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De la mentira compleja

Así, cuando se trata de hacer el inventario de la mentira, no se puede mantener un equilibrio riguroso entre mentira «de derecha» y mentira «de izquierda». No sería materialmente posible, porque hay mucho más amplia provisión de mercancía de una que de otra. La imparcialidad aritmética se convertiría, si en ello nos empeñáramos, en parcialidad moral, porque en el mundo contemporáneo la mentira de izquierda se presenta, por necesidad, en cantidad mucho mayor que la mentira de derecha.

La misma palabra de izquierda es una mentira. Al principio designaba a los defensores de la libertad, del derecho, de la felicidad y de la paz. Hoy es ostentada por la mayoría de regímenes despóticos, represivos e imperialistas, en los cuales todos los que no pertenecen a la clase dirigente viven en la pobreza e incluso en la miseria. A despecho de esta situación, se conserva por costumbre la idea de que la izquierda, en vez de ser esta colección de mastodontes totalitarios que atestan el planeta, es una frágil, débil y minúscula llama de justicia, resistiendo ante el apagavelas de una derecha gigantesca, omnipresente y omnipotente. De modo que las mentiras de derecha son mucho más denunciadas que las mentiras de izquierda, porque pasan por constituir el único peligro verdadero y el único engaño escandaloso. Continuemos denunciando con toda la severidad que se merecen, mientras convivan con nosotros, el apartheid y el general Pinochet, pero no pretendamos que son temas de los que no se oye hablar y que se benefician de un silencio cómplice o de una indulgencia culpable por parte de los informadores. El telespectador medio es puesto al corriente, no una vez, sino doce veces al día de las fechorías sudafricanas o chilenas. Pero sólo es informado, muy rápidamente, del hecho de que Afganistán contaba con catorce millones de habitantes en 1979 y sólo siete u ocho millones en 1988. No se recordará jamás bastante el horror del holocausto que perpetraron los nazis, pero no podría decirse que se le ignora o se le excusa, aparte del puñado de perversos que la izquierda, en vez de ridiculizarlos, hace resaltar. ¿Cuántas personas, en cambio, conocen y, sobre todo, se oyen repetir cotidianamente el genocidio ucraniano de principios de los años treinta, en el que perecieron, también, de cinco a seis millones de personas? Se detallan las atrocidades pasadas de las potencias coloniales, muy justamente, pero mucho más a menudo que las atrocidades presentes de los regímenes «progresistas» surgidos de la descolonización. El planeta entero ha sido informado de las matanzas de aldeanos por los norteamericanos durante la guerra de Vietnam (aunque sólo sea porque sus autores han sido, afortunadamente, condenados por tribunales militares norteamericanos). Pero, ¿cuántas televisiones y periódicos han informado, con la misma insistencia que apenas Vietnam convertido en su totalidad en comunista, en 1975, 60 000 personas fueron fusiladas, en los tres meses que siguieron a la conquista del Sur por los ejércitos de Hanoi, más otros 20 000 un poco más tarde, y que 300 000 perecieron en el transcurso de los años siguientes a causa de los malos tratos sufridos en los campos de concentración? Conozco a periodistas occidentales, incluso fotógrafos, que se pasearon por Vietnam en 1975 y 1976 y que no vieron nada más -¡las buenas gentes!- que un «pueblo feliz». De los campos de reeducación, nada, por supuesto. En la televisión francesa el equipo que tuvo durante años la exclusiva del reportaje sobre Indochina, después de la anexión del Sur por el Norte y la invasión de Camboya por Vietnam, estaba dirigido por un fiel amigo de Hanoi: Roger Pie. Ciertamente, esta exclusiva se debía, en parte, al hecho de que los países comunistas no admiten más que los equipos decididos, anticipadamente, a servir a su propaganda. Pero ésa no era la única razón. Las preferencias ideológicas o la incompetencia resignada de las redacciones parisienses explican, igualmente, la preponderancia en los noticiarios de todas las cadenas de reportajes groseramente falsificados y tendenciosos, que, por otra parte, la prensa escrita de la izquierda no ha criticado jamás. Sin embargo, hubiera debido hacerlo, si hubiese aplicado realmente su pretendido nuevo modelo de equidad ante toda falta de honradez, viniera de donde viniese. La evocación de los crímenes de la izquierda no es posible, de manera continuada, más que en unas cuantas revistas especializadas, en algunos coloquios confidenciales, cuyos participantes se ven inmediatamente encasillados en la ultraderecha. No puedo evitarlo: la falsificación o la insuficiencia de la información benefician más a la izquierda que a la derecha, y tienen más éxito cuando vienen de la izquierda que cuando proceden de la derecha. En la comunicación se encuentran, por consiguiente, muchos más ejemplos de mentiras en la izquierda que en la derecha. Se encuentran en la izquierda, no digo necesariamente y siempre, más crímenes, sino más crímenes escondidos, o atenuados, y que gozan de una protección contra la información. Cuando digo «de izquierda», observad bien que no creo en absoluto que los autores de esos crímenes y de esas mentiras sean de izquierda. Me limito a llamarlos como se llaman ellos mismos. Estimo, por mi parte, que usurpan ese calificativo de «izquierda» y que son unos impostores. He aquí por qué he escrito más arriba que la mentira de la izquierda resulta ser «por necesidad» más abundante que la de la derecha. Cuando se viola continua y masivamente, en la práctica, la moral que se presume de profesar en la teoría, se está forzado a acumular versiones engañosas de los hechos, mucho más que cuando se es, simplemente, cínico. La mentira se convierte entonces en el chaleco salvavidas permanente; la verdad, en el peligro principal, y los que la revelan, en los adversarios más peligrosos y más odiados.

