conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Redemptoris Mater » Parte II.- La Madre de Dios en el centro de la Iglesia Peregrina

3. El Magníficat de la Iglesia en camino

35. La Iglesia, pues, en la presente fase de su camino, trata de buscar la unión de quienes profesan su fe en Cristo para manifestar la obediencia a su Señor que, antes de la pasión, ha rezado por esta unidad. La Iglesia «va peregrinando ..., anunciando la cruz del Señor hasta que venga».[87] «Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada con el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la cruz llegue a aquella luz que no conoce ocaso».[88]

La Virgen Madre está constantemente presente en este camino de fe del Pueblo de Dios hacia la luz. Lo demuestra de modo especial el cántico del Magníficat que, salido de la fe profunda de María en la visitación, no deja de vibrar en el corazón de la Iglesia a través de los siglos. Lo prueba su recitación diaria en la liturgia de las Vísperas y en otros muchos momentos de devoción tanto personal como comunitaria.

«Proclama mi alma la grandeza del Señor,

se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador;

porque ha mirado la humillación de su esclava.

Desde ahora me felicitarán todas las generaciones,

porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí;

su nombre es santo

y su misericordia llega a sus fieles

de generación en generación.

El hace proezas con su brazo:

dispersa a los soberbios de corazón,

derriba del trono a los poderosos,

enaltece a los humildes,

a los hambrientos los colma de bienes

y a los ricos los despide vacíos.

Auxilia a Israel, su siervo,

acordándose de la misericordia

—como lo había prometido a nuestros padres—

en favor de Abraham y su descendencia por siempre»

(Lc 1, 46–55).

36. Cuando Isabel saludó a la joven pariente que llegaba de Nazaret, María respondió con el Magníficat. En el saludo Isabel había llamado antes a María «bendita» por «el fruto de su vientre», y luego «feliz» por su fe (cf. Lc 1, 42. 45). Estas dos bendiciones se referían directamente al momento de la anunciación. Después, en la visitación, cuando el saludo de Isabel da testimonio de aquel momento culminante, la fe de María adquiere una nueva conciencia y una nueva expresión. Lo que en el momento de la anunciación permanecía oculto en la profundidad de la «obediencia de la fe», se diría que ahora se manifiesta como una llama del espíritu clara y vivificante. Las palabras usadas por María en el umbral de la casa de Isabel constituyen una inspirada profesión le su fe, en la que la respuesta a la palabra de la revelación se expresa con la elevación espiritual y poética de todo su ser hacia Dios. En estas sublimes palabras, que son al mismo tiempo muy sencillas y totalmente inspiradas por los textos sagrados del pueblo de Israel,[89] se vislumbra la experiencia personal de María, el éxtasis de su corazón. Resplandece en ellas un rayo del misterio de Dios, la gloria de su inefable santidad, el eterno amor que, como un don irrevocable, entra en la historia del hombre.

María es la primera en participar de esta nueva revelación de Dios y, a través de ella, de esta nueva «autodonación» de Dios. Por esto proclama: «ha hecho obras grandes por mí; su nombre es santo». Sus palabras reflejan el gozo del espíritu, difícil de expresar: «se alegra mi espíritu en Dios mi salvador». Porque «la verdad profunda de Dios y de la salvación del hombre ... resplandece en Cristo, mediador y plenitud de toda la revelación».[90] En su arrebatamiento María confiesa que se ha encontrado en el centro mismo de esta plenitud de Cristo. Es consciente de que en ella se realiza la promesa hecha a los padres y, ante todo, «en favor de Abraham y su descendencia por siempre»; que en ella, como madre de Cristo, converge toda la economía salvífica, en la que, «de generación en generación», se manifiesta aquel que, como Dios de la Alianza, se acuerda «de la misericordia».

37. La Iglesia, que desde el principio conforma su camino terreno con el de la Madre de Dios, siguiéndola repite constantemente las palabras del Magníficat. Desde la profundidad de la fe de la Virgen en la anunciación y en la visitación, la Iglesia llega a la verdad sobre el Dios de la Alianza, sobre Dios que es todopoderoso y hace «obras grandes» al hombre: «su nombre es santo». En el Magníficat la Iglesia encuentra vencido de raíz el pecado del comienzo de la historia terrena del hombre y de la mujer, el pecado de la incredulidad o de la «poca fe» en Dios. Contra la «sospecha» que el «padre de la mentira» ha hecho surgir en el corazón de Eva, la primera mujer, María, a la que la tradición suele llamar «nueva Eva» [91] y verdadera «madre de los vivientes» [92], proclama con fuerza la verdad no ofuscada sobre Dios: el Dios Santo y todopoderoso, que desde el comienzo es la fuente de todo don, aquel que «ha hecho obras grandes». Al crear, Dios da la existencia a toda la realidad. Creando al hombre, le da la dignidad de la imagen y semejanza con él de manera singular respecto a todas las criaturas terrenas. Y no deteniéndose en su voluntad de prodigarse no obstante el pecado del hombre, Dios se da en el Hijo: «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» (Jn 3, 16). María es el primer testimonio de esta maravillosa verdad, que se realizará plenamente mediante lo que hizo y enseñó su Hijo (cf. Hch 1, 1) y, definitiva mente, mediante su Cruz y resurrección.

La Iglesia, que aun «en medio de tentaciones y tribulaciones» no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat, «se ve confortada» con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres. El camino de la Iglesia, pues, ya al final del segundo Milenio cristiano, implica un renovado empeño en su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: «(Dios) me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva» (cf. Lc 4, 18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.

Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente en el Magníficat de María. El Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el que «derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos, ... dispersa a los soberbios ... y conserva su misericordia para los que le temen». María está profundamente impregnada del espíritu de los «pobres de Yahvé», que en la oración de los Salmos esperaban de Dios su salvación, poniendo en El toda su confianza (cf. Sal 25; 31; 35; 55). En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del «Mesías de los pobres» (cf. Is 11, 4; 61, 1). La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús.

La Iglesia, por tanto, es consciente —y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular— de que no sólo no se pueden separar estos dos elementos del mensaje contenido en el Magníficat, sino que también se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que «los pobres» y «la opción en favor de los pobres» tienen en la palabra del Dios vivo. Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el sentido cristiano de la libertad y de la liberación. «Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia El por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del cosmos. La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo para comprender en su integridad el sentido de su misión».[93]

Notas

[87] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 8.

[88] Ibid., 9.

[89] Como es sabido, las palabras del Magníficat contienen o evocan numerosos pasajes del Antiguo Testamento.

[90] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la divina revelación Dei Verbum, 2.

[91] Cf. por ejemplo S. Justino, Dialogus cum Tryphone Iudaeo, 100: Otto II, 358; S. Ireneo, Adversus Haereses III, 22, 4: S. Ch. 211, 439-449; Tertuliano, De carne Christi, 17, 4-6: CCL 2, 904 s.

[92] Cf. S. Epifanio, Panarion, III, 2;Haer. 78, 18: PG 42, 727-730

[93] Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre Libertad cristiana y liberación (22 de marzo de 1986), 97.

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