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Conclusión
El Espíritu Santo, Maestro interior
72. Al final de esta Exhortación Apostólica, la mirada se vuelve hacia Aquél que es el principio inspirador de toda la obra catequética y de los que la realizan: el Espíritu del Padre y del Hijo: el Espíritu Santo.
Al exponer la misión que tendría este Espíritu en la Iglesia, Cristo utiliza estas palabras significativas: «El os lo enseñará y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho»,[122] y añade: «Cuando viniere Aquél, el Espíritu de verdad, os guiará hacia la verdad completa ..., os comunicará las cosas venideras».[123]
El Espíritu es, pues, prometido a la Iglesia y a cada fiel como un Maestro interior que, en la intimidad de la conciencia y del corazón, hace comprender lo que se había entendido pero que no se había sido capaz de captar plenamente. «El Espíritu Santo desde ahora instruye a los fieles —decía a este respecto san Agustín— según la capacidad espiritual de cada uno. Y él enciende en sus corazones un deseo más vivo en la medida en la que cada uno progresa en esta caridad que le hace amar lo que ya conocía y desear lo que todavía no conocía».[124]
Además, misión del Espíritu es también transformar a los discípulos en testigos de Cristo: «Él dará testimonio de mí y vosotros daréis también testimonio».[125]
Más aún. Para san Pablo, que sintetiza en este punto una teología latente en todo el Nuevo Testamento, la vida según el Espíritu,[126] es todo el «ser cristiano», toda la vida cristiana, la vida nueva de los hijos de Dios. Sólo el Espíritu nos permite llamar a Dios: «Abba, Padre».[127] Sin el Espíritu no podemos decir: «Jesús es el Señor».[128] Del Espíritu proceden todos los carismas que edifican la Iglesia, comunidad de cristianos.[129] En este sentido san Pablo da a cada discípulo de Cristo esta consigna: «Llenaos del Espíritu».[130] San Agustín es muy explícito: «El hecho de creer y de obrar bien son nuestros como consecuencia de la libre elección de nuestra voluntad, y sin embargo uno y otro son un don que viene del Espíritu de fe y de caridad».[131]
La catequesis, que es crecimiento en la fe y maduración de la vida cristiana hacia la plenitud, es por consiguiente una obra del Espíritu Santo, obra que sólo Él puede suscitar y alimentar en la Iglesia.
Esta constatación, sacada de la lectura de los textos citados más arriba y de otros muchos pasajes del Nuevo Testamento, nos lleva a dos convicciones.
Ante todo está claro que la Iglesia, cuando ejerce su misión catequética —como también cada cristiano que la ejerce en la Iglesia y en nombre de la Iglesia— debe ser muy consciente de que actúa como instrumento vivo y dócil del Espíritu Santo. Invocar constantemente este Espíritu, estar en comunión con Él, esforzarse en conocer sus auténticas inspiraciones debe ser la actitud de la Iglesia docente y de todo catequista.
Además, es necesario que el deseo profundo de comprender mejor la acción del Espíritu y de entregarse más a él —dado que «nosotros vivimos en la Iglesia un momento privilegiado del Espíritu», como observaba mi Predecesor Pablo VI en su Exhortación Apostólica «Evangelii nuntiandi»[132]— provoca un despertar catequético. En efecto, la «renovación en el Espíritu» será auténtica y tendrá una verdadera fecundidad en la Iglesia, no tanto en la medida en que suscite carismas extraordinarios, cuanto si conduce al mayor número posible de fieles, en su vida cotidiana, a un esfuerzo humilde, paciente, y perseverante para conocer siempre mejor el misterio de Cristo y dar testimonio de Él.
Yo invoco ahora sobre la Iglesia catequizadora este Espíritu del Padre y del Hijo, y le suplicamos que renueve en esta Iglesia el dinamismo catequético.
María, madre y modelo de discípulo
73. Que la Virgen de Pentecostés nos lo obtenga con su intercesión. Por una vocación singular, ella vio a su Hijo Jesús «crecer en sabiduría, edad y gracia».[133] En su regazo y luego escuchándola, a lo largo de la vida oculta en Nazaret, este Hijo, que era el Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad, ha sido formado por ella en el conocimiento humano de las Escrituras y de la historia del designio de Dios sobre su Pueblo, en la adoración al Padre.[134] Por otra parte, ella ha sido la primera de sus discípulos: primera en el tiempo, pues ya al encontrarle en el Templo, recibe de su Hijo adolescente unas lecciones que conserva en su corazón;[135] la primera, sobre todo, porque nadie ha sido enseñado por Dios[136] con tanta profundidad. «Madre y a la vez discípula», decía de ella san Agustín añadiendo atrevidamente que esto fue para ella más importante que lo otro.[137] No sin razón en el Aula Sinodal se dijo de María que es «un catecismo viviente», «madre y modelo de los catequistas».
Quiera, pues, la presencia del Espíritu Santo, por intercesión de María, conceder a la Iglesia un impulso creciente en la obra catequética que le es esencial. Entonces la Iglesia realizará con eficacia, en esta hora de gracia, la misión inalienable y universal recibida de su Maestro: «Id, pues; enseñad a todas las gentes».[138]
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 16 de octubre del año 1979, segundo de mi pontificado.
Notas
[122] Jn 14, 26.
[123] Jn 16, 13.
[124] In Ioannis Evangelium Tractatus, 97, 1: PL 35, 1877.
[125] Jn 15, 26-27
[126] Cf. Rom 8, 14-17; Gal 4, 6.
[127] Rom 8, 15.
[128] 1 Co 12, 3.
[129] Cf. 1 Co 12, 4-11
[130] Ef 5, 18.
[131] Retractationum liber I, 23, 2: PL 32, 621.
[132] N. 75: AAS 68 (1976), p. 66.
[133] Cf. Lc 2, 52.
[134] Cf. Jn 1, 14; Heb 10, 5; S. Th. IIIª, Q. 12, a. 2; a. 3, ad 3.
[135] Cf. Lc 2, 51.
[136] Cf. Jn 6, 45.
[137] Cf. Sermo 25, 7: PL 46, 937-938.
[138] Mt 28, 19.
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