conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Redemptoris Mater » Parte I.- María en el Misterio de Cristo

3. Ahí tienes a tu madre

20. El evangelio de Lucas recoge el momento en el que «alzó la voz una mujer de entre la gente, y dijo, dirigiéndose a Jesús: «¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!» (Lc 11, 27). Estas palabras constituían una alabanza para María como madre de Jesús, según la carne. La Madre de Jesús quizás no era conocida personalmente por esta mujer. En efecto, cuando Jesús comenzó su actividad mesiánica, María no le acompañaba y seguía permaneciendo en Nazaret. Se diría que las palabras de aquella mujer desconocida le hayan hecho salir, en cierto modo, de su escondimiento.

A través de aquellas palabras ha pasado rápidamente por la mente de la muchedumbre, al menos por un instante, el evangelio de la infancia de Jesús. Es el evangelio en que María está presente como la madre que concibe a Jesús en su seno, le da a luz y le amamanta maternalmente: la madre–nodriza, a la que se refiere aquella mujer del pueblo. Gracias a esta maternidad Jesús -Hijo del Altísimo (cf. Lc 1, 32)- es un verdadero hijo del hombre. Es «carne», como todo hombre: es «el Verbo (que) se hizo carne» (cf. Jn 1, 14). Es carne y sangre de María.[43]

Pero a la bendición proclamada por aquella mujer respecto a su madre según la carne, Jesús responde de manera significativa: «Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan» (cf. Lc 11, 28). Quiere quitar la atención de la maternidad entendida sólo como un vínculo de la carne, para orientarla hacia aquel misterioso vínculo del espíritu, que se forma en la escucha y en la observancia de la palabra de Dios.

El mismo paso a la esfera de los valores espirituales se delinea aun más claramente en otra respuesta de Jesús, recogida por todos los Sinópticos. Al ser anunciado a Jesús que su «madre y sus hermanos están fuera y quieren verle», responde: «Mi madre y mis hermanos son aquellos que oyen la Palabra de Dios y la cumplen» (cf. Lc 8, 20–21). Esto dijo «mirando en torno a los que estaban sentados en corro», como leemos en Marcos (3, 34) o, según Mateo (12, 49) «extendiendo su mano hacia sus discípulos».

Estas expresiones parecen estar en la línea de lo que Jesús, a la edad de doce años, respondió a María y a José, al ser encontrado después de tres días en el templo de Jerusalén.

Así pues, cuando Jesús se marchó de Nazaret y dio comienzo a su vida pública en Palestina, ya estaba completa y exclusivamente «ocupado en las cosas del Padre» (cf. Lc 2, 49). Anunciaba el Reino: «Reino de Dios» y «cosas del Padre», que dan también una dimensión nueva y un sentido nuevo a todo lo que es humano y, por tanto, a toda relación humana, respecto a las finalidades y tareas asignadas a cada hombre. En esta dimensión nueva un vínculo, como el de la «fraternidad», significa también una cosa distinta de la «fraternidad según la carne», que deriva del origen común de los mismos padres. Y aun la «maternidad», en la dimensión del reino de Dios, en la esfera de la paternidad de Dios mismo, adquiere un significado diverso. Con las palabras recogidas por Lucas Jesús enseña precisamente este nuevo sentido de la maternidad.

¿Se aleja con esto de la que ha sido su madre según la carne? ¿Quiere tal vez dejarla en la sombra del escondimiento, que ella misma ha elegido? Si así puede parecer en base al significado de aquellas palabras, se debe constatar, sin embargo, que la maternidad nueva y distinta, de la que Jesús habla a sus discípulos, concierne concretamente a María de un modo especialísimo. ¿No es tal vez María la primera entre «aquellos que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen»? Y por consiguiente ¿no se refiere sobre todo a ella aquella bendición pronunciada por Jesús en respuesta a las palabras de la mujer anónima? Sin lugar a dudas, María es digna de bendición por el hecho de haber sido para Jesús Madre según la carne («¡Dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron!»), pero también y sobre todo porque ya en el instante de la anunciación ha acogido la palabra de Dios, porque ha creído, porque fue obediente a Dios, porque «guardaba» la palabra y «la conservaba cuidadosamente en su corazón» (cf. Lc 1, 38.45; 2, 19. 51 ) y la cumplía totalmente en su vida. Podemos afirmar, por lo tanto, que el elogio pronunciado por Jesús no se contrapone, a pesar de las apariencias, al formulado por la mujer desconocida, sino que viene a coincidir con ella en la persona de esta Madre-Virgen, que se ha llamado solamente «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Sies cierto que «todas las generaciones la llamarán bienaventurada» (cf. Lc 1, 48), se puede decir que aquella mujer anónima ha sido la primera en confirmar inconscientemente aquel versículo profético del Magníficat de María y dar comienzo al Magníficat de los siglos.

