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De la mentira compleja (II)

Es desolador comprobar que el sistema explicativo que emplean, en los países libres, personalidades políticas y periódicos que no tienen nada de comunistas coincide frecuentemente con el que emplean los gobiernos de Maputo, Luanda, Addis-Abeba o Hanoi para disculparse del hambre que reina en sus países. ¿De qué han servido los frutos intelectuales del estudio de setenta años de carestía o de penuria alimentaria crónica bajo los regímenes comunistas? ¿De qué modo la documentación que demuestra que las raíces de esas penurias se encuentran, en gran parte, en la organización socialista de la economía sirve para guiar el juicio de los comentaristas que tienen la suerte de disponer de esa masa de informaciones? En abstracto y en bloque, esas informaciones están homologadas. Hay más gente a finales de siglo que al principio que, gracias a ellas, tienen por cierta la esterilidad del socialismo. Pero en la práctica, cuando se trata de apreciar un caso particular, casi no sirven ya para nada. Sin embargo esto es lo que cuenta, pues es a propósito de los casos particulares, y cuando todavía hay tiempo para actuar, interesa que no se vuelvan a cometer los mismos errores. Y se vuelven a cometer.

No veo, pues, que haya sido superado el prejuicio que concede a los regímenes definidos, en pura teoría, como progresistas, una inmunidad especial, que les dispensa, a la vez, de la democracia, del respeto de los derechos del hombre y de asegurar la subsistencia de sus súbditos. Ni tampoco el prejuicio complementario según el cual todo liberal o «conservador» en una civilización democrática se distingue poco, o nada en absoluto, de un derechista. La izquierda no comunista se jacta de haber comprendido que la economía de mercado, ajustada con todas las correcciones que se quieran, ha resultado ser la única vía posible. Y, sin embargo, ante cada situación concreta todos sus reflejos la impulsan en el sentido opuesto de esa pretendida convicción. Se comporta como un médico que asegurara haber asimilado bien el principio de que el arsénico hace más bien daño al organismo humano y que, ante cada paciente, insistiera en prescribirlo en dosis masivas, tratando de envenenadores públicos a los que intentaran impedírselo. Generalmente se critica el socialismo generador de hambre y represivo, y se alaba a las democracias, porque han creado las sociedades más ricas y menos injustas de la historia, sean cuales fueren sus imperfecciones. En la realidad del diagnóstico individual y concreto, una vez tras otra, son los diligentes elegidos de las sociedades democráticas prósperas a quienes toda una izquierda califica de reaccionarios, y son los tiranos totalitarios a quienes ella se obstina en tener por filántropos progresistas.

Por ejemplo, leí, en 1986, con una indignación felizmente atemperada por la diversión que proporciona siempre un buen espectáculo cómico, el informe aparecido en el International Herald Tribune del 14 de enero (y publicado originalmente en el New York Times) del desarrollo del 48° Congreso Internacional del PEN-Club en Nueva York. El día siguiente, el mismo periódico reproducía las invectivas dirigidas por Günter Grass a Saúl Bellow, que había tenido la audacia de no considerar a los Estados Unidos totalmente reaccionarios. Que autores y directores literarios se levanten y abandonen la sala por la simple aparición del secretario de Estado George Shultz, invitado a hablar, como si fuera ministro en un gobierno totalitario, me parece que sólo puede explicarse por una mezcla de incompetencia política y de falta de honradez intelectual; sobre todo cuando el mismo auditorio invita y escucha con respeto a Amadou Mahtar M'Bow, el causante del naufragio de la UNESCO. Que sesenta y seis escritores, expresando, al parecer, el sentimiento de muchos otros participantes, hayan, en una carta abierta, calificado de «inapropriate» (desplazada, indecente) la invitación enviada al representante de un Estado democrático, Shultz, y ello, en un país en que el poder es concedido por los ciudadanos, me parece una necedad, cuando se considera la situación del mundo en su conjunto, hoy. «Su administración -escribían los firmantes de esa carta- apoya a gobiernos que reducen al silencio, encarcelan e incluso torturan a sus ciudadanos a causa de sus convicciones.» ¿Qué gobiernos? ¿Sudáfrica? Es evidentemente el caso más candente en 1986. ¿Pero puede decirse que la administración estadounidense «apoye» a Botha y defienda el apartheid? Es manifiestamente falso. Como los gobiernos europeos, Washington quisiera desembarazarse del apartheid evitando al mismo tiempo el derrumbamiento económico de Sudáfrica en beneficio de una fórmula de «socialismo a la africana» cuyos daños ya se han visto en el resto del continente en el capítulo precedente.

