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El fracaso de la cultura (y III)

¿Queda nuestra responsabilidad abolida cuando nuestros comportamientos nefastos se han derivado de una convicción sincera? Ciertamente, un hombre se convierte en fanático casi a su pesar, pero esto no constituye una excusa. Cada uno de nosotros debe saber que posee en sí mismo esa temible capacidad de construir un sistema explicativo del mundo y al mismo tiempo una máquina para rechazar todos los hechos contrarios a ese sistema.

Así, Daix[182] cuenta que un día, en Moscú, en 1953, se encuentra con una columna de presos que los guardianes conducen a una cantera. Pero en ese fenómeno no ve, no puede ni quiere ver el indicio de un sistema totalitario. «Estaba convencido de que se trataba de "delincuentes" o de prisioneros nazis. Pero para pensar que esos presos en pleno Moscú servían, igual que los nuestros en medio del pueblo de Mauthausen, para la disuasión común, hubiera hecho falta, por lo menos, que alguien me pusiera sobre la pista.» Y observa, muy justamente: «El terror, cuando es verdaderamente generalizado y cotidiano, no es fácil de descubrir.» Lo que explicaría, sin duda, la ceguera de Sartre, que en la misma época traía de la Unión Soviética un reportaje en el que afirmaba: «La libertad de crítica es total en la URSS.»

¿Cómo se forman nuestras certezas y cómo se deshacen? ¿Por qué el individuo inteligente y valiente no está más inmunizado contra el sectarismo y la «felicidad en la sumisión» que el individuo cobarde y obtuso? ¿Cómo podemos liberarnos del fanatismo?

Son muy pocos los que se han curado de la ideología que han profundizado suficientemente en el análisis de esos encadenamientos, en primer lugar para librarse de ellos real y totalmente, luego para explicarlos sin excusarlos, y finalmente para recobrar en su integridad el uso de la libertad de pensar. Pierre Daix es de ésos, y también Arthur Koestler, que describe en su autobiografía,[183] con excepcional minuciosidad, el montaje de una interpretación totalitaria del mundo, la lógica de la instalación del sistema en el espíritu y la ceguera que introduce en él. Así Koestler, recorriendo Ucrania en 1933, no consigue tomar conciencia de la existencia de un hambre masiva. El ve gentes visiblemente hambrientas, ciertamente, pero ya no puede construir el concepto del hambre a partir de esas percepciones particulares. Emmanuel Le Roy Ladurie, en París-Montpellier,[184] Alain Besançon en Une génération[185] han llegado igualmente a describir con desapasionamiento la edificación y la dislocación de esos condicionantes psíquicos. De ordinario, no obstante, los curados sólo lo son a medias, y experimentan más resentimiento contra los que se han abstenido de compartir sus errores que contra los que se los han hecho cometer.

«Si no os habéis equivocado como ellos, no tenéis derecho a la palabra», me recordó un día Indro Montanelli. En ocasión de una manifestación, en París, en 1981, contra el «estado de guerra» decretado por Jaruzelski en Polonia, los socialistas presentes gritaban a los manifestantes liberales: «¡No tenéis derecho a estar aquí! ¡Id!» Para ellos, sólo tenían derecho a protestar contra la esclavización del pueblo polaco los que anteriormente habían apoyado a los autores del mismo, mientras que los que no tenían ningún derecho a hacerlo eran los que nunca habían sido sus cómplices. Los que han tenido el monopolio del error quieren reservarse también el monopolio de la rectificación del error. Además, lo presentan menos como una rectificación que como una «evolución», como la toma en consideración de elementos nuevos, «para salvar lo esencial». En otros términos, han «afinado» su teoría modificándola, gracias a incesantes reflexiones creativas. Pero, en la época en que su análisis era falso, era, con todo, el mejor posible en aquel momento. En tal caso, evidentemente, la simple existencia de personas que durante el período recriminado combatían sus posiciones, les recuerda desagradablemente que su aberración no tenía nada de inevitable y se debía más a ellos que a la coyuntura. Les conviene, pues, aplastar a esas gentes con más dureza aún que a sus antiguos compañeros. Los viejos maoístas y los antiguos aduladores del «progresismo liberador» de la revolución iraní quieren razonar como si toda la humanidad hubiera, antaño, ratificado sus errores. Pioneros eran en la alucinación, pioneros quieren continuar siendo en el amargo despertar. El parangón del pluralismo unanimista, del pluralismo sin los demás, termina por encontrar siempre su pendiente natural. «Reconocer mis errores, ¡sí! -exclama-. Pero para mí reconocer mis errores consiste en hacer guillotinar, a la vez, a los que estaban de acuerdo conmigo ayer, puesto que se han equivocado, y a los que decían ayer lo que yo digo hoy, ya que lo afirmaban partiendo de un punto de vista reaccionario, que yo no debo dejar confundir con la lógica de izquierda que inspira mi conversión.»

La necesidad de creer lo inverosímil - ¿y qué cosa, si no lo inverosímil, satisface la necesidad de creer?- engendra una intolerancia más feroz y un rencor más tenaz hacia los no creyentes entre los compañeros de viaje que entre los militantes, como si el hombre se volviera atrás menos fácilmente de una semicreencia que de una creencia entera. Los «liberales» norteamericanos o los «progresistas» perdonan menos magnánimemente a los demás sus propios errores que los ex comunistas totales. Al criticarse, la semiceguera no desemboca, en ellos, más que en una semilucidez y a una semisinceridad. En su Voyageur dans le siècle,[186] Bertrand de Jouvenel no consigue llegar a mirar de frente y a explicarse su adhesión titubeante y pasajera a las ideologías de extrema derecha, a finales de los años treinta. Se sorprende, se agita, se retuerce las manos, renuncia a diagnosticar ese despropósito, que, no obstante, en un hombre de tal inteligencia debió de tener una génesis que hubiera sido instructivo poder reconstituir. Con más razón cuando Jouvenel había, desde 1945, desechado de su mente, y en todo caso de su conversación, ese recuerdo. A partir de esa fecha, es cierto, haber pecado en la derecha no permitía esperar ninguna absolución, ni para el período anterior, ni para el posterior a la conversión. En cambio, pecar o flirtear con la izquierda totalitaria daba, y sigue dando, derecho a las más halagadoras compensaciones, tanto durante el tiempo del vagabundeo como después de él.

Todo procede de la manera errónea en que se plantea ordinariamente el inasible problema de la «función del intelectual en la ciudad ». ¿Cómo puede el intelectual ser el timón de la sociedad si ya se muestra incapaz de desempeñar ese papel en su propio pensamiento? La función del intelectual en la vida pública no puede ser llevada a cabo si el intelectual no asume primero el papel del intelectual en la vida intelectual. ¿Cómo puede él ser maestro de honradez, de rigor y de coraje para el conjunto de la sociedad, cuando es deshonesto, inexacto y cobarde en el ejercicio mismo de la inteligencia?

