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Función internacional del antirracismo (y II)

Es a escala planetaria como actúa el desvío de la ayuda humanitaria por Estados despóticos en detrimento de las poblaciones que ellos oprimen. Un médico que ha observado en varios continentes esta malversación gigantesca no duda en hablar de «trampa humanitaria».[27] Uno se aflige tras la lectura de su libro, inventario de las «catástrofes útiles», a veces incluso imaginarias, fundadas en rumores hábilmente esparcidos y, sin embargo, fructíferos. El autor cuenta cómo proceden los poderes o partidos políticos deseosos de adquirir o reforzar el control de las masas; de qué manera se interponen entre las organizaciones humanitarias y la población, e interceptan la ayuda para utilizarla para sus propios fines. Cita el ejemplo de los sandinistas, que, después de la caída de Somoza, para eliminar a los otros partidos políticos y conquistar sin elecciones libres el monopolio del poder, han acaparado, con métodos a veces muy brutales, la ayuda internacional, en particular la de los Estados Unidos (porque hay que recordarlo: los Estados Unidos han ayudado a la nueva Nicaragua, durante sus dos primeros años). A pesar de la ayuda, la penuria en Nicaragua comenzó después de la consolidación de la dictadura sandinista. Así el totalitarismo extiende su imperio gracias al dinero proporcionado por las democracias. El hambre es, verdaderamente, para el socialismo «el capital más precioso».

Si el infierno etíope gozó de la indulgencia y del silencio casi universales, fue a causa de lo que Glucksmann y Wolton llaman la «inmunidad revolucionaria».[28] Pero incluso los raros espíritus que ésta no consigue paralizar, y que han aceptado tomar conocimiento de los hechos, no saben qué conclusión sacar, o entonces llegan a una conclusión contradictoria. Como Bob Geldoff, generoso e ingenuo astro del rock and roll, que, con sus conciertos, ha reunido para los hambrientos de Etiopía millones que los militares progresistas de Addis-Abeba han utilizado para la guerra. Asqueado, desilusionado, enterado de los traslados de población que acaban con los moribundos, Geldoff ha considerado que había que seguir adelante a toda costa.

«¡Habría trabajado incluso en Auschwitz!», ha dicho. ¡Depende de con quién! Se ha hablado muy mal de Band Aid, la organización de Bob Geldoff, a menudo de manera injusta. Esta organización, en efecto, ha intentado, más de lo que se ha dicho, impedir la desviación de la ayuda por los dictadores etíopes. Pero estos últimos fueron más astutos y no les costó mucho engañar a los «blancos buenos», utilizando la ayuda para sus propios fines, que no eran remediar la miseria de la población.

Para colmo, el régimen comunista etíope ha vuelto a empezar, en agosto de 1987, a negar la existencia de una nueva carestía, una más, que estaba en curso de formación en el nordeste del país. Mengistu rechazó como inexactos los primeros informes preocupantes dé la ONU sobre la aparición de esa calamidad, alegando que todo iba muy bien. Ahora bien, aunque el público no siempre lo sepa, una carestía presenta unos signos precursores que permiten tratarla en sus orígenes. Es posible detectar el inicio de las condiciones de una carestía, y, en esa fase inicial, se puede llegar a frenarla. Es entonces, pues, cuando hay que apelar a la ayuda internacional; ésta conserva en ese momento todas las posibilidades de ser eficaz. Transcurrida esa fase, cuando la carestía está plenamente instalada, cuando se la ha dejado degenerar en catástrofe, la distribución de la ayuda se enfrenta (sin hablar de las desviaciones) a unas dificultades casi insuperables, pues debe ser cada vez más masiva y cada vez más rápida. La población afectada es cada día más numerosa y está más debilitada por las privaciones. Cuanto más aumenta su necesidad de socorros, menos se logra llevarlos hasta ella, y se acrecientan los despilfarros debidos a la insuficiencia de los medios de transporte, seguidos por la progresión galopante del número de muertos de hambre.