Me he visto obligado a proponer, en los capítulos precedentes, algunos ejemplos, para desenmascarar la astucia de la paridad de la mentira entre la derecha y la izquierda. Sin embargo, por parte de un hombre de izquierdas admitir esa paridad constituye ya una concesión destinada a demostrar su buena fe, más que a expresar lo profundo de su pensamiento. Pero justamente es en esta misma fingida simetría donde está la estratagema más engañosa. En efecto, lo he dicho ya, la democracia, en el curso de la primera mitad del siglo XX, ha vencido y aniquilado a los más grandes totalitarismos de derechas. Y el verdadero hilo conductor de la historia, en la segunda mitad del siglo XX, es la sucesión y el éxito de los medios por los cuales el combate pretendido por la izquierda ha servido de punta de lanza para la promoción de las tiranías, aunque pasando por un combate de la izquierda. La ideología de derechas salió desacreditada de la guerra, y la ideología de izquierdas, al contrario, envuelta en una inmunidad que la hacía casi invulnerable, fueran cuales fuesen sus fracasos y sus crímenes. La derecha arcaica, la que afirmaba orgullosamente el derecho de una élite a gobernar autoritariamente y en su único provecho el conjunto de una sociedad, se ha reencarnado en las clases dirigentes de los países socialistas. Los dictadores fascistoides, militares o civiles, de tipo latinoamericano, coreano, griego o filipino, no han faltado ciertamente; pero no podría decirse que han gozado del menor prestigio en la opinión ni del menor tratamiento de favor por parte de los medios de comunicación. Políticamente, han sido puestos en cuarentena mucho más que los totalitarismos socialistas. En cuanto a la derecha llamada «clásica» de las democracias, en cuanto a los «conservadores», quiero decir que esa derecha temible que no ejercía el poder más que cuando los electores se lo concedían, en todas partes ha materializado y tomado a cuenta suya programas socialdemócratas. Hablar de una vuelta de la ideología de derechas con motivo del retorno del liberalismo económico acaecido hacia 1980, es usar un puro eslogan polémico. El neoliberalismo no procede de una batalla ideológica ni de un complot preconcebido, sino de una banal e involuntaria comprobación de los hechos: el fracaso de las economías de mandato, la nocividad patente del exceso de dirigismo y los callejones sin salida, reconocidos, del Estado-providencia.

Si la falsificación de la información está, sobre todo, en la izquierda, en nuestro tiempo, es que la visión del mundo, propia de la izquierda, no puede perpetuarse, si no es en la penumbra. Para los hombres a los que esa visión del mundo hace vivir, moral o políticamente, material o intelectualmente, aceptar la luz, es decir, la comprobación y el análisis de los hechos, equivaldría a desaparecer, a obturar la fuente misma de sus creencias y de su influencia. De este modo se asiste, en la historia política, periodística y literaria de la izquierda, al retorno periódico de una indefendible pero inevitable inconsecuencia. ¿En qué consiste? Frecuentemente, los hechos obligan a los socialistas (a los «liberales» norteamericanos) al culto verbal de la virtud democrática y de los valores constitutivos de las sociedades abiertas, a la tolerancia, al respeto al adversario, al pluralismo. Abjuran, de una vez por todas -dicen- de la unión contra natura de la izquierda con el totalitarismo. Han comprendido, lo aseveran, la necesidad de separar para siempre una izquierda auténtica de las prácticas del estalinismo, que tanto han perjudicado su reputación. Los mismos comunistas a veces se aplican a la tarea de rehacer un partido comunista sin comunismo, expurgado como por arte de magia de los vicios sin los cuales no habría sido ni siquiera fundado. Esos cátaros efímeros se funden bastante de prisa, lo más a menudo, en la izquierda no comunista, cuyo solemne juramento de repudiar toda barbarie totalitaria vuelve a las portadas de manera cíclica. Ese juramento le sirve de siempre nueva ley fundamental e irrefragable. El asunto está claro, según parece: para esta izquierda renovada, no más mentiras piadosas al servicio de su ideología, ni mentiras oficiosas al servicio de su partido, ni mentiras viciosas para perjudicar a sus enemigos. Verdad, probidad, dignidad, elevan, a partir de ahora, sus infranqueables barreras entre la izquierda regenerada y la tentación sectaria, el culto de lo falso.

Cabe distinguir aquí la evolución de los partidos políticos y la persistencia de una ideología, fenómeno cultural más que propiamente político. Por ejemplo en España, el partido comunista prácticamente ha desaparecido (salvo en el terreno sindical) y el partido socialista, que ha rechazado oficialmente el marxismo, practica una economía liberal. Pero una gran parte de los intelectuales y de la prensa, sobre todo el influyente diario El País, y la televisión continúan transmitiendo una ideología antiliberal digna de los años sesenta: anticapitalismo, tercermundismo, antiamericanismo, procastrismo. Hasta 1985 rechazaban obstinadamente como reaccionarias las denuncias del fracaso del sistema comunista que, gracias al glasnost, iba a revelarse más apocalíptico aún que todo lo que habían descrito los anticomunistas más acérrimos (contando, naturalmente, a Gorbachov entre ellos). La izquierda cultural está en todas partes retrasada con respecto a la izquierda política.

