conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Redemptoris Mater » Parte II.- La Madre de Dios en el centro de la Iglesia Peregrina

2. El camino de la Iglesia y la unidad de todos los cristianos

29. «El Espíritu promueve en todos los discípulos de Cristo el deseo y la colaboración para que todos se unan en paz, en un rebaño y bajo un solo pastor, como Cristo determinó».[72] El camino de la Iglesia, de modo especial en nuestra época, está marcado por el signo del ecumenismo; los cristianos buscan las vías para reconstruir la unidad, por la que Cristo invocaba al Padre por sus discípulos el día antes de la pasión: «para que todos sean uno. Como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Por consiguiente, la unidad de los discípulos de Cristo es un gran signo para suscitar la fe del mundo, mientras su división constituye un escándalo.[73]

El movimiento ecuménico, sobre la base de una conciencia más lúcida y difundida de la urgencia de llegar a la unidad de todos los cristianos, ha encontrado por parte de la Iglesia católica su expresión culminante en el Concilio Vaticano II. Es necesario que los cristianos profundicen en sí mismos y en cada una de sus comunidades aquella «obediencia de la fe», de la que María es el primer y más claro ejemplo. Y dado que «antecede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y consuelo», ofrece gran gozo y consuelo para este sacrosanto Concilio el hecho de que tampoco falten entre los hermanos separados quienes tributan debido honor a la Madre del Señor y Salvador, especialmente entre los Orientales».[74]

30. Los cristianos saben que su unidad se conseguirá verdaderamente sólo si se funda en la unidad de su fe. Ellos deben resolver discrepancias de doctrina no leves sobre el misterio y ministerio de la Iglesia, y a veces también sobre la función de María en la obra de la salvación.[75] Los diferentes coloquios, tenidos por la Iglesia católica con las Iglesias y las Comunidades eclesiales de Occidente,[76] convergen cada vez más sobre estos dos aspectos inseparables del mismo misterio de la salvación. Si el misterio del Verbo encarnado nos permite vislumbrar el misterio de la maternidad divina y si, a su vez, la contemplación de la Madre de Dios nos introduce en una comprensión más profunda del misterio de la Encarnación, lo mismo se debe decir del misterio de la Iglesia y de la función de María en la obra de la salvación. Profundizando en uno y otro, iluminando el uno por medio del otro, los cristianos deseosos de hacer —como les recomienda su Madre— lo que Jesús les diga (cf. Jn 2, 5), podrán caminar juntos en aquella «peregrinación de la fe», de la que María es todavía ejemplo y que debe guiarlos a la unidad querida por su único Señor y tan deseada por quienes están atentamente a la escucha de lo que hoy «el Espíritu dice a las Iglesias» (Ap 2, 7. 11. 17).

Entre tanto es un buen auspicio que estas Iglesias y Comunidades eclesiales concuerden con la Iglesia católica en puntos fundamentales de la fe cristiana, incluso en lo concerniente a la Virgen María. En efecto, la reconocen como Madre del Señor y consideran que esto forma parte de nuestra fe en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Estas Comunidades miran a María que, a los pies de la Cruz, acoge como hijo suyo al discípulo amado, el cual a su vez la recibe como madre.

¿Por qué, pues, no mirar hacia ella todos juntos como a nuestra Madre común, que reza por la unidad de la familia de Dios y que «precede» a todos al frente del largo séquito de los testigos de la fe en el único Señor, el Hijo de Dios, concebido en su seno virginal por obra del Espíritu Santo?