Se puede, pues, sin forzar la expresión, considerar como culpables de crimen contra la humanidad a los dirigentes que, por razones políticas, dejan desarrollarse conscientemente una carestía que terminará por causar decenas, a veces centenas, de millares de víctimas. ¿Qué razones políticas? En primer lugar, la repugnancia a proclamar el fracaso de un régimen y de un sistema, confesando, con una periodicidad poco gloriosa, una crisis de subsistencias. Resulta que los tres países africanos más afectados por la penuria alimentaria, durante la mayor parte de los años ochenta, son los tres países más comunistas y sovietizados del continente: Etiopía, Angola y Mozambique. Ésta es, evidentemente, una mala propaganda para los proyectos de extensión del comunismo, especialmente en Namibia y Sudáfrica. Además, los gobiernos, establecidos por la fuerza y sostenidos por el extranjero, de esos tres países deben hacer frente a guerrillas internas. Dejando que las carestías se conviertan en catástrofes, en detrimento de su población, esos gobiernos suscitan la emoción y la simpatía internacionales, lo que les aporta una legitimidad. La reacción, bien natural, de la opinión mundial consiste en decirse: cuando los niños se mueren de hambre no hay que ser quisquilloso sobre la naturaleza del régimen político. (Este argumento generoso no es válido más que en el caso en que el régimen que presida el hambre sea comunista o socializante, por supuesto.) Al mismo tiempo, aprovechándose de la compasión y del descuido universales, los autores de la carestía echan la responsabilidad sobre los guerrilleros que les combaten: en Mozambique, el RENAMO; en Angola, el UNITA. Esta explicación seduce tanto más a la prensa occidental y a las asociaciones de defensa de los derechos del hombre por cuanto esos dos movimientos reciben una ayuda militar de Sudáfrica. Se deduce, pues, que no existirían sin esa ayuda, o dicho de otra manera, que la resistencia al régimen no tiene raíces en el país, que es exactamente la tesis que los comunistas desean acreditar. No vamos a negar que una guerra civil perturba la actividad económica y, en particular, la agricultura. Pero se puede ilustrar con numerosos ejemplos la propensión, ahora ya notoria, de los países comunistas, hoy como ayer, a suscitar artificialmente la penuria alimenticia sin necesidad de guerra civil, por la única acción soberana de las virtudes paralizantes del sistema. Angola y Mozambique, durante los años sesenta y setenta, fueron teatro de una muy larga y muy dura guerra interna de descolonización. Sin embargo, durante ese período nunca cayeron tan bajo como con el comunismo. A pesar de la guerra de independencia y la represión portuguesa, nunca conocieron la descomposición económica integral y la completa desaparición de todos los artículos de primera necesidad, las primicias de las cuales debía reservarles el comunismo.

¡Qué importa! Por lo general, la prensa occidental acepta bastante fácilmente, en cada situación de hambre, la explicación comunista. Tal es el caso, por ejemplo, del New York Times, que titula (31 de diciembre de 1984): «La guerra civil angoleña reduce al hambre un sector fértil.»[29] Tesis que absuelve al régimen, y a la cual, a propósito de una nueva carestía, o mejor la misma en estado endémico, suscribe igualmente, dos años y medio más tarde, el Washington Post, con el título: «Angola reconoce atravesar una situación de hambre crítica y solicita una ayuda urgente.»[30] Después de haber comprobado que en la ciudad un millón de personas no encuentra ya nada que consumir, el corresponsal del Post nos informa de que «los campesinos rehúsan vender sus productos alimenticios a cambio de dinero angoleño» («Farmers refuse to sell their food for Angolan currency»), porque la moneda local ya no vale nada. Quieren cambiarlos por vestidos, jabón, etc., cosas que los habitantes de la ciudad tampoco poseen. Está, pues, claro que hay productos alimenticios y que la guerra civil no ha arruinado la agricultura. Pero el reportero no relaciona los hechos. Prefiere orientarse hacia la baja del precio del petróleo como causa accesoria, después del UNITA, de la carestía angoleña. Sorprende ver cuan apresuradamente adopta el punto de vista de las autoridades de Luanda. Parece que la capacidad crítica de los periodistas norteamericanos se ejerce exclusivamente con relación a su propio gobierno. Mientras no creen nada de lo que les dice la Casa Blanca o el Pentágono, se creen todo lo que se les dice en Luanda o en Maputo. En la prensa europea no comunista sólo el Guardian los supera en credulidad exterior.

