conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Ut unum sint » I.- El compromiso Ecumenico de la Iglesia Católica

Primacía de la oración

21. «Esta conversión del corazón y santidad de vida, junto con las oraciones públicas y privadas por la unidad de los cristianos, deben considerarse como el alma de todo el movimiento ecuménico y pueden llamarse con razón ecumenismo espiritual».[42]

Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros. Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquéllos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección. El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión —la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo—, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos. El amor es la corriente profundísima que da vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.

Este amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico. La oración es «un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad», una «expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados».[43] Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad de los cristianos, sino por otros motivos, como, por ejemplo, por la paz, la oración se convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquéllos que lo invocan: «Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos» (Mt 18, 20).

22. Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la Fuente de su unidad que es Jesucristo. ¡El es el mismo ayer, hoy y siempre! (cf. Hb 13, 8). Cristo está realmente presente en la comunión de oración; ora «en nosotros», «con nosotros» y «por nosotros». El dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.

En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo. Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une. Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas.

23. En suma, la comunión de oración lleva a mirar con ojos nuevos a la Iglesia y al cristianismo. En efecto, no se debe olvidar que el Señor pidió al Padre la unidad de sus discípulos, para que ésta fuera testimonio de su misión y el mundo pudiese creer que el Padre lo había enviado (cf. Jn 17, 21). Se puede decir que el movimiento ecuménico haya partido en cierto sentido de la experiencia negativa de quienes, anunciando el único Evangelio, se referían cada uno a su propia Iglesia o Comunidad eclesial; una contradicción que no podía pasar desapercibida a quien escuchaba el mensaje de salvación y encontraba en ello un obstáculo a la acogida del anuncio evangélico. Lamentablemente este grave impedimento no está superado. Es cierto, no estamos todavía en plena comunión. Sin embargo, a pesar de nuestras divisiones, estamos recorriendo el camino hacia la unidad plena, aquella unidad que caracterizaba a la Iglesia apostólica en sus principios, y que nosotros buscamos sinceramente: prueba de esto es nuestra oración común, animada por la fe. En la oración nos reunimos en el nombre de Cristo que es Uno. El es nuestra unidad.

La oración «ecuménica» está al servicio de la misión cristiana y de su credibilidad. Por eso debe estar particularmente presente en la vida de la Iglesia y en cada actividad que tenga como fin favorecer la unidad de los cristianos. Es como si nosotros debiéramos volver siempre a reunirnos en el Cenáculo del Jueves Santo, aunque nuestra presencia común en este lugar, aguarda todavía su perfecto cumplimiento, hasta que, superados los obstáculos para la perfecta comunión eclesial, todos los cristianos se reúnan en la única celebración de la Eucaristía. [44]

24. Es motivo de alegría constatar cómo tantos encuentros ecuménicos incluyen casi siempre la oración y, más aún, culminan con ella. La Semana de Oración por la unidad de los cristianos, que se celebra en el mes de enero, o en torno a Pentecostés en algunos países, se ha convertido en una tradición difundida y consolidada. Pero además de ella, son muchas las ocasiones que durante el año llevan a los cristianos a rezar juntos. En este contexto, deseo evocar la experiencia particular de las peregrinaciones del Papa por las Iglesias, en los diferentes continentes y en los varios países de la oikoumene contemporánea. Soy bien consciente de que el Concilio Vaticano II orientó al Papa hacia este particular ejercicio de su ministerio apostólico. Se puede decir aún más. El Concilio hizo de este peregrinar del Papa una clara necesidad, en cumplimiento del papel del Obispo de Roma al servicio de la comunión. [45] Estas visitas casi siempre han incluido un encuentro ecuménico y la oración en común de los hermanos que buscan la unidad en Cristo y en su Iglesia. Recuerdo con una emoción muy especial la oración con el Primado de la Comunión anglicana en la catedral de Canterbury, el 29 de mayo de 1982, cuando en aquel admirable templo veía un «elocuente testimonio, al mismo tiempo, de nuestros largos años de herencia común y de los tristes años de división que vinieron a continuación»;[46] tampoco puedo olvidar las realizadas en los Países escandinavos y nórdicos (1–10 de junio de 1989), en América, Africa, o aquélla en la sede del Consejo Ecuménico de las Iglesias (12 de junio de 1984), organismo que tiene como objetivo llamar a las Iglesias y a las Comunidades eclesiales que forman parte «a la meta de la comunión visible en una sola fe y en una sola comunión eucarística expresada en el culto y en la vida común en Cristo».[47] Y ¿cómo podría olvidar mi participación en la liturgia eucarística en la iglesia de san Jorge, en el Patriarcado ecuménico (30 de noviembre de 1979), y la celebración en la Basílica de san Pedro durante la visita a Roma de mi venerable Hermano, el Patriarca Dimitrios I (6 de diciembre de 1987)? En aquella circunstancia, junto al altar de la Confesión, profesamos juntos el Símbolo niceno-constantinopolitano, según el texto original griego. No se pueden describir con pocas palabras los aspectos concretos que han caracterizado cada uno de estos encuentros de oración. Por los condicionamientos del pasado que, de modo diverso, pesaban sobre cada uno de ellos, todos tienen una propia y singular elocuencia; todos están grabados en la memoria de la Iglesia, guiada por el Paráclito en la búsqueda de la unidad de todos los creyentes en Cristo.