Si por medio de la fe María se ha convertido en la Madre del Hijo que le ha sido dado por el Padre con el poder del Espíritu Santo, conservando íntegra su virginidad, en la misma fe ha descubierto y acogido la otra dimensión de la maternidad, revelada por Jesús durante su misión mesiánica. Se puede afirmar que esta dimensión de la maternidad pertenece a María desde el comienzo, o sea desde el momento de la concepción y del nacimiento del Hijo. Desde entonces era «la que ha creído». A medida que se esclarecía ante sus ojos y ante su espíritu la misión del Hijo, ella misma como Madre se abría cada vez más a aquella «novedad»de la maternidad, que debía constituir su «papel» junto al Hijo. ¿No había dicho desde el comienzo: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra»? (Lc 1, 38). Por medio de la fe María seguía oyendo y meditando aquella palabra, en la que se hacía cada vez más transparente, de un modo «que excede todo conocimiento» (Ef 3, 19), la autorrevelación del Dios viviente. María madre se convertía así, en cierto sentido, en la primera «discípula» de su Hijo, la primera a la cual parecía decir: «Sígueme» antes aún de dirigir esa llamada a los apóstoles o a cualquier otra persona (cf. Jn 1, 43).

21. Bajo este punto de vista, es particularmente significativo el texto del Evangelio de Juan, que nos presenta a María en las bodas de Caná. María aparece allí como Madre de Jesús al comienzo de su vida pública: «Se celebraba una boda en Caná de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fue invitado también a la boda Jesús con sus discípulos (Jn 2, 1–2). Según el texto resultaría que Jesús y sus discípulos fueron invitados junto con María, dada su presencia en aquella fiesta: el Hijo parece que fue invitado en razón de la madre. Es conocida la continuación de los acontecimientos concatenados con aquella invitación, aquel «comienzo de las señales» hechas por Jesús —el agua convertida en vino—, que hace decir al evangelista: Jesús «manifestó su gloria, y creyeron en él sus discípulos» (Jn 2,11).

María está presente en Caná de Galilea como Madre de Jesús, y de modo significativo contribuye a aquel «comienzo de las señales», que revelan el poder mesiánico de su Hijo. He aquí que: «como faltaba vino, le dice a Jesús su Madre: "no tienen vino". Jesús le responde: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 3–4). En el Evangelio de Juan aquella «hora» significa el momento determinado por el Padre, en el que el Hijo realiza su obra y debe ser glorificado (cf. Jn 7, 30; 8, 20; 12, 23. 27; 13, 1; 17, 1; 19, 27). Aunque la respuesta de Jesús a su madre parezca como un rechazo (sobre todo si se mira, más que a la pregunta, a aquella decidida afirmación: «Todavía no ha llegado mi hora»), a pesar de esto María se dirige a los criados y les dice: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5). Entonces Jesús ordena a los criados llenar de agua las tinajas, y el agua se convierte en vino, mejor del que se había servido antes a los invitados al banquete nupcial.

¿Qué entendimiento profundo se ha dado entre Jesús y su Madre? ¿Cómo explorar el misterio de su íntima unión espiritual? De todos modos el hecho es elocuente. Es evidente que en aquel hecho se delinea ya con bastante claridad la nueva dimensión, el nuevo sentido de la maternidad de María. Tiene un significado que no está contenido exclusivamente en las palabras de Jesús y en los diferentes episodios citados por los Sinópticos (Lc 11, 27–28; 8, 19–21; Mt 12, 46–50; Mc 3, 31–35). En estos textos Jesús intenta contraponer sobre todo la maternidad, resultante del hecho mismo del nacimiento, a lo que esta «maternidad» (al igual que la «fraternidad») debe ser en la dimensión del Reino de Dios, en el campo salvífico de la paternidad de Dios. En el texto joánico, por el contrario, se delinea en la descripción del hecho de Caná lo que concretamente se manifiesta como nueva maternidad según el espíritu y no únicamente según la carne, o sea la solicitud de María por los hombres, el ir a su encuentro en toda la gama de sus necesidades. En Caná de Galilea se muestra sólo un aspecto concreto de la indigencia humana, aparentemente pequeño y de poca importancia «No tienen vino»). Pero esto tiene un valor simbólico. El ir al encuentro de las necesidades del hombre significa, al mismo tiempo, su introducción en el radio de acción de la misión mesiánica y del poder salvífico de Cristo. Por consiguiente, se da una mediación: María se pone entre su Hijo y los hombres en la realidad de sus privaciones, indigencias y sufrimientos. Se pone «en medio», o sea hace de mediadora no como una persona extraña, sino en su papel de madre, consciente de que como tal puede —más bien «tiene el derecho de»— hacer presente al Hijo las necesidades de los hombres. Su mediación, por lo tanto, tiene un carácter de intercesión: María «intercede» por los hombres. No sólo: como Madre desea también que se manifieste el poder mesiánico del Hijo, es decir su poder salvífico encaminado a socorrer la desventura humana, a liberar al hombre del mal que bajo diversas formas y medidas pesa sobre su vida. Precisamente como había predicho del Mesías el Profeta Isaías en el conocido texto, al que Jesús se ha referido ante sus conciudadanos de Nazaret «Para anunciar a los pobres la Buena Nueva, para proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos ...» (cf. Lc 4, 18).