Max Weber establece una distinción célebre, pero cuya claridad no es más que aparente, entre la ética de la convicción, que sería la del intelectual puro (Gesinnungsethik), y la ética de la responsabilidad (Verantwortungsethik), que sería la del hombre de acción. El primero no obedece más que a sus principios y a su verdad; el segundo debe, ante la coacción de lo real circundante y del resultado buscado, componer tanto con lo verdadero como con el bien y con sus propias convicciones. En la práctica, esta distinción no se aplica a ningún caso concreto, porque la mayoría de los intelectuales de todos los tiempos toman parte en la acción, ya directamente, ya por su influencia, y se ven así inducidos a efectuar una dosificación entre sus convicciones y los imperativos de una situación, igual, por otra parte, que los hombres de acción que afortunadamente no son todos totalmente oportunistas. Pero, sobre todo, la raíz de la cuestión estriba en saber si la ética de la convicción pura existe, es decir, si el hombre puede adaptarse a una honradez total incluso debatiendo sólo las ideas, fuera de la práctica inmediata. Yo creo que puede, pero en una medida estadísticamente negligible y marginal, sin efecto sobre el curso de las cosas, por lo menos a corto plazo. En más amplia medida, en cambio, hemos visto muchas veces cómo el intelectual declina, en general, toda responsabilidad de las consecuencias prácticas de sus afirmaciones y también, tanto como es posible, toda obligación de prueba en la misma elaboración de su convicción. La ética de la convicción y la ética de la responsabilidad llegan, pues, fácilmente, en los intelectuales, a conciliarse en la ética de la convicción irresponsable.

Esta irresponsabilidad se afirma primero en la esfera propiamente intelectual de la elaboración de la convicción, y luego en la negativa a responder de las consecuencias, tanto científicas como morales, de los errores cometidos. Cuando Paul Ehrlich, entonces jefe del departamento de biología de la universidad de Stanford, lanza, en 1968, en The Population Bomb,[187] las extravagancias apocalípticas de profecías demográficas sin fundamento serio, no muestra más sentido de la responsabilidad intelectual que, veinte años más tarde, en el sentido de la responsabilidad moral, al omitir la explicación de sus errores y sus móviles ideológicos. Se contentará con pasar a otro tema: la estrategia, como hemos visto, y la defensa en el espacio, desplegando los mismos talentos.

Después de haber martirizado a la lingüística durante veinticinco años, y haberla utilizado como un simple adorno de sus fantasías, la filosofía francesa pasa hoy todo, tardíamente, a beneficio de inventario. Sus representantes no se sienten obligados a lamentar esa mistificación, a analizarla en sus orígenes, sus razones, su desarrollo y sus perjuicios. ¿Por qué tantas injurias y ninguna excusa hacia los que trataron de oponerse a ella? Cuando aparece, en 1988, el libro, de una serenidad demoledora, de Thomas Pavel, Le mirage linguistique,[188] el periódico literario y filosófico La Quinzaine Littéraire,[189] que había sido durante un cuarto de siglo uno de los santuarios de la defensa de los errores denunciados en la obra, publica, sobre ella, una crítica enteramente elogiosa, con una placidez desconcertante, sin experimentar la necesidad de explicar su actitud pasada. ¿Cómo pudieron reaccionar los fieles abonados de La Quinzaine? Imaginemos un lector de L'Osservatore Romano descubriendo en su periódico doctrinal el artículo de un cardenal exponiendo, sin dramatizar, que, en definitiva, los Evangelios son apócrifos y fueron ideados por Nerón y Petronio en el curso de una noche de borrachera. Pensaría que, a pesar de todo, la casa le debía algunas explicaciones. Ninguna preocupación de ese tipo en La Quinzaine, que escribe (con la pluma de M. Vincent Descombes): «En cuanto al balance ofrecido en Le mirage linguistique, es tan demoledor como preciso y mesurado. No se trata en absoluto de hacer un proceso a nadie ni de reclamar un retorno a los valores seguros. De lo que se trata es, más bien, de acuerdo con el deber de la condición de los filósofos y de los sabios, de llevar el libro de cuentas de las empresas intelectuales.» Se observará que, sin esbozar la menor tentativa de disculpar a los impostores en el campo de la lingüística y de la filosofía, La Quinzaine mantiene la reivindicación de irresponsabilidad: «No se trata en absoluto de hacer un proceso a nadie...» (¿Y por qué no? ¿Qué es lo que justifica esa inmunidad concedida a los que, precisamente, por su cultura, la merecen menos que nadie?) El señor Descombes prosigue: «... ni de reclamar un retorno a los valores seguros». (¿Cuáles? ¿De qué se trata exactamente? ¿Qué significa esa ironía? ¿Existe, sí o no, una lingüística científica, que fue corrompida por los malabarismos mundanos de los estructuralistas?) El derecho al error no puede ser reconocido más que si va acompañado por el respeto a la objeción fundada y a la buena fe en la discusión.

Disposiciones de espíritu que se encuentran muy raramente en un universo cultural donde predomina más bien el furor exterminador ante el argumento contrario, incluso en un terreno tan alejado de los grandes envites geoestratégicos de nuestro tiempo, como, por ejemplo, la historia del arte. Así, un importante historiador de arte inglés, docente en los Estados Unidos, T. J. Clark, omnipotente en la universidad de Harvard, publica en 1985, The Painting of Modern Life, Paris in the Art of Manet and His Followers.[190] En este libro, Clark sostiene que el escándalo causado por la Olympia en el Salón de 1865 se originó, no porque Manet hubiese llevado a cabo una revolución estética, que chocaba con las costumbres perceptivas del público y de la crítica, sino porque había pintado un «desnudo proletario» y que la mano de la joven tapando su sexo designaba en realidad el «deseo del pene» y «el pesar por el falo ausente» de que habla Freud como etapa en la evolución de la psicología sexual de las niñas. Es evidente que no se encuentra en toda la documentación escrita o iconográfica referente al artista y a sus contemporáneos la más minúscula huella de un principio de indicio susceptible de apoyar esta estúpida interpretación, que se imagina ser sutil, y es un residuo de los clichés psicoanalíticos de los años cincuenta. Yo admiro mucho a Protágoras, pero no lo apruebo cuando dice: «No se piensa lo que no existe.» ¡Por Dios! ¿Quiere reducirnos al paro? ¡Pensar lo que no existe! ¡Pero si no hacemos más que eso! Yo no estoy, pues, contra las ideas falsas, a condición de que sean divertidas. Pero equivocarse groseramente para limitarse a reavivar, como hace Clark, los repugnantes tufos del dogma estalinista sobre el arte que circulaba bajo el cayado de Andrei Jdanov hacia 1946, no es equivocarse con ingenio y elegancia. Reconocemos ahí esa extraña inclinación de los intelectuales de este fin de siglo en los Estados Unidos por los restos de comida recalentada de un marxismo provinciano y deteriorado que, hoy en día, haría reír incluso en Ulan Bator. En cuanto a la «pérdida del falo», oí a alguien suscitar un vago interés aludiendo a esa teoría, en 1967, en una discoteca de Saint-Tropez, a las tres de la madrugada, sin poder jurar que el auditorio le escuchara atentamente y, de todos modos, fue la última vez.

Pero, en fin, T. J. Clark tiene todo el derecho a creer en esa idea trasnochada y solazarse con ella, pero a lo que no tiene derecho es a pretender hacer de historiador y aún menos a insultar groseramente a sus colegas que, más serios que él, demuestran que su tesis es, al mismo tiempo, primitiva y errónea. Demostración a la que se dedicó Françoise Cachin, directora del museo de Orsay, en la New York Review of Books, de 30 de mayo de 1985. Françoise Cachin había sido, en 1983, comisario de la gran exposición Manet, la más completa, la más sabia desde la muerte del pintor, cien años antes, y como no se verá otra igual, sin duda, antes de un siglo. Había asumido en esa ocasión la elaboración de un catálogo de 550 páginas in quarto que es uno de los más bellos monumentos de erudición provocado por una exposición. ¿Qué responde Clark a Françoise Cachin, al largo y minucioso artículo en que ella refuta la tesis según la cual la obra de Manet constituiría una requisitoria contra el capitalismo y la prostitución?

