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El fracaso de la cultura (II)

La irresponsabilidad intelectual, lejos de confinarse en la abstracción filosófica, se extiende muy concretamente por el terreno jurídico. Es un aspecto interesante de la evolución contemporánea del derecho. En 1979, la DST[170] detiene a un físico de Alemania del Este, contratado desde 1963 por el Centro Nacional de Investigaciones Científicas, por lo cual es debidamente remunerado, lo que es lógico. Se descubre que Dobbertin, especialista en cuestiones termonucleares, trabaja desde hace mucho tiempo para los servicios de la República Democrática Alemana, según el contraespionaje de la República Federal de Alemania, que transmite el dossier y todos los informes a la DST.

Inmediatamente, la comunidad científica francesa, sin juzgar el fondo de los hechos, se pone en movimiento para exigir la liberación de Dobbertin y denunciar «una campaña de espionitis». Dos premios Nobel, varios miembros del Instituto, el director del Instituto Pasteur invocan deliciosamente el «principio de la universalidad de la ciencia». ¡Qué soberbio eufemismo! En cuanto al propio Dobbertin, llegó aún más lejos en el humor negro. Invocó el artículo de los acuerdos de Helsinki sobre la libre circulación de las ideas... ¡y cuan exacto es que los países comunistas han aplicado este artículo en lo que concierne al espionaje! Dobbertin alega la «cooperación científica y técnica» y el «carácter supranacional de la investigación» que la sustraía por su esencia, en su opinión, a toda justicia nacional. Su abogado clamó que su cliente era víctima de «un grave atentado a los derechos del hombre». En noviembre de 1981, 500 sabios franceses dirigieron una memoria al presidente de la República y al ministro de Justicia, en la que sostenían que la reclusión en la cárcel del presunto espía alemán oriental constituía una amenaza para sus libertades y para la ciencia. ¡Una vez más, ganaba el fascismo! En mayo de 1983, Dobbertin obtenía su libertad provisional, porque sus amigos investigadores habían hecho una colecta para pagar la fianza exigida por el Tribunal de París. En 1988, su proceso continúa sin celebrarse. Y Dobbertin ha reemprendido sus actividades «científicas».

En 1986, un psicoanalista mundano, cuya frivolidad, por otra parte, era notoria desde hacía mucho tiempo, es condenado por la justicia italiana. Extorsionaba a sus pacientes, por lo general mujeres ricas subyugadas, sumas de dinero que multiplicaban varios miles de veces los honorarios más abusivos a que podía metodológicamente aspirar este discípulo del doctor Lacan. El dinero servía para financiar una maravillosa y ostentosa Fundación Verdiglione, pródiga en coloquios fastuosos a los que acudía, en particular, la flor y nata de la intelligentsia francesa. Ésta no fue ingrata. Organizó una gigantesca campaña para describir a Verdiglione como una víctima del oscurantismo y un mártir de la ciencia. Llegó hasta a presentar el caso Verdiglione como «un nuevo caso Dreyfus», comparación injuriosa para la memoria del capitán Dreyfus, y que desvaloriza toda futura referencia al famoso caso Dreyfus. El Nouvel Observateur (1 de agosto de 1986) preguntaba: «¿Puede un tribunal decidir sobre el carácter delictivo de la influencia del psicoanalista sobre su paciente, del profesor sobre su alumno, de la enfermera sobre el anciano enfermo que ella cuida?» Incluso si se trata de una «transferencia» psicoanalítica, voy a responder: por supuesto que sí, cuando los profesionales en cuestión se sirven de esa influencia para extorsionar a su cliente. Y los textos de Freud condenando los usos eventuales de las transferencias con fines egoístas y personales para el analista son de una claridad total. Es superar la medida tolerable en la hipocresía afirmar sin vergüenza que no existe ningún criterio deontológico que permita establecer la distinción elemental entre la influencia desinteresada, de una función puramente pedagógica o terapéutica, y la influencia del estafador sobre su víctima. Los intelectuales que orquestaron esa campaña revelaron el fondo de su pensamiento: lo que ellos desean en realidad es no estar sometidos al derecho común. «Las leyes del código y las leyes del análisis no están hechas para ponerse de acuerdo», escriben dos psicoanalistas,[171] que añaden: «Incumbe a las sociedades de psicoanálisis, las únicas competentes, tratar de poner remedio a ciertos abusos.»

No sé si los autores de estas líneas se dan cuenta de la enormidad de lo que exigen: es, simplemente, volver al sistema judicial del Viejo Régimen. Antes de 1789, en efecto, había un derecho y unos tribunales para la nobleza, otros para el clero y otros, finalmente, para los plebeyos. Y aún, en ninguno de esos sistemas, crímenes y delitos quedaban enteramente impunes, mientras que hoy es la impunidad pura y simple lo que reivindican para sí mismos y para sus iguales los citados intelectuales, los mismos que, en su mayor parte, reclamaron a voz en grito la supresión de los tribunales de excepción y de las audiencias de seguridad, hasta el punto de firmar a menudo peticiones en favor de asesinos terroristas, y recientemente con ocasión del proceso contra Acción Directa, en París, en 1987.

El terrorismo, por otra parte, se convierte, a sus ojos, en altamente bienhechor cuando es un intelectual quien toma la iniciativa del mismo, elabora su teoría e incita a los demás. Esto pudo comprobarse cuando, movida por los mismos sentimientos que la habían impulsado en el caso de Dobbertin, la comunidad científica francesa protestó contra la detención, en 1987, de un biólogo italiano, el doctor Gianfranco Pancino, presunto antiguo dirigente del movimiento terrorista Autonomía Obrera, movimiento responsable, durante los años setenta, de casi tantos asesinatos como las Brigadas Rojas. Perseguido, bajo diversos cargos, con 42 órdenes de detención emitidas por las autoridades judiciales italianas, de 1980 a 1983, Pancino, que había huido a Francia en 1982, fue objeto, en 1987, de una petición de extradición. 317 hombres de ciencia y médicos (Le Monde, 13 de enero de 1988), firmaron una petición para que fuera «devuelto a su familia y a sus actividades científicas». «Había empezado una nueva-vida en Francia -explica uno de sus colegas, el doctor Fabien Calvio-. Este encarcelamiento injustificado rompe, al mismo tiempo, su vida personal y su vida de investigador. Nosotros no nos pronunciamos sobre el fondo del asunto, pero deseamos que pueda volver a trabajar aquí y recuperar el tiempo perdido. Es preciso que sea liberado.» Observemos que, tal como ocurrió en el caso de Dobbertin, los defensores de Pancino declaran que no se pronuncian sobre el fondo del asunto. Esto equivale a plantear el principio de que incluso si es culpable, hipótesis que prudentemente no descartan, Pancino no debe comparecer ante la justicia de su país. Cuando se trata de un intelectual, por consiguiente, la cuestión de la culpabilidad o de la inocencia no debe ser planteada, no debe ser tenida en cuenta. Sea lo que fuera lo que haya hecho, el intelectual no puede ser obligado a comparecer ante un tribunal, ni siquiera para ser absuelto. Incluso cuando es condenado, con todas las pruebas necesarias, ello no demuestra, por otra parte, su culpabilidad, puesto que pertenece a una esfera superior a la de los otros seres humanos (si es de izquierdas, por supuesto), ya que su reino no es de este mundo. Así, en los Estados Unidos, Alger Hiss, colaborador importante de Franklin Roosevelt, fue condenado, a finales de los años cuarenta, por espionaje en favor de la Unión Soviética (fue, en particular, el «topo» de Stalin en el seno de la delegación norteamericana durante las negociaciones de Yalta, y pudieron apreciarse las consecuencias). Sin embargo, Alger Hiss, a los ojos de los intelectuales norteamericanos «liberales», pasó y pasa aún, por un mártir político y una «víctima del maccarthysmo». Hasta el punto de que un joven universitario, Allen Weinstein, que se consagró, treinta años más tarde, a una tesis sobre ese caso, y estaba convencido, en el punto de partida, de la inocencia de Hiss, fue obligado -ante el furor de este último- por su propia investigación histórica a cambiar completamente de opinión.[172]