Esto es todavía más evidente en Italia, donde el PCI ha proseguido su evolución ya antigua hacia la aceptación de la economía de mercado y de la democracia a la occidental. Es el ejemplo mismo de un «partido comunista sin comunismo», según la expresión antes empleada, del mismo modo que el partido socialista español es un «partido socialista sin socialismo». Con ocasión de la fiesta de L'Unità, a principios de septiembre de 1988 en Florencia, el órgano nacional del partido comunista publicaba un amplio estudio de uno de sus principales dirigentes, Achille Ochetto. El autor explicaba que había llegado el momento de que los comunistas aceptaran el capitalismo liberal. ¡Proponía además, para marcar este cambio con un gesto simbólico y espectacular, abandonar el emblema de la hoz y del martillo! Mucho mejor: la misma Unità del 11 de septiembre del mismo año censuraba... ¡los perjuicios de la intervención del Estado en la economía! Otra característica italiana: desde que Bettino Craxi toma las riendas del partido socialista italiano (PSI), éste se ha convertido en el más anticomunista de la Internacional Socialista y, en cualquier caso, mucho más que la democracia cristiana lo es en la misma Italia. Allí, el partido comunista sigue siendo muy fuerte, el más fuerte de Europa. Con todo, ha perdido más de diez puntos en diez años, siendo casi alcanzado en 1989 por el PSI de Bettino Craxi. Sobre todo el PCI está, sin la menor ambigüedad, al margen de la mayoría parlamentaria, hallándose separado de ella, desde un punto de vista nacional, por un hermético telón de acero. Incluso se ha presenciado este sabroso espectáculo con ocasión de la tradicional Fiesta de la amistad de la Democracia cristiana, a principios de septiembre de 1988 en Verona: los socialistas acusaban con vehemencia a los demócrata-cristianos de sus ocasionales «alianzas impuras» con los comunistas en algunos ayuntamientos, condenados con el nombre de «consejos anormales» (giunte anormale).

Pero también en Italia el conocimiento, la cultura, la prensa, los medios de comunicación y lo que yo denominaría la vida vegetativa del pensamiento, el metabolismo ideológico de base, persisten en el conformismo de izquierda. Éste es el caso concreto de dos periódicos que, solos, acaparan más de la mitad de la difusión total de las publicaciones nacionales: el antiguo Corriere della Sera (al menos, éste fue el caso bajo los mandatos de Piero Ottone y de Alberto Cavallari) y el moderno Repubblica, el mayor éxito comercial de la prensa italiana desde 1970. Estas publicaciones dan a menudo la impresión de continuar la guerra fría, si no se olvida que ésta fue tanto el antiamericanismo sistemático de los marxistas como el antisovietismo de los liberales.

Con todo, también en Italia la alta intelligentzia -por oposición al bajo clero de la cultura y de los medios de comunicación- se ha alejado de la tentación totalitaria y ha llevado a cabo su mutación ideológica. Pondría como ejemplo de ello esta declaración de Renzo di Felice, el gran historiador del fascismo y él mismo socialista, al hablar del hitlerismo y del comunismo: «La verdad, en conclusión, es que se trata de fenómenos idénticos. El totalitarismo caracteriza y define el nazismo como el estalinismo, sin que exista ninguna diferencia real. Quizá me he expresado como un extremista; acaso lo he dicho con brutalidad, pero considero que ha llegado el momento de ceñirnos a los hechos y de romper los mitos falsos e inútiles.»[36]

En principio, la izquierda no comunista ya no apoya a los regímenes totalitarios en nombre de los intereses de un socialismo futuro o de un deber abstracto de solidaridad hacia toda la izquierda; ya no cierra los ojos ante las violaciones de los derechos del hombre cometidas en esos regímenes; ha tomado nota y ha sacado -dice- las conclusiones definitivas del fracaso perpetuo de las economías colectivistas. En la práctica -y en la propaganda- es todo muy diferente. Cuando se considera el decenio de los años ochenta, se comprueba en ellos la misma complacencia de la izquierda por los regímenes marxista-leninistas neonatos que por sus precedentes. Del mismo modo que no lo hizo con éstos, tampoco exige a los más recientes la legitimidad democrática, el éxito económico, el respeto a los derechos del hombre, ni siquiera a la simple vida humana. Para proteger a esos regímenes y justificarlos, la izquierda ha utilizado, como antaño para la Unión Soviética y la China, la negación de los hechos, la alteración voluntaria de la información, el rechazo a responder, sobre el fondo, a los argumentos y, en consecuencia, ante los recalcitrantes, el ataque personal, calumnioso y difamador.

Por ejemplo, según la izquierda, el equipo comunista que se irrogó el monopolio del poder en Angola, desde finales de 1975, y que reside en la capital, Luanda, constituye el gobierno legítimo de Angola. Sus adversarios, los guerrilleros mandados por Jonás Savimbi, no pueden ser más que esbirros de Sudáfrica y de la CIA. Cuando sucede que, en los años ochenta, Savimbi viaja a Europa, los dirigentes, y, ante todo, por supuesto, los dirigentes socialistas seguidos por muchos dirigentes liberales que temen hacerse tratar de fascistas, se abstienen de recibirle, excepto a escondidas. ¿Según qué criterios? Después de la caída del régimen salazarista, el nuevo gobierno portugués, decidido a dar, por fin, la independencia a Angola, reunió en Alvor, en el Algarve, en enero de 1975, a los jefes de las tres organizaciones que habían conducido la lucha anticolonial desde hacía quince años: el FNLA (Frente Nacional de Liberación de Angola) de Roberto Holden, el UNITA (Unión Nacional por la Independencia Total de Angola), de Jonás Savimbi, y el MPLA (Movimiento Popular por la Liberación de Angola) de Agostinho Neto. Esta última organización era muy abiertamente comunista y prosoviética. Neto y sus adjuntos habían efectuado numerosos cursillos de formación en Moscú. Declaraban querer hacer de Angola la «Cuba de África». Su influencia parecía limitada a la capital. Era, sin duda, inferior a la de UNITA en el conjunto del país, pero la mejor manera de saberlo era hacer votar a los angoleños. Esto fue previsto por los acuerdos de Alvor, de los cuales surgía lógicamente la independencia con la condición y la promesa de que los tres partidos procederían a celebrar unas elecciones, bajo el control de observadores portugueses, no más tarde de noviembre de 1975.