Numerosos firmantes de esta carta y varios escritores norteamericanos muy conocidos, Norman Mailer, William Styron, habían aceptado en 1983 la invitación de Jack Lang, entonces ministro francés de Cultura, y de François Mitterrand para venir a participar en festividades culturales en la Sorbona. Sin embargo, en esa época, la Francia socialista había reanudado las ventas de armas y de centrales nucleares a Sudáfrica. No por ello esos escritores norteamericanos dejaron de venir a París a aclamar al presidente de la república, viajando, es cierto, en el Concorde y siendo hospedados en el Ritz a expensas de los contribuyentes franceses, lo que puede incitar a la indulgencia. ¿Qué otros gobiernos «torturadores», en el momento de esa conferencia del PEN-Club, sostenía la administración estadounidense? ¿Chile? No. No apoyaba en absoluto a Pinochet. Y el conjunto de la América Latina es, desde 1983, más democrático de lo que lo había sido desde hace un cuarto de siglo. ¿El Salvador? Pero Napoleón Duarte era un democratacristiano de izquierdas, elegido democráticamente, a pesar de todos los esfuerzos de una guerrilla, que se reconocía minoritaria, para ganar unas elecciones. ¿Turquía? Ciertamente, pero ¿había que dejar que Turquía cayera bajo control soviético expulsándola de la OTAN? Se podía considerar indispensable mantenerla en la OTAN sin por ello alegrarse de que se hubiera apartado del camino democrático. Recuerdo, por otra parte, que Turquía no había sido excluida del Consejo de Europa y que por consiguiente los gobiernos europeos observaban, ante ella, una actitud tan ambigua o embarazosa como la de la administración Reagan. ¿Acaso los escritores norteamericanos invitados a París se fueron cuando François Mitterrand penetró en el gran anfiteatro de la Sorbona en 1983? Por otra parte, Turquía volvió, en 1983, al campo de la democracia, lo que no es el caso de ninguno de los países «progresistas» generalmente mimados por los «liberales» norteamericanos. En cuanto al señor M'Bow, ha sido uno de los más grandes adversarios de la libertad de expresión y de creación que hayan jamás estado al frente de una organización internacional. Ha intentado en varias ocasiones, a partir de 1976, hacer adoptar por la UNESCO un tristemente célebre «orden internacional de la información» que de hecho no buscaba más que establecer un sistema de censura generalizada en provecho de los peores dictadores del Tercer Mundo. Cuando se conoce un poco el estado de la información en el planeta es risible ver al PEN-Club, en ese congreso, proponer seriamente una investigación sobre una mítica «censura en los Estados Unidos» y al mismo tiempo rendir homenaje al señor M'Bow, cuyos esfuerzos han favorecido incansablemente la búsqueda de una censura a escala planetaria. Los términos de los ataques de Günter Grass contra los Estados Unidos traducen la misma inversión de valores y de hechos. Porque, en fin, un poco de pudor debiera recordar a Grass que somos nosotros, los europeos, quienes hemos inventado el nazismo, el fascismo, el estalinismo, el franquismo, el pétainismo, el antisemitismo. No son los Estados Unidos. En cuanto al Acta McCarran-Walter, de 1952, puesta en acusación en el congreso, se puede pedir, ciertamente, su anulación, pero haciendo constar que los Estados Unidos no son la única democracia que se reserva el derecho de conceder o no visados a propagandistas que, con razón o sin ella, parecen peligrosos para las instituciones. Por otra parte, la ley McCarran-Walter nunca ha impedido a Georgi Arbátov y a otros portavoces soviéticos o comunistas publicar libros y artículos en los Estados Unidos o hacer giras de conferencias. Además, ha sido abrogada en 1987, pero ese acontecimiento no armó ningún alboroto...

Si hubiera habido que buscar una manifestación de espíritu totalitario en 1986, en los Estados Unidos, me temo que se hubiera encontrado, no en la administración, sino en el PEN-Club norteamericano, por lo menos, tal como se expresó en ese congreso. Éste tenía por tema, creo, la alienación. En electo, ilustró perfectamente la alienación de una gran parte de la clase intelectual norteamericana con relación a su propio pueblo y a la mayoría del mundo democrático. La intolerancia y el sectarismo que se manifestaron en esas sesiones hacen de él la encarnación de lo contrario de los valores que pretende defender.

