padre en la fe» (cf. Rom 4, 12). En la economía salvífica de la revelación divina la fe de Abraham constituye el comienzo de la Antigua Alianza; la fe de María en la anunciación da comienzo a la Nueva Alianza. Como Abraham «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (cf. Rom 4, 18), así María, en el instante de la anunciación, después de haber manifestado su condición de virgen («¿cómo será esto, puesto que no conozco varón?»), creyó que por el poder del Altísimo, por obra del Espíritu Santo, se convertiría en la Madre del Hijo de Dios según la revelación del ángel: «el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios» (Lc 1, 35).
Sin embargo las palabras de Isabel «Feliz la que ha creído» no se aplican únicamente a aquel momento concreto de la anunciación. Ciertamente la anunciación representa el momento culminante de la fe de María a la espera de Cristo, pero es además el punto de partida, de donde inicia todo su «camino hacia Dios», todo su camino de fe. Y sobre esta vía, de modo eminente y realmente heroico —es mas, con un heroísmo de fe cada vez mayor— se efectuará la «obediencia» profesada por ella a la palabra de la divina revelación. Y esta «obediencia de la fe» por parte de María a lo largo de todo su camino tendrá analogías sorprendentes con la fe de Abraham. Como el patriarca del Pueblo de Dios, así también María, a través del camino de su fiat filial y maternal, «esperando contra esperanza, creyó». De modo especial a lo largo de algunas etapas de este camino la bendición concedida a «la que ha creído» se revelará con particular evidencia. Creer quiere decir «abandonarse» en la verdad misma de la palabra del Dios viviente, sabiendo y reconociendo humildemente «¡cuan insondables son sus designios e inescrutables sus caminos!»(Rom 11, 33). María, que por la eterna voluntad del Altísimo se ha encontrado, puede decirse, en el centro mismo de aquellos «inescrutables caminos» y de los «insondables designios» de Dios, se conforma a ellos en la penumbra de la fe, aceptando plenamente y con corazón abierto todo lo que está dispuesto en el designio divino.
15. María, cuando en la anunciación siente hablar del Hijo del que será madre y al que «pondrá por nombre Jesús» (Salvador), llega a conocer también que a el mismo «el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» y que «reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32–33) En esta dirección se encaminaba la esperanza de todo el pueblo de Israel. EL Mesías prometido debe ser «grande», e incluso el mensajero celestial anuncia que «será grande», grande tanto por el nombre de Hijo del Altísimo como por asumir la herencia de David. Por lo tanto, debe ser rey, debe reinar «en la casa de Jacob». María ha crecido en medio de esta expectativa de su pueblo, podía intuir, en el momento de la anunciación ¿qué significado preciso tenían las palabras del ángel? ¿Cómo conviene entender aquel «reino» que no «tendrá fin»?
Aunque por medio de la fe se haya sentido en aquel instante Madre del «Mesías-rey», sin embargo responde: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1, 38 ). Desde el primer momento, María profesa sobre todo «la obediencia de la fe», abandonándose al significado que, a las palabras de la anunciación, daba aquel del cual provenían: Dios mismo.
16. Siempre a través de este camino de la «obediencia de la fe» María oye algo más tarde otras palabras; las pronunciadas por Simeón en el templo de Jerusalén. Cuarenta días después del nacimiento de Jesús, según lo prescrito por la Ley de Moisés, María y José «llevaron al niño a Jerusalén para presentarle al Señor» (Lc 2, 22) El nacimiento se había dado en una situación de extrema pobreza. Sabemos, pues, por Lucas que, con ocasión del censo de la población ordenado por las autoridades romanas, María se dirigió con José a Belén; no habiendo encontrado «sitio en el alojamiento», dio a luz a su hijo en un establo y «le acostó en un pesebre» (cf. Lc 2, 7).