31. Por otra parte, deseo subrayar cuan profundamente unidas se sienten la Iglesia católica, la Iglesia ortodoxa y las antiguas Iglesias orientales por el amor y por la alabanza a la Theotókos. No sólo «los dogmas fundamentales de la fe cristiana: los de la Trinidad y del Verbo encarnado en María Virgen han sido definidos en concilios ecuménicos celebrados en Oriente»,[77] sino también en su culto litúrgico «los Orientales ensalzan con himnos espléndidos a María siempre Virgen ... y Madre Santísima de Dios».[78]

Los hermanos de estas Iglesias han conocido vicisitudes complejas, pero su historia siempre ha transcurrido con un vivo deseo de compromiso cristiano y de irradiación apostólica, aunque a menudo haya estado marcada por persecuciones incluso cruentas. Es una historia de fidelidad al Señor, una auténtica «peregrinación de la fe» a través de lugares y tiempos durante los cuales los cristianos orientales han mirado siempre con confianza ilimitada a la Madre del Señor, la han celebrado con encomio y la han invocado con oraciones incesantes. En los momentos difíciles de la probada existencia cristiana «ellos se refugiaron bajo su protección»,[79] conscientes de tener en ella una ayuda poderosa. Las Iglesias que profesan la doctrina de Éfeso proclaman a la Virgen «verdadera Madre de Dios», ya que a nuestro Señor Jesucristo, nacido del Padre antes de los siglos según la divinidad, en los últimos tiempos, por nosotros y por nuestra salvación, fue engendrado por María Virgen Madre de Dios según la carne».[80] Los Padres griegos y la tradición bizantina, contemplando la Virgen a la luz del Verbo hecho hombre, han tratado de penetrar en la profundidad de aquel vínculo que une a María, como Madre de Dios, con Cristo y la Iglesia: la Virgen es una presencia permanente en toda la extensión del misterio salvífico.

Las tradiciones coptas y etiópicas han sido introducidas en esta contemplación del misterio de María por san Cirilo de Alejandría y, a su vez, la han celebrado con abundante producción poética.[81] El genio poético de san Efrén el Sirio, llamado «la cítara del Espíritu Santo», ha cantado incansablemente a María, dejando una impronta todavía presente en toda la tradición de la Iglesia siríaca.[82] En su panegírico sobre la Theotókos, san Gregorio de Narek, una de las glorias más brillantes de Armenia, con fuerte inspiración poética, profundiza en los diversos aspectos del misterio de la Encarnación, y cada uno de los mismos es para él ocasión de cantar y exaltar la dignidad extraordinaria y la magnífica belleza de la Virgen María, Madre del Verbo encarnado.[83]

No sorprende, pues, que María ocupe un lugar privilegiado en el culto de las antiguas Iglesias orientales con una abundancia incomparable de fiestas y de himnos.

32. En la liturgia bizantina, en todas las horas del Oficio divino, la alabanza a la Madre está unida a la alabanza al Hijo y a la que, por medio del Hijo, se eleva al Padre en el Espíritu Santo. En la anáfora o plegaria eucarística de san Juan Crisóstomo, después de la epíclesis, la comunidad reunida canta así a la Madre de Dios: «Es verdaderamente justo proclamarte bienaventurada, oh Madre de Dios, porque eres la muy bienaventurada) toda pura y Madre de nuestro Dios. Te ensalzamos, porque eres más venerable que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines. Tú, que sin perder tu virginidad, has dado al mundo el Verbo de Dios. Tú, que eres verdaderamente la Madre de Dios».

Estas alabanzas, que en cada celebración de la liturgia eucarística se elevan a María, han forjado la fe, la piedad y la oración de los fieles. A lo largo de los siglos han conformado todo el comportamiento espiritual de los fieles, suscitando en ellos una devoción profunda hacia la «Toda Santa Madre de Dios».