¿De qué sirve alegrarse de la decadencia electoral de los partidos comunistas occidentales, si su culto del error y del terror, su intolerancia, su desprecio por la persona humana se han transmitido a amplias capas de la izquierda no comunista? ¿Y cómo explicar que esta izquierda que se pretende no totalitaria se obstine en defender, durante los años ochenta, diga ella lo que quiera, a regímenes totalitarios? Porque el principio de la equidad aritmética entre totalitarismo de derecha y de izquierda, del que ya he demostrado el carácter intrínsecamente engañoso, no se aplica siquiera en la realidad. Así, en abril de 1986 se celebra en París, en el hotel Lutétia, una reunión en el curso de la cual prestan testimonio antiguos presos políticos cubanos, liberados después de haber sido víctimas de torturas y malos tratos. Las personas presentes en la tribuna, entre ellas Yves Montand, Jorge Semprún, Bernard-Henri Lévy y yo mismo, se limitan a hacer preguntas a los testigos, hombres y mujeres, que presenta, uno tras otro, Armando Valladares, organizador del encuentro, con la Internacional de la Resistencia. La fórmula está tomada del «tribunal» Sajárov, a su vez tomada del «tribunal» Russell de los años sesenta. En la sala asiste a la sesión un público que yo calculo en unas doscientas personas, del que salen también preguntas a los torturados. Igualmente se hallan presentes unos diez periodistas, tanto de agencias como de la prensa, escrita o audiovisual. Pero hay que preguntarse qué habían ido a hacer, puesto que la mayor parte de la prensa no dijo una palabra de la manifestación. Sin embargo, las frases que se habían pronunciado no tenían nada de ideológico; consistían en relatos de experiencias vividas y en descripción de hechos precisos.

En el caso de que la prensa hubiera querido poner en duda la veracidad de los testigos, tenía toda la posibilidad de hacerlo, sometiéndolos a contrainterrogatorios. No lo hizo. Los periodistas no tuvieron, pues, en ese caso, ninguna prisa en usar ese «sagrado derecho a la información», que enarbolan con tanto énfasis cuando se trata de otros asuntos. En erecto, se puede imaginar sin dificultad qué abundancia de informes habríamos visto en los periódicos franceses y extranjeros, si los presos políticos y víctimas de la tortura prestando testimonio en la reunión hubieran sido víctimas de la policía de Sudáfrica. Con lo que se demuestra una vez más que la izquierda no comunista no se ha corregido en absoluto de su parcialidad en favor de los totalitarismos marxistas. Sin duda su silencio unilateral se explica más por una especie de parálisis intelectual que por opción deliberada. Contra su gusto, debe, para continuar siendo creíble, admitir ciertas realidades indiscutibles. Pero no ha cambiado de opinión sobre el fondo de las cosas, ni sobre el lugar por el que pasa la verdadera línea divisoria entre reaccionarios y progresistas. Tal vez, por efecto de la inercia, Castro está, para ellos, en el lado bueno de esa línea, y Valladares se colocó en el lado malo, incluso si el segundo no ha cometido otro crimen más que hacerse meter en la cárcel por el primero.[39]

Además, yo soy injusto cuando digo que no se produjo ninguna reacción tras nuestra reunión. Realmente se produjo una, en forma de una campaña de calumnias y de difamación contra Valladares. Documentos falsos, fabricados por los servicios cubano-soviéticos, circularon en Occidente, de los cuales resultaba que el poeta había sido... un agente de la policía del dictador Batista (derribado por Castro). Aparte de que la juventud de Valladares en los años cincuenta hace inverosímil esa actividad por su parte, su falsa «placa» de policía adolecía de groseros errores, cometidos por los «órganos»: se adornaba con una foto demasiado reciente, y, además, la talla del agente estaba indicada en el sistema métrico, cuando, en tiempos de Batista, ¡Cuba utilizaba todavía el sistema de los pies y las pulgadas! La calumnia fue introducida en el circuito en Grecia, por el diario de izquierdas Pontiki, que se jacta de situarse bajo la bandera del «periodismo investigador», etiqueta provista, en su origen, de un sentido profesional preciso, pero que termina por tener las espaldas anchas y ahora sirve demasiado a menudo de salvaconducto a la mentira. Por parte de Pontiki el «reportaje de investigación» y el «deber de informar» consistieron en tratar a Valladares de «fascista, asesino, torturador, humanoide (sic), falso poeta inventado por la CÍA». Ante estos insultos «investigadores», Armando Valladares promovió un proceso contra el periódico griego. En ese proceso, observé que un ministro del gobierno socialista de Andreas Papandreu fue a prestar testimonio en favor del periódico insultante, difamador y calumniador.

