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«Nosotros no podemos menos de hablar» (Act 4, 20)
11. ¿Qué decir, pues, de las objeciones ya mencionadas sobre la misión ad gentes? Con pleno respeto de todas las creencias y sensibilidades, ante todo debemos afirmar con sencillez nuestra fe en Cristo, único salvador del hombre; fe recibida como un don que proviene de lo Alto, sin mérito por nuestra parte. Decimos con san Pablo: «No me avergüenzo del Evangelio, que es una fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1, 16). Los mártires cristianos de todas las épocas —también los de la nuestra— han dado y siguen dando la vida por testimoniar ante los hombres esta fe, convencidos de que cada hombre tiene necesidad de Jesucristo, que ha vencido el pecado y la muerte, y ha reconciliado a los hombres con Dios.
Cristo se ha proclamado Hijo de Dios, íntimamente unido al Padre, y, como tal, ha sido reconocido por los discípulos, confirmando sus palabras con los milagros y su resurrección. La Iglesia ofrece a los hombres el Evangelio, documento profético, que responde a las exigencias y aspiraciones del corazón humano y que es siempre «Buena Nueva». La Iglesia no puede dejar de proclamar que Jesús, vino a revelar el rostro de Dios y alcanzar, mediante la cruz y la resurrección, la salvación para todos los hombres.
A la pregunta ¿Para qué la misión? respondemos con la fe y la esperanza de la Iglesia: abrirse al amor de Dios es la verdadera liberación. En él, sólo en él, somos liberados de toda forma de alienación y extravío, de la esclavitud del poder del pecado y de la muerte. Cristo es verdaderamente «nuestra paz» (Ef 2, 14), y «el amor de Cristo nos apremia» (2 Cor 5, 14), dando sentido y alegría a nuestra vida. La misión es un problema de fe, es el índice exacto de nuestra fe en Cristo y en su amor por nosotros.
La tentación actual es la de reducir el cristianismo a una sabiduría meramente humanas, casi como una ciencia del vivir bien. En un mundo fuertemente secularizado, se ha dado una «gradual secularización de la salvación», debido a lo cual se lucha ciertamente en favor del hombre, pero de un hombre a medias, reducido a la mera dimensión horizontal. En cambio, nosotros sabemos que Jesús vino a traer la salvación integral, que abarca al hombre entero y a todos los hombres, abriéndoles a los admirables horizontes de la filiación divina.
¿Por qué la misión? Porque a nosotros, como a san Pablo, «se nos ha concedido la gracia de anunciar a los gentiles las inescrutables riquezas de Cristo» (Ef 3, 8). La novedad de vida en él es la «Buena Nueva» para el hombre de todo tiempo: a ella han sido llamados y destinados todos los hombres. De hecho, todos la buscan, aunque a veces de manera confusa, y tienen el derecho a conocer el valor de este don y la posibilidad de alcanzarlo. La Iglesia y, en ella, todo cristiano, no puede esconder ni conservar para sí esta novedad y riqueza, recibidas de la divina bondad para ser comunicadas a todos los hombres.
He ahí por qué la misión, además de provenir del mandato formal del Señor, deriva de la exigencia profunda de la vida de Dios en nosotros. Quienes han sido incorporados a la Iglesia han de considerarse privilegiados y, por ello, mayormente comprometidos en testimoniar la fe y la vida cristiana como servicio a los hermanos y respuesta debida a Dios, recordando que «su excelente condición no deben atribuirla a los méritos propios sino a una gracia singular de Cristo, no respondiendo a la cual con pensamiento, palabra y obra, lejos de salvarse, serán juzgados con mayor severidad».[20]
Notas
[20] Conc. Ecum. Vat. II. Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 14.
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