Las elecciones no tuvieron lugar jamás (como tampoco hubo más elecciones libres en Polonia después de 1945). Desde febrero de 1975 unos «consejeros» cubanos llegaron a Luanda, seguidos, en primavera, por tropas cubanas aerotransportadas, que no podían serlo más que con el concurso de la aviación soviética, pues Cuba no disponía de la logística necesaria para tal operación, y a semejante distancia. La confiscación del poder por los comunistas en Luanda fue, además, ampliamente facilitada por la preferencia de los dirigentes, entonces en el poder en Lisboa, por el MPLA. En efecto, el Movimiento de las Fuerzas Armadas, donde se concentraba la autoridad en Portugal, estaba dominado por los comunistas. El primer ministro, el general Vasco Gonçalves, y otros ministros, como el almirante Rosa Coutinho, eran, desde hacía tiempo, abierta o secretamente, miembros del partido comunista, o, como Melo Antunes, simpatizantes de la Unión Soviética. Se arreglaron para hacer llegar armas al MPLA durante el período llamado «transitorio», que no preparó, por otra parte, ninguna transición a nada en absoluto, sino hacia la dictadura, el hambre y la sangre. A fin de cuentas, el 11 de noviembre de 1975, con la ayuda de Fidel Castro y de un gobierno portugués cómplice, Neto, violando los acuerdos de Alvor, proclamaba de manera unilateral, y a beneficio único de los comunistas, la República Popular de Angola, y aplazaba las elecciones hasta una fecha indeterminada, sin duda posterior, en su espíritu, a la eclosión de la revolución mundial. Mentor competente, Fidel Castro ha sido, sin duda, un buen consejero, puesto que él usó la misma estratagema en Cuba en 1959.

Anteriormente, el 22 de octubre de 1975, es cierto que una columna sudafricana había penetrado en territorio angoleño, con la vana y tardía esperanza de impedir el dominio soviético en Angola. Esta ridícula tentativa recibía el apoyo oficioso del secretario de Estado estadounidense, Henry Kissinger, entonces incapaz de toda acción, puesto que no era posible que una ayuda norteamericana de cualquier género a Savimbi fuera autorizada en aquellos tiempos, ni en los tiempos ulteriores tampoco, por un Congreso que había sido fuertemente afectado, en abril, por la caída de Saigón y la invasión de Vietnam del Sur por los ejércitos de Hanoi (en violación completa, también en ese caso, del Acuerdo de París de 1973). La tentativa sudafricana se saldó con un vergonzoso fiasco, pero permitió a los vates del comunismo internacional pretender que la presencia militar cubana no hacía más que «replicar» a la agresión de los sudafricanos, cuando decenas de miles de soldados cubanos se encontraban ya allí desde hacía varios meses. Gabriel García Márquez, premio Nobel de Literatura 1982, listo heredero de los grandes amigos y aliados literarios del totalitarismo, los Romain Rolland, Barbusse, Aragón, Neruda o Sartre, escribía una serie de reportajes para narrar la humanitaria llegada de los cubanos, venidos in extremis en socorro de la democracia y del socialismo angoleños. Por otra parte, sería bastante instructivo contar cuántos autores, de los que se puede decir sin exageración que tienen sangre en la estilográfica, han sido recompensados con el premio Nobel de Literatura... que en cambio fue negado a Jorge Luis Borges, con el pretexto de que éste habría apoyado a los generales argentinos del período 1974-1984, lo que es una magnífica calumnia. La izquierda, de hecho, odiaba a Borges por no haber aprobado el terrorismo que había precisamente provocado la dictadura de los generales argentinos. Es muy diferente, pero bastaba para hacer de él un escritor «de derechas», es decir, no «nobelizable». Bella muestra, entre paréntesis, de la lógica de izquierdas: si Borges hubiera aplaudido, sin correr él mismo el menor riesgo, el terrorismo, y luego criticado a los generales firmando peticiones y artículos desde diversos palacios europeos, habría podido obtener el Nobel.