Valladares vio su demanda desestimada... El tribunal, en sus considerandos, juzga que el redactor del artículo no había obedecido «a ninguna animosidad personal contra el demandante y no había tenido intención de ofenderle» (!). No me consta que esta extraña decisión de la «justicia», ampliamente difundida por las agencias, haya suscitado la indignación de la prensa de izquierdas, en Europa occidental. Valladares, es cierto, asume la vicepresidencia de la organización Resistencia Internacional, que patrocinaba el coloquio de París que pasa, a los ojos de la izquierda, por reaccionario. ¿Por qué? Pues, a fin de cuentas, ya no se sabe lo que hay que hacer ni en qué punto de vista situarse para criticar el totalitarismo comunista sin pasar por reaccionario. Es falso que todo lo que la izquierda no comunista pida sea que se critique al totalitarismo desde el punto de vista democrático. Porque, cuando es esto lo que se hace, ello no basta. Lo que ella pide es que no se le critique en absoluto, o por lo menos que no se le critique más que por su pasado, añadiendo que ya se ha vuelto la página, que el presente no ofrece más que perspectivas de mejoría. Parcialidad debida, tal vez, menos a una opción voluntaria que a una barrera psicológica; pero para los que son sus víctimas, el resultado es el mismo.

Se ve, pues, muy claro: en todo este debate, pequeño ejemplo entre miles, lo que gobernó el comportamiento de la mayoría de los profesionales de la información no fue, en absoluto, la información. La posibilidad de adquirir o de completar un conocimiento preciso del sistema represivo de Cuba, aunque lucra sometiendo a una comprobación minuciosa los elementos suministrados, desempeñó un papel completamente marginal en la acogida reservada a la reunión del Lutétia. Las únicas preguntas que se plantearon a la izquierda fueron: ¿quiénes son los organizadores y a que molino van a aportar agua los testimonios? Este último punto fue sin duda, y lo continúa siendo, desde siempre, el más importante. Trasciende ampliamente la preocupación de la falsedad o de la autenticidad de las nociones comunicadas. La horrible expresión inquisitorial, corriente, durante un tiempo, en la izquierda francesa: «¿Desde qué lugar habla usted?», de atroz vulgaridad, de tanto desear ser elegantemente críptica, no ha sido nunca más que una manera de declarar que la verdad va después de las colusiones y que se deben preferir las alianzas a las informaciones. Como se sabe, la amalgama es un procedimiento que consiste en acusaros de aprobar el conjunto de las ideas y los actos de un personaje o de un partido, por odioso que sea, porque resulta que vuestras opiniones coinciden con las suyas en un punto particular. Como Hitler nacionalizó amplios sectores de la industria alemana, yo me dedico a la amalgama si, por ejemplo, digo que François Mitterrand, dado su programa de nacionalizaciones masivas de 1981, es, en el fondo, un adepto del nazismo. Pero, una vez más, la amalgama no causa estragos más que en un solo sentido: si habláis mal, por ejemplo, de Castro, os encontráis al lado de Pinochet, que también habla mal de él, luego esto os desacredita; pero encontraros inevitablemente al lado de Castro porque habláis mal de Pinochet no os deshonrará en absoluto. Sin embargo, los dos dictadores tienen tanta sangre en sus manos, el uno como el otro. Aunque ella pretende lo contrario, la izquierda no comunista utiliza sin vergüenza, constantemente, la amalgama, es decir, reemplaza la discusión intelectual por el exterminio moral de las personas.

A la izquierda moderna no se le ocurre que la sociedad perfecta que ella quiere construir y, entretanto, la mediocre democracia de que, gracias al Cielo, gozamos aún en algunos sitios, no pueden existir sin, por lo menos, un poco de sinceridad, de probidad y de respeto a la verdad. No concibe que la libertad de expresión destruye a la democracia cuando se convierte en libertad de mentir y de difamar. Permanece fiel al viejo principio del fanatismo, el de que una causa justa -¿y qué causa no lo es a los ojos de sus propios partidarios?- justifica procedimientos injustos. ¿Ha comprendido, comprenderá alguna vez, que la democracia es el régimen en el que no hay ninguna causa justa, y sólo métodos justos?