En Mozambique, desde el principio de 1987, un informe enviado por la embajada de los Estados Unidos a su gobierno (que inmediatamente proporcionó una primera ayuda) advertía de la inminencia de una gigantesca carestía. Cuando, poco después, el rumor de ese nuevo peligro se esparció por Occidente, la reacción fue inmediata: el único culpable era el RENAMO (guerrilla anticomunista). Así la BBC, el 10 de mayo de 1987, a las 16.10, hora universal, en un comentario, afirmaba de manera categórica: «La carestía es debida, exclusivamente, al RENAMO.» Ese acto de fe en el socialismo mozambiqueño ha debido de hacer reír mucho en el África del Este, donde el BBC World Service es muy escuchado, pero donde, desde 1976, apenas un año después de la toma del poder por Samora Machel (asistido por una importante cohorte de norcoreanos y de alemanes del Este), es decir, mucho antes de la aparición del RENAMO, todo el mundo sabía que ya no se encontraba nada que comer en Mozambique... A veces los milagros socialistas son rápidos.

¿Por qué esta ceguera voluntaria? Porque es preciso que en ningún caso se pueda reprochar a africanos haber hecho morir deliberadamente a otros africanos. Sería racismo. Las matanzas o el hambre deben, pues, explicarse, ya por intervenciones exteriores, ya por malas condiciones naturales. Esta seudoexplicación es, en realidad, la más racista de todas, puesto que conduce a desinteresarse de la suerte de millones de africanos, abandonados en manos de déspotas crueles e incompetentes.

La trágica historia de Uganda proporciona, por lo menos, un ejemplo de la insuficiencia de esta explicación. Uganda era una de las regiones más fértiles de África. El comercio prosperaba gracias a una importante población india implantada largo tiempo ha. Llegó Amin Dada que, en algunos años, exterminó una buena parte de ugandeses, expulsó a los indios (sin el menor racismo, por supuesto), arruinó a la vez la agricultura y el comercio y transformó un país de Jauja en museo de los horrores. Con la mejor culpabilidad del mundo es imposible a un occidental ver en esta autodestrucción africana nada más que un drama estrictamente aborigen, mientras que los otros países africanos han manifestado una abyecta complacencia, e incluso una cierta admiración hacia Amin Dada, durante mucho tiempo. ¿Cómo, en efecto, pudieron los gobiernos del continente, en 1975, elegir a Amin Dada presidente de la Organización de la Unidad Africana, en una fecha en la que no se ignoraba nada de las atrocidades que había cometido? ¿Y qué título moral conservan, después de tal decisión, para erigirse en defensores de los derechos de los negros de Sudáfrica, y sólo de ellos, a decir verdad? Se tiene casi ganas de preguntarse, sin provocación alguna, si esos pobres negros de Sudáfrica no conocen sus mejores años bajo el apartheid que toca a su fin, cuando el mundo entero se pone de su parte, mientras que, más tarde, bajo un poder negro progresista, podrá sucederles cualquier cosa sin que nadie se preocupe por ello. ¡Los recalcitrantes serán entonces tratados incluso de fascistas! ¿Acaso el «progresista» Gadafí no ayudó militarmente a Amin hasta el último minuto?

En cuanto a este último minuto, fue provocado, o precipitado como se recordará, por la intervención del ejército tanzano. Al principio, aquello fue una operación de salubridad humanitaria, a la que Occidente aplaudió. Pero, ¿luego? Luego el ejército tanzano se convirtió en ejército de ocupación, pillando, robando, reduciendo al hambre a los ugandeses que quedaban. Tanzania se comportó como conquistadora. Una vez más, se trata de un saqueo puramente afro-africano. El hambre en Uganda ha tenido por génesis no el atraso económico, sino la criminalidad política.

Europa, cuyas luchas suicidas han infligido al planeta dos guerras mundiales, no tiene ciertamente que dar ninguna lección. No es eso lo que yo quiero decir. Quiero decir que las conferencias sobre el Tercer Mundo continuarán destinadas al fracaso mientras sólo se discutan las causas económicas del subdesarrollo, dejando de lado causas políticas a veces más determinantes, que se llaman despotismo, incompetencia, despilfarro, rapiña, corrupción. Porque Bechir Ben Yahmed ya lo dijo valientemente en 1976 en un editorial de Jeune Afrique: «¡Los subdesarrollados no son los pueblos!» Son los dirigentes.

Se comprende que ciertos dirigentes del Tercer Mundo se atengan a la tesis del origen puramente externo del subdesarrollo. Les permite imputar a los desarrollados sus propios fracasos, desviar la atención de su incompetencia y de su rapacidad, y obtener nuevos créditos para perpetuar su ejercicio.