Un estudio sumario de los acontecimientos de 1975 y de su orden de sucesión basta para reducir a polvo la propaganda embustera elaborada por García Márquez: o, más bien, habría debido bastar. Pero la leyenda según la cual el UNITA había aparecido como consecuencia de la intervención del «régimen del apartheid» colmaba los deseos del corazón de la izquierda universal. Oí repetir, todavía, esa mentira histórica, a principios de octubre de 1987, a un británico, «profesor de universidad», «especialista en las cuestiones africanas» hablando por el micrófono de la BBC en la bien conocida emisión «The World Today», en el momento en que empezaba el gran combate entre los cubano-soviéticos y el UNITA, esta vez con el apoyo declarado de los sudafricanos. Después de 1980, por supuesto, Savimbi se había visto obligado a apoyarse en la ayuda sudafricana, dado que las democracias occidentales le habían prestado un socorro nulo o insuficiente y no habían dejado otra opción, a él y a sus partidarios, más que el suicidio o la cooperación con Pretoria. La izquierda internacional juzgó, por su parte, a esos angoleños indignos de vivir, pues no habían aceptado morir antes que resignarse a recibir el concurso sudafricano. La virtud es fácil de practicar, en la comodidad y la seguridad de una oficina de redacción parisiense, londinense o neoyorquina. Desde entonces, en efecto, se proyectaba la visión que necesitaba la izquierda: en Angola, un régimen progresista, actuando por el desarrollo económico, la justicia social y lanzándose en busca de una «vía original» hacia la democratización, se encontraba ante una conspiración desestabilizadora, conducida por «execrables» sin apoyo popular y armados por el apartheid y la CIA. Es decir, el viejo mal del que se creía curada a la izquierda, a saber, juzgar legítima una dictadura desde el momento en que se proclamaba marxista, una ocupación extranjera respetable desde el momento en que procedía del bloque soviético, y a sus adversarios fascistas, reaccionarios, vendidos porque reclamaban elecciones libres; ese viejo mal no había, pues, desaparecido en absoluto, simplemente se había desplazado hacia el Tercer Mundo. Nicaragua suministraba otro ejemplo. Agarrándose a los esquemas del pasado, la izquierda no conseguía llegar a ver que su escenario de la descolonización, de la guerra de independencia y de la «joven república popular del Tercer Mundo orientándose en el camino del socialismo» encajaba en otro escenario, más amplio: el de la expansión del imperio soviético. No había comprendido nada de los fracasos económicos, políticos, humanos de las naciones «progresistas» surgidas de las independencias, particularmente en África. Todos los conocimientos acumulados sobre el desastre de los sistemas comunistas clásicos, así como los de los socialismos del Tercer Mundo no eran utilizados. No llegaban a afectar, pese a todas las protestas del contrario, a los prejuicios de la izquierda. Los trastornaban, sin duda, a intermitencias, pero luego la máquina dogmática volvía a ponerse en funcionamiento, porque ésta puede calarse a veces, pero nunca pararse definitivamente.

Se ha tenido una nueva prueba al leer una frase pronunciada con insistencia por François Mitterrand en Montevideo, el 10 de octubre de 1987, durante su viaje a Argentina y Uruguay. Dijo: «La democracia no es nada sin el desarrollo.» En verdad, yo sé desde hace tiempo que para François Mitterrand una idea no tiene valor por su contenido intrínseco, como enunciado de conocimientos, y se compara más bien con una flecha, cuyo interés procede, íntegramente, de la posición a partir de la cual se dispara y del blanco al que se apunta. Para todo hombre, en particular para todo hombre político, apresurémonos a reconocerlo, el interés de una idea se divide según una proporción variable entre su función de verdad y su función de utilidad, entre su poder de conocimiento y su poder de polémica. Pero en pocos individuos como en François Mitterrand he visto un oscurecimiento tan completo de la función de verdad en beneficio de la función de utilidad. No es, por lo menos no es únicamente, mala fe. Es el triunfo natural y total de la dimensión táctica del pensamiento sobre su dimensión conceptual.

Esa disposición del alma presidencial confiere una significación aún más eminente al aforismo de Montevideo. Si el presidente ha emitido tal afirmación, es que estaba destinada a calmar las dudas y los sufrimientos de la izquierda, después de diez años de críticas rigurosas del tercermundismo por los economistas y los historiadores. No puede ser más que por bondad, por preocupación y por necesidad de reconfortar al desmoralizado rebaño de los creyentes, y no porque la crea verdadera, que un hombre tan inteligente ha podido hacer suyo un cliché tan estúpido.

En efecto, si la democracia no era nada sin el desarrollo, no hubiera sido necesario hacer la revolución francesa, ni la revolución americana, ni la reforma británica. En la época en que estos acontecimientos tuvieron lugar, las tres naciones interesadas presentaban con agudeza los síntomas de lo que hoy se llama subdesarrollo. Suiza, en el siglo XIX, era un país muy pobre. Sin embargo, practicaba desde hacía siglos una forma de democracia directa, a escala de cantón, muy adelantada sobre el resto de Europa. ¿Hubiera sido necesario prohibírselo mientras no se convirtiera en un país rico? Yo creía que la libertad era un bien en sí, independientemente del nivel de ingresos de la población. Y creía que la izquierda lo había comprendido. El adagio de Montevideo nos prueba que tal no es el caso, y que ha sido rápida la caída en el tópico más gastado de la galería de los desechos ideológicos, a saber, que las libertades personales y políticas no tienen existencia real mientras no han sido satisfechos todos los derechos económicos y sociales. ¿Cuáles, por otra parte? ¿A partir de qué nivel de desarrollo se puede considerar que una sociedad está madura para la democracia y cómo determinarlo? Porque todo es relativo. Toda sociedad puede -según el criterio adoptado, la región o el sector considerado- ser tomada como subdesarrollada o como desarrollada. Brasil es, a la vez, superdesarrollado y subdesarrollado. España, con su Andalucía; Italia, con su zona meridional; Gran Bretaña, con su parte septentrional, ¿practican, por tanto, con sus bolsas de pobreza, si hay que creer al señor Mitterrand, una democracia que no es «nada»? Francia, en 1944, estaba profundamente subdesarrollada: escasez de alimentos, de vestidos, de viviendas, de electricidad, de calefacción y de transportes, renta per cápita inferior a la de 1900. ¿Había que aplazar la libertad, prolongar el régimen de Vichy hasta la llegada de la plenitud en el desarrollo? ¿Y quién hubiera sido habilitado para fijar el grado de desarrollo a partir del cual la democracia dejaría de ser un «nada» para convertirse en un «algo»?