¿Es, por ejemplo, justo titular un artículo sobre el Perú: «Mario Vargas Llosa, campeón de la campaña de la nueva derecha»? Se sabe qué resonancias evoca en un lector francés la expresión «nueva derecha» y a qué se refiere. Ya he hablado de ello en otro capítulo. Resulta que, en ese artículo de su corresponsal en Lima, Le Monde[40] insinúa, pues, que Vargas Llosa se acercaría a una posición fascistoide. El periódico tiende a sugerir a su público, que es no solamente francés, sino muy ampliamente europeo y latinoamericano, que el escritor apoyaría, eventualmente, soluciones autoritarias y favorables a los ricos, en todo caso «reaccionarias».

¿De qué se trata, en este asunto? Creyendo deshacerse del peso de la deuda exterior mediante una hazaña, el presidente peruano Alan García anuncia, en septiembre de 1987, su intención de nacionalizar, de una vez, todos los bancos del país. Se puede muy bien, me parece, oponerse a esa medida sin ser fascista, y hasta porque se es demócrata. Las nacionalizaciones en América Latina nunca han enderezado la economía ni han ayudado a los pobres, tanto si eran llevadas a cabo por dictaduras militares como por dictaduras marxistas. En el Perú, en particular, una dictadura a la vez militar y marxista procedió, en once años, desde 1969 hasta 1980, a nacionalizaciones masivas que dejaron a la población un amargo recuerdo, puesto que, durante ese período, el nivel de vida descendió a la mitad, lo que, allí también, como siempre, afectó a los más pobres. Igualmente nefastas fueron las consecuencias de la experiencia mexicana, sobre la que parece normal que todo latinoamericano reflexione: la nacionalización de los bancos, en 1982, por el presidente José López Portillo, verdadero desastre para la economía y para el nivel de vida del pueblo pobre. Si se quiere preservar una democracia frágil, es muy natural, dejando aparte toda consideración económica, desconfiar de la hipertrofia del sector estatal, sobre todo en América Latina, donde reina una tradición de corrupción y donde la clase política conoce el arte de manipular en su provecho la economía y de falsear, para ello, los procedimientos democráticos. La historia del PRI (Partido «Revolucionario» Institucional), en México, precisamente, en el poder desde 1929, lo demuestra abundantemente. El mismo precedente del Perú, arruinado por la estatificación desenfrenada de los militares, marxistas, no impide a la corresponsal de Le Monde escribir: «Si el Estado ha ampliado su campo de acción, en estos últimos veinte años, ha sido precisamente para tratar de poner remedio a la injusta distribución de la renta.» Pero intentar no es conseguir, y «la ampliación del campo de acción» del Estado no ha conseguido más que empobrecer más a los más pobres. En vez de estudiar los hechos y de informarnos, el autor del articulo se limita, pues, a recitar el catecismo «progresista» más trasnochado.

No nos dice tampoco que los oponentes a las nacionalizaciones proceden, en muy amplia medida, de los electores que votaron a Alan García. Pues, ¿a qué partido pertenece Alan García? Al APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana). ¿Qué es el APRA? Es una unión de partidos latinoamericanos, fundada en 1924 por un peruano, precisamente, Víctor Raúl Haya de La Torre (1895-1979), unión que en Europa se corresponde con lo que se llama la socialdemocracia. En otras palabras, el APRA nació de la negativa de toda una corriente socialista a adherirse a la III Internacional, negativa y ruptura con Moscú idénticas a las que marcaron cuatro años antes el congreso de Tours en Francia, y que imitarían los demás partidos socialistas en todo el mundo, para llegar a la Internacional socialista, de la que forma parte el APRA. Esta corriente del socialismo democrático sigue, pues, una larga tradición de hostilidad al colectivismo comunista. En el asunto de la estatalitación de los bancos peruanos, se puede, pues, considerar que fue Vargas Llosa quien se mostró fiel a la tradición del socialismo democrático en América Latina y que fue Alan García quien se separó de ella.