No se trata en modo alguno, en mi parecer, de volver a la tesis que se llamó antaño «cartierismo», del nombre del periodista Raymond Cartier, que preconizaba la suspensión de la ayuda a los países pobres.[31] El mundo industrializado debe enfrentarse a sus responsabilidades, pero sólo a las suyas. La ayuda, que quede bien claro, debe ser mantenida, acrecentada, diversificada. Pero también convertida en eficaz. Y para ello se trata de plantear el problema de las zonas en desarrollo como se plantean los problemas en las otras zonas del mundo. Cuando se habla de inflación y de paro en los países industrializados, se habla de las responsabilidades de los gobernantes de esos países y de su gestión, no únicamente de las fatalidades económicas. Cuando un sector está en crisis en Occidente, la ceguera de los dirigentes de empresa y la imprevisión del Estado son sacadas a la luz. Cuando se habla de la ruina económica de las sociedades comunistas no se omite plantear el problema de la competencia de los gobernantes y del desorden. ¿Por qué la cuestión de la competencia y de la honradez políticas dejaría de plantearse cuando se aborda el Tercer Mundo?

¿Por qué no se examina más rápidamente, por ejemplo, el principio de esas sacrosantas «reformas agrarias», que consisten, siempre, no en distribuir la tierra a los campesinos, sino en colocarla en cooperativas, bajo el control de burócratas urbanos ignorantes y venales, lo que produce un tal desaliento en los campesinos y una tal caída de la productividad que países de agricultura antaño vigorosa se ven reducidos hoy a importar productos alimenticios? ¿Por qué no se evocan las consecuencias funestas de la corrupción?[32] Ella reina en cabeza de innumerables regímenes (y los más «progresistas» no son aquellos en los que se roba menos). ¿Por qué no se la denuncia más abiertamente? ¿Porque somos amigos del Tercer Mundo?

¿Amigos del Tercer Mundo o amigos de los tiranos del Tercer Mundo? Es curioso que los sufrimientos de los pueblos pobres no susciten indignación más que cuando pueden ser imputados a Occidente. Antiguas colonias han sido sustraídas a la dominación extranjera para caer bajo la de tiranos surgidos de sus propios pueblos, y cuyas crueldades y rapiñas parecen, por este hecho, legitimadas por la independencia. Si los gobiernos del Tercer Mundo se emancipan cada vez más de la supremacía política de los países desarrollados, los pueblos del Tercer Mundo están cada vez más avasallados por sus propios gobiernos, la mayoría de ellos creados por la fuerza. El igualitarismo político entre Estados ha aprovechado, sobre todo, a autócratas, a los cuales, por decoro poscolonial, no se quiere pedir cuentas. Logran, incluso con la ayuda de la UNESCO, que no se haga la luz sobre sus actuaciones, que la información «imperialista» sea censurada y alterada en favor suyo.

En Uganda, se pudo fijar el saldo del genocidio del régimen de Amin en una cifra cercana a los 200 000 muertos. Después de la marcha de Amin, más tarde, entre 1980 y 1985, las cifras varían, según los cálculos, entre 300 000 y 500 000 muertos. Según Elliot Abrams, entonces subsecretario de Estado estadounidense para los Derechos del Hombre, habría habido entre 100 000 y 200 000 muertos en el curso de los tres años que siguieron a la marcha de Amin Dada. Proporción brillante, puesto que Uganda cuenta -o más bien contaba- con unos quince millones de habitantes. A pesar de sus talentos autoritarios, Robert Mugabe, en la vecina Zimbabwe, sólo exterminó, en febrero de 1983, unos 3 000 ndebelés, nombre de la tribu de su rival político Joshua Nkomo. Ignoro si Mugabe fue asistido en esa tarea por los 600 instructores norcoreanos que el «gran hermano» había colocado junto a él en 1981. Pero cuando pienso en la abundancia de reportajes televisados que abrumaban a los blancos de Rhodesia, durante los años sesenta y setenta, que los presentaban como truhanes, con el fusil en la mano, en sus granjas, apuntando a quienquiera que pensara en atacarlos, me sorprendo de la indolencia de esos mismos medios de comunicación, diez años más tarde, de sus pocas ganas de ir a investigar en el Zimbabwe independiente. Las protestas contra Mugabe emitidas por los defensores habituales de los derechos de (algunos) los hombres no me han ensordecido, después de la matanza de los ndebelés. Pero ni el exterminio de esos ndebelés, ni su dictadura racista, ni la presencia de norcoreanos han impedido a Robert Mugabe triunfar en el papel de huésped de la cumbre de los países llamados «no alineados», en su capital, Harare, en 1986. Pero esa cumbre, en verdad, ¿no ha cumplido su deber esencial al condenar por millonésima vez la «complicidad» de Occidente con el régimen del apartheid?

