conoZe.com » bibel » Documentos » Juan Pablo II » Encíclicas de Juan Pablo II » Fides et ratio » Capítulo VII.- Exigencias y Cometidos Actuales

Exigencias irrenunciables de la palabra de Dios

80. La Sagrada Escritura contiene, de manera explícita o implícita, una serie de elementos que permiten obtener una visión del hombre y del mundo de gran valor filosófico. Los cristianos han tomado conciencia progresivamente de la riqueza contenida en aquellas páginas sagradas. De ellas se deduce que la realidad que experimentamos no es el absoluto; no es increada ni se ha autoengendrado. Sólo Dios es el Absoluto. De las páginas de la Biblia se desprende, además, una visión del hombre como imago Dei, que contiene indicaciones precisas sobre su ser, su libertad y la inmortalidad de su espíritu. Puesto que el mundo creado no es autosuficiente, toda ilusión de autonomía que ignore la dependencia esencial de Dios de toda criatura —incluido el hombre— lleva a situaciones dramáticas que destruyen la búsqueda racional de la armonía y del sentido de la existencia humana.

Incluso el problema del mal moral —la forma más trágica de mal— es afrontado en la Biblia, la cual nos enseña que éste no se puede reducir a una cierta deficiencia debida a la materia, sino que es una herida causada por una manifestación desordenada de la libertad humana. En fin, la palabra de Dios plantea el problema del sentido de la existencia y ofrece su respuesta orientando al hombre hacia Jesucristo, el Verbo de Dios, que realiza en plenitud la existencia humana. De la lectura del texto sagrado se podrían explicitar también otros aspectos; de todos modos, lo que sobresale es el rechazo de toda forma de relativismo, de materialismo y de panteísmo.

La convicción fundamental de esta «filosofía» contenida en la Biblia es que la vida humana y el mundo tienen un sentido y están orientados hacia su cumplimiento, que se realiza en Jesucristo. El misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo. En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada. Sin embargo, sólo aquí alcanza su culmen el sentido de la existencia. En efecto, se hace inteligible la esencia íntima de Dios y del hombre. En el misterio del Verbo encarnado se salvaguardan la naturaleza divina y la naturaleza humana, con su respectiva autonomía, y a la vez se manifiesta el vínculo único que las pone en recíproca relación sin confusión.[97]

81. Se ha de tener presente que uno de los elementos más importantes de nuestra condición actual es la «crisis del sentido». Los puntos de vista, a menudo de carácter científico, sobre la vida y sobre el mundo se han multiplicado de tal forma que podemos constatar como se produce el fenómeno de la fragmentariedad del saber. Precisamente esto hace difícil y a menudo vana la búsqueda de un sentido. Y, lo que es aún más dramático, en medio de esta baraúnda de datos y de hechos entre los que se vive y que parecen formar la trama misma de la existencia, muchos se preguntan si todavía tiene sentido plantearse la cuestión del sentido. La pluralidad de las teorías que se disputan la respuesta, o los diversos modos de ver y de interpretar el mundo y la vida del hombre, no hacen más que agudizar esta duda radical, que fácilmente desemboca en un estado de escepticismo y de indiferencia o en las diversas manifestaciones del nihilismo.

La consecuencia de esto es que a menudo el espíritu humano está sujeto a una forma de pensamiento ambiguo, que lo lleva a encerrarse todavía más en sí mismo, dentro de los límites de su propia inmanencia, sin ninguna referencia a lo trascendente. Una filosofía carente de la cuestión sobre el sentido de la existencia incurriría en el grave peligro de degradar la razón a funciones meramente instrumentales, sin ninguna auténtica pasión por la búsqueda de la verdad.

Para estar en consonancia con la palabra de Dios es necesario, ante todo, que la filosofía encuentre de nuevo su dimensión sapiencial de búsqueda del sentido último y global de la vida. Esta primera exigencia, pensándolo bien, es para la filosofía un estímulo utilísimo para adecuarse a su misma naturaleza. En efecto, haciéndolo así, la filosofía no sólo será la instancia crítica decisiva que señala a las diversas ramas del saber científico su fundamento y su límite, sino que se pondrá también como última instancia de unificación del saber y del obrar humano, impulsándolos a avanzar hacia un objetivo y un sentido definitivos. Esta dimensión sapiencial se hace hoy más indispensable en la medida en que el crecimiento inmenso del poder técnico de la humanidad requiere una conciencia renovada y aguda de los valores últimos. Si a estos medios técnicos les faltara la ordenación hacia un fin no meramente utilitarista, pronto podrían revelarse inhumanos, e incluso transformarse en potenciales destructores del género humano.[98]

La palabra de Dios revela el fin último del hombre y da un sentido global a su obrar en el mundo. Por esto invita a la filosofía a esforzarse en buscar el fundamento natural de este sentido, que es la religiosidad constitutiva de toda persona. Una filosofía que quisiera negar la posibilidad de un sentido último y global sería no sólo inadecuada, sino errónea.