33. Se conmemora este año el XII centenario del II Concilio ecuménico de Nicea (a. 787), en el que, al final de la conocida controversia sobre el culto de las sagradas imágenes, fue definido que, según la enseñanza de los santos Padres y la tradición universal de la Iglesia, se podían proponer a la veneración de los fieles, junto con la Cruz, también las imágenes de la Madre de Dios, de los Ángeles y de los Santos, tanto en las iglesias como en las casas y en los caminos.[84] Esta costumbre se ha mantenido en todo el Oriente y también en Occidente. Las imágenes de la Virgen tienen un lugar de honor en las iglesias y en las casas. María está representada o como trono de Dios, que lleva al Señor y lo entrega a los hombres (Theotókos), o como camino que lleva a Cristo y lo muestra (Odigitria), o bien como orante en actitud de intercesión y signo de la presencia divina en el camino de los fieles hasta el día del Señor (Deisis), o como protectora que extiende su manto sobre los pueblos (Pokrov), o como misericordiosa Virgen de la ternura (Eleousa). La Virgen es representada habitualmente con su Hijo, el niño Jesús, que lleva en brazos: es la relación con el Hijo la que glorifica a la Madre. A veces lo abraza con ternura (Glykofilousa); otras veces, hierática, parece absorta en la contemplación de aquel que es Señor de la historia (cf. Ap 5, 9–14).[85]

Conviene recordar también el Icono de la Virgen de Vladimir que ha acompañado constantemente la peregrinación en la fe de los pueblos de la antigua Rus'. Se acerca el primer milenio de la conversión al cristianismo de aquellas nobles tierras: tierras de personas humildes, de pensadores y de santos. Los Iconos son venerados todavía en Ucrania, en Bielorusia y en Rusia con diversos títulos; son imágenes que atestiguan la fe y el espíritu de oración de aquel pueblo, el cual advierte la presencia y la protección de la Madre de Dios. En estos Iconos la Virgen resplandece como la imagen de la divina belleza, morada de la Sabiduría eterna, figura de la orante, prototipo de la contemplación, icono de la gloria: aquella que, desde su vida terrena, poseyendo la ciencia espiritual inaccesible a los razonamientos humanos, con la fe ha alcanzado el conocimiento más sublime. Recuerdo, también, el Icono de la Virgen del cenáculo, en oración con los apóstoles a la espera del Espíritu. ¿No podría ser ésta como un signo de esperanza para todos aquellos que, en el diálogo fraterno, quieren profundizar su obediencia de la fe?

34. Tanta riqueza de alabanzas, acumulada por las diversas manifestaciones de la gran tradición de la Iglesia, podría ayudarnos a que ésta vuelva a respirar plenamente con sus «dos pulmones», Oriente y Occidente. Como he dicho varias veces, esto es hoy más necesario que nunca. Sería una ayuda valiosa para hacer progresar el diálogo actual entre la Iglesia católica y las Iglesias y Comunidades eclesiales de Occidente.[86] Sería también, para la Iglesia en camino, la vía para cantar y vivir de manera más perfecta su Magníficat.

Notas

[72] Ibid., 15.

[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 1.

[74] Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 68, 69. Sobre la Santísima Virgen María, promotora de la unidad de los cristianos y sobre el culto de María en Oriente, cf. León XIII, Carta Enc. Adiutricem populi (5 de septiembre de 1895): Acta Leonis, XV, 300-312.

[75] Cf. Conc Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 20.

[76] Ibid., 19.

[77] Ibid., 14.

[78] Ibid., 15.

[79] Conc. Ecum. Vat II, Const. dogm., sobre la Iglesia Lumen gentium, 66.

[80] Conc. Ecum. Calced., Definitio fidei: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973 (3), 86 (DS 301)

[81] Cf. el Weddâsê Mâryâm (Alabanzas de María), que está a continuación del Salterio etíope y contiene himnos y plegarias a María para cada día de la semana. Cf. también el Matshafa Kidâna Mehrat (Libro del Pacto de Misericordia); es de destacar la importancia reservada a María en los Himnos así como en la liturgia etíope.

[82] Cf. S. Efrén, Hymn. de Nativitate: Scriptores Syri, 82: CSCO, 186.

[83] Cf.. S. Gregorio De Narek, Le livre des prières: S. Ch. 78, 160-163; 428-432.

[84] Conc. Ecum. Niceno II: Conciliorum Oecumenicorum Decreta, Bologna 1973 (3), 135-138 (DS 600-609).

[85] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 59.

[86] Cf Conc. Ecum. Vat. II, Decr. sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio, 19.

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