En primer lugar, Clark insulta a la señora Cachin. Esto es mucho más corriente de lo que se cree en las altas esferas del espíritu... y la acusa de proceder a un «ajuste de cuentas» (otro tópico, cuando no se sabe qué decir) por motivos sin relación con el tema. Procedimiento tan lamentable como extendido en la alta intelligentsia. «Los apparatchiks culturales como la señora Cachiri -escribe T. J. Clark-[192] tienen a su disposición un aparato de Estado que les permite vomitar (sic) sin interrupción cosas retrospectivas. La animosidad de la reseña de la señora Cachin se debe, en mi opinión, muy particularmente, a mi falta de entusiasmo por los productos de ese aparato.»[192] La elegancia de la formulación rivaliza aquí con la elevación de los sentimientos. Nada, en todo ese fárrago, guarda por supuesto la menor relación con el fondo del debate. Cuando Clark consiente llegar a ello -y éste es el segundo tiempo de su respuesta- acusa a Françoise Cachin de haber falsificado las citas de su libro. El viejo truco que consiste en hablar de «citas truncadas» o «aisladas de su contexto» puede llevar a paradójicas consecuencias a un autor acorralado. Así es como Clark escamotea, muy dignamente, su historia de la mano que significa un falo. De tal modo que, en su respuesta a la respuesta, es la señora Cachin quien debe restablecer las citas completas del libro del señor Clark. Los intelectuales, ciertamente, truncan con mucha frecuencia las citas de sus adversarios, pero por lo general aquellos a quien se acusa de esa trampa son precisamente los que aducen citas exactas. La historia social del arte requiere un mínimo de escrúpulos en la administración de la prueba. Y las futilezas del señor Clark no han nacido en los bajos fondos de la necedad militante, sino que han resonado en los más gloriosos templos del pensamiento universitario.

Una vez más, hay que admirar la buena conciencia con la cual los intelectuales se entregan de manera masiva a granujadas, cuya décima parte no perdonarían a los dirigentes políticos o económicos. Cogidos in fraganti, las proezas de que son capaces para escapar a sus responsabilidades igualan a las mejores acrobacias de los políticos más adiestrados. Cuando hablo de comportamiento «político» permanezco en los límites de la descripción técnica, porque para los intelectuales, como para los políticos, con más frecuencia aún y menos excusas, la cuestión primordial ante un problema, una dificultad, una objeción, no es saber qué es verdad o es mentira, sino qué incidencia puede tener la cosa sobre los intereses de la causa. En 1987 aparece Heidegger et le Nazisme, de Víctor Farias, autor chileno cuyo libro es publicado, no obstante, en primer lugar en su traducción francesa.[193] Juiciosa decisión o afortunado azar, porque la actitud de los filósofos franceses ante Heidegger en los últimos cincuenta años, hecha de prosternación idólatra y de disimulación descarada del nazismo del autor, constituía una nitroglicerina ético-conceptual apta para provocar una ensordecedora detonación a la menor sacudida. Y así fue. Desde la publicación del libro surgieron por todas partes libelos a docenas, artículos por centenares, tribunas libres con profusión, cartas abiertas, números especiales de revistas, coloquios y debates televisados. El hambre en Etiopía fue dejada a media luz, Gorbachov momentáneamente privado de consejos y abandonado a sus propios recursos cerebrales, el aplastamiento del general Pinochet aplazado, porque, dejando de un lado todo lo demás, el honor de la tribu mancillado por el infame Farias acaparaba la energía de todos sus hijos. La lógica pura, como de costumbre, imperó, puesto que los eslabones del sistema de defensa se articularon de modo amplio de la siguiente manera: 1) lo que Farias dice es falso; 2) ya lo habíamos dicho nosotros; 3) nosotros ignorábamos todos estos horrores, pero constituyen, por parte de Heidegger, un error individual que no demuestra nada contra su filosofía; 4) de todas maneras, no es Farias quien debe decirlo, sino nosotros, y 5) es por tal razón que nos callábamos y borrábamos todas las huellas de la ruta heideggeriana en política.

¿Por qué la comunidad filosófica francesa se ha sentido hasta tal punto aludida y herida en carne viva, puesta en tela de juicio por unas revelaciones que no eran tales, según ella, que eran verdaderas al mismo tiempo que falsas, lo que, después de todo, decía ella, no tenía ninguna importancia? ¿Por qué el llamado Farias, pasado súbitamente del estatuto de desconocido total al de hazmerreír acreditado, de infame agente del oscurantismo óntico,[194] se encontraba privado del derecho a investigar sobre el nazismo de Heidegger? Sobre este último punto, conocemos el principio: sólo los que han mentido o se han equivocado gozan del privilegio de rectificar el error (sin reconocer, en cualquier caso, su error). Los demás, los que no han dicho tonterías, están descalificados de entrada y se les ruega guardar silencio; es una cuestión de buen gusto. Pero, sobre la trampa heideggeriana y sobre el siniestro secreto de familia, a la filosofía francesa no le llegaba la camisa al cuerpo, y con razón; de ahí la perturbación suscitada por Heidegger et le Nazisme, ese pánico de viejas beatas al descubrir que el cura cosquilleaba a los muchachitos.

El nazismo del filósofo alemán ha sido siempre conocido. Cada vez que vuelve a la superficie, la tribu filosófica suelta los mismos chillidos. ¿Por qué esos ciclos repetitivos? Porque el nazismo de Heidegger, no accidental, sino profundamente inherente a su doctrina, cuestiona la misma filosofía. ¿El nazismo del individuo Martin Heidegger deriva de su filosofía? ¿Esa misma filosofía es, pues, una muestra de pensamiento totalitario? Por mi parte, siempre lo he creído así, y así lo escribí en 1957 en ¿Para qué los filósofos?[195] Subrayaba yo en Heidegger el arcaísmo, el odio a la «locura técnica», la civilización liberal, la sociedad industrial y mercantil y el culto arcaico y místico de la comunidad rural primitiva, todos temas familiares de los nazis. Insistía principalmente sobre el totalitarismo en la gestión discursiva y el método expositivo de Heidegger, que acumula las afirmaciones para repetir la misma idea de cinco o seis maneras diferentes, y limitándose a colocar un «pues» antes de la última frase del párrafo, cuando no existe ningún encadenamiento deductivo entre las proposiciones anteriores y su pretendida conclusión. Este procedimiento característico, que llamaré la «tautología terrorista», se encuentra tanto en los discursos de Hitler como en los escritos llamados «teóricos» de Stalin. No obstante, fue precisamente ese procedimiento el que aseguró el éxito de Heidegger entre los filósofos. No pudiendo la filosofía, en nuestros días, demostrar ya nada, la santificación de la afirmación pura, intransigente e inexplicada, ofrecía la tabla de salvación soñada. Desde Heidegger, la filosofía es, más que nunca, asertoria y perentoria. Se basa no ya en la prueba, sino en el desprecio del recalcitrante que rehúsa dejarse hechizar. Que una obra tan verbal y verbosa como la de Heidegger, un amasijo tal de hueras banalidades, haya podido pasar por un monumento del pensamiento demuestra simplemente que, falta de sustancia, la filosofía contemporánea está con el agua al cuello, hasta el punto de hallarse condenada a convertirse en totalitaria. El comportamiento político de Heidegger no es, pues, un accidente propio del carácter, una cobardía subjetiva, sino que forma parte integrante de su filosofía. En un artículo sobre la filosofía totalitaria,[196] yo ya había citado esta frase extraída de su Llamada a los estudiantes del 3 de noviembre de 1933, exhumada y a menudo citada nuevamente tras la aparición del libro de Farias: «No busquéis las reglas de vuestro ser en dogmas y en ideas -escribía Martin Heidegger-, es el mismo Führer, y sólo él, quien es la realidad alemana de hoy y de mañana.» La aceptación del modelo trascendente desemboca, como se ve, muy rápidamente en la metafísica de la encarnación, cuya consecuencia es el culto de la personalidad. Por lo demás, Hitler había sido reconocido jurídicamente como «titular de la idea del Estado» (ley de 1.° de marzo de 1933). Léase bien: titular de la idea del Estado, y no solamente del Estado. Para legitimar en un régimen esa propiedad despótica de una idea se precisan ideólogos totalitarios. Heidegger fue uno de ellos. Si algunos han tenido dudas sobre la conexión intrínseca entre la filosofía de Heidegger como tal y el nazismo, él, por lo menos, no tenía ninguna, ya que es con su vocabulario teórico, con la ayuda de su misma terminología técnica, como justifica su compromiso. «La revolución nacionalsocialista -dice él, el 12 de noviembre de 1933- aporta el cambio completo de nuestro Dasein alemán.» (Apartemos un instante a los no filósofos de su civilizado sosiego para precisarles que, en el vocabulario heideggeriano, el Dasein, «estar ahí», designa la «realidad humana».) En un libro póstumo de memorias,[197] Karl Löwith cuenta que un día, en 1936, en los alrededores de Roma donde se había refugiado, paseaba en compañía de un Heidegger de vacaciones. El filósofo del Dasein llevaba en el ojal la insignia de la cruz gamada. «En el trayecto de regreso -escribe Löwith- llevé la conversación hacia la controversia de la Neue Zürcher Zeitung y le expliqué que no estaba de acuerdo ni con el ataque político de Barth contra él ni con la defensa de Staiger, porque, a mi juicio, su compromiso en favor del nacionalsocialismo estaba en la esencia de su filosofía. Heidegger me aprobó sin reservas y añadió que su noción de "historicismo" era el fundamentó de su "compromiso" político.»