Yo no sé si los intelectuales se dan cuenta del daño que se hacen a sí mismos al formular tales pretensiones. ¿Qué crédito moral les queda para luchar en favor de los derechos del hombre y gritar contra el fascismo en todas las esquinas, cuando reclaman tranquilamente, por otra parte, en favor de los suyos el derecho al espionaje eventual para un extranjero en Francia, y a costa de los contribuyentes franceses, el derecho a la traición para un americano en América, el derecho al abuso de confianza para un analista y el derecho al asesinato, o a la incitación al asesinato, para un biólogo? Derechos que, afortunadamente, no tienen ni siquiera los elegidos del pueblo, a los que se retira, en ese caso, la inmunidad parlamentaria.

Yo también deploro desde el fondo de mi corazón que un investigador de valía se encuentre en la cárcel.[173] Pero aún deploro más, en este caso, la razón por la cual está en ella. Porque, en todo caso, no está encarcelado por investigador, contrariamente a lo que una propaganda sin escrúpulos quisiera hacer creer, ni por ninguna obtusa burocracia policial, que pretende el aniquilamiento de la cultura. Es sospechoso de haber participado en una violenta trama contra la democracia y, por su condición de hombre de pensamiento y de reflexión, no ha adoptado esa opción por ignorancia o candidez. Es, por el contrario -o por lo menos de ello se le acusa y de ello deberá justificarse claramente-, uno de los que han influido en los ignorantes y en los candidos. A menos de modificar el Código Penal autorizando a los intelectuales en general y a los médicos en particular a practicar o a recomendar el asesinato, parece inicuo reservar únicamente a los trabajadores manuales las penas previstas para los atentados terroristas.

Para volver a la seria cuestión que plantea el caso de Pancino, igual que el caso del filósofo Toni Negri, que se benefició también en Francia de una benévola complicidad, ¿por qué tantos intelectuales italianos a partir de 1970 aprobaron, recomendaron o practicaron el terrorismo? La respuesta convencional a esta pregunta es que se rebelaban contra las injusticias de la sociedad italiana y la corrupción del sistema político. Pero, ¿cómo aceptar esa teoría cuando el terrorismo se desencadenó en el momento en que Italia conocía un grado de libertad que no había gozado nunca en su historia, y en el momento de mayor éxito del sistema capitalista, de elevación del nivel de vida, de solidaridad social y de reducción de las desigualdades? Esa evolución había convertido, en veinticinco años, un país con una dictadura de economía subdesarrollada en una democracia de economía moderna y dinámica. La hipótesis de Tocqueville, según la cual cuando se producen las mejorías es cuando los inconvenientes residuales se soportan peor, puede explicar una violencia no realista por parte de las masas poco informadas, pero no por parte de intelectuales que disponen de todos los elementos de apreciación necesarios para un análisis correcto. No obstante, son justamente los intelectuales, profesores o estudiantes, quienes han proporcionado la ideología y la mayoría de ejecutantes del terrorismo activo. Se debe, pues, buscar la fuente de su conversión al terrorismo en otro motivo, y no en una interpretación racional de los males y de las injusticias de la sociedad italiana, bien reales, ciertamente, pero que habían dejado de ser incurables y no procedía, o en todo caso infinitamente menos que en ningún otro período, de la violenta desesperación y de la rabia destructiva de los «parias de la tierra».

Rusia por la voz de su intelligentsia (el vocablo y el fenómeno son una creación de la cultura rusa del siglo XIX), los populistas de los años 1860-1880 fabricaron de la misma manera una especie de tercermundismo interior. Rusia debía saltar por encima de la fase capitalista y democrática para desembocar sin tardanza en un gobierno directo del campesinado socialista. Estas ideas sirvieron también de coartada al terrorismo, que no escogió siempre bien (¿o escogió demasiado bien?) sus víctimas: su víctima más espectacular fue el zar Alejandro II, asesinado en 1881, cuando se le debía la abolición del vasallaje.

Poco a poco fue vencida la corriente del pensamiento ruso que consideraba la libertad y la felicidad individuales, actuales y concretos, como los únicos criterios de progreso. Herzen, por otra parte, desmintiendo a Tolstói, había predicho esa orientación de la historia. «El socialismo irá desarrollándose en todas sus fases, hasta que alcance sus extremos y sus absurdos. Entonces se escapará de nuevo, del seno titánico de la minoría revolucionaria, un grito de rechazo, y la lucha a muerte continuará, el socialismo ocupará el lugar del conservadurismo actual y será vencido a su vez por la revolución que vendrá, que todavía no conocemos...»

Los intelectuales italianos no se basan en un conocimiento de la sociedad italiana. Se basan en su propio apetito interno de mesianismo revolucionario y se forjan una visión de la sociedad que sirve de justificación imaginaria de ese apetito. Desgraciadamente, en el caso particular, no se limitan a delirar en su rincón; ellos matan. En su estudio sobre «Los intelectuales y el terrorismo»,[174] Sergio Romano emplea la fórmula de «revolución revelada», para designar la representación psíquica de los intelectuales terroristas. Es una mezcla de cristianismo y de comunismo. Por una parte, esperan un acontecimiento futuro que metamorfoseará de un solo golpe, y de arriba abajo, nuestro mundo y nuestra persona; por otra parte, gracias al marxismo, pueden presentar sus deseos como verdades científicas. Por ejemplo, Toni Negri ha visto en la avería de electricidad que sumió a Nueva York en la oscuridad en 1977 -el «gran black out»- el hundimiento del «Estado-fábrica» como llama él a la sociedad industrial. Sergio Romano subraya con razón el carácter místico y ridículamente primitivo de esa interpretación, que transforma un incidente técnico en crisis estructural, o ve incluso en él una ruptura histórica comparable a la toma de la Bastilla o a la del Palacio de Invierno. La filosofía de los intelectuales de la revolución terrorista conjuga la necedad del mago iluminado, la grosería del doctor marxista y la ametralladora del asesino de la mafia.