Un hombre justo y piadoso, llamado Simeón, aparece al comienzo del «itinerario» de la fe de María. Sus palabras, sugeridas por el Espíritu Santo (cf. Lc 2, 25–27), confirman la verdad de la anunciación. Leemos, en efecto, que «tomó en brazos» al niño, al que —según la orden del ángel— «se le dio el nombre de Jesús» (cf. Lc 2, 21). El discurso de Simeón es conforme al significado de este nombre, que quiere decir Salvador: «Dios es la salvación». Vuelto al Señor, dice lo siguiente: «Porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel» (Lc 2, 30–32). Al mismo tiempo, sin embargo, Simeón se dirige a María con estas palabras: «Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción ... a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones»; y añade con referencia directa a María: «y a ti misma una espada te atravesará el alma (Lc 2, 34–35). Las palabras de Simeón dan nueva luz al anuncio que María ha oído del ángel: Jesús es el Salvador, es «luz para iluminar» a los hombres. ¿No es aquel que se manifestó, en cierto modo, en la Nochebuena, cuando los pastores fueron al establo? ¿No es aquel que debía manifestarse todavía más con la llegada de los Magos del Oriente? (cf. Mt 2, 1–12). Al mismo tiempo, sin embargo, ya al comienzo de su vida, el Hijo de María —y con él su Madre— experimentarán en sí mismos la verdad de las restantes palabras de Simeón: «Señal de contradicción» (Lc 2, 34). El anuncio de Simeón parece como un segundo anuncio a María, dado que le indica la concreta dimensión histórica en la cual el Hijo cumplirá su misión, es decir en la incomprensión y en el dolor. Si por un lado, este anuncio confirma su fe en el cumplimiento de las promesas divinas de la salvación, por otro, le revela también que deberá vivir en el sufrimiento su obediencia de fe al lado del Salvador que sufre, y que su maternidad será oscura y dolorosa. En efecto, después de la visita de los Magos, después de su homenaje («postrándose le adoraron»), después de ofrecer unos dones (cf. Mt 2, 11), María con el niño debe huir a Egipto bajo la protección diligente de José, porque «Herodes buscaba al niño para matarlo» (cf. Mt 2, 13). Y hasta la muerte de Herodes tendrán que permanecer en Egipto (cf. Mt 2, 15).
17. Después de la muerte de Herodes, cuando la sagrada familia regresa a Nazaret, comienza el largo período de la vida oculta. La que «ha creído que se cumplirán las cosas que le fueron dichas de parte del Señor» (Lc 1, 45) vive cada día el contenido de estas palabras. Diariamente junto a ella está el Hijo a quien ha puesto por nombre Jesús; por consiguiente, en la relación con él usa ciertamente este nombre, que por lo demás no podía maravillar a nadie, usándose desde hacía mucho tiempo en Israel. Sin embargo, María sabe que el que lleva por nombre Jesús ha sido llamado por el ángel «Hijo del Altísimo» (cf. Lc 1, 32). María sabe que lo ha concebido y dado a luz «sin conocer varón», por obra del Espíritu Santo, con el poder del Altísimo que ha extendido su sombra sobre ella (cf. Lc 1, 35), así como la nube velaba la presencia de Dios en tiempos de Moisés y de los padres (cf. Ex 24, 16; 40, 34–35; 1 Rom 8, 10–12). Por lo tanto, María sabe que el Hijo dado a luz virginalmente, es precisamente aquel «Santo», el «Hijo de Dios», del que le ha hablado el ángel.
A lo largo de la vida oculta de Jesús en la casa de Nazaret, también la vida de María está «oculta con Cristo en Dios» (cf. Col 3, 3), por medio de la fe. Pues la fe es un contacto con el misterio de Dios. María constantemente y diariamente está en contacto con el misterio inefable de Dios que se ha hecho hombre, misterio que supera todo lo que ha sido revelado en la Antigua Alianza. Desde el momento de la anunciación, la mente de la Virgen-Madre ha sido introducida en la radical «novedad» de la autorrevelación de Dios y ha tomado conciencia del misterio. Es la primera de aquellos «pequeños», de los que Jesús dirá: «Padre ... has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños» (Mt 11, 25). Pues «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (Mt 11, 27). ¿Cómo puede, pues, María «conocer al Hijo»? Ciertamente no lo conoce como el Padre; sin embargo, es la primera entre aquellos a quienes el Padre «lo ha querido revelar» (cf. Mt 11, 26–27; 1 Cor 2, 11). Pero si desde el momento de la anunciación le ha sido revelado el Hijo, que sólo el Padre conoce plenamente, como aquel que lo engendra en el eterno «hoy» (cf. Sal 2, 7), María, la Madre, está en contacto con la verdad de su Hijo únicamente en la fe y por la fe. Es, por tanto, bienaventurada, porque «ha creído» y cree cada día en medio de todas las pruebas y contrariedades del período de la infancia de Jesús y luego durante los años de su vida oculta en Nazaret, donde «vivía sujeto a ellos» (Lc 2, 51): sujeto a María y también a José, porque éste hacía las veces de padre ante los hombres; de ahí que el Hijo de María era considerado también por las gentes como «el hijo del carpintero» (Mt 13, 55).