Toda esta controversia ya había tenido lugar por lo menos una vez, justamente a causa de la publicación de un texto de Löwith en Les Temps Modernes en 1946: «Las implicaciones políticas de la filosofía de la existencia en Heidegger», texto que había inducido a Alphonse de Waehlens, comentarista del filósofo, a defender la tesis lamentable, y profundamente injuriosa para la filosofía, de una ausencia de vínculo entre la doctrina de Heidegger y el compromiso político-moral de la persona privada. He aquí expuesta, una vez más, la despreocupación de los intelectuales ante las consecuencias de sus tomas de posición. Después del hundimiento del nazismo, se fusiló a estúpidos totales por crímenes contra la humanidad, arguyendo que la obediencia a las órdenes no excusaba nada y se nos dice que el más grande filósofo del siglo XX (según sus defensores) puede invocar una impermeabilidad total entre su pensamiento y sus actos. Extraño sistema de defensa. Porque, en fin, una de dos: o bien el enrolamiento político de Heidegger deriva de su filosofía, y ello cuestiona el sentido de esa filosofía; o bien no se deriva de ella, y si un filósofo puede hacer una opción tan grave que esté desprovista de toda relación con su pensamiento; entonces eso demuestra la futilidad de la misma filosofía. El recuerdo de esa polémica de 1946 fue rechazado por la comunidad filosófica, igual que una intervención, diez años más tarde, de Lucien Goldman (el autor de Dios escondido) que leyó públicamente, en ocasión de un coloquio en la abadía de Royamont, textos nazis de Heidegger, se encontró con una viva reprobación y una negativa a escucharle, indignada y resuelta. Los filósofos rechazaron, pues, con todo conocimiento de causa, la información histórica y eludieron el examen de sus implicaciones filosóficas. En una discreta nota de la Crítica de la razón dialéctica (1960) Sartre escribió: «El caso de Heidegger es demasiado complejo para que yo pueda exponerlo aquí.»[198] Viniendo de un autor para quien mil páginas no constituían más que una ligera entrada en materia para preparar cortos prolegómenos y que, hasta donde puedo recordar, no consideró nunca ninguna cuestión demasiado compleja para su universal bulimia raciocinante, esta súbita y pasajera modestia sorprende. Digamos que queda mal. En cuanto a los epígonos que, tras la aparición del libro de Víctor Farias se distinguieron por la bajeza moral e intelectual de sus reacciones,[199] sólo merecen atención como reveladores del naufragio de la filosofía moderna y de su contradicción esencial, de la que el caso Heidegger se limita a encarnar -en la indisoluble pareja de la acción y del pensamiento- la nada.

La historia de la filosofía se divide en dos partes: en el curso de la primera se buscó la verdad; en el curso de la segunda se ha luchado contra ella. Este segundo período, del que Descartes es el genial precursor y Heidegger la manifestación más averiada, penetra en su fase de plena actividad con Hegel. Entre Descartes y Hegel, algunos últimos herederos de la época veraz, de los que el más patéticamente sincero fue Kant, y el más sutil Hume, se esforzaron vanamente por encontrar un camino medio que impidiera la inevitable llegada de la impostura.

El caso de Heidegger no ha tenido otro interés que iluminar la pobreza que enmascara la pretendida profundidad de la filosofía moderna[200] y también la extensión de la «cultura de la evasión», podría decirse: el compromiso se reivindica a la entrada, nunca a la salida. Algunos de los contemporáneos alemanes de Heidegger que no eran nazis, pero que consideraban, como muchos intelectuales de izquierda en la República de Weimar, el centro y los socialdemócratas más reaccionarios que los nazis, pagaron duramente su falta, porque la salida fue para muchos de ellos el campo de concentración. Pero ¿cuántos de los que huyeron para encontrar refugio en los Estados Unidos, prefiriendo, según la expresión de Walter Laqueur, «California a Siberia»,[201] aprendieron verdaderamente después de la guerra las lecciones de su ceguera de los años veinte? Demasiado numerosos, entre los intelectuales que sobrevivieron gracias a América, fueron los que, después de 1945, dirigieron por segunda vez sus ataques contra la democracia y pusieron su pluma al servicio de otro sistema totalitario, el de Stalin. ¿Para qué les había servido, pues, su experiencia? Hasta un ratón aprende más de prisa, en su laberinto. Y como los intelectuales británicos fueron, con los suecos, los únicos en Europa que no debieron soportar las persecuciones fascistas ni comunistas, ¿qué opinión podemos forjarnos sobre H. G. Wells y Bernard Shaw, que se convirtieron en los turiferarios, sucesivamente, de Mussolini, en los años veinte, y de Stalin, en los años treinta? ¡Hermoso eclecticismo en la ceguera voluntaria!

Lo que, en efecto, hace la superioridad del intelectual sobre el resto de la especie Homo sapiens, es que tiende, no sólo a ignorar por pereza los conocimientos de que dispone, sino a abolirlos deliberadamente cuando se oponen a la tesis que él quiere acreditar. Esa voluntariedad en la mentira ha producido a menudo sus nefastos efectos sobre cuestiones más importantes que el pasado nazi de Martin Heidegger y los pueriles tapujos de los filósofos a este respecto. Así, se cree por lo general que los intelectuales de izquierda, en Occidente, ignoraban la naturaleza real del régimen soviético hasta una época muy reciente; en primer lugar porque tenían una confianza legítima y generosa en las cualidades del nuevo régimen, y en segundo lugar por haber sido engañados por la censura y la propaganda estalinistas.