Para colmo, numerosos intelectuales son, al mismo tiempo, favorables al terrorismo y favorables al pacifismo. En otras palabras, al predicar el desarme unilateral de Occidente, se prohíben utilizar, para defender el territorio nacional en tiempo de guerra, una violencia que les parece necesaria para ser aplicada a sus propios conciudadanos en tiempo de paz.

Nos encontramos, pues, en presencia, en primer lugar, de una alienación ideológica del tipo clásico: los intelectuales reescriben los hechos en función de sus ideas, y no a la inversa; luego, de una traición a la misión original del intelectual: comprender la realidad; finalmente, de una parodia de la acción, siguiendo a la parodia de la comprensión. Pues el asesinato terrorista, en una democracia, no posee ningún poder de transformación de las realidades. Es un acto simbólico cuya única huella práctica es la sangre sobre la acera, como si los terroristas tuvieran necesidad de tranquilizarse y decirse a sí mismos que matando a un transeúnte en una esquina, o abandonando en el portamaletas de un coche un cadáver del que oirán hablar por la noche en la televisión, demuestran que su visión del mundo no es enteramente un sueño. Pero, en una democracia, ese cadáver no es más que el absurdo estigma de su impotencia y de su delirio; no tiene influencia sobre el curso de la historia y no puede tenerla.

Un aspecto menos sanguinario de la conducta de los intelectuales terroristas es lo que voy a llamar la usurpación pedagógica. He evocado ya casos de felonía en la explotación del prestigio, la intimidación de las masas mediante la reputación, los títulos, los laureles. Esta amalgama es común a los terroristas y a muchos intelectuales que, afortunadamente, no emplean el terror, por lo menos no emplean el terror físico. En el caso comentado, en Italia nos encontrábamos con profesores de universidad que transformaban sus cursos en «colectivos» revolucionarios, los cuales, según Sabino S. Acquaviva, son «fábricas de palabras», «esas palabras que se reelaboran incesantemente, depuran progresivamente el mundo social de los individuos a quienes concierne», como dice Augustin Cochin en L'esprit du jacobinisme. Luego, «al expulsar a los disidentes, operan una distinción entre una verdad propia a la sociedad exterior, que reposa sobre los hechos, y una verdad propia al grupo social que debe regir la lucha revolucionaria».[175]

El factor decisivo, en la difusión de las ideas, procede en este caso de la superposición al mensaje intelectual del carisma debido a la posición prestigiosa del maestro que habla. Este tipo de superposición se encuentra casi en todas partes bajo otras formas, con otros materiales, en lo que comprobamos una comunicación que utiliza vehículos más afectivos que intelectuales.

No sé si hay que considerar al clero como compuesto de intelectuales. Tiene, ciertamente, muchos. Pero a su valía intelectual propiamente dicha se le añade el ascendiente espiritual debido a su inserción en una religión. Su prestigio, su autoridad, hacen prevalecer, pues, un doble grado de superioridad: la del intelectual terrestre sobre los otros hombres; la del intelectual supraterrestre sobre los intelectuales terrestres. Pero, ¿el sacerdote intelectual, sea obispo, cardenal o Papa, es, incluso para los creyentes, verdaderamente supraterrestre? Cuando se pronuncia sobre problemas económicos, políticos, sociales, estratégicos, ¿dispone, acaso, de luces de origen divino? Incluso el más ferviente de los cristianos sabe, o debiera saber, que esto es falso. Ni los textos sagrados, ni los Padres de la Iglesia, ni los concilios enseñan que el sacerdocio insufle la omnisciencia en todos los hombres que han sido ordenados sacerdotes. La infalibilidad pontificia incluso (y como su nombre indica, concierne únicamente al Papa) no se refiere más que a las cuestiones del dogma, que afectan a los mismos fundamentos de la fe. Cuando los «teólogos de la liberación», o los obispos americanos en una carta pastoral, o el mismo Papa en una encíclica se pronuncian sobre cuestiones económicas o estratégicas, el valor de sus opiniones depende exactamente de los mismos factores que dan valor a las opiniones de cualquier otra persona. Depende de su conocimiento de los asuntos, de su competencia, de la seguridad de su juicio, de su capacidad de razonar y de su honradez intelectual. Sus textos y declaraciones deben ser apreciados usando los mismos criterios que se aplican a los escritos y a las palabras de los demás hombres. Por consiguiente, invocar la autoridad de la religión cristiana para fijar, en cierto modo, un sello divino sobre unas consideraciones que valen ni más ni menos que lo que vale la información, la inteligencia y la honradez de sus autores constituye una lamentable impostura. Los teólogos de la liberación no proponen, de hecho, más que la vulgata marxista más primaria. Para ellos, basta con suprimir el capitalismo para que cese el subdesarrollo. Si se les objeta que todos los países del Tercer Mundo en los cuales se ha suprimido el capitalismo han caído aún más abajo, en un abismo de pobreza más profundo que todos los demás, y que todos los países del Tercer Mundo que han empezado a desarrollarse son capitalistas, no responden nada; no quieren saberlo. Puedo dar fe: he hablado con muchos de ellos. Como dice Swift: «You cannot reason a person out of something he has not been reasoned into» («No podéis conseguir que alguien abandone por el razonamiento una convicción a la cual no ha sido conducido por el razonamiento»). En su calidad de individuos y de ciudadanos, los teólogos de la liberación pueden adherirse a las opiniones económicas de su elección, aunque se basen en una ignorancia abisal de los hechos más elementales y en una terca negativa a informarse sobre la realidad. Así no hacen, por desgracia, más que seguir la conducta que nos es más habitual a nosotros, ¡pobres humanos! Pero la indigencia intelectual se transforma en estafa moral cuando pretenden que sus opiniones políticas se deducen de la teología cristiana. Me gustaría ver de qué manera. Ninguno de ellos me ha demostrado jamás que exista una solución de continuidad entre los principios del cristianismo y los lamentables clichés marxistas que les sirven de segundo evangelio. La Iglesia, dicen ellos, debe ponerse al lado de los pobres. Muy bien. No es muy original, y no conozco a nadie que hoy, cristiano o no, abogue por la agravación de la pobreza. La aportación de la teología de la liberación, si existe una, debiera consistir en indicarnos un remedio original. Pero el suyo no es más que un remedio de prestado, copiado de las más trasnochadas antiguallas de curanderos ideológicos en total bancarrota en todos los países en que han hecho estragos. No les discuto, repito, el derecho a abrazar esa ideología, si les conviene; lo que les reprocho es que engañen a millones de pobres gentes y de creyentes sinceros cubriendo con el pabellón cristiano esa mercancía averiada.