La Madre de aquel Hijo, por consiguiente, recordando cuanto le ha sido dicho en la anunciación y en los acontecimientos sucesivos, lleva consigo la radical «novedad» de la fe: el inicio de la Nueva Alianza. Esto es el comienzo del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil, pues, notar en este inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de a noche de la fe» —usando una expresión de San Juan de la Cruz—, como un «velo» a través del cual hay que acercarse al Invisible y vivir en intimidad con el misterio.[36] Pues de este modo María, durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y avanzaba en su itinerario de fe, a medida que Jesús «progresaba en sabiduría ... en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Se manifestaba cada vez más ante los ojos de los hombres la predilección que Dios sentía por él. La primera entre estas criaturas humanas admitidas al descubrimiento de Cristo era María , que con José vivía en la casa de Nazaret.
Pero, cuando, después del encuentro en el templo, a la pregunta de la Madre: «¿por qué has hecho esto?», Jesús, que tenía doce años, responde «¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?», y el evangelista añade: «Pero ellos (José y María) no comprendieron la respuesta que les dio» (Lc 2, 48–50) Por lo tanto, Jesús tenía conciencia de que «nadie conoce bien al Hijo sino el Padre» (cf. Mt 11, 27), tanto que aun aquella, a la cual había sido revelado más profundamente el misterio de su filiación divina, su Madre, vivía en la intimidad con este misterio sólo por medio de la fe. Hallándose al lado del hijo, bajo un mismo techo y «manteniendo fielmente la unión con su Hijo», «avanzaba en la peregrinación de la fe»,como subraya el Concilio.[37] Y así sucedió a lo largo de la vida pública de Cristo (cf. Mc 3, 21,35); de donde, día tras día, se cumplía en ella la bendición pronunciada por Isabel en la visitación: «Feliz la que ha creído».
18. Esta bendición alcanza su pleno significado, cuando María está junto a la Cruz de su Hijo (cf. Jn 19, 25). El Concilio afirma que esto sucedió «no sin designio divino»: «se condolió vehementemente con su Unigénito y se asoció con corazón maternal a su sacrificio, consintiendo con amor en la inmolación de la víctima engendrada por Ella misma»; de este modo María «mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la Cruz»: [38] la unión por medio de la fe, la misma fe con la que había acogido la revelación del ángel en el momento de la anunciación. Entonces había escuchado las palabras: «El será grande ... el Señor Dios le dará el trono de David, su padre ... reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32–33).
Y he aquí que, estando junto a la Cruz, María es testigo, humanamente hablando, de un completo desmentido de estas palabras. Su Hijo agoniza sobre aquel madero como un condenado. «Despreciable y desecho de hombres, varón de dolores ... despreciable y no le tuvimos en cuenta»: casi anonadado (cf. Is 53, 35) ¡Cuan grande, cuan heroica en esos momentos la obediencia de la fe demostrada por María ante los «insondables designios» de Dios! ¡Cómo se «abandona en Dios» sin reservas, «prestando el homenaje del entendimiento y de la voluntad» [39] a aquel, cuyos «caminos son inescrutables»! (cf. Rom 11, 33). Y a la vez ¡cuan poderosa es la acción de la gracia en su alma, cuan penetrante es la influencia del Espíritu Santo, de su luz y de su fuerza!