Esta explicación es falsa. Es una inversión del orden de los acontecimientos, como lo ha demostrado Christian Jelen en un trabajo histórico fundado sobre documentos hasta entonces desconocidos o inéditos, La ceguera voluntaria.[202] Esta reconstrucción falaz de los hechos ha sido elaborada a posteriori, para disculpar a los responsables. La verdad, que Christian Jelen restablece y demuestra, en el caso particular pero ejemplar de los socialistas franceses, es que la mentira nació en Occidente. El engaño sobre la naturaleza real de la dictadura leninista constituyó una operación deliberada, debida a la iniciativa de los socialistas franceses, antes incluso de la escisión de Tours (diciembre de 1920), en una época en que el joven Estado bolchevique no disponía, evidentemente, de ningún servicio de propaganda exterior suficiente, y cuando ningún partido comunista, por razones obvias, existía aún en Occidente para falsear los hechos. El engaño fue inventado por los engañados, y no por los engañadores.

En un principio, en efecto, reinó la verdad. Desde 1917 la izquierda francesa conoció y comprendió de una manera completa y precisa la naturaleza dictatorial, policíaca, antidemocrática y, según todos los criterios canónicos, antisocialista del poder bolchevique. Entonces aún no se había bautizado de «revolución» el golpe de Estado de Octubre. Entonces, también, se sacaron las consecuencias lógicas de las elecciones que siguieron, y que dieron, en la Asamblea Constituyente, el 75 % de los escaños a las formaciones políticas hostiles a los bolcheviques. Con la misma lógica, en fin, los socialistas franceses llamaron al principio por su nombre el segundo putsch de Lenin: la disolución, por un golpe de fuerza, en enero de 1918, de esa misma Asamblea Constituyente, cuyo pecado, a sus ojos, consistía en no contar más que con un grupo bolchevique muy minoritario, revelando así que el comunismo no traducía la voluntad general. El corresponsal en Rusia de L'Humanité, diario entonces puramente socialista, evidentemente, envía, desde octubre de 1917 a enero de 1918, toda una serie de artículos: un trabajo periodístico muy competente y muy honrado, uniendo la objetividad en el reportaje concreto a la perspicacia en el análisis político.

Aún más, desde noviembre de 1918 hasta marzo de 1919, la Liga de los Derechos del Hombre procede, en París, a la audiencia de numerosos y calificados testigos de los acontecimientos: testigos franceses o rusos, la mayoría de ellos socialistas o próximos a los socialistas. La comisión que los escucha comprende algunos de los más grandes nombres de la literatura, de la ciencia, de la filosofía, de la historia, de la economía, de la sociología, de la política: Anatole France, Paul Langevin, Charles Gide,[203] Víctor Basch, Célestin Bouglé, Charles Seignobos, Alphonse Aulard, Albert Thomas, Marius Moutet, Marcel Cachin y Séverine, la antigua colaboradora de Jules Valles. Todos intelectuales, como se observará. Algunos de ellos figurarán más tarde en el «Ghota» del partido comunista. He leído la relación taquigráfica íntegra de esas audiencias, gracias a Christian Jelen, que ha podido tener acceso a un ejemplar conservado en una biblioteca privada, pues los archivos de la Liga de los Derechos del Hombre fueron destruidos, hace años, por un incendio. Esa lectura ha desgarrado para mí un velo histórico: permite comprender que desde 1918 se podía saber, se sabía efectivamente, los más altos responsables políticos e intelectuales del socialismo de la época sabían ya absolutamente todo sobre el despotismo soviético, porque el sistema casi por entero se estableció desde el primer año de su existencia.

¿Qué sucede en 1918 y en 1919? Los socialistas franceses comienzan a rechazar la verdad. En enero de 1918, una fracción provisionalmente minoritaria pero virulenta de la SFIO (nombre del partido socialista entonces y hasta 1971: Sección Francesa de la Internacional Obrera) se rebela contra los artículos -¡demasiado exactos!- del corresponsal de L'Humanité en Rusia y logra de la dirección del periódico que sus reportajes no sean impresos. La izquierda inaugura así brillantemente la tradición de censura que no cesará de florecer hasta nuestros días, en dosis variables en función de la credibilidad, en primer lugar en beneficio de la Unión Soviética, luego de China, de Cuba, de Vietnam, de Camboya, de Angola, de Guinea, de Nicaragua, de numerosos países etiquetados de «socialistas» en el Tercer Mundo. Un año más tarde, las atrocidades consideradas como demostradas por la Liga de los Derechos del Hombre comienzan a ser objeto de un cínico laminado que las escamotea o de retorcidas interpretaciones que las justifican. Los dos más autorizados historiadores de la Revolución francesa, Alphonse Aulard y, sobre todo, Albert Mathiez, absuelven a los bolcheviques por sus ejecuciones en masa utilizando los mismos argumentos que les sirven para excusar, e incluso exaltar, el Terror de 1793 y 1794. El cerco, real o mítico, por el enemigo exterior, legitima las condenas contra los enemigos interiores, es decir, todo el mundo menos los jefes bolcheviques. La responsabilidad de los crímenes del comunismo incumbe a sus adversarios, reales si es posible, imaginarios si hace falta. Los primeros fracasos económicos de una larga y crónica serie, y sobre todo su persistencia, encuentran su explicación en las «circunstancias excepcionales», «la herencia», «el bloqueo de las potencias capitalistas» cuando, muy al contrario, tanto el presidente estadounidense Wilson como el primer ministro británico Lloyd George hacen o harán declaraciones de aliento y ofertas de ayuda económica al nuevo régimen. Así, la fábrica de mentiras se pone en marcha ella sola.

Los intelectuales no se comportan, pues, de un modo diferente que el conjunto de los hombres en sus relaciones con las ideas. Igual que la mayoría de nosotros, las consideran instrumentos al servicio, no de la verdad o de una decisión juiciosa, sino de la concepción que ellos defienden y de la causa que sirven, aunque ésta fuera suicida. Sólo unos sectores bien determinados, en los que la coacción científica elimina o margina por fuerza el papel de la subjetividad, escapan a esa regla, que los hombres de ciencia, por otra parte, se apresuran a seguir cuando se alejan de su sector coactivo. En las esferas en que la preocupación por la verdad y la acogida imparcial de todas las informaciones, sean cuales fuesen, dependen únicamente de la buena fe, la proporción de hombres a quienes interesan, en primer lugar, cuando emiten un juicio, los conocimientos accesibles no me parece más elevada entre los intelectuales que entre los no intelectuales, suponiendo que exista una frontera precisa entre esas dos categorías. Así, el problema de los intelectuales, tal como se repite incansablemente, me parece falso en sí. El único que existe en verdad es el problema general de nuestra cultura, es decir, de una cultura que no logra administrarse de acuerdo con los criterios que ella misma ha formulado como condiciones de su éxito. Los intelectuales, es verdad, encarnan esta contradicción, de una manera más visible, porque manipulan un material conceptual más abundante; pero se limitan a llevar hasta el paroxismo un comportamiento humano normal. Lo que en todo caso es seguro es que sirven muy poco de guías, contrariamente a todas sus aspiraciones y pretensiones. Si entre los intelectuales las tomas de posición valientes y lúcidas no faltan, tampoco tienen el monopolio de ellas, ni mucho menos, y han indicado más a menudo la mala dirección que la buena. La ideología causa, naturalmente, más estragos en el intelectual que en el no intelectual; se enriquece y se consolida en él con un gasto de energía que la hace más resistente a las refutaciones de la realidad o a los argumentos de los refutadores. Por esta razón, lejos de corregir los defectos de nuestra civilización, los intelectuales los acentúan. Lejos de ser los médicos de nuestra enfermedad, son más bien sus síntomas. Lo que funciona mal en los intelectuales revela lo que funciona mal en toda la civilización. Ellos aumentan las características.