25. No sólo el Papa se ha hecho peregrino. En estos años muchos dignos representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales me han visitado en Roma y he podido rezar con ellos en encuentros públicos y privados. Ya he mencionado la presencia del Patriarca ecuménico Dimitrios I. Quisiera ahora recordar también el encuentro de oración con los Arzobispos luteranos, primados de Suecia y Finlandia, en la misma Basílica de san Pedro, para la celebración de Vísperas, con ocasión del VI centenario de la canonización de santa Brígida (5 de octubre de 1991). Se trata de un ejemplo, porque la Iglesia es consciente de que el deber de orar por la unidad es propio de su vida. No hay un acontecimiento importante y significativo que no se beneficie con la presencia recíproca y la oración de los cristianos. Me es imposible enumerar todos estos encuentros, aunque cada uno merezca ser nombrado. Verdaderamente el Señor nos lleva de la mano y nos guía. Estos intercambios, estas oraciones han escrito ya páginas y páginas de nuestro «Libro de la unidad», «Libro» que debemos siempre hojear y releer para hallar inspiración y esperanza.

26. La oración, la comunidad de oración, nos permite reencontrar siempre la verdad evangélica de las palabras «uno solo es vuestro Padre» (Mt 23, 9), aquel Padre, Abbá, al cual Cristo mismo se dirige, El que es Hijo unigénito de la misma sustancia. Y además: «Uno solo es vuestro Maestro; y vosotros sois todos hermanos» (Mt 23, 8). La oración «ecuménica» manifiesta esta dimensión fundamental de fraternidad en Cristo, que murió para unir a los hijos de Dios dispersos, para que nosotros, llegando a ser hijos en el Hijo (cf. Ef 1, 5), reflejásemos más plenamente la inescrutable realidad de la paternidad de Dios y, al mismo tiempo, la verdad sobre la humanidad propia de cada uno y de todos.

La oración «ecuménica», la oración de los hermanos y hermanas, expresa todo esto. Ellos, precisamente por estar divididos entre sí, con mayor esperanza se unen en Cristo, confiándole el futuro de su unidad y de su comunión. A esta situación se podría aplicar una vez más felizmente la enseñanza del Concilio: «El Señor Jesús, cuando pide al Padre 'que todos sean uno 1 como nosotros también somos uno' (Jn 17, 21–22), ofreciendo perspectivas inaccesibles a la razón humana, sugiere cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y el amor».[48]

La conversión del corazón, condición esencial de toda auténtica búsqueda de la unidad, brota de la oración y ésta la lleva hacia su cumplimiento: «Los deseos de unidad brotan y maduran como fruto de la renovación de la mente, de la negación de sí mismo y de una efusión libérrima de la caridad. Por ello, debemosimplorar del Espíritu divino la gracia de una sincera abnegación, humildad y mansedumbre en el servicio a los demás y espíritu de generosidad fraterna hacia ellos».[49]

27. Orar por la unidad no está sin embargo reservado a quien vive en un contexto de división entre los cristianos. En el diálogo íntimo y personal que cada uno de nosotros debe tener con el Señor en la oración, no puede excluirse la preocupación por la unidad. En efecto, sólo de este modo ésta formará parte plenamente de la realidad de nuestra vida y de los compromisos que hayamos asumido en la Iglesia. Para poner de relieve esta exigencia he querido proponer a los fieles de la Iglesia católica un modelo que me parece ejemplar, el de una religiosa trapense, María Gabriela de la Unidad, que proclamé beata el 25 de enero de 1983. [50] Sor María Gabriela, llamada por su vocación a vivir alejada del mundo, dedicó su existencia a la meditación y a la oración centrada en el capítulo 17 del Evangelio de san Juan y la ofreció por la unidad de los cristianos. Este es el soporte de toda oración: la entrega total y sin reservas de la propia vida al Padre, por medio del Hijo, en el Espíritu Santo. El ejemplo de sor María Gabriela nos enseña, nos hace comprender cómo no existen tiempos, situaciones o lugares particulares para rezar por la unidad. La oración de Cristo al Padre es modelo para todos, siempre y en todo lugar.

Notas

[42] Ibid., 8.

[43] Ibid.

[44] Ibid., 4.

[45] Cf. Carta ap. Tertio millennio adveniente (10 noviembre 1994), 24: AAS 87 (1995), 19-20.

[46] Discurso en la catedral de Canterbury (29 mayo 1982), 5: AAS 74 ( 1982 ), 922.

[47] Consejo Ecuménico de las Iglesias, Reglamento, III,1 Citado en Ench. Oecum. 1, 1392.

[48] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

[49] Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 7.

[50] María Gabriela Sagheddu, nacida en Dorgali (Cerdeña) en 1914. A los 21 años entra en el Monasterio Trapense de Grottaferrata. Conociendo, a través de la acción apostólica del Abbé Paul Couturier, la necesidad de oraciones y ofrecimientos espirituales por la unidad de los cristianos, en 1936, con ocasión del Octavario por la unidad, decide ofrecer su vida por esta causa. Después de una grave enfermedad, muere el 23 de abril de 1939.

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