Otro elemento esencial de esta función materna de María se encuentra en las palabras dirigidas a los criados: «Haced lo que él os diga». La Madre de Cristo se presenta ante los hombres como portavoz de la voluntad del Hijo, indicadora de aquellas exigencias que deben cumplirse. para que pueda manifestarse el poder salvífico del Mesías. En Caná, merced a la intercesión de María y a la obediencia de los criados, Jesús da comienzo a «su hora». En Caná María aparece como la que cree en Jesús; su fe provoca la primera «señal» y contribuye a suscitar la fe de los discípulos.

22. Podemos decir, por tanto, que en esta página del Evangelio de Juan encontramos como un primer indicio de la verdad sobre la solicitud materna de María. Esta verdad ha encontrado su expresión en el magisterio del último Concilio. Es importante señalar cómo la función materna de María es ilustrada en su relación con la mediación de Cristo. En efecto, leemos lo siguiente: «La misión maternal de María hacia los hombres de ninguna manera oscurece ni disminuye esta única mediación de Cristo, sino más bien muestra su eficacia», porque «hay un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también» (1 Tm 2, 5). Esta función materna brota, según el beneplácito de Dios, «de la superabundancia de los méritos de Cristo... de ella depende totalmente y de la misma saca toda su virtud».[44] Y precisamente en este sentido el hecho de Caná de Galilea, nos ofrece como una predicción de la mediación de María, orientada plenamente hacia Cristo y encaminada a la revelación de su poder salvífico.

Por el texto joánico parece que se trata de una mediación maternal. Como proclama el Concilio: María «es nuestra Madre en el orden de la gracia». Esta maternidad en el orden de la gracia ha surgido de su misma maternidad divina, porque siendo, por disposición de la divina providencia, madre-nodriza del divino Redentor se ha convertido de «forma singular en la generosa colaboradora entre todas las creaturas y la humilde esclava del Señor» y que «cooperó ... por la obediencia, la fe, la esperanza y la encendida caridad, en la restauración de la vida sobrenatural de las almas».[45] «Y esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia ... hasta la consumación de todos los elegidos».[46]

23. Si el pasaje del Evangelio de Juan sobre el hecho de Caná presenta la maternidad solícita de María al comienzo de la actividad mesiánica de Cristo, otro pasaje del mismo Evangelio confirma esta maternidad de María en la economía salvífica de la gracia en su momento culminante, es decir cuando se realiza el sacrificio de la Cruz de Cristo, su misterio pascual. La descripción de Juan es concisa: «Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre y la hermana de su madre. María, mujer de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo". Luego dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre". Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa» (Jn 19, 25–27).

Sin lugar a dudas se percibe en este hecho una expresión de la particular atención del Hijo por la Madre, que dejaba con tan grande dolor. Sin embargo, sobre el significado de esta atención el «testamento de la Cruz» de Cristo dice aún más. Jesús ponía en evidencia un nuevo vínculo entre Madre e Hijo, del que confirma solemnemente toda la verdad y realidad. Se puede decir que, si la maternidad de María respecto de los hombres ya había sido delineada precedentemente, ahora es precisada y establecida claramente; ella emerge de la definitiva maduración del misterio pascual del Redentor. La Madre de Cristo, encontrándose en el campo directo de este misterio que abarca al hombre —a cada uno y a todos—, es entregada al hombre —a cada uno y a todos— como madre. Este hombre junto a la cruz es Juan, «el discípulo que él amaba».[47] Pero no está él solo. Siguiendo la tradición, el Concilio no duda en llamar a María «Madre de Cristo, madre de los hombres». Pues, está «unida en la estirpe de Adán con todos los hombres...; más aún, es verdaderamente madre de los miembros de Cristo por haber cooperado con su amor a que naciesen en la Iglesia los fieles».[48]

Por consiguiente, esta «nueva maternidad de María», engendrada por la fe, es fruto del «nuevo» amor, que maduró en ella definitivamente junto a la Cruz, por medio de su participación en el amor redentor del Hijo.