En primer lugar, al rechazar los hechos contrarios a sus prejuicios. ¿La Organización Mundial de la Salud publica un informe estableciendo que la esquizofrenia se manifiesta de manera idéntica en todos los tipos de sociedad? ¿Que es, pues, una enfermedad probablemente orgánica y no de origen social? Inmediatamente se produce una airada protesta de los psiquiatras de la «antipsiquiatría», porque ese informe destruye su explicación de la esquizofrenia por las contradicciones del capitalismo.[204] De saber qué hay de verdadero o de falso en ese asunto, nada de nada. Actitud muy extendida, ciertamente, pero el odio al conocimiento sorprende particularmente en aquellos cuya profesión es pensar. Ese odio lo confiesan a veces con ingenuidad, pero después, cuando su confesión ya no puede modificar sus actos ni rectificar el pasado.

Así, Maurice Merleau-Ponty escribe en Sens et Non-Sens (Sentido y contrasentido), después de la guerra, a propósito del estado de espíritu de sus amigos antes de la guerra, y de la aceptación de los acuerdos de Munich por algunos de ellos en 1938 «como una ocasión de poner a prueba la buena voluntad alemana» (sic): «Es que no nos guiábamos por los hechos. Habíamos decidido secretamente ignorar la violencia y la desgracia como elementos de la historia, porque vivíamos en un país demasiado feliz y demasiado débil para tomarlas en consideración. Desconfiar de los hechos había llegado a ser un deber para nosotros.»[205] Estos intelectuales sistematizan aquí una pasividad que era la de la masa de franceses, los cuales, como es sabido, acogieron con un entusiasta y ciego alivio los acuerdos de Munich. Si los hombres del saber tienen una mayor responsabilidad que los demás en el fracaso de la cultura -es decir, en la negativa a hacer servir para el análisis y la toma de decisión las informaciones de que disponen-, no es menos cierto que este fracaso ha sido posible en última instancia a causa de la pasividad de todos los demás hombres, cuyo miedo a saber llevaba al deseo de ser engañados. Pero lo menos que se puede decir es que los intelectuales, en general, no hicieron gran cosa para hacerlos salir de su engaño. La toma de conciencia por Merleau-Ponty de su ceguera de antes de la guerra, no ha servido, por otra parte, para hacerle abrir los ojos después de la guerra, ni en política ni en filosofía... No se reconoce un mismo comportamiento más que cuando se lo reproduce a propósito de objetos diferentes. Cuando uno se equivoca de la misma manera, pero a propósito de una cosa diferente que la vez precedente, se imagina haber corregido su error.

Un mismo error que cambia perpetuamente de contenido pero no de contextura se llama una moda. ¿Y cómo podrían los intelectuales servir de guías a la sociedad cuando su docilidad ante las modas supera, en término medio, a la de los otros miembros de esa sociedad? Hay para sorprenderse, en efecto, ante el conformismo de los intelectuales, su frecuente falta de originalidad en sus apreciaciones, como grupo social, y la hermosa unanimidad con la que se lanzaron de cabeza a todas las modas filosóficas, sobre todo de la posguerra, pues el defecto se acentúa con el tiempo. Contrariamente a lo que cabría esperar de ellos, raramente tienen una opinión realmente personal sobre las doctrinas en boga. Su capacidad para ejercer su espíritu crítico ante las corrientes dominantes es, a menudo, de lo más limitado. Por supuesto, toda corriente dominante no es siempre una moda. Sólo merece ese nombre la corriente de pensamiento que aparece sin justificación racional y desaparece de la misma manera. Le Système de la mode, de Roland Barthes,[206] tentativa de explicar la alta costura con ayuda de la lingüística fue, a su vez, un producto de la moda. Objeto de una adhesión no motivada, excepto por el deseo de pertenecer a un grupo elitista, la moda cae en el olvido tras una disminución de amor igualmente poco motivada. Es divertido ver entonces a sus antiguos lacayos desencadenarse contra ella y multiplicar los libelos para pisotear las debilidades y las mistificaciones de las que no se daban cuenta cuando la bestia poseía toda su musculatura. La lucidez retrospectiva y la valentía retroactiva son una de las formas del conocimiento inútil, como acabamos de ver en el caso de Merleau-Ponty. Pero no sirven para nada si no se remontan a las fuentes del error, y sólo consisten en denostar a algunos actores efímeros y episódicos, sin análisis de la génesis y de las leyes permanentes de la moda. Hay que distinguir entre el movimiento de las ideas y el de los espíritus. El primero sigue su curso, a veces en la escena, a veces detrás de ella, tan pronto festejado como ignorado por la moda, lo que importa poco. El segundo, por su parte, sigue la moda: es la moda. Mariposea, declinando toda responsabilidad, alrededor de las ideas, del arte, de la literatura, de la política, de todos los manjares, de todos los lugares y de todas las épocas. Y es dichoso: no hay buena sala de clase sin patio de recreo colindante. Pero tampoco hay ninguna buena escuela que dé únicamente cursos de recreo.

El sabio y el ignorante no difieren nada cuando comulgan, gracias a la moda, en una misma exaltación en la que, dice Le Bon, «el sufragio de cuarenta académicos no es mejor que el de cuarenta aguadores».[207] No hay ningún desprecio por el pueblo en la noción de multitud según Le Bon. Un grupo humano se transforma en multitud cuando se vuelve súbitamente sensible a la sugestión y no al razonamiento, a la imagen y no a la idea, a la afirmación y no a la prueba, a la repetición y no a la argumentación, al prestigio y no a la competencia. En el seno de la multitud, una creencia se extiende no por persuasión, sino por contagio. La misión de los intelectuales sería, teóricamente, aminorar esos mecanismos irracionales: en la práctica, los aceleran.

¿Cómo nace, cómo reina, cómo se desvanece una moda intelectual? ¿Y por qué?

La cuestión está en saber, a propósito de Mao-Zedong o de Teilhard de Chardin, por qué los mismos que aclamaban antaño al ídolo advierten bruscamente un día que suena a hueco, lo que, no obstante, no se había dejado nunca de indicárseles. Si la crítica surte efecto, no es sólo porque sea buena, pues eso no basta nunca; es porque la hora de la caída ha sonado. Desenlace igualmente enigmático, porque es tan poco racional como lo habían sido el ascenso y el triunfo.

No se explica nada, en efecto, cuando nos limitamos a hablar con desprecio de «moda», porque la misma moda debe ser explicada. Una moda intelectual es el fenómeno por el cual una teoría, un conjunto de enunciados, que no son a menudo más que un grupo de palabras, se apoderan de un número significativo de espíritus por medios distintos de la demostración. Para que ese hecho sea paradójico es preciso que se trate de una teoría, y de una teoría cuya ambición sea científica. En todo lo que es del dominio, no del conocimiento, sino del gusto, la moda es el funcionamiento natural de las cosas. El enigma empieza donde lo que depende de los criterios del saber logra imponerse sin someterse a esos mismos criterios. No ser comprobable ni refutable racionalmente es completamente normal para un sombrero o un baile, pero lo es menos para una teoría psicoanalítica, económica o biológica. Pero precisamente cuando una teoría tiene éxito «fuera de los criterios», cuando la simple sugerencia de aplicarle criterios de comprobación se convierte en sacrílega, es cuando nos encontramos en presencia de una moda.