¿Por qué? Sin duda porque la audiencia del catolicismo, en tanto que religión, se halla en regresión. Los teólogos de la liberación prefieren la ortodoxia marxista a ninguna ortodoxia en absoluto. El objeto principal de su odio es la sociedad liberal, incontrolable con sus miles de millones de variantes individuales. Saben que nunca podrán volver a controlar a esta sociedad, unificarla. Al contrario, la sociedad colectivista, ya unificada por el marxismo, puede, creen, volver a ellos un día, cambiando simplemente de molde. Su lucha no es, pues, una lucha contra la pobreza. No protestan contra la pobreza en Etiopía, en Cuba, en Mozambique, en Nicaragua, pues ésas son pobrezas buenas. Caerá sobre ellos tanta vergüenza y ridículo por haber escogido a los sandinistas como modelo político preferido, durante los años ochenta, como ha caído sobre los intelectuales que adularon a Castro con tan inmunda obsequiosidad durante los años sesenta.

El teólogo Joseph Comblin, autor de Teología de la revolución (1970) y de Teología de la práctica revolucionaria (1974), escribe en este último libro: «Si la liberación se concibe como un proceso de emancipación respecto a la dominación imperial de las naciones desarrolladas, sólo puede hacerlo en el marco de una revolución mundial. Es necesario que el cambio sea universal. En este sentido, la liberación latinoamericana es uno de los aspectos de la revolución mundial de la sociedad contemporánea, que es una sociedad unitaria que abarca todas las naciones.» Sería difícil plagiar más servilmente la letra y el espíritu de los textos leninistas. Se observará también que Comblin se dedica a consideraciones geopolíticas, económicas e histórico-futurológicas que exigirían ser demostradas sobre su propio terreno, y no con dispensa de toda prueba técnica por la magia tutelar, tan milagrosa como abusiva, de la «teología».

Los teólogos de la liberación arguyen a menudo que la confrontación entre el Este y el Oeste los deja indiferentes, que ellos se ocupan de los problemas del país, que no quieren, en absoluto, promocionar el comunismo, ni hacer el elogio, ni siquiera indirectamente, de los estados comunistas. Nada más falso. Mientras que no se podrá arrancarles jamás una palabra para reconocer el menor éxito social en las sociedades liberales, sus lenguas se ponen milagrosamente en movimiento cuando se trata de tomar por su cuenta las mentiras de Estado que tienen curso en los países comunistas. En agosto de 1987, el padre Leonardo Boff, una de las estrellas de la teología de la liberación, va a la Unión Soviética, y cuando regresa a su Brasil natal, tras dos semanas de viaje, da una conferencia en la que, entre otras cosas, declara: «El socialismo garantiza, para una verdadera existencia cristiana, mejores condiciones que el orden social de Occidente», añadiendo que «prejuicios y calumnias» se dicen en Occidente sobre las condiciones de vida de los cristianos en la Unión Soviética. Añade que si «el socialismo concede a los auténticos cristianos mejores condiciones» es porque la sociedad soviética, según Boff, «no está fundada sobre la explotación, el individualismo y el consumismo, sino sobre el trabajo y el justo reparto de los beneficios...»[176]

Es un lugar común bastante extendido que la Iglesia católica se ha dado bruscamente cuenta, al cabo de mil novecientos sesenta y pico años, que siempre ha estado del lado de los fuertes y que ya era hora de que fuera acorde con su misión evangélica y pasara al campo de los débiles. Se ha pasado, pues, al campo del anticapitalismo. Pero sería un error creer que lo ha hecho por un súbito amor a la debilidad. Si ha abrazado la interpretación socialista del mundo, es porque imagina -espero que equivocadamente- que el campo comunista es el de los futuros vencedores, en particular en el Tercer Mundo. Permanece, pues, fiel a su tradición: estar del lado de los fuertes.

No la critico por ello. Llamo solamente la atención sobre el hecho de que, en este juego de manos, la confusión entre el conocimiento y la fe constituye uno de los más bellos ejemplos del triunfo de la ignorancia que caracteriza a nuestra época.

Más aún que de confusión entre el conocimiento y la fe, se trata, sobre todo, de la fe puesta al servicio de la ignorancia y sirviéndola de avalador. Por ejemplo, los obispos americanos hacen público en 1984 un «proyecto de carta pastoral» sobre la economía americana y las relaciones entre el Tercer Mundo y el mundo desarrollado. Afirman, por ejemplo, que la pobreza no ha cesado de agravarse en los Estados Unidos en los últimos veinte años, lo que es exactamente lo contrario de lo que dicen todas las estadísticas más fácilmente accesibles. Afirman, a continuación, que el Tercer Mundo no ha cesado de empobrecerse, al mismo tiempo que el mundo industrializado se enriquecía. Esta proposición es, en primer lugar, falsa, y en segundo lugar, está en contradicción con la primera. En efecto, si el mundo libre no ha cesado de enriquecerse, entonces la pobreza no ha podido acrecentarse al mismo tiempo en los Estados Unidos. La incoherencia tiene sus límites. Las soluciones prácticas que proponen a continuación los obispos son tomadas del viejo arsenal de la socialdemocracia y del Estado-providencia. Brillan por su «amateurismo». «La conciencia social -ironiza Robert Samuelson en un artículo de Newsweek (3 de diciembre de 1984), consagrado a los rasgos de genio episcopales mencionados- no basta para producir la justicia económica. Europa ha seguido los principios que admiran los obispos y eso, por lo menos en parte, ha provocado su paro masivo.»[177]

Si los obispos quieren tratar de economía, deben adquirir una competencia en economía, procurarse una información seria sobre economía y observar los criterios que sirven para la administración de pruebas en economía, en vez de enarbolar su dignidad de obispos a guisa de demostración científica.