Por desgracia, ninguna de esas informaciones económicas, políticas e históricas figura en el artículo llevado al conocimiento de los lectores de Le Monde. Una puesta en perspectiva los conduciría, según toda verosimilitud, a dudar del «fascismo», supuestamente de estilo «nueva derecha», de Mario Vargas Llosa. ¿Porqué ese escamoteo? Porque el objetivo del artículo es desacreditar al escritor haciendo creer que se ha unido, pura y simplemente, a la «reacción». Desde hace años Vargas Llosa es, con Octavio Paz, el anticastrista, el anticomunista, el antitercermundista, el contrario de García Márquez, el abogado de la democracia política en América Latina. Conviene, pues, confinarlo en la derecha, e incluso en la «nueva» derecha. No se tiene derecho a ser demócrata si no se es marxista en América Latina. Es tanto más absurdo cuanto que, por otra parte, Le Monde se ha alegrado, según parece, en esos mismos años, del retorno a la democracia de Argentina, de Brasil o de Bolivia, que se han dotado de gobiernos bien decididos a desestatificar sus economías. Si se preguntara al director del periódico o al jefe de la sección de política extranjera, si, dada la orientación de la mayoría de sus artículos sobre América Latina, preconizan en ese continente el retorno a políticas de tipo castrista o allendista, se indignaría, protestando vigorosamente que no se trata de eso. Numerosos periódicos de izquierda, en todos los países, atacan sin consideraciones al liberalismo, pero no desean en absoluto, salvo raras excepciones, la victoria del socialismo. Sin embargo, al mismo tiempo, se dedican a demoler insidiosamente a los hombres que lo critican.

Así, la corresponsal de Le Monde en Lima escribe, en el mismo artículo: «La nueva derecha está representada por el Instituto Libertad y Democracia, fundado hace siete años -en realidad en 1979- por Mario Valgas Llosa. Su filosofía es resumida por el economista Hernando de Soto en su obra titulada El otro sendero, un ensayo sobre la economía informal.» Bajo el ángulo del «deber» de informar, todo es maravilloso en este párrafo. Para empezar, no fue Vargas Llosa quien fundó el Instituto Libertad y Democracia. Fue Hernando de Soto, de quien Vargas Llosa es amigo. Él, simplemente, prologó su libro, publicado en 1986. Además, el instituto no se adhiere en absoluto a la ideología de la nueva derecha. Los colaboradores de las revistas Éléments, Nouvelle École o del GRECE no han sido nunca, que yo sepa, invitados. El Instituto Libertad y Democracia quiere situarse en la tradición de Tocqueville, Montesquieu, Locke, Adam Smith, Von Mises, Schumpeter, Aron, Hayek, lo que -nos atrevemos a esperar- no ha constituido nunca una presunción de simpatías por el fascismo. No creo que América Latina haya sufrido por un exceso de esa tradición tolerante y liberal ni que los intelectuales que la apoyan merezcan ser difamados. La periodista de Le Monde tiene, ciertamente, derecho a criticar las ideas de esos intelectuales. Pero eso no es lo que ella hace. Ella les atribuye ideas que no son suyas. Y finalmente omite informarnos sobre el contenido de la obra de Hernando de Soto, El otro sendero[41] Como no se ha traducido al francés, raros serán, pues, los lectores que podrán saber lo que contiene ese trabajo de investigación (y no de «filosofía») y que comprenderán lo que el autor entiende por economía «informal». Los lectores, sobre todo, ignorarán por completo que el trabajo dirigido y firmado por Hernando de Soto concierne a la economía de los más pobres y describe la manera en que sobreviven, a pesar de un sistema estatal organizado en interés de los ricos, y menos de los capitalistas que de la clase política, burocrática y sindical, como siempre ha sido en la América Latina.

Leyendo El otro sendero, desde el primer vistazo a las cifras principales, uno se siente invadido por un intenso estupor. Pues el sector informal, en ese inmenso país, no se compone solamente de lo que en Europa llamamos «los pequeños trabajos» o el trabajo clandestino.