Por medio de esta fe María está unida perfectamente a Cristo en su despojamiento. En efecto, «Cristo, ... siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando la condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres»; concretamente en el Gólgota «se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (cf. Flp 2, 5–8). A los pies de la Cruz María participa por medio de la fe en el desconcertante misterio de este despojamiento. Es ésta tal vez la más profunda «kénosis» de la fe en la historia de la humanidad. Por medio de la fe la Madre participa en la muerte del Hijo, en su muerte redentora; pero a diferencia de la de los discípulos que huían, era una fe mucho más iluminada. Jesús en el Gólgota, a través de la Cruz, ha confirmado definitivamente ser el «signo de contradicción», predicho por Simeón. Al mismo tiempo, se han cumplido las palabras dirigidas por él a María: «¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!».[40]
19. ¡Sí, verdaderamente «feliz la que ha creído»! Estas palabras, pronunciadas por Isabel después de la anunciación, aquí, a los pies de la Cruz, parecen resonar con una elocuencia suprema y se hace penetrante la fuerza contenida en ellas. Desde la Cruz, es decir, desde el interior mismo del misterio de la redención, se extiende el radio de acción y se dilata la perspectiva de aquella bendición de fe. Se remonta «hasta el comienzo» y, como participación en el sacrificio de Cristo, nuevo Adán, en cierto sentido, se convierte en el contrapeso de la desobediencia y de la incredulidad contenidas en el pecado de los primeros padres. Así enseñan los Padres de la Iglesia y, de modo especial, San Ireneo, citado por la Constitución Lumen gentium: «El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe»,[41] A la luz de esta comparación con Eva los Padres —como recuerda todavía el Concilio— llaman a María «Madre de los vivientes» y afirman a menudo: a la muerte vino por Eva, por María la vida».[42]
Con razón, pues, en la expresión «feliz la que ha creído» podemos encontrar como una clave que nos abre a la realidad íntima de María, a la que el ángel ha saludado como «llena de gracia». Si como a llena de gracia» ha estado presente eternamente en el misterio de Cristo, por la fe se convertía en partícipe en toda la extensión de su itinerario terreno: «avanzó en la peregrinación de la fe» y al mismo tiempo, de modo discreto pero directo y eficaz, hacía presente a los hombres el misterio de Cristo. Y sigue haciéndolo todavía. Y por el misterio de Cristo está presente entre los hombres. Así, mediante el misterio del Hijo, se aclara también el misterio de la Madre.
Notas
[28] Cf. S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo 25, 7: PL 16, 937 s.
[29] Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
[30] Este es un tema clásico, ya expuesto por S. Ireneo: «Y como por obra de la virgen desobediente el hombre fue herido y, precipitado, murió, así también por obra de la Virgen obediente a la palabra de Dios, el hombre regenerado recibió, por medio de la vida, la vida ... Ya que era conveniente y justo ... que Eva fuera «recapitulada» en María, con el fin de que la Virgen, convertida en abogada de la virgen, disolviera y destruyera la desobediencia virginal por obra de la obediencia virginal»; Expositio doctrinae apostolicae, 33: S. Ch. 62, 83-86; cf. también Adversus Haereses, V, 19, 1: S. Ch. 153, 248-250.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
[32] Ibid., 5; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium , 56.
[33] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56.
[34] Ibid., 56.
[35] Cf. ibid., 53; S. Agustín, De Sancta Virginitate, III, 3: PL 40, 398; Sermo 215, 4: PL 38, 1074; Sermo 196, I: PL 38, 1019; De peccatorum meritis et remissione, I, 29, 57: PL 44, 142; Sermo 25, 7: PL 46, 937 s.; S. León Magno, Tractatus 21; De natale Domini, I: CCL 138, 86.
[36] Cf. Subida del Monte Carmelo, L. II, cap. 3, 4-6.
[37] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 58.
[38] Ibid., 58.
[39] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 5.
[40] Sobre la participación o «compasión» de María en la muerte de Cristo, cf. S. Bernardo, In Dominica infra octavam Assumptionis Sermo, 14: S. Bernardi Opera, V, 1968, 273.
[41] S. Ireneo, Adversus Haereses, III, 22, 4: S. Ch. 211, 438-444; cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56, nota 6.
[42] Cf. Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 56 y los Padres citados en las notas 8 y 9.
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