No se «lanza» una moda intelectual a voluntad. La obstinación repetitiva, incluso apoyada por todos los medios de comunicación imaginables, no basta. Es preciso que la teoría, su materia y, sobre todo, su manera respondan a una necesidad, a necesidades. El éxito del doctor Jacques Lacan ofrece un compendio ejemplar de las condiciones precisas. El psicoanalista Lacan rehúsa los criterios técnicos de la cura, hasta el punto de ser expulsado por la Asociación Internacional de Psicoanálisis. Sustituye las dificultades reales de la investigación científica por las dificultades artificiales de un estilo oscuro, precioso y pedante, que procura a sus lectores y a sus auditores, al mismo tiempo, la ilusión de hacer un esfuerzo y la satisfacción de creerse iniciados en un pensamiento particularmente arduo.

Estas dos primeras condiciones, facilidad real y dificultad aparente, proporcionan la receta que permite a una vasta clientela el gozo iniciático, el privilegio de percibirse como una minoría. Es incluso la condición indispensable de toda moda intelectual: se la puede bautizar como el elitismo de masa. A lo que se añade otro ingrediente: el recurso a una disciplina de apoyo. El doctor Lacan ha precisado de un cierto tiempo para encontrarla. En un capítulo de su Introduction á la sémiologie,[208] Georges Mounin ha estudiado, en su calidad de lingüista, las olas terminológicas sucesivas que rompen sobre el estilo de Lacan. Después de la ola logicomatemática, luego «dialéctica», durante la moda hegeliana, surgió la fase fenomenológica y heideggeriana, luego la emergencia, después de 1960, del estructuralismo y de la lingüística.

Naturalmente no se trataba, en el círculo lacaniano, de hacer lingüística seria. Mounin llega a deplorar que «la Escuela Normal, donde hubiera debido producirse, por prioridad el aggiornamento lingüístico de alta calidad, haya perdido, en parte por culpa de Lacan, unos diez o quince años difíciles de recuperar». Pues Lacan se ha limitado a jugar con la lingüística, planteando el principio de que «el inconsciente es un lenguaje», o, mejor, que está «estructurado como un lenguaje», lo que desde el punto de vista freudiano es un contrasentido total. Sin volver sobre esta confusión, de la que me he ocupado a menudo detalladamente,[209] me limitaré a subrayar que los que la cometieron seguían una inclinación dominante de la época. Esa inclinación consistía en reducirlo todo a un «discurso». No hay medicina, sino un «discurso» médico; no hay política, sino un «discurso» político. Reescribir el psicoanálisis o el marxismo en la terminología de la disciplina que parece a muchos la más moderna, la más «en punta» en ese caso, la lingüística estructural (pero cualquier otra disciplina ha servido o servirá), tal es la cuarta condición del éxito, fuera éste de Roland Barthes o de Michel Foucault. A lo que hay que añadir una quinta condición, que no es la menor: desembocar en una doctrina que parezca dar una explicación global de la condición humana, es decir, en un sistema filosófico. Facilidad de hecho, dificultad aparente, vocabulario iniciático, elitismo de masas, disciplina de apoyo y globalismo explicativo, tal es la ficha descriptiva mínima de una moda intelectual. Adquiere, además, una fuerza de penetración excepcional si es defendida y divulgada por un «gurú» al que se pueda idolatrar.

Entonces, ¿por qué se muere una moda? No porque haya sido refutada, sino porque otras doctrinas, otras corrientes, se han puesto, con otro vocabulario, a cumplir las mismas funciones, a satisfacer las mismas necesidades que la vieja moda, que en ese momento se cubre de arrugas en el espacio de una mañana. Los que ocupan el lugar que ocupaba Lacan hace poco, están ahí, ante nuestros ojos, sus nombres están en todos los labios, su magia transfigura una multitud de temas sobre los que nadie estima que debe ejercer un control de competencia, o cuya demostrada incompetencia no les quita la menor audiencia. Y los lectores que se creen liberados de la moda gastada no sospechan que lo que ellos aclaman en aquel mismo momento es una nueva encarnación de la ilusión que ha dejado de gustar.

Por último, una tercera característica de los intelectuales pone de manifiesto que ellos acentúan, una vez más, en lugar de corregirlo, el error humano: es su extraña inclinación a los sistemas totalitarios. Una ojeada sobre los tres últimos siglos nos enseña que sólo una minoría de intelectuales ha optado por la sociedad liberal. En su mayoría han escogido proyectos de doma del hombre, de producción del «hombre nuevo». Para esa mayoría, la cultura constituye un medio de dominio, de reforma, de propaganda y de gobierno; todo, salvo un medio de conocimiento. Citado menos a menudo que su capítulo del Antiguo Régimen y la Revolución sobre los hombres de letras, el capítulo de Tocqueville, en esa misma obra, sobre los economistas es, tal vez, más esclarecedor todavía.[210] Pone al desnudo todos los resortes de la extraña pretensión de los teorizantes de reconstruir de arriba abajo el hombre y la sociedad. «El Estado, según los economistas -escribe-, no tiene que limitarse a mandar a la nación, sino a modelarla de una cierta manera; es él quien tiene que formar el espíritu de los ciudadanos siguiendo un cierto modelo que se ha propuesto anticipadamente; es su deber llenarlo de ciertas ideas y de procurar a su corazón ciertos sentimientos que él juzga necesarios.» Es la razón por la que «odian no solamente ciertos privilegios: la misma diversidad les es odiosa; adorarían la igualdad hasta en la servidumbre». Muy pocos intelectuales, desde el siglo XVIII, han estado a favor de la libertad: la mayoría ha combatido sobre todo para imponer a la sociedad su propia doctrina de la «libertad», en caso necesario, por la fuerza. Benjamin Constant se burla del abate de Mably, quien, nos dice, «apenas percibía en algún pueblo una medida vejatoria, pensaba haber hecho un descubrimiento y lo proponía como modelo; detestaba la libertad individual como se detesta a un enemigo personal».[211] ¿No es desconcertante y preocupante, por otra parte, que una de las bestias negras de los intelectuales desde hace tres siglos haya sido lo que ellos llaman, peyorativamente, el individualismo? Salvo un puñado de ellos, consideran también, a semejanza del abate de Mably y de Rousseau, la libertad individual como un enemigo personal. Pero, ¿no debería ser al contrario?[212] ¿No es la cultura el medio, para cada uno de nosotros, de conquistar la autonomía del juicio y de la opción moral? ¿No debería ser el pensador el que nos precediera y nos abriera camino en la conquista de la autonomía? ¿Por qué, en vez de enseñarnos a ser libres, se vuelve contra nosotros y quiere someternos al sistema que él ha concebido?

La respuesta, muy simple, está incluida en la pregunta: lo que la mayoría de los intelectuales, hasta este día, llama el triunfo de la cultura es la facultad de imponer sus concepciones a todos los demás hombres, y no la de liberarlos intelectualmente, poniendo a su disposición los medios de pensar por ellos mismos de manera original. Si la mayoría de los intelectuales que viven en las sociedades liberales odian esas mismas sociedades liberales, es porque éstas les impiden apropiarse enteramente de la dirección del prójimo.