Lo mismo diré del Santo Padre en persona, muy particularmente a propósito de su encíclica de febrero de 1988, Sollicitudo rei socialis. Por supuesto, todo el mundo sabe que la encíclica no ha sido redactada por el mismo Papa. Es obra de la comisión pontificia Justicia y Paz, presidida por el cardenal Etchegaray, antiguo obispo de Marsella y autor de un libro titulado Dieu à Marseille, editado en 1976, y que contribuyó ciertamente a hacer conocer mejor, si no a Dios, por lo menos a Marsella. El autor profundiza luego sus reflexiones para darnos, en 1984, J'avance comme un âne (Avanzo como un asno), título que casi podríamos arriesgarnos a clasificar entre las verdades reveladas, ya que el cardenal Etchegaray es, de notoriedad vaticana, el principal inspirador de Sollicitudo rei socialis. ¿Qué puede decirse de ese indigente galimatías, consagrado a los problemas económicos y sociales, así como a las relaciones entre el Tercer Mundo y los países desarrollados, sino que habría podido ser compuesto hacia 1948, que lleva cuarenta años de retraso, que ignora, a la vez, toda la investigación científica y toda la experiencia acumuladas entre 1948 y 1988, y que envuelve su condenación arcaica e ignara del capitalismo, no dando la razón, como se hacía entonces, ni al capitalismo ni al socialismo? Los dos sistemas son considerados incapaces de transformarse e igualmente perversos. Ambos son «imperialistas». Ninguna jerarquía de valores existe entre los dos. En ninguna parte se menciona que el sistema liberal ya no es en 1988 lo que era en 1948; que ha tenido, globalmente, éxito, mientras que el sistema totalitario ha fracasado, no menos globalmente. En cuanto al subdesarrollo, la encíclica no consigue elevarse por encima del viejo cliché, múltiples veces refutado, de «nosotros somos ricos porque ellos son pobres». Los dos «bloques ideológicos» son equivalentes (conocemos ese paralelismo aberrante, ¡como si el mundo liberal fuera un «bloque», el desgraciado!) y ambos conducen a unas «estructuras de pecados» - ¡cuan sabia fórmula!- igualmente dañinas. Como ha escrito A. M. Rosenthal en el New York Times, Gorbachov ha debido de sonreír complacido al enterarse con deleite de ese paralelismo riguroso establecido por el Papa, o, por lo menos, por su pensador subrogado.[178] Lo que nos hace sonreír menos es que, una vez más, el saber accesible haya sido omitido, que la comisión Justicia y Paz no haya creído deber proporcionar el elemental trabajo de investigación y documentación necesario para un estudio serio, que no haya hecho el esfuerzo de ponerse al corriente del estado presente de las cuestiones y que haya mancillado el prestigio pontificio para promocionar una mamarrachada de brujería tercermundista y antidemocrática.

No me quejo en absoluto de que Roger Etchegaray, como individuo, profese que el capitalismo democrático sea peor o, con la indulgencia de la comisión, tal vez igual que el colectivismo totalitario. Cada uno tiene derecho a tomar partido por lo que le plazca. Tampoco me quejo de que ignore la economía. Nadie está obligado a aprenderla, a condición de no pretender, luego, opinar sobre ella. Lo que es inadmisible, es que utilice un ascendiente espiritual, en ese caso el de la religión católica y del Vaticano, para derramar enormes errores sobre millones de espíritus desarmados. Recurriendo a ese abuso de prestigio, del mismo modo que se habla de abuso de confianza, los miembros del clero se comportan como intelectuales, pues ésa es una maniobra favorita de los intelectuales. Éstos, demasiado a menudo, parecen decir a la multitud: no adoptéis una idea porque la hayáis comprendido y la encontráis justa; aprobadla porque yo soy inteligente, porque la he adoptado yo y vosotros debéis seguirme, porque yo soy célebre. La celebridad no debería ser un salvoconducto para la trivialidad o el error. Así, otro cardenal, el cardenal Decourtray, arzobispo de Lyon, presidente de la Conferencia Episcopal francesa y Primado de Francia, concede una entrevista al Journal du Dimanche (27 de diciembre de 1987) en la que nos gratifica, a propósito de la campaña electoral francesa, con una avalancha de simplezas que nadie habría tenido jamás el masoquismo de leer si su autor no hubiera sido arzobispo. «Esto va mal -dijo-, se habla demasiado de escándalos», y otros profundos pensamientos, como los que se toleran pacientemente a un compañero de viaje parlanchín, cuando el trayecto es un poco largo y el tren lleva retraso, pero que me parecen poder prosperar por sí mismos sin necesidad de recibir el sello transfigurador de la púrpura cardenalicia. En vista de que no está escrito en ninguna parte en los textos sagrados que Dios dispense una revelación a los obispos para opinar de política corriente, las opiniones de Decourtray, Albert, son las opiniones de Decourtray, Albert, y nada más. Atribuirles una autoridad artificial por el hecho de la posición del hombre de Iglesia que las expresa equivale a degradar al público, y no a elevarlo apelando a su libre albedrío.

Este procedimiento de la sugestión publicitaria es frecuente. Así, setenta y cinco premios Nobel se han reunido en París, por invitación del presidente de la República Francesa, del 8 al 21 de enero de 1988, para reflexionar sobre las «amenazas y promesas en el amanecer del siglo XXI». Han hecho públicos los frutos de sus trabajos bajo forma de dieciséis conclusiones, solemnemente divulgadas el 22 de enero. El comentario más indulgente que se puede hacer de esta conferencia es que si se hubiera reunido a setenta y cinco porteras, o a setenta y cinco peluqueros, o a setenta y cinco camareros de café, el resultado probablemente habría sido más original.

Tengo en la más alta estima las tres profesiones que acabo de enumerar, y ése es el motivo por el cual digo que el resultado habría sido, con ellas, más original, porque ningún miembro de esos simpáticos oficios habría aceptado firmar el tejido de banalidades y de errores que nos han infligido los Nobel. Este contratiempo cultural nos recuerda una verdad de la que la historia nos ofrece numerosos ejemplos, a saber, que la fuerza intelectual, el mismo genio, no son automáticamente transferibles fuera de su esfera de competencia.

Ya comprendo que la conferencia de París constituía ante todo una operación de propaganda para François Mitterrand. Y, como contribuyente francés, me siento feliz de haber podido contribuir con mi modesta parte a los gastos de viaje y estancia de esos eminentes personajes, que tanto necesitan distraerse. Preciso también que, entre los invitados de Mitterrand, o más bien de los contribuyentes franceses, anfitriones a su pesar, figuraban muchos premios Nobel de Literatura y de la Paz. Son gentes de talentos y méritos ciertamente admirables, pero cuyas vaticinaciones futurológicas son raramente consideradas por el público como verdades matemáticas, lo que limita el daño. Pero, en fin, había también, en el palacio del Elíseo, un nutrido contingente de científicos galardonados con el Nobel.

Ahora bien, ¿qué leemos en las «Dieciséis conclusiones» de esa augusta asamblea? En primer lugar que «todas las formas de vida deben ser consideradas como un patrimonio esencial de la humanidad» y que debemos, pues, proteger el medio ambiente. ¡Magnífico! Más adelante que «la especie humana es una, cada individuo que la compone tiene los mismos derechos». Ya se había leído esto en algún sitio, hace algunos siglos. Y aún más: «La riqueza de la humanidad está también en su diversidad.» La audacia y la novedad de estos aforismos son positivamente sobrecogedoras. Pero todo esto no es nada comparado con lo que sigue. Hay para echarse a temblar de gratitud, al medir la fuerza cerebral, la creatividad que fueron necesarias para descubrir que «los problemas más importantes a los que se enfrenta hoy la humanidad son, a la vez, universales e interdependientes». Con tales consignas en el bolsillo podemos esperar con confianza «el amanecer del siglo XXI».