Se comprende lo que ha podido impulsar a Mitterrand para tratar de revocar así la enmohecida fachada de la ideología tercermundista. La avalancha de los trabajos y el vigor de las corrientes que, en todas partes, devuelven el papel motor, en el desarrollo, a la democracia política, a la economía de mercado y a la empresa privada son motivo de irritación para un socialista. Había que defender la opinión contraria y parar los pies a las calaveradas liberales. Desgraciadamente, el dossier de las economías colectivistas en el Tercer Mundo está, a la vista, y un discurso no puede modificarlo. Es abrumador. No es tal vez sin razón que los dirigentes de los países en vías de desarrollo no piensan más que en el mercado, incluso con un celo de neófitos un poco ingenuo. La ironía de la actualidad ha querido que, el mismo día en que el presidente francés lanzaba la llamada de La Plata, dos de los fósiles más coriáceos de la fauna socialista, el general Jaruzelski en Polonia y el inefable Ne Win, el genial creador del modelo birmano, se retiraban, entregaban las llaves de la tienda, porque se les caía a pedazos sobre sus cabezas, y advertían a sus conciudadanos que no contaran, para vivir, más que con su ingenio personal. En tal contexto, volver a la antigualla del desarrollo concebido como antítesis de la empresa privada y como independiente de la democracia denotaba una singular sordera ante el lenguaje de los hechos. Además, articulada en Argentina y en Uruguay, esta tesis chocaba con la historia, a la que François Mitterrand es, notoriamente, tan aficionado. ¿Podía él ignorar -ignorancia que sólo puedo creer fingida- una información indispensable para toda reflexión seria sobre el desarrollo? Quiero decir: que Argentina y Uruguay son antiguos países desarrollados que se hundieron en el subdesarrollo a consecuencia de crisis de la democracia política. Desde 1938 hasta 1955, aproximadamente, estos dos países del cono sur de América igualaban a Gran Bretaña y Francia por su nivel medio de vida y su cobertura social. Su prosperidad fue destruida, en Argentina, por el «justicialismo» peronista, especie de sindicalismo anticapitalista, autoritariamente redistribuidor y, en los dos países, más tarde, por el terrorismo «revolucionario» de los Montoneros y los Tupamaros, inspirados por el marxismo castro-guevarista. Los jefes de Estado disponen, según parece, de medios de información muy superiores a los de los simples mortales. ¡Lástima que no los utilicen un poco más! Pero, salido de los labios del primer socialista de Francia, el apotegma de la pampa traducía el deseo no de conocer, sino de conjurar lo real, gracias a la oración jaculatoria de la obsesión dogmática, pensamiento degradado hasta el punto de competer más aún de la inmunología que de la ideología.

Porque, en buena ideología, la fórmula de Mitterrand peca por imprudencia y da pábulo a la demolición segura de la causa que él se figura apoyar. Un niño vería que constituye un alegato indirecto en favor de los incontestables éxitos del capitalismo no democrático de ciertos «nuevos países industrializados», como Taiwan, Corea del Sur (antes de empezar su democratización), que consiguieron soberbios índices de crecimiento bajo la autoritaria dirección de despotismos más o menos ilustrados, o Singapur, régimen «fuerte» pero no dictatorial. La República de Sudáfrica es la única, en África, que lleva el estandarte del desarrollo y si los negros sufren allí una segregación inaceptable desde un punto de vista moral, en cambio su nivel de vida, aunque muy inferior al de sus compatriotas blancos, supera al de los negros de cualquier otro país del continente. El Chile de Pinochet, incluso, se desarrolla y hace mejor papel que sus vecinos, Bolivia o Perú, aunque haya atravesado crisis, si bien menos terribles que las catástrofes provocadas antaño por Allende. Fue durante los quince últimos años de la dictadura franquista cuando España levantó el vuelo, se modernizó, equipó su industria por entero y engendró una clase media acomodada. En resumen, aunque los grandes países desarrollados clásicos hayan, desde hace dos siglos, conseguido prosperar, sobre todo gracias a la unión casi constante del capitalismo y de la democracia, se observan casos de éxito sin democracia, por lo menos durante un lapso de tiempo, pero nunca sin capitalismo. En suma, lo que el presidente Mitterrand ha puesto en evidencia, por inadvertencia en su máxima uruguaya, es que en todas las combinaciones posibles, variables y considerables, existe un solo ingrediente que se revela, en la práctica, como absolutamente incompatible con el desarrollo: el socialismo.