82. Por otro lado, esta función sapiencial no podría ser desarrollada por una filosofía que no fuese un saber auténtico y verdadero, es decir, que atañe no sólo a aspectos particulares y relativos de lo real —sean éstos funcionales, formales o útiles—, sino a su verdad total y definitiva, o sea, al ser mismo del objeto de conocimiento. Ésta es, pues, una segunda exigencia: verificar la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad; un conocimiento, además, que alcance la verdad objetiva, mediante aquella adaequatio rei et intellectus a la que se refieren los Doctores de la Escolástica.[99] Esta exigencia, propia de la fe, ha sido reafirmada por el Concilio Vaticano II: «La inteligencia no se limita sólo a los fenómenos, sino que es capaz de alcanzar con verdadera certeza la realidad inteligible, aunque a consecuencia del pecado se encuentre parcialmente oscurecida y debilitada». [100]

Una filosofía radicalmente fenoménica o relativista sería inadecuada para ayudar a profundizar en la riqueza de la palabra de Dios. En efecto, la Sagrada Escritura presupone siempre que el hombre, aunque culpable de doblez y de engaño, es capaz de conocer y de comprender la verdad límpida y pura. En los Libros sagrados, concretamente en el Nuevo Testamento, hay textos y afirmaciones de alcance propiamente ontológico. En efecto, los autores inspirados han querido formular verdaderas afirmaciones que expresan la realidad objetiva. No se puede decir que la tradición católica haya cometido un error al interpretar algunos textos de san Juan y de san Pablo como afirmaciones sobre el ser de Cristo. La teología, cuando se dedica a comprender y explicar estas afirmaciones, necesita la aportación de una filosofía que no renuncie a la posibilidad de un conocimiento objetivamente verdadero, aunque siempre perfectible. Lo dicho es válido también para los juicios de la conciencia moral, que la Sagrada Escritura supone que pueden ser objetivamente verdaderos. [101]

83. Las dos exigencias mencionadas conllevan una tercera: es necesaria una filosofía de alcance auténticamente metafísico, capaz de trascender los datos empíricos para llegar, en su búsqueda de la verdad, a algo absoluto, último y fundamental. Esta es una exigencia implícita tanto en el conocimiento de tipo sapiencial como en el de tipo analítico; concretamente, es una exigencia propia del conocimiento del bien moral cuyo fundamento último es el sumo Bien, Dios mismo. No quiero hablar aquí de la metafísica como si fuera una escuela específica o una corriente histórica particular. Sólo deseo afirmar que la realidad y la verdad transcienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica. En este sentido, la metafísica no se ha de considerar como alternativa a la antropología, ya que la metafísica permite precisamente dar un fundamento al concepto de dignidad de la persona por su condición espiritual. La persona, en particular, es el ámbito privilegiado para el encuentro con el ser y, por tanto, con la reflexión metafísica.

Dondequiera que el hombre descubra una referencia a lo absoluto y a lo trascendente, se le abre un resquicio de la dimensión metafísica de la realidad: en la verdad, en la belleza, en los valores morales, en las demás personas, en el ser mismo y en Dios. Un gran reto que tenemos al final de este milenio es el de saber realizar el paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento. No es posible detenerse en la sola experiencia; incluso cuando ésta expresa y pone de manifiesto la interioridad del hombre y su espiritualidad, es necesario que la reflexión especulativa llegue hasta su naturaleza espiritual y el fundamento en que se apoya. Por lo cual, un pensamiento filosófico que rechazase cualquier apertura metafísica sería radicalmente inadecuado para desempeñar un papel de mediación en la comprensión de la Revelación.

La palabra de Dios se refiere continuamente a lo que supera la experiencia e incluso el pensamiento del hombre; pero este «misterio» no podría ser revelado, ni la teología podría hacerlo inteligible de modo alguno, [102] si el conocimiento humano estuviera rigurosamente limitado al mundo de la experiencia sensible. Por lo cual, la metafísica es una mediación privilegiada en la búsqueda teológica. Una teología sin un horizonte metafísico no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa y no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada.

Si insisto tanto en el elemento metafísico es porque estoy convencido de que es el camino obligado para superar la situación de crisis que afecta hoy a grandes sectores de la filosofía y para corregir así algunos comportamientos erróneos difundidos en nuestra sociedad.