Además, en la continuación del documento, los Nobel llevan la intrepidez y la ingeniosidad hasta osar afirmar que «la educación debe convertirse en una prioridad absoluta» y «en particular, en los países en vías de desarrollo»; y también que «la alimentación y la prevención son instrumentos esenciales de una política demográfica». Sepamos también, ¡oh, estupor!, que «la biología molecular permite esperar progresos en la medicina». Nuestros pioneros de la ciencia están llenos de nociones inéditas, por ejemplo, que «la televisión y los medios de comunicación constituyen un medio esencial para la educación». Pero, sagaces y circunspectos, añaden que «la educación debe ayudar a desarrollar el espíritu crítico ante lo que difunden los medios de comunicación». ¡Y pensar que a nadie se le había ocurrido! Nuestros grandes hombres proponen a continuación a las multitudes fascinadas soluciones tan inesperadas como disminuir los gastos de armamentos, para utilizar con otros fines el dinero que absorben o reunir una conferencia internacional para examinar el problema de la deuda del Tercer Mundo. Pero como no nos descubren sus sugerencias prácticas sobre los medios para resolver ese problema, al cual, por otra parte, ya han sido consagradas numerosas conferencias, nos tememos que ese piadoso deseo se quede en el estado de proyecto. Del mismo modo, el desarme es un cliché que dura desde 1919 en todas las salas de redacción y en todas las cancillerías; pero mientras no se nos diga cómo suprimir los obstáculos, políticos, estratégicos, nacionalistas, económicos e ideológicos, que se le oponen, no se habrá dicho nada nuevo ni útil.

Actualmente, ningún coloquio digno de ese nombre puede tener lugar-sin emitir su opinión sobre el SIDA (AIDS). No podía faltar. Y lo que se dijo a ese respecto ilustra, por desgracia, demasiado bien la deplorable desviación por la cual un auténtico científico puede, en nombre de la ciencia y amparándose en ella, emitir opiniones no científicas, dictadas por sus prejuicios ideológicos o de otra índole. Demostrando que la ideología es mucho más fuerte que la ciencia, incluso en un sabio, el biólogo británico John Vane, premio Nobel de Medicina de 1982, lanzó una diatriba contra los laboratorios farmacéuticos, culpables, según él, de no encontrar la vacuna contra el SIDA a causa de su «búsqueda del beneficio». Ahora bien, existen, en el momento en que se expresa, dificultades biológicas fundamentales, inherentes a la misma naturaleza del virus HIV, que frenan el descubrimiento de una vacuna preventiva contra el SIDA. La principal dificultad no es, ciertamente económica. ¿El beneficio? Si el profesor Vane se tomara la molestia de estudiar un poco la historia, es decir, sí pudiera conservar una actitud científica cuando sale de su especialidad, comprobaría sin dificultad que todos los descubrimientos farmacéuticos que han renovado la medicina en nuestro siglo han sido realizados en cinco o seis países que son, todos ellos, países capitalistas. Han sido llevados a cabo por laboratorios privados, que consagran, en conjunto, a la investigación fundamental mucho más dinero que los Estados, o por organismos independientes, como el Instituto Pasteur, que viven, en gran parte, gracias a los beneficios de la venta de sus vacunas. En cambio, ni una sola especialidad farmacéutica ha sido descubierta desde hace setenta años en la Unión Soviética, sociedad sin beneficios. Todos los medicamentos soviéticos son copias de medicamentos occidentales, y todo el mundo sabe que los médicos encargados de cuidar a los dirigentes comunistas hacen llegar de Occidente sus medicamentos y su material médico. Los Nobel reunidos en París sólo se han desviado de las trivialidades para caer en la falsificación.

No es posible extraer de sus cogitaciones la menor aplicación concreta. Por otra parte, dejando aparte vagas generalidades, no sugieren ninguna. Pero soy injusto. Formulan una, muy concreta, la única, y de un valor inestimable para ellos. Es su decimosexta y última conclusión: «La Conferencia de los laureados con el Nobel se reunirá de nuevo dentro de dos años para estudiar estos problemas.»

Igualmente, hay motivos para preguntarse para qué pudo servir la ciencia sociológica, cuando se vio el estupor de Francia, el 24 de abril de 1988 por la noche, primera vuelta de las elecciones presidenciales, al descubrir que casi el 15 % de los ciudadanos habían votado por Jean-Marie Le Pen, candidato del Frente Nacional, de extrema derecha. Ese resultado se debe a que desde el principio de la crisis económica, que hizo frágil la situación de los inmigrados en razón del aumento del paro, se han aplicado al ascenso del lepenismo falsas claves de interpretación. El error de la clase política en su conjunto ha sido no ver la especificidad del fenómeno Le Pen, error tanto más imperdonable cuanto que es, en parte, voluntario. La izquierda no ha pensado más que en ver en la subida del FN un arma para acusar a la derecha clásica, sin darse cuenta de que el arma era de doble filo. Comparar al Frente Nacional con los fascismos de los años treinta es, por lo menos, una necedad histórica; ya lo he dicho antes. El electorado del Frente Nacional no tiene ninguna motivación ideológica general. Se ha formado en un ambiente urbano pobre, a consecuencia de las fricciones clásicas con fuertes concentraciones de inmigrados. No albergaba, en su punto de partida, ningún racismo de principio. La prueba de que el Frente Nacional no tiene consistencia es su caída a menos del 10 % en las elecciones del 5 de junio de 1988: un partido que pierde dos millones de votos en seis semanas no es partido serio. Su electorado de acordeón no cesa de cambiar de campo en cada consulta. Un millón y medio de votos del FN ¡habían votado por Mitterrand en la segunda vuelta de la elección presidencial, el 8 de mayo!

Habría debido analizarse el problema en su aspecto sociológico, económico, escolar, de seguridad, fríamente y con eficacia. En vez de lo cual, la izquierda ha hecho todo lo posible para politizarlo, hasta el momento en que se ha advertido de que barrios enteros que antaño votaban comunista o socialista empezaban a pasarse, también ellos, al Frente Nacional. Más del 18 % de los electores de Le Pen en las elecciones europeas de 1984 son obreros; 26 % en las legislativas de 1986; 37 % a 40 % en la primera vuelta de las presidenciales de 1988. Casi una cuarta parte de los electores de Le Pen, acabo de recordarlo, han votado en la segunda vuelta por el candidato socialista, .asegurando su reelección, y no al candidato liberal, Jacques Chirac. Por su parte, la derecha se ha dejado encerrar en la trampa montada por el terrorismo intelectual de la izquierda. Ha tenido miedo de tratar los problemas de fondo, ante todo materiales, prácticos, psicológicos, relacionados con la inmigración, ante el temor de hacerse acusar de racismo. El simple hecho de decir que tales problemas existían bastaba para que se lanzara la infame acusación. De manera que no fueron tratados en absoluto, contentándose con luchar contra Le Pen de una manera abstracta e ideológica que no hizo más que reforzar su posición, pues pasaba totalmente por encima de las cabezas de las poblaciones afectadas y de su situación concreta. No pensando más que en sacar partido de las tensiones y de los equívocos para hacer demagogia, la izquierda dejaba así el campo libre a la demagogia..., pero no a la suya.