24. Nos encontramos así en el centro mismo del cumplimiento de la promesa, contenida en el protoevangelio: el «linaje de la mujer pisará la cabeza de la serpiente» (cf. Gén 3, 15). Jesucristo, en efecto, con su muerte redentora vence el mal del pecado y de la muerte en sus mismas raíces. Es significativo que, al dirigirse a la madre desde lo alto de la Cruz, la llame «mujer» y le diga: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Con la misma palabra, por otra parte, se había dirigido a ella en Caná (cf. Jn 2, 4). ¿Cómo dudar que especialmente ahora, en el Gólgota, esta frase no se refiera en profundidad al misterio de María, alcanzando el singular lugar que ella ocupa en toda la economía de la salvación? Como enseña el Concilio, con María, «excelsa Hija de Sión, tras larga espera de la promesa, se cumple la plenitud de los tiempos y se inaugura la nueva economía, cuando el Hijo de Dios asumió de ella la naturaleza humana para librar al hombre del pecado mediante los misterios de su carne».[49]

Las palabras que Jesús pronuncia desde lo alto de la Cruz significan que la maternidad de su madre encuentra una «nueva» continuación en la Iglesia y a través de la Iglesia, simbolizada y representada por Juan. De este modo, la que como «llena de gracia» ha sido introducida en el misterio de Cristo para ser su Madre, es decir, la Santa Madre de Dios, por medio de la Iglesia permanece en aquel misterio como «la mujer» indicada por el libro del Génesis (3, 15) al comienzo y por el Apocalipsis (12, 1) al final de la historia de la salvación. Según el eterno designio de la Providencia la maternidad divina de María debe derramarse sobre la Iglesia, como indican algunas afirmaciones de la Tradición para las cuales la «maternidad» de María respecto de la Iglesia es el reflejo y la prolongación de su maternidad respecto del Hijo de Dios.[50]

Ya el momento mismo del nacimiento de la Iglesia y de su plena manifestación al mundo, según el Concilio, deja entrever esta continuidad de la maternidad de María: «Como quiera que plugo a Dios no manifestar solemnemente el sacramento de la salvación humana antes de derramar el Espíritu prometido por Cristo, vemos a los apóstoles antes del día de Pentecostés "perseverar unánimemente en la oración, con las mujeres y María la Madre de Jesús y los hermanos de Este" (Hch 1, 14); y a María implorando con sus ruegos el don del Espíritu Santo, quien ya la había cubierto con su sombra en la anunciación».[51]

Por consiguiente, en la economía de la gracia, actuada bajo la acción del Espíritu Santo, se da una particular correspondencia entre el momento de la encarnación del Verbo y el del nacimiento de la Iglesia. La persona que une estos dos momentos es María: María en Nazaret y María en el cenáculo de Jerusalén. En ambos casos su presencia discreta, pero esencial, indica el camino del «nacimiento del Espíritu». Así la que está presente en el misterio de Cristo como Madre, se hace —por voluntad del Hijo y por obra del Espíritu Santo— presente en el misterio de la Iglesia. También en la Iglesia sigue siendo una presencia materna, como indican las palabras pronunciadas en la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu hijo»; «Ahí tienes a tu madre».

Notas

[43] «Cristo es verdad, Cristo es carne, Cristo verdad en la mente de María, Cristo carne en el seno de María»: S. Agustín, Sermo 25 (Sermones inediti), 7: PL 46, 938.

[44] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 60.

[45] Ibid., 61.

[46] Ibid., 62.

[47] Es conocido lo que escribe Orígenes sobre la presencia de María y de Juan en el Calvario: «Los Evangelios son las primicias de toda la Escritura, y el Evangelio de Juan es el primero de los Evangelios; ninguno puede percibir el significado si antes no ha posado la cabeza sobre el pecho de Jesús y no ha recibido de Jesús a María como Madre»: Comm. in Ioan., 1, 6: PG 14, 31; cf. S. Ambrosio, Expos. Evang. sec. Luc., X, 129-131: CSEL, 32/4, 504 s.

[48] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 54 y 53; este último texto conciliar cita a S. Agustín, De Sancta Virgintitate, VI, 6: PL 40, 399.

[49] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 55.

[50] Cf. S. León Magno, Tractatus 26, de natale Domini, 2: CCL 138, 126.

[51] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.

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