84. La importancia de la instancia metafísica se hace aún más evidente si se considera el desarrollo que hoy tienen las ciencias hermenéuticas y los diversos análisis del lenguaje. Los resultados a los que llegan estos estudios pueden ser muy útiles para la comprensión de la fe, ya que ponen de manifiesto la estructura de nuestro modo de pensar y de hablar y el sentido contenido en el lenguaje. Sin embargo, hay estudiosos de estas ciencias que en sus investigaciones tienden a detenerse en el modo cómo se comprende y se expresa la realidad, sin verificar las posibilidades que tiene la razón para descubrir su esencia. ¿Cómo no descubrir en dicha actitud una prueba de la crisis de confianza, que atraviesa nuestro tiempo, sobre la capacidad de la razón? Además, cuando en algunas afirmaciones apriorísticas estas tesis tienden a ofuscar los contenidos de la fe o negar su validez universal, no sólo humillan la razón, sino que se descalifican a sí mismas. En efecto, la fe presupone con claridad que el lenguaje humano es capaz de expresar de manera universal —aunque en términos analógicos, pero no por ello menos significativos— la realidad divina y trascendente. [103] Si no fuera así, la palabra de Dios, que es siempre palabra divina en lenguaje humano, no sería capaz de expresar nada sobre Dios. La interpretación de esta Palabra no puede llevarnos de interpretación en interpretación, sin llegar nunca a descubrir una afirmación simplemente verdadera; de otro modo no habría revelación de Dios, sino solamente la expresión de conceptos humanos sobre Él y sobre lo que presumiblemente piensa de nosotros.

85. Sé bien que estas exigencias, puestas a la filosofía por la palabra de Dios, pueden parecer arduas a muchos que afrontan la situación actual de la investigación filosófica. Precisamente por esto, asumiendo lo que los Sumos Pontífices desde algún tiempo no dejan de enseñar y el mismo Concilio Ecuménico Vaticano II ha afirmado, deseo expresar firmemente la convicción de que el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber. Éste es uno de los cometidos que el pensamiento cristiano deberá afrontar a lo largo del próximo milenio de la era cristiana. El aspecto sectorial del saber, en la medida en que comporta un acercamiento parcial a la verdad con la consiguiente fragmentación del sentido, impide la unidad interior del hombre contemporáneo. ¿Cómo podría no preocuparse la Iglesia? Este cometido sapiencial llega a sus Pastores directamente desde el Evangelio y ellos no pueden eludir el deber de llevarlo a cabo.

Considero que quienes tratan hoy de responder como filósofos a las exigencias que la palabra de Dios plantea al pensamiento humano, deberían elaborar su razonamiento basándose en estos postulados y en coherente continuidad con la gran tradición que, empezando por los antiguos, pasa por los Padres de la Iglesia y los maestros de la escolástica, y llega hasta los descubrimientos fundamentales del pensamiento moderno y contemporáneo. Si el filósofo sabe aprender de esta tradición e inspirarse en ella, no dejará de mostrarse fiel a la exigencia de autonomía del pensamiento filosófico.

En este sentido, es muy significativo que, en el contexto actual, algunos filósofos sean promotores del descubrimiento del papel determinante de la tradición para una forma correcta de conocimiento. En efecto, la referencia a la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural de toda la humanidad. Es más, se podría decir que nosotros pertenecemos a la tradición y no podemos disponer de ella como queramos. Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos permite hoy poder expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado hacia el futuro. Esta misma referencia es válida también sobre todo para la teología. No sólo porque tiene la Tradición viva de la Iglesia como fuente originaria, [104] sino también porque, gracias a esto, debe ser capaz de recuperar tanto la profunda tradición teológica que ha marcado las épocas anteriores, como la perenne tradición de aquella filosofía que ha sabido superar por su verdadera sabiduría los límites del espacio y del tiempo.

86. La insistencia en la necesidad de una estrecha relación de continuidad de la reflexión filosófica contemporánea con la elaborada en la tradición cristiana intenta prevenir el peligro que se esconde en algunas corrientes de pensamiento, hoy tan difundidas. Considero oportuno detenerme en ellas, aunque brevemente, para poner de relieve sus errores y los consiguientes riesgos para la actividad filosófica.