¿De dónde puede, pues, proceder esa negativa o esa incapacidad de tomar en consideración y de integrar en el razonamiento las enseñanzas, con todo sin misterio, de la historia económica mundial de la posguerra? También aquí, tanto en economía como en su actitud hacia los países totalitarios «progresistas», se había creído, en un momento dado, que la izquierda no comunista había avanzado un paso para salir del dogmatismo y había aceptado tener en cuenta, por lo menos, los más elementales datos proporcionados por la experiencia. Me temo que nada de ello sea cierto. Del mismo modo, en 1987, François Mitterrand, negando anticipadamente todo valor democrático a las elecciones en Nueva Caledonia, viciadas, según él, por regulares que fueran, por la relación de colonizador a colonizado, denuncia lo que él llama la «fuerza injusta de la ley». ¿Qué hace él, en este caso, sino reproducir un estereotipo vagamente marxista? La ley es «la organización de la violencia destinada a dominar a una cierta clase», escribe en términos casi idénticos Lenin, en 1917, para poner en guardia a los bolcheviques contra la tentación democrática. ¿Dónde está el progreso, después de setenta años? ¿En qué una tal declaración del presidente francés atestigua una renovación intelectual en los socialistas? Por supuesto, cuando ellos gobiernan, hoy, o cuando desean gobernar, los socialistas abandonan, unos tras otros, bajo la presión de los hechos, la mayoría de sus dogmas. El partido socialista francés fue el último en inscribir en su programa, desde 1981 hasta 1983, la «ruptura con el capitalismo» en un país desarrollado, que lo pagó muy caro. Pero sus «proposiciones» de 1987, redactadas con vistas a la elección presidencial de 1988, eliminaron cuidadosamente todas las amenazas de «cambio de sociedad» y otras «reformas radicales de las estructuras» que constelaban su «proyecto» de 1980. Como escribía Alain Duhainel en octubre de 1987: «En el próximo septenio Francia tendrá de nuevo, tal vez, a su cabeza, un socialista presidente, pero no tendrá un presidente socialista.»[37] Aparte de los laboristas británicos, que cuentan todavía en gran número con los últimos ejemplares en Europa de la izquierda mesiánica y que, desde 1979, expían su obstinación con fuertes y repetidas derrotas electorales, los partidos socialistas han adoptado en la práctica, desde 1980, incluso en el Tercer Mundo, un liberalismo mitigado, aunque quieran salvar las apariencias bautizándolo de socialismo «pragmático». Generalizando este tipo de retórica, podría llamarse «navegación» al hecho de hacerse a la mar en un barco que tiene por costumbre hundirse al cabo de unos cuantos cables, y «navegación pragmática» al hecho de quedarse en tierra. Pero si la acción «pragmática» (puro pleonasmo) de los socialistas ha debido y sabido, salvo excepciones, acercarse a la realidad, su visión del mundo, como por compensación, se ha alejado aún más allá. Todo sucede como si corrieran a marchas forzadas en la esfera de la ideología, con objeto de desquitarse de las privaciones que deben, de mala gana, infligirse en la esfera de la gestión. Pero la ideología es la principal fuente de perturbación de la información, porque precisa de una mentira sistematizada, global y no solamente ocasional. Para permanecer intacta debe defenderse sin tregua del testimonio de los sentidos y de la inteligencia, de la misma realidad. Esa lucha agotadora lleva a aumentar de día en día la dosis de mentira requerida para hacer frente a las evidencias que se desprenden de lo real inexorable. Así, es en el momento en que el marxismo-leninismo pierde todo crédito entre sus mismos adeptos como principio de dirección de las sociedades humanas cuando, semejante a la luz cuya fuente está muerta y que nos llega de soles extintos desde hace millones de años, brilla con su más vivo resplandor en el teatro ideológico. De dónde la superioridad de la izquierda en la producción de la mentira. No puede contestarse, en efecto, con la mentira ordinaria que practica igualmente con generosidad la derecha en política, con la mentira maquiavélica, táctica, circunstancial, oportunista, interesada, profesional. La izquierda la practica también con diligencia y asiduidad, pero añade una mentira infinitamente más exigente, porque la ideología obliga a modificar sin cesar la imagen del mundo en función de la visión que se quiere tener. Un gobierno liberal cometerá tal vez la equivocación de mostrar demasiada tibieza ante el apartheid, pero no negará su existencia.[38] En cambio, la izquierda durante mucho tiempo ha negado pura y simplemente la existencia de los campos de concentración soviéticos, de los campos de reeducación vietnamitas, de la tortura en Cuba, del hambre en la China. La derecha ha podido manifestar una excesiva complacencia ante Franco, por razones económicas y militares, pero nunca ha pretendido que Franco haya celebrado en España elecciones regulares, libres y pluralistas. Al contrario, The Observer, semanario izquierdista inglés, escribe (23 de agosto de 1987) que es una vergüenza, por parte de la administración Reagan, el obstinarse en querer «derribar al gobierno elegido de Nicaragua» (to overthrow the elected government of Nicaragua). Por mucha indulgencia que tenga por los sandinistas, un periodista serio no debería poder, si ha hecho su trabajo correctamente, afirmar que las condiciones en que se desarrollaron las elecciones de otoño de 1984 en Nicaragua permiten considerar al gobierno actual como «democráticamente elegido». ¿Qué se diría del conservador Sunday Telegraph si hablara del «gobierno democráticamente elegido del general Pinochet», so pretexto de que este último también ha procedido a consultas electorales? Por último, Reagan no quiere «derribar» a los sandinistas: nunca les ha pedido nada más que acepten elecciones libres, y decidió ayudar a la Contra mientras no tuvieran lugar elecciones regulares en el país. Se puede desaprobar esa política, pero no se puede pretender que es hostil a la democracia, porque, por el contrario, lo que busca es restablecerla.

Nunca tantas carestías socialistas masivas habían tenido lugar en el Tercer Mundo como en los años ochenta. Sin embargo, la izquierda occidental se obstina en demostrar que la plaga es debida a todo, salvo, precisamente, a la forma totalitaria del gobierno y a la gestión socialista de la economía. La izquierda no comunista se ha -según ella- «destotalitarizado». Pero, curiosamente, su sistema de excusas de los fracasos totalitarios permanece inalterable.