No entra en mis propósitos alargar hasta el infinito esta rúbrica necrológica africana. Pero tendría el sentimiento de cometer una injusticia si omitiera mencionar a Ruanda, serio competidor de Burundi en materia de matanzas en masa, o las ejecuciones públicas de diversos ministros en Liberia, en 1980, y las de ladronzuelos en Nigeria, casi cada semana. ¿Y cómo, en fin, omitiría rendir el homenaje que se merece el fenomenal Francisco Macías Nguema que, al frente de la Guinea Ecuatorial, desde 1968 hasta 1979 (fecha en la cual fue, él mismo, asesinado) consiguió matar a 50 000 de sus conciudadanos e impulsar a 150 000 a exiliarse? De los 300 000 habitantes con que contaba la minúscula Guinea Ecuatorial, en 1968, Macías se encontró, al final de su reinado, sólo con 100 000 compatriotas. No contento con haber provocado la muerte o la huida de dos terceras partes de sus paisanos, hizo igualmente matar a algunos miles de trabajadores inmigrados nigerianos. Ese elegante escenario se desarrolló bajo la mirada benévola de «consejeros» soviéticos, pues Macías Nguema, también él, había alineado a su país en el campo soviético: hay que recordarlo, o, más bien, hacerlo saber (pues dudo de que la prensa democrática haya dado con frecuencia esta información). Ciertamente, una nación democrática como Francia se equivocó, también, al proteger a un tirano como Jean-Bédel Bokassa en Centroáfrica. Pero, sin excusarla, se puede decir en su descargo que organizó igualmente el golpe de Estado que le derribó, cuando la sanguinaria locura de su pupilo se hizo demasiado patente. Sobre todo, el desgraciado apoyo de Francia a Bokassa le atrajo durante años una tempestad de merecidos vituperios. Sin embargo, no me he enterado de que la comunidad africana o internacional haya dirigido jamás el menor reproche a la Unión Soviética por su apoyo a Macías; ni tampoco, por ejemplo, más tarde, por su apoyo al tirano de Madagascar, un bonito ejemplo también éste de virtuosismo en el arte de promover el hambre y de verter la sangre.

Como decía, se podría enriquecer este cuadro necrológico africano con muchas más pinceladas. Los fragmentos que he reunido me parecen bastar para apoyar sólidas enseñanzas referentes a la idoneidad de la defensa de los derechos del hombre y el papel internacional del antirracismo.

Durante los treinta años que separan 1960 de 1990, el total de víctimas africanas de crímenes contra la humanidad cometidos por otros africanos habrá sobrepasado con mucho el de las víctimas del apartheid. No hay ni comparación posible entre los dos, tanto difieren las cifras por su amplitud y los hechos por el honor.

Esta comprobación no excusa el apartheid, se dirá. Seguro que no, y esto es precisamente lo que yo quiero decir. Porque lo recíproco es igualmente cierto: el apartheid tampoco excusa el resto. A mí también me horroriza el apartheid. Pero las personas que defienden los derechos del hombre en un caso y no en los otros se descalifican a mis ojos por esta misma selección. Los derechos del hombre son universales o no son. Invocarlos en un caso y silenciarlos en otro prueba que se están burlando de ellos, y que se utilizan como armas políticas con vistas a objetivos que les son ajenos. Quienquiera que denuncie sólo el apartheid, aprueba el apartheid. No se lucha eficazmente por los derechos del hombre en Sudáfrica si no se lucha por esos derechos en el conjunto de África, y del mundo. ¿A título de qué los jefes de Estado africanos exigen derechos políticos para todos en la República Sudafricana cuando no los conceden a nadie en sus países? ¿Y que casi ninguno de ellos ha llegado al poder tras unas elecciones, o por lo menos de unas elecciones que no sean una farsa?