La primera es el eclecticismo, término que designa la actitud de quien, en la investigación, en la enseñanza y en la argumentación, incluso teológica, suele adoptar ideas derivadas de diferentes filosofías, sin fijarse en su coherencia o conexión sistemática ni en su contexto histórico. De este modo, no es capaz de discernir la parte de verdad de un pensamiento de lo que pueda tener de erróneo o inadecuado. Una forma extrema de eclecticismo se percibe también en el abuso retórico de los términos filosóficos al que se abandona a veces algún teólogo. Esta instrumentalización no ayuda a la búsqueda de la verdad y no educa la razón —tanto teológica como filosófica— para argumentar de manera seria y científica. El estudio riguroso y profundo de las doctrinas filosóficas, de su lenguaje peculiar y del contexto en que han surgido, ayuda a superar los riesgos del eclecticismo y permite su adecuada integración en la argumentación teológica.

87. El eclecticismo es un error de método, pero podría ocultar también las tesis propias del historicismo. Para comprender de manera correcta una doctrina del pasado, es necesario considerarla en su contexto histórico y cultural. En cambio, la tesis fundamental del historicismo consiste en establecer la verdad de una filosofía sobre la base de su adecuación a un determinado período y a un determinado objetivo histórico. De este modo, al menos implícitamente, se niega la validez perenne de la verdad. Lo que era verdad en una época, sostiene el historicista, puede no serlo ya en otra. En fin, la historia del pensamiento es para él poco más que una pieza arqueológica a la que se recurre para poner de relieve posiciones del pasado en gran parte ya superadas y carentes de significado para el presente. Por el contrario, se debe considerar además que, aunque la formulación esté en cierto modo vinculada al tiempo y a la cultura, la verdad o el error expresados en ellas se pueden reconocer y valorar como tales en todo caso, no obstante la distancia espacio-temporal.

En la reflexión teológica, el historicismo tiende a presentarse muchas veces bajo una forma de «modernismo». Con la justa preocupación de actualizar la temática teológica y hacerla asequible a los contemporáneos, se recurre sólo a las afirmaciones y jerga filosófica más recientes, descuidando las observaciones críticas que se deberían hacer eventualmente a la luz de la tradición. Esta forma de modernismo, por el hecho de sustituir la actualidad por la verdad, se muestra incapaz de satisfacer las exigencias de verdad a la que la teología debe dar respuesta.

88. Otro peligro considerable es el cientificismo. Esta corriente filosófica no admite como válidas otras formas de conocimiento que no sean las propias de las ciencias positivas, relegando al ámbito de la mera imaginación tanto el conocimiento religioso y teológico, como el saber ético y estético. En el pasado, esta misma idea se expresaba en el positivismo y en el neopositivismo, que consideraban sin sentido las afirmaciones de carácter metafísico. La crítica epistemológica ha desacreditado esta postura, que, no obstante, vuelve a surgir bajo la nueva forma del cientificismo. En esta perspectiva, los valores quedan relegados a meros productos de la emotividad y la noción de ser es marginada para dar lugar a lo puro y simplemente fáctico. La ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico. Los éxitos innegables de la investigación científica y de la tecnología contemporánea han contribuido a difundir la mentalidad cientificista, que parece no encontrar límites, teniendo en cuenta como ha penetrado en las diversas culturas y como ha aportado en ellas cambios radicales.

Se debe constatar lamentablemente que lo relativo a la cuestión sobre el sentido de la vida es considerado por el cientificismo como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario. No menos desalentador es el modo en que esta corriente de pensamiento trata otros grandes problemas de la filosofía que, o son ignorados o se afrontan con análisis basados en analogías superficiales, sin fundamento racional. Esto lleva al empobrecimiento de la reflexión humana, que se ve privada de los problemas de fondo que el animal rationale se ha planteado constantemente, desde el inicio de su existencia terrena. En esta perspectiva, al marginar la crítica proveniente de la valoración ética, la mentalidad cientificista ha conseguido que muchos acepten la idea según la cual lo que es técnicamente realizable llega a ser por ello moralmente admisible.

89. No menores peligros conlleva el pragmatismo, actitud mental propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables. En particular, se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. [105] Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte.

90. Las tesis examinadas hasta aquí llevan, a su vez, a una concepción más general, que actualmente parece constituir el horizonte común para muchas filosofías que se han alejado del sentido del ser. Me estoy refiriendo a la postura nihilista, que rechaza todo fundamento a la vez que niega toda verdad objetiva. El nihilismo, aun antes de estar en contraste con las exigencias y los contenidos de la palabra de Dios, niega la humanidad del hombre y su misma identidad. En efecto, se ha de tener en cuenta que la negación del ser comporta inevitablemente la pérdida de contacto con la verdad objetiva y, por consiguiente, con el fundamento de la dignidad humana. De este modo se hace posible borrar del rostro del hombre los rasgos que manifiestan su semejanza con Dios, para llevarlo progresivamente o a una destructiva voluntad de poder o a la desesperación de la soledad. Una vez que se ha quitado la verdad al hombre, es pura ilusión pretender hacerlo libre. En efecto, verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente. [106]