Los informales peruanos no se contenían con hacer trabajos sin declararlos o con pintar techos los domingos. Son mucho más que vendedores ambulantes no autorizados: el volumen de negocio global de sus actividades comerciales sobrepasa al de todas las grandes áreas reunidas. Sólo en la capital, el comercio informal, que emplea a 439 000 personas, hace funcionar al 83 % de los mercados, cubiertos o al aire libre. La industria informal fabrica casi todos los productos manufacturados: muebles, televisores, lavadoras, vestidos, utensilios de cocina, ladrillos, cemento, material eléctrico, zapatos, herramientas diversas. Más aún: los informales dominan la industria de la construcción, los transportes públicos. Han edificado barrios enteros, centenares de miles de viviendas, primero para ellos mismos, luego para los demás: y no hablo de chabolas, sino de inmuebles normales. La mitad de la población de Lima vive en casas construidas por informales. En cuanto a los transportes públicos, desde el taxi colectivo hasta el minibús e incluso el autobús, si Lima debiera limitarse, bruscamente, a los únicos transportes municipales oficiales, las nueve décimas partes (exactamente el 95 %) de los habitantes deberían desplazarse a pie. En total, aproximadamente el 60 % de las horas de trabajo efectuadas se hacen en el sector informal. Y no vayáis a comparar ese sector con los talleres clandestinos en los que un patrón cabo de varas explota a un proletariado infrapagado. Son los mismos pobres del Tercer Mundo quienes edifican la economía informal, pues es la única manera, para ellos, de sobrevivir.

Hernando de Soto y su equipo han hecho de ello la demostración práctica y la comprobación experimental. Han invitado a un compadre, modesto ciudadano, representativo del pueblo llano, a que presentara una demanda de autorización para abrir, en conformidad con todas las normas legales, un pequeño taller de confección. Para obtener su autorización, ese hombre debió presentar su demanda y seguirla en once departamentos ministeriales o municipales sucesivos y diferentes. Diez funcionarios de cada once exigieron de él un bakchich (propina), llamada mordida en el español de aquella zona. El postulante debía rehusar pagar, para que se pudiera ver cuánto retrasaría esa negativa la conclusión. En dos casos, no obstante, hubo necesidad de proceder, sin lo cual el dossier habría sido definitivamente enterrado. En última instancia, el pretendido aspirante a sastre necesitó doscientos ochenta y nueve días de trabajo intensivo para llevar a cabo sus gestiones, y sumando los gastos y lo que dejó de ganar, un desembolso de 1 231 dólares. Cuando se sabe que esta suma, por el número de días despilfarrados, equivale exactamente a treinta y dos veces el salario mínimo del Perú en 1986, se comprenderá que, para la casi totalidad de la población activa, es imposible crear una empresa artesanal en condiciones legales. Esto es lo que la señora Bonnet[42] bautiza como «ampliación del campo de acción del Estado para remediar la injusta distribución de la renta».

Otras experiencias del mismo género han confirmado la primera: cuarenta y tres días de gestiones y 590,56 dólares para obtener legalmente un modesto emplazamiento de venta de frutas y legumbres en la calle. Y el colmo: para un grupo de familias deseosas de adquirir un terreno sin dueño para construir en él sus viviendas, seis años y once meses de gestiones... De ahí el ascenso imparable de las empresas «salvajes» y del mercado informal. No hace más que traducir la famosa tendencia de toda criatura a perseverar en el ser.

De ahí, también, la vanidad de las charlas teóricas. El liberalismo es, en primer lugar, un comportamiento espontáneo, lo que no implica que sea en todas las circunstancias una garantía de éxito. Pero lejos de ser una visión del espíritu, es, en el punto de partida, la reacción natural del hombre en sociedad ante los problemas materiales que se le plantean. Es su conducta económica de base. A partir de ahí, se puede reflexionar sobre todas las modalidades de intervención destinadas a optimar esta conducta. A veces la mejorarán, muy a menudo la estorbarán, pero no la reemplazarán nunca.

Los hechos nos lo demuestran. Contrariamente a los tópicos machacados sobre este tema sin examen, la libertad de emprender es, ante todo, el medio de defensa de los pequeños contra los grandes y de los débiles contra los fuertes. E, inversamente, el Estado, que se presenta como corrector de las injusticias, acaba, la mayoría de las veces, por usar toda su fuerza contra los pequeños y los débiles para proteger a los grandes y los fuertes: la clase política, la clase burocrática, las grandes empresas, el ejército, los poderosos sindicatos. Para soslayar esas murallas, a los desamparados no les queda más recurso que lanzarse a la economía paralela, es decir, la economía real.