No son, pues, las violaciones de los derechos humanos lo que ellos atacan, ni siquiera esta violación particular que es el racismo de los blancos contra los negros o los árabes, principalmente. O, para ser más precisos, se trata de atribuir al racismo -luego de prohibir- toda aspiración de las sociedades desarrolladas, blancas o eventualmente amarillas, a defender normalmente sus intereses, si esa defensa conlleva oponerse a negros o a árabes, incluso por razones ajenas al racismo. Querer reglamentar la inmigración, controlar la utilización de una ayuda económica, contrarrestar los actos hostiles de un Estado cercanooriental o africano, toda esa actividad política normal sólo podría emanar, se dice, del racismo. Es ahí donde el apartheid, en sí mismo indefendible, es utilizado como una arma internacional en la esfera de la propaganda. Pues basta con asimilar al apartheid todos los comportamientos occidentales que tienen la desgracia de no conformarse con los deseos del Tercer Mundo para desacreditarlos. Hace ya mucho tiempo que el combate contra el apartheid y contra el racismo ha sido desviado de su verdadero destino. Es, a veces, utilizado en Occidente con fines de política interior que no tienen la menor relación con una acción en favor de los negros sudafricanos. Así, el primer secretario del partido socialista francés, Lionel Jospin, a propósito de las manifestaciones estudiantiles de 1986, apostrofó en estos términos al gobierno Chirac: «¿Se quiere seguir los pasos de Sudáfrica, líder de la clasificación de los encarcelamientos?» (Le Monde, 4 de diciembre de 1986). Pues bien, si se produjo la muerte de un estudiante debido a brutalidades policiales inadmisibles, no hubo ni un solo estudiante francés condenado a prisión en 1986; y Sudáfrica, por sombrío que sea su historial, en encarcelamientos y, sobre todo, en ejecuciones sumarias, va muy por detrás de la mayoría de países africanos «progresistas» con los cuales el partido que dirigía en 1986 el señor Jospin mantiene fraternales relaciones. Ya se ve: el apartheid se convierte en este caso en una simple fórmula mágica, un proyectil político que sirve para todo. Para los oprimidos de Sudáfrica propiamente dichos, por supuesto, la utilidad de esa «banalización» es nula.

Repito que el racismo no es, ¡por desgracia!, el único crimen de este mundo. Poblaciones enteras son a menudo exterminadas sin que el racismo tenga nada que ver con ello. Por intolerable que sea el racismo, no es menos cierto que sufrir una desconsideración, aguantar un comportamiento injurioso en las relaciones personales por parte de un racista, en una sociedad de derecho, es menos irreparable para mí, como individuo, cuando soy la víctima, que ser asesinado por un déspota, incluso si el color de su piel es el mismo que el de la mía. En todo caso, prefiero la discriminación sin asesinato que el asesinato sin discriminación. La primera puede corregirse con tiempo y educación, pero no el segundo. O entonces el asesino tendría derecho a exclamar: «Le he matado, ¡pero no ha sido por el racismo! ¡No podéis, pues, reprochármelo!» Si el único crimen considerado en nuestros días como inexpiable es el racismo, ¿debe resultar, y estamos obligados a deducir, que todos los crímenes contra la humanidad están permitidos cuando no han sido inspirados por el racismo? ¿O, más exactamente, por el racismo blanco, el único que se toma siempre en consideración? Y, para decirlo todo completamente, el racismo blanco no es reprensible más que si procede de una sociedad capitalista y democrática. La matanza de asiáticos o de africanos por socialistas europeos está autorizada, igual que la discriminación contra los negros en Cuba. En definitiva, el único racismo es el racismo blanco capitalista.

Este antirracismo discriminatorio se aplica, por otra parte, al mismo pasado. Así, el único tráfico de esclavos sobre el cual se concentra la memoria histórica, con una justa repulsión retrospectiva, es la deportación de los negros a las Américas y a las islas del Caribe. La memoria olvida otro «lugar» del crimen: la esclavitud en el mundo árabe; los quince millones de negros que fueron arrancados de sus aldeas y llevados por la fuerza al mundo musulmán, ya al Mogreb, ya al Medio Oriente, desde el siglo XVII al XX. Olvida que en Zanzíbar había, hacia 1860, unos 200 000 esclavos para una población de 300 000 habitantes. Olvida que la esclavitud sólo fue oficialmente abolida en Arabia Saudí en 1962, y en Mauritania en 1981. Digo «oficialmente», porque en la práctica, por ejemplo, en Mauritania todavía existe.[33] Se ha señalado su recrudecimiento en 1987 en Sudán. Al mismo tiempo que se sabía, por un comunicado de la Agencia France-Presse (publicado por Le Monde del 21 de agosto de 1987) que el ejército sudanés acababa de asesinar entre 250 y 600 civiles en el sur del país, se podía leer también que, según el presidente de la Misión católica internacional, monseñor Bernd Kraut, de regreso de Jartum, milicias árabes musulmanas se entregaban al tráfico de esclavos. ¡Qué lástima que esta información no haya llegado de Pretoria! ¡Imaginad qué bonito espectáculo en los medios de comunicación![34] Según monseñor Kraut -cito a la AFP- ese tráfico causa «centenares, incluso miles de víctimas, originarias del sur y, en su mayoría, niños, entre ocho y quince años, cuyos padres fueron muertos en el curso de combates o de razzias llevadas a cabo precisamente por las milicias de la tribu de los rizagat». El prelado añade que esos «niños son vendidos en el norte por la suma de 600 libras sudanesas (1 dólar = 2,50 libras sudanesas) por un niño y 400 libras por una niña».