91. Al comentar las corrientes de pensamiento apenas mencionadas no ha sido mi intención presentar un cuadro completo de la situación actual de la filosofía, que, por otra parte, sería difícil de englobar en una visión unitaria. Quiero subrayar, de hecho, que la herencia del saber y de la sabiduría se ha enriquecido en diversos campos. Basta citar la lógica, la filosofía del lenguaje, la epistemología, la filosofía de la naturaleza, la antropología, el análisis profundo de las vías afectivas del conocimiento, el acercamiento existencial al análisis de la libertad. Por otra parte, la afirmación del principio de inmanencia, que es el centro de la postura racionalista, suscitó, a partir del siglo pasado, reacciones que han llevado a un planteamiento radical de los postulados considerados indiscutibles. Nacieron así corrientes irracionalistas, mientras la crítica ponía de manifiesto la inutilidad de la exigencia de autofundación absoluta de la razón.

Nuestra época ha sido calificada por ciertos pensadores como la época de la «postmodernidad». Este término, utilizado frecuentemente en contextos muy diferentes unos de otros, designa la aparición de un conjunto de factores nuevos, que por su difusión y eficacia han sido capaces de determinar cambios significativos y duraderos. Así, el término se ha empleado primero a propósito de fenómenos de orden estético, social y tecnológico. Sucesivamente ha pasado al ámbito filosófico, quedando caracterizado no obstante por una cierta ambigüedad, tanto porque el juicio sobre lo que se llama «postmoderno» es unas veces positivo y otras negativo, como porque falta consenso sobre el delicado problema de la delimitación de las diferentes épocas históricas. Sin embargo, no hay duda de que las corrientes de pensamiento relacionadas con la postmodernidad merecen una adecuada atención. En efecto, según algunas de ellas el tiempo de las certezas ha pasado irremediablemente; el hombre debería ya aprender a vivir en una perspectiva de carencia total de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz. Muchos autores, en su crítica demoledora de toda certeza e ignorando las distinciones necesarias, contestan incluso la certeza de la fe.

Este nihilismo encuentra una cierta confirmación en la terrible experiencia del mal que ha marcado nuestra época. Ante esta experiencia dramática, el optimismo racionalista que veía en la historia el avance victorioso de la razón, fuente de felicidad y de libertad, no ha podido mantenerse en pie, hasta el punto de que una de las mayores amenazas en este fin de siglo es la tentación de la desesperación.

Sin embargo es verdad que una cierta mentalidad positivista sigue alimentando la ilusión de que, gracias a las conquistas científicas y técnicas, el hombre, como demiurgo, pueda llegar por sí solo a conseguir el pleno dominio de su destino.

Notas

[97] Cf. Conc. Ecum. Calcedonense, Symbolum, Definitio: DS 302.

[98] Cf. Enc. Redemptor hominis (4 de marzo de 1979), 15: AAS 71 (1979), 286-289.

[99] Cf. por ejemplo S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, 16,1; S. Buenaventura, Coll. in Hex., 3, 8, 1.

[100] Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 15.

[101] Enc. Veritatis splendor (6 de agosto de 1993), 57-61: AAS 85 (1993), 1179-1182.

[102] Cf. Conc. Ecum. Vat. I, Const. dogm. Dei Filius, sobre la fe católica, IV: DS 3016.

[103] Cf. Conc. Ecum. Lateranense IV, De errore abbatis Ioachim, II: DS 806.

[104] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 24; Decr. Optatam totius, sobre la formación sacerdotal, 16.

[105] Cf. Enc. Evangelium vitae (25 de marzo de 1995), 69: AAS 87 (1995), 481.

[106] En este mismo sentido escribía en mi primera Encíclica, comentando la expresión de san Juan: ««Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres» (8, 32). Estas palabras encierran una exigencia fundamental y al mismo tiempo una advertencia: la exigencia de una relación honesta con respecto a la verdad, como condición de una auténtica libertad; y la advertencia, además, de que se evite cualquier libertad aparente, cualquier libertad superficial y unilateral, cualquier libertad que no profundiza en toda la verdad sobre el hombre y sobre el mundo. También hoy, después de dos mil años, Cristo aparece a nosotros como Aquél que trae al hombre la libertad basada sobre la verdad, como Aquél que libera al hombre de lo que limita, disminuye y casi destruye esta libertad en sus mismas raíces, en el alma del hombre, en su corazón, en su conciencia»: Redemptor hominis, (4 de marzo de 1979), 12: AAS 71 (1979), 280-281.

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