Tomemos, por ejemplo, el escenario de la «explosión del hambre en Mozambique» tal como lo dejamos en febrero de 1987. El embajador de los Estados Unidos en Maputo acaba de enviar al departamento de Estado un informe según los términos del cual tres millones y medio de mozambiqueños se hallan bajo la amenaza inmediata de una grave carestía de amplitud superior a la carestía etíope de 1984. Washington decide inmediatamente enviar como primera ayuda algunos millones de dólares y pide que se movilicen los Estados, las organizaciones internacionales y. las organizaciones no gubernamentales.

Un comentarista de la BBC explica, el día 7, que esta carestía es debida a la conjunción de dos factores: la sequía y la guerrilla dirigida contra las autoridades por la RENAMO o RNP (Oposición de la Resistencia Nacional Mozambiqueña), sostenida por Sudáfrica.

Así, una vez más, parece que una carestía que se produce en un país marxista-leninista no es nunca consecuencia de la acción gubernamental o del sistema económico. Sólo puede ser debida a fatalidades naturales y al sabotaje fomentado desde el exterior por las potencias hostiles.

Observemos que esta explicación coincide con la que generalmente dan, desde 1917, los dirigentes comunistas, en los lugares donde controlan el poder, para disculparse de las carestías o de la escasez de bienes de consumo que constituyen un rasgo casi permanente de sus regímenes. ¿Por qué, pues, los analistas occidentales aceptan esas excusas, con menos espíritu crítico del que a veces muestran los mismos dirigentes comunistas?

Mozambique es socialista desde 1975, lecha de su independencia. Desde hace doce años, un partido gobierna sin oposición, el FRELIMO (Frente de Liberación Mozambiqueño), colocado desde el principio bajo la férula de numerosos consejeros soviéticos y alemanes del Este. La revolución anhelada por los progresistas del mundo entero puede desarrollarse allí sin obstáculos.

Al cabo de dos o tres años, el desastre es clamoroso. Así, desde 1980, Samora Machel, el líder del FRELIMO, desesperando de la solidaridad pecuniaria de su protector soviético, se vuelve hacia los Estados Unidos, Europa e incluso Sudáfrica, para obtener créditos, pero sin cambiar, por ello, de sistema económico. De manera que la situación no mejora. Si, al prolongarse, la guerrilla contribuye a hacer desaparecer las cosechas o lo que queda de ellas y a desorganizar los transportes, no constituye la causa principal de la penuria. ¿Por qué, en efecto, esa penuria no ha llegado nunca a tal punto de gravedad durante los quince años de la guerra de liberación contra el ejército portugués que habían precedido a la independencia? ¡Guerra tan nefasta para la producción agrícola y la distribución de los productos como la insurrección que la siguió! Además, si Sudáfrica ayuda, sin ninguna duda, la RENAMO, no puede ser considerada como la única responsable de su existencia. Tal vez convendría preguntarse, también en el caso de las guerrillas anticomunistas, cuáles son las razones profundas de su aparición, independientemente de las ayudas extranjeras que pudieren obtener.

Los mozambiqueños no tienen ninguna necesidad de la injerencia de Pretoria para desear abatir una dictadura policíaca que no secreta más que el hambre. En cuanto a la sequía, puede producirse durante un año o dos, pero no eternamente, y, sobre todo, no se convierte en una catástrofe más que cuando se injerta en una escasez ya endémica. Veremos en el capítulo 12 que la ideología ha sido, como en la Unión Soviética o Vietnam, la causa profunda del hambre en Mozambique. El socialismo se fija en todas partes como objetivo construir un «hombre nuevo». Esta idea se encuentra a lo largo de toda la historia del comunismo. Se la ve nacer en 1793 con los jacobinos. El Estado se convierte en propietario de los individuos. Las granjas colectivas permiten, antes que nada, aniquilar las libertades. Resulta que aniquilan igualmente la agricultura, pero su principal objetivo no es agrícola. Cuando una carestía amenaza una masa tan gigantesca como tres millones y medio de personas, es que el gobierno responsable la ha dejado crecer sin avisar, por miedo a quedar mal, por razones propagandísticas. Una simple crisis alimentaria suscita la severidad de la opinión internacional; una tragedia no suscita más que compasión y el aflujo de socorros, de los que el gobierno y el ejército saben desviar la parte que necesitan para su propia supervivencia política.

Es el esquema etíope que se vuelve a poner en marcha. Y aunque los Estados Unidos hayan sido, a propósito de Mozambique, los primeros en alertar a la opinión mundial, ya se sabía anticipadamente que las censuras iban a recaer sobre ellos.

Notas

[36] «La verità, in conclusione, é che si tratta di fenomeni identici. Il totalitarismo caratterizza e definisce il nazismo come lo stalinismo, senza alcuna differenza reale. Forse, mi sono espresso da estremista; forse l'ho detto con brutalità; ma ritengo sia giunto il momento di attenersi ai fatti e di rompere falsi ed inutili miti.» Marzo de 1988. Actas del coloquio El estalinismo en la izquierda italiana. Véase la referencia más adelante, página 337.

[37] Le Point, 12 de octubre de 1987.

[38] No insisto sobre la negación de la existencia de los hornos crematorios por los sedicentes historiadores llamados revisionistas, sino para recordar que no se puede comparar la influencia de un puñado de fanáticos de cerebro desquiciado con la enorme destilación universal y cotidiana de la ideología marxista por millones de canales en el mundo entero.

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