Como se ve -y ésta será la enseñanza final de este cuadro comparativo en el que, repito, me he limitado voluntaria y provisionalmente a África-, la idea que predomina, cuando las violaciones de los derechos humanos se limitan al racismo, constituye un reflejo totalmente parcial y deformado de la realidad de estas violaciones. La información exhaustiva, o por lo menos aproximada, sobre esta realidad no ha llegado a penetrar la percepción del mundo que tienen nuestros contemporáneos. No puede, pues, dirigir su acción en un sentido susceptible de llegar a mejoras verdaderas, que sustituirían la simple alternancia de las tiranías a que asistimos a menudo.

No fue más que con la civilización griega, luego con Roma y la Europa moderna, como nació un día en una cultura no ciertamente una total modestia, pero sí un punto de vista crítico de sí mismo en el seno de esa cultura. Con Montaigne, por ejemplo, y, por supuesto, aún más con Montesquieu se desarrolla plenamente el tema de la relatividad de los valores culturales. A saber: no tenemos derecho a decretar que una costumbre es inferior a la nuestra simplemente porque es diferente, y debemos ser capaces de juzgar nuestra propia costumbre como si la observáramos desde fuera.

Sólo que en Platón, Aristóteles o, en el siglo XVIII, los filósofos de las Luces (del que forman parte los Padres Fundadores americanos), este principio relativista significa, no que todas las costumbres son iguales, sino que todas deben ser imparcialmente juzgadas, incluida la nuestra. Según ellos, nosotros no deberíamos ser más indulgentes con nosotros mismos que con los demás, pero tampoco debemos ser más indulgentes con los demás que con nosotros mismos. La originalidad de la cultura occidental radica en haber establecido un tribunal de valores humanos, de derechos del hombre y de criterios de racionalidad ante el cual todas las civilizaciones deben comparecer igualmente. No radica en haber proclamado que todas eran equivalentes, lo que supondría no creer ya en ningún valor. El hecho, recuerda Allan Bloom, de que haya habido en diferentes épocas y en diferentes lugares opiniones diversas sobre el bien y el mal no demuestra en absoluto que ninguna de esas opiniones no sea verdadera ni superior a las otras.[35] Desde hace poco prevalece la idea de que debemos prohibirnos criticar, y con mayor razón condenar, toda civilización, excepto la nuestra. Por ejemplo, Bloom plantea a un estudiante el siguiente problemita de moral práctica: «Usted es administrador civil británico en la India hacia 1850 y se entera de que se va a quemar viva a una viuda junto al cadáver de su marido difunto. ¿Qué hace usted?» Después de varios segundos de intensa perplejidad, el estudiante contesta: «Para empezar, los ingleses no tenían nada que hacer en la India.» Lo que es defendible, pero no responde a la pregunta y trasluce sobre todo el deseo de evitar, con un subterfugio, condenar un crimen no occidental.

Como de hecho la severidad hacia la civilización occidental no ha disminuido, como esta civilización continúa siendo, para toda alma virtuosa, una presa legítima, resulta que sólo ella recibe ya, de nosotros y de los demás, las flechas de la crítica. Así, el único crimen considerado en nuestros días como inexpiable es el racismo de los blancos. Y debe serlo, a condición de que no se deduzca el corolario de que un crimen deja de ser grave si es perpetrado por miembros de otra comunidad. ¿Por qué va a ser moral fusilar a los homosexuales cuando ello sucede en Irán? ¿Por qué los «liberales» norteamericanos permanecen en silencio cuando el pastor Jesse Jackson llama a Nueva York Hymie Town, la «ciudad judaica»? ¿Porque es negro? ¿Un candidato a la investidura para la presidencia puede permitirse ser antisemita si no es blanco? ¡Qué vocerío se hubiera oído si Le Pen hubiera llamado a París «ciudad judaica»! Cuando Montaigne estigmatizaba con vibrante virulencia las fechorías de los europeos durante la conquista del Nuevo Mundo, lo hacía en nombre de una moral universal, de la que los mismos indios no estaban, a su juicio, dispensados.