Esto es así en el Tercer Mundo, pero no sólo en el Tercer Mundo. Echemos, también, una ojeada en derredor nuestro, muy cerca de nosotros, en los países desarrollados. La importancia de la economía subterránea italiana es conocida, incluso está catalogada y calculada en los muy oficiales informes periódicos de la CENSIS (Centro Studi investimenti sociali). El caso español no es menos claro. El gobierno de Felipe González hizo establecer en 1986 un informe reagrupando los resultados de investigaciones llevadas a cabo a petición suya por cinco institutos privados de investigación social y económica. Esa tarea exigió 64 000 entrevistas individuales. De ella resulta que en España había entonces por lo menos 300 000 pequeñas empresas clandestinas, cuya cifra de negocio anual podía evaluarse en tres billones de pesetas, es decir, la cuarta parte del producto nacional bruto real. En ciertas regiones -Andalucía, Levante- la economía sumergida alcanza el 40 % de la producción. Estas cifras indican que el paro real es afortunadamente inferior al 21,5 % de las estadísticas oficiales. Además, desde el momento en que el sector informal asegura el 25 % del PNB, y hasta el 60 % y el 70 % en el Tercer Mundo, ya no se le puede atribuir exclusivamente a las maniobras de los grandes capitalistas y al deseo de algunos pequeños tramposos de defraudar al fisco y de eludir las cargas sociales. Es irresponsabilidad intelectual, periodística y política negligir estudiar las causas profundas de esa economía clandestina y sus consecuencias positivas para los más desfavorecidos, que el Estado abandona. Ciertamente, la economía subterránea española debería pagar teóricamente centenares de miles de millones de pesetas al fisco cada año. Falta de ingresos terrible, pues, para las finanzas públicas. Pero, como deja entender el informe, tanto en España como en Perú e Italia, si se gravara normalmente a las empresas frágiles del sector subterráneo, no pagarían: desaparecerían. El fisco y la Seguridad Social no ganarían, pues, nada con ello, y la sociedad saldría perdiendo en proporciones trágicas. Por consiguiente, la verdadera pregunta que debe plantearse el legislador es saber por qué razón hay unas leyes y una reglamentación tales que una parte considerable de la producción nacional estaría condenada a muerte si se aplicaran. ¿Qué es lo que está mal, en este caso, y qué es lo que debe cambiar? ¿La realidad o la ley?

¿Por qué, pues, en el artículo de una simple corresponsal, que no es ni una editorialista, ni una propagandista, ni una personalidad política, se encuentran apreciaciones calumniosas sobre un escritor desinteresado? ¿Y de todo, salvo información sobre Perú? ¿De dónde procede esa represión de la verdad? ¿Del deseo de defender el mito según el cual el liberalismo es la derecha y el socialismo la izquierda? La lectura de los clásicos del liberalismo y la experiencia histórica nos llevan a reconsiderar esas ecuaciones simplonas. He aquí por qué, sin duda, los socialistas prefieren abstenerse de saberlo. No consideran sin dolor que el socialismo pueda agravar la pobreza, las desigualdades, la arbitrariedad estatal. El actual sistema de defensa socialista consiste en decir: el liberalismo suprime toda solidaridad social. Lo que es falso: ¿qué sociedades han inventado los medios perfeccionados y costosos de protección social de que gozamos, sino las sociedades liberales? A continuación los socialistas distinguen: sí al liberalismo político, no al liberalismo económico.

Esto ya no es solamente falso, es absurdo. Basta, además, con leer a Marx para comprenderlo. Porque, ¿cómo se puede retirar, ya la totalidad, ya la mayor parte del poder económico a la sociedad civil para entregarla al Estado y, sin embargo, esperar que los ciudadanos resistirán a los abusos del poder político? ¿De dónde iban a sacar los medios cuando se los acaba de desalojar precisamente de las plazas fuertes de su autonomía? Así, los autores liberales han sostenido siempre (¿es ése el secreto vergonzoso que los socialistas quieren a toda costa esconder?) que la verdadera frontera entre izquierda y derecha pasa entre los sistemas en que los ciudadanos conservan lo esencial de la decisión económica y los sistemas en que la pierden. El intervencionismo económico reduce siempre las libertades políticas, aunque sean las simples «franquicias» del Antiguo Régimen.

Notas

[39] El Guardian (6 de febrero de 1986) llama con desprecio Internacional de la Resistencia «a strongly anticommunist organization». Como sus fundadores son Boukoski, Valladares y otros fugitivos del gulag, parece difícil, indeed, O dear, pedirles que sean procomunistas.

[40] 30 de septiembre de 1987.

[41] El otro sendero, Editorial El Barranco, 1986. El GRECE (Grupo de Civilización y de Estudio para la Civilización Europea, fundado en 1969), es un movimiento cultural que depende de la nueva derecha.

[42] Es el nombre de la corresponsal de Le Monde ya citada.

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