No se elevó ninguna voz valiente -quiero decir: sin ser inmediatamente reducida al silencio por los insultos- para sacar la cuestión de su falso contexto ideológico. La izquierda pensó únicamente en desestabilizar a la derecha clásica en vez de desestabilizar al mismo Le Pen. La derecha clásica se limitó a reaccionar pasivamente, acorralada entre su deseo de recuperar a los electores perdidos y el temor de una alianza impura.

¿Qué utilidad ha tenido, pues, en uno de los países más cultos del mundo, el trabajo acumulado de centenares de sociólogos sobre la concentración en ciertas zonas urbanas de etnias diferentes, en viviendas superpobladas, con una enseñanza inadaptada, un paro superior al promedio nacional, unas condiciones de vida que favorecían la delincuencia, bandas de jóvenes desocupados, violentos, a veces drogados? ¿Nuestros maestros del pensar y del gobernar han sacado partido a los miles de estudios publicados en los Estados Unidos en los años sesenta sobre estos problemas, en situaciones idénticas? ¿Han visto siquiera West Side Story? Pero, ¿los sociólogos franceses que observaban las perturbaciones causadas en la población autóctona por las fuertes concentraciones de inmigrados podían dar a conocer imparcialmente sus observaciones y los análisis que de ellas deducían, y preconizar las correspondientes medidas que se habría debido tomar? ¿No se habrían hecho tratar de racistas y cómplices de Le Pen? ¿Acaso la izquierda no necesitaba, para su propaganda política, describir el fenómeno Le Pen como una segunda edición del «ascenso de los fascismos» de los años treinta y no le convenía describir a Francia como una Alemania en vigilias de la toma del poder por Hitler? ¿Todo hombre de ciencia que hubiera denunciado la inexactitud de esa asimilación, conociendo el ambiente universitario, no se arriesgaba al linchamiento moral, el ostracismo y la expulsión ignominiosa fuera de la sagrada familia progresista y dentro de la cloaca fascista? He oído a tantos investigadores decir en privado cosas tan diferentes de sus escritos públicos, que el instinto de conservación me parece, a menudo, más desarrollado en el sabio que su amor a la ciencia.

Captamos aquí, en vivo, una de las formas más frecuentes de la «derrota del pensamiento», a saber, la prohibición que impide relacionar un fenómeno con su verdadera causa. Así como, durante las epidemias de peste o las sequías de antaño, se atribuía la calamidad a algún pecado y no a sus causas naturales, hoy día se aísla una calamidad social de sus antecedentes históricos, y se le fabrica un origen compatible con la ideología que, por interés o por gusto, se quiere hacer prevalecer. La diferencia está en que los «intelectuales» de antaño no conocían ni tenían medios para encontrar las verdaderas causas de una epidemia, mientras que nosotros nos podemos remontar más fácilmente a la auténtica génesis de una realidad social. El obstáculo al conocimiento constituye, pues, en nuestro caso, una prohibición propiamente hablando; se sitúa en nosotros más que en la dificultad objetiva del problema que hay que resolver.

He evocado a menudo la inversión de las secuencias causales que, ante las guerras civiles, hace tomar el efecto por la causa, por ejemplo, en Mozambique, la rebelión de la RENAMO como causa del hambre y no el hambre engendrada por la política gubernamental como causa de la rebelión. El terror que hace reinar en Mozambique la RENAMO (Resistencia Nacional Mozambiqueña), sus matanzas, sus-violaciones, sus pillajes, sus destrucciones no pueden inspirar más que horror. Pero ese sentimiento no debe impedirnos preguntar por qué, a pesar de la ayuda militar proporcionada al gobierno comunista de Maputo por la Unión Soviética, la República Democrática Alemana y varias democracias (Gran Bretaña, Francia, Estados Unidos), la RENAMO ha podido hacerse tan fuerte. Ahora bien: contentándose con la única explicación de la ayuda sudafricana, los observadores raramente se plantean la cuestión en los términos en que lo hace, por ejemplo, claramente y con sobriedad, James Brooke, del New York Times Service, después de haber descrito amplia y objetivamente las atrocidades de la RENAMO: «En el momento de la independencia, en 1975, aproximadamente el 90 % de los 250 000 colonos portugueses abandonaron el país. Los nuevos dirigentes no hicieron prácticamente ningún esfuerzo para impedirles exilarse [recordemos que la mayoría de esos blancos eran, de hecho, mozambiqueños de nacimiento desde hacía varias generaciones], el 93 % de los africanos eran analfabetos. La partida de los portugueses llevó al hundimiento económico. En ese vacío se precipitó el FRELIMO, un movimiento de guerrilla, impulsado por la visión de un Mozambique socialista que, un día, llegaría a ser el primer país africano miembro del COMECON, la unión económica del bloque del Este, dominada por la Unión Soviética. Los agentes del FRELIMO, que no hablaban más que el portugués y conocían mejor el marxismo que las lenguas locales de las tribus [en otras palabras: eran los intelectuales del terruño], llevaron la revolución a las zonas rurales todavía fieles a sus costumbres. Cerraron las iglesias y quitaron su autoridad a los jefes tradicionales. Las plantaciones abandonadas por los portugueses fueron transformadas en granjas de Estado al estilo de Europa Oriental [idea que sólo podía ocurrírseles a unos intelectuales]. Centenares de miles de campesinos [el mismo procedimiento que en Etiopía o en Tanzania, y la misma falta de curiosidad de la prensa occidental en el momento de los hechos: segunda intervención de los intelectuales, la no información, para no hablar de la ausencia de compasión... cuando los verdugos son bienpensantes] fueron arrancados de las tierras de sus antepasados, conducidos como rebaños y reagrupados en 1 400 pueblos comunitarios. Se mandó a los recalcitrantes a campos llamados eufemísticamente «de reeducación» [volvemos a encontrar, idénticamente, el sistema aplicado en la Unión Soviética, en Vietnam, en Cuba y en otros países socialistas, donde los intelectuales en el poder conceden, como es lógico, una gran importancia a la educación]. Las brutalidades y el hambre imperaban. Los rebeldes de la RENAMO encontraban allí reclutas fáciles cuando efectuaban incursiones en esos campos, contando con el resentimiento contra el poder» (International Herald Tribune, 12 de mayo de 1988).[179]

Aun cediendo la palabra a un reportero que se limita a citar los hechos sobre el terreno, he querido subrayar, aquí y allá, que querer cambiar por la fuerza una sociedad, de una sola vez, ignorando deliberadamente lo que es, constituye un comportamiento que supone, para existir, la sumisión de la inteligencia a la omnipotencia de la ideología. Es, pues, una gestión de esencia intelectual por definición, sea cual fuere la doctrina. Un año y medio después de la independencia, Le Monde publicó una serie de reportajes sobre el FRELIMO, el primero de los cuales se titulaba: «Crear un hombre nuevo» (10 de agosto de 1976). Volvemos a encontrarnos con esta idea fija asesina de todos los socialismos. El tercer reportaje se llamaba «Una economía en dificultad» (12 de agosto). La acción de los marxistas había ya, pues, fracasado, antes de la RENAMO.