Nuestra civilización ha inventado la crítica de uno mismo en nombre de un cuerpo de principios válido para todos los hombres y del que deben, pues, depender todas las civilizaciones con verdadera igualdad. Pierde su razón de ser si abandona ese punto de vista. Los persas de Herodoto pensaban que todo el mundo se equivocaba menos ellos; nosotros, occidentales modernos, no estamos lejos de pensar que todo el mundo tiene razón, salvo nosotros. Esto no es un desarrollo del espíritu crítico, siempre deseable; esto es su abandono total.

Notas

[27] Jean-Christophe Rufín, Le Piège, J.-C. Lattés, 1985

[28] André Glucksmann y Thierry Wolton, Silence, on tue, París, Grasset, 1986.

[29] «Angola's civil war reduces a fertile district to hunger», por James Brooke. No hay guerra civil en Vietnam, y no obstante las autoridades, preocupadas, anunciaban en 1988 que siete millones de personas estaban amenazadas de hambre... sin contar el millón que había huido por mar.

[30] «Angola, admitting hunger crisis, asks urgent aid», por Blaine Harden (citado en el International Herald Tribune, 15-16 de agosto de 1987).

[31] Esta tesis fue recuperada más tarde -con argumentos mucho mejores, dicho sea de paso- por el economista británico Peter Bauer.

[32] A decir verdad, el sujeto cada vez es menos tabú a medida que la corrupción causa estragos más evidentes. Jacques de Barrin escribía en Le Monde del 21 de julio de 1987, a propósito de la reunión de la OUA (Organización de la Unidad Africana), en Addis-Abeba, las siguientes líneas, que hubieran sido difícilmente concebibles algunos años atrás en un diario de tendencia izquierdista: «Si la élite dirigente africana diera pruebas de un comportamiento responsable, no sería imposible creer en África. ¿Quién sabe si la suma de sus desfalcos no es del mismo orden de amplitud que el importe de la deuda exterior del continente, hoy día evaluada en doscientos mil millones de dólares?» A esta pregunta sacrilega los jefes de Estado africanos replican, en ocasión de la reunión del UNCTAD (United Nations Conference on Trade and Development) de agosto de 1987, reclamando... sanciones económicas contra... Sudáfrica (International Herald Tribune, 3 de agosto de 1987). Sobre las reformas agrarias, véase especialmente Guy Hermet, Sociologie de la construction démocratique, París, 1986, pp. 100 y siguientes.

[33] Véase Murray Gordon, L'Esclavage dans Le Monde arabe, trad. francesa, Robert Laffont, 1987, título original: Slavery in the Muslim World. Del mismo modo, las injusticias sociales y las desigualdades económicas sólo son condenadas cuando se observan en el seno de las sociedades occidentales o proceden de una opresión blanca. ¡Como si fuera el único tipo de opresión! Muy justamente, Jacques de Barrin observa en su artículo de Le Monde ya citado (21 de julio de 1987): «No hay, tal vez, en este continente, con excepción de Sudáfrica, sociedad con menos igualdad que la sociedad zambiana.» Sin embargo, esta situación de injusticia, muy fácilmente comprobable para cualquiera, no ha impedido nunca al patrón vitalicio de Zambia, el inefable Kenneth Kaunda, el único jefe de Estado que conozco que llora a voluntad, construirse una reputación de héroe del Tercer Mundo, porque sabe echar con brío a las compañías multinacionales y a la Banca Mundial la culpa de los desastres debidos a su propia incapacidad, igual que en Tanzania ha hecho Julius Nyerere, durante veinte años y todavía más sistemáticamente calamitoso, mejor organizado en la confección metódica del desastre, tanto a corto como a largo plazo.

[34] Mientras Le Monde concedía importancia a la noticia convirtiéndola en un titular de primera página, el International Herald Tribune del mismo día no le concedía más que una gacetilla en la página 2 (sin mencionar la esclavitud), y dedicaba su primera página a los... ¡lazos entre Reagan y Sudáfrica!

[35] Allan Bloom, L'Ame désarmée, trad. francesa, Julliard, 1987, título original: The Closing ofthe American Mind (1987).

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