Cuando esa acción fracasa, ¿aprovechan las enseñanzas de ese fracaso? Tampoco. Los dirigentes de los diez primeros años de la Polonia comunista, casi todos ellos intelectuales, ofrecen uno de los numerosos pero también de los más espantosos ejemplos en sus testimonios, con el título de «ONI»[181], que significa «Ellos», libro cuya significación ya he citado, relacionando la obstinación en el horror de los comunistas polacos con la de Darquier.[181]

«Ellos», en este caso son los dirigentes que crearon la Polonia comunista, entre 1945 y 1956, año de la primera gran revuelta popular contra el régimen. Ellos crearon o, más bien, se hicieron instrumentos de una creación cuyo único autor verdadero fue Stalin. Instrumentos dóciles: la mayoría de esos jefes del partido polaco (o de los que quedaban, porque Stalin ya había hecho fusilar en 1937 a la mayor parte de los comunistas polacos refugiados en la Unión Soviética) llegaron en 1945 de Moscú, donde habían pasado los años decisivos de su existencia. Algunos incluso habían tomado la nacionalidad soviética.

Una joven periodista polaca tuvo la idea de interrogar a algunos de esos supervivientes y, sobre todo, tuvo el talento de hacerlos hablar, ya jubilados, durante los dieciocho meses de relajamiento de los controles policiales y de ebullición de la sociedad civil que transcurrieron entre la caída de Gierek, en 1980, y la proclamación del estado de sitio, en diciembre de 1981. ¿Efecto corrosivo de la borrachera libertaria del ambiente? En todo caso, los viejos estalinistas empiezan a contar su pasado sin contenerse, si no sin mentir: una mina donde los historiadores podrán excavar durante décadas. Pero la inmensa lección de este libro sobrepasa con mucho las circunstancias que lo inspiran. Se refiere a la naturaleza humana, sus relaciones con la verdad, con el mal, consigo misma. ¿No será nuestra inteligencia más que una máquina para justificar nuestros errores y nuestros crímenes, sin ninguna consideración por nuestros semejantes? ¿Será una prisión en la que la luz no penetra jamás, porque nosotros mismos cerramos todas las aberturas? De esas conversaciones, al filo de las cuales octogenarios obstinados se expresan orgullosamente sobre su obra de sangre, de esclavitud y de miseria, irradia el misterio de la mentira primordial, tal vez el centro del hombre.

Los que hablan, en efecto, han llevado a cabo la sovietización de Polonia, infligido a su pueblo el terror y toda la gama clásica de las proscripciones, extorsiones, ejecuciones y deportaciones, para desembocar en una lamentable quiebra económica y humana, en una monstruosa impopularidad, en la revuelta de 1956 que los barrió.

Y, no obstante, ¡es imposible hacerles confesar que se equivocaron! El socialismo parece ser algo que el fracaso no refuta nunca, que el odio del pueblo no desmoraliza jamás. El marxismo-leninismo, repitámoslo, porque ellos mismos no cesan de repetirlo, se funda en la primacía de la praxis, que quiere que la exactitud de una teoría se establezca por la prueba de los hechos, no por razonamientos. Pero «ellos» no cesan de eludir los hechos con la ayuda de argucias y de abstracciones. Niegan cobardemente su responsabilidad en los actos que han cometido. Todo lo que se llega a arrancarles es un vago «hubo errores». Pero añaden en seguida: han sido «reconocidos», incluso «corregidos», en general mediante el sacrificio de una o varias cabezas de turco, enviadas al patíbulo o a la cárcel, por sabotaje o espionaje imaginarios.

Notas

[170] Dirección de vigilancia del territorio, servicio de contraespionaje interno, equivalente al FBI americano o al MI5 británico.

[171] Maud y Octave Mannoni, citados en Le Monde, 2 de septiembre de 1986.

[172] Alien Weinstein, The Hiss-Chambers Case, 1978.

[173] Gianfranco Pancino obtuvo la libertad provisional el 13 de enero de 1988, al cabo de tres semanas.

[174] Commentaire, primavera de 1980, núm. 9. La cita de Herzen se encuentra en: Isaiah Berlín, Les penseurs russes, trad. fr. Albin Michel, 1984.

[175] Sabino Acquaviva, Guerriglia e guerra rivoluzionaria in Italia, Milán, Rizzoli, 1978.

[176] Noticia aparecida en la Neue Zurcher Zeitung (14 de agosto de 1987). El diario suizo precisa que los medios de comunicación brasileños reproducen ampliamente las declaraciones de Boff, lo que suscita en la revista mensual francesa Est et Ouest (septiembre de 1987) este comentario: «Es el momento de preguntarse por qué los otros medios de comunicación occidentales, sobre todo europeos (que nosotros sepamos) las han silenciado. Cuando Boff aparece como una víctima de la "represión" del Vaticano, merece ocupar la actualidad. Pero cuando el mismo Boff se presenta como un ensalzador de la Unión Soviética y se va de la lengua, revelando ese aspecto capital de la teología de la liberación, entonces se le ignora.»

[177] «The bishops who drafted the recent pastoral letter on the American economy could usefully spend a few weeks touring Europe. They might learn there what they obviously did not learn here: social conscience is not enough; it won't produce economic justice. The principies the bishops admire most are enshrined in Europe and, partially as a result, Europe's economy is mired in massive unemployment.»

[178] «Gorbatchev Surely Grinned at the Pope's Parallelism», International Herald Tribune, 16 de marzo de 1988.

[179] «At independence, about 90 percent of the colony's 250 000 Portuguese settlers left, many to neighboring South África. The new leaders made virtually no effort to win back this bitter exile groupe.
»When independence came, 93 percent of Mozambique's African population was illiterate. The departure of the Portuguese led to economic collapse. Into the vacuum stepped Frelimo, a guerrilla group with a visión of a Marxist Mozambique that one day would become the first African member of Comecon, the Soviet-dominated, East bloc economic unión.
»Portuguese-speaking Frelimo operatives, who generally had a better command of Marxism than of local tribal languages, brought revolution to a conservative countryside.
»Churches were closed and traditional leaders dismissed. Abandoned plantations were turned into East Europeanstyle state farms. Hundreds of thousands of peasants were herded from ancestral lands into 1 400 communal villages.
»Dissenters were sent to detention camps euphemistically termed "reeducation centers", where beatings and starvation were frequent. Renamo rebels, preying upon disenchantment with the government, raided them for recruits.»

[180] Teresa Toranska, « ONI»... op cit.

[181] Véase Darquier

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