Cambiar la libertad de expresión por el poder de oprimir no desagrada siempre a los intelectuales. Muchos de ellos adoran los regímenes o los partidos que suprimen o menoscaban su libertad y les dispensan, en cambio, con prodigalidad adulaciones, honores y subvenciones. Tales regímenes no se arriesgan a recibir una negativa cuando les dicen, en suma, para citar a Robert de Jouvenel: «Rehusamos respetar vuestro derecho. En cambio, os reconoceremos gustosamente derechos que no tenéis.»[213]

El socialista polaco Jan Waclav Makhaiski había visto en los intelectuales ese apetito de dominación y de monopolio, al desarrollar, hacia el año 1900, su teoría, que escandalizó a muchos, del «socialismo de los intelectuales».[214] En una palabra, según Makhaiski, «el socialismo es un régimen social basado en la explotación de los obreros por los intelectuales y profesionales» y «Marx, fundador del socialismo científico, es el profeta de esta nueva clase dominante, capaz y competente, que eliminará a los plutócratas, elementos arcaicos», resume muy claramente Skirda. No se puede evitar pensar en el programa, aplicado en Italia desde 1945 hasta 1980, aproximadamente, de Antonio Gramsci, que pensadores «burgueses» ingenuos toman por un liberal «eurocomunista», lo que es una gran fantasía. Gramsci es el teorizante más inflexiblemente leninista de la conquista del poder intelectual total. Esta idea fija, tanto en la derecha como en la izquierda, se encuentra en toda la historia de la intelligentsia. En el prólogo de la reedición, en 1985, de su primer libro, Les Indes rouges,[215] Bernard-Henri Lévy aporta este testimonio edificante: «Todavía me acuerdo, si se quiere una anécdota más personal y más precisa, de esas madrugadas de invierno en que Louis Althusser, con una llamada telefónica breve y deliberadamente enigmática, me convocaba en el edificio de la calle de Ulm; donde, con aires de conjurado preparando, lejos de los indiscretos, su gran noche filosófica, me llevaba, apenas llegado, al patio interior de la escuela, y en él caminábamos largo rato, con paso lento, alrededor del "estanque de los Ernest",[216] yo escuchándole, y él, con la frente pensativa, las manos en los bolsillos de su bata y la mirada cargada de signos de inteligencia, que yo debía comprender con medias palabras, explicándome el lugar que me reservaba en su estrategia de conquista, de control y de subversión... ¡del poder intelectual en Francia!»

En su libro de memorias, En los reinos de taifa, Juan Goytisolo narra un episodio muy revelador de la libido dominandi propia de los intelectuales. Escribe: «Recuerdo que Arrabal, furiosamente denostado entonces por Benigno y mis amigos del Partido, había hecho llegar a Sartre, a través de Nadeau, una de sus primeras obras teatrales y ésta debía aparecer en su revista con una nota introductoria del filósofo. La noticia me llenó de malhumor, como si un intruso hubiera invadido mi territorio y su talento pudiera poner en peligro el mío; el hecho, comentado por mí, escandalizó asimismo a mis compañeros de militancia. Siguiendo sus consejos, acudí muy democráticamente a Simone de Beauvoir para impedir el "desaguisado": Arrabal, le dije, era idealista, reaccionario y se desentendía de nuestra lucha; su promoción por Sartre sería desorientadora para muchos y, en cualquier caso, perjudicaría la causa del antifranquismo. A consecuencia de ello Sartre no escribió el prólogo y mis amigos y yo saboreamos sin sonrojo nuestra victoria mezquina. Sólo al zafarme, entre otras muchas cosas, de ese sentimiento de rivalidad sórdida de quienes conciben la literatura como una contienda de lobos y los resabios de arbitrariedad y maniqueísmo del medio español, caí en la cuenta de mi efímera pero triste actuación de censor. Como traté de expresar en Señas de identidad, la policía ideológica y cultural se adaptaba perfectamente al código peculiar de la tribu.»[217]

¿Cuándo los intelectuales abandonarán por fin la ilusión perversa de que están llamados a gobernar el mundo y no a iluminarlo, a construir, o incluso a destruir el hombre y no a instruirlo?

Una estremecedora sesión de exorcismo colectivo tuvo lugar, en este sentido, los días 16 y 17 de marzo de 1988, en Roma, donde antiguos intelectuales comunistas y socialistas hicieron comparecer ante su tribunal las sombras de Palmiro Togliatti, al que reconocieron culpable de asesinato, en razón de su papel en Moscú durante el Gran Terror, en 1937, y de la estalinización de la vida intelectual italiana a su regreso a su país tras la caída del fascismo. Togliatti había, en efecto, dejado fusilar por Stalin, sin pestañear, diría incluso que echándole una mano, a centenares de comunistas italianos antifascistas, refugiados en la Unión Soviética. Además, había hábilmente encontrado, después de la guerra, un terreno de entendimiento con el mundo intelectual italiano, proponiéndole una especie de pacto cultural «gramsciano». Ese pacto funcionó, por otra parte, durante treinta años a satisfacción de todos. A condición de que estuviesen en el regazo o en la zona de atracción del partido comunista italiano y también del partido socialista de Pietro Nenni, entonces aliado del PCI, los intelectuales, escritores y artistas gozaron durante esas tres décadas de un poder, de una protección y de una seguridad material considerables. Y también de una apreciable aunque relativa libertad, ya que Togliatti tuvo la suficiente sutileza para no ponerles en el bozal jdanoviano y para permitirles llegar con sus referencias, sus lecturas, sus tradiciones. Pero la incidencia funcional de este pacto fue nada menos que la opresión de la cultura italiana por una omnipresente burocracia ideológica. La sesión de inculpación póstuma de Togliatti, apasionante desde el punto de vista histórico y capital como viraje, puede ser incluida en el capítulo de los remordimientos retrospectivos que afloran súbitamente en un momento dado cuando ya no pueden cambiar la realidad. Fue la bancarrota cultural del comunismo y no la autocrítica de los intelectuales su causa determinante. Evacuar ruidosamente un navío embarrancado no requiere ningún heroísmo particular, aunque diera ocasión a análisis penetrantes y a rememoraciones llenas de interés. La cuestión está en saber si la crítica del pasado impedirá o no en el futuro la repetición de los mismos errores bajo otras formas.[218]

Buenos observadores de la Italia contemporánea atribuyen a la bancarrota del «pacto de Togliatti», es decir, al fracaso de la conquista cultural del poder social en el marco del marxismo institucional, la orientación fatal de numerosos intelectuales que a partir de 1968 se dirigieron hacia el terrorismo. Aunque la quiebra ideológica y práctica del partido comunista italiano haya, en efecto, podido servir de causa ocasional y segunda de esta conceptualización de la ametralladora, la causa primera continúa siendo, para mí, el odio fundamental a las civilizaciones de libertad. Si no, ¿por qué se habría asistido, en un contexto político-cultural y en un segundo plano histórico sin ninguna relación con los de Italia, en los Estados Unidos, en el santuario del espíritu que es la School of Education de la universidad de Stanford, del 4 al 6 de febrero de 1988, a un coloquio titulado «Talking Terrorism», cuya lista de oradores invitados había sido establecida de tal modo que sirviera enteramente para la glorificación del terrorismo internacional y en favor de la buena y vieja tesis de que son las democracias las intrínsecamente terroristas?

Una de las manías más intrigantes de los intelectuales consiste en proyectar así sobre las sociedades liberales los defectos que ellos rehúsan discernir en las sociedades totalitarias. Hemos visto producirse ese mecanismo de inversión de papeles en los intelectuales americanos. En Europa, Michel Foucault es uno de los pensadores en los que esto se observa con mayor sorpresa, pues Foucault no ha sido jamás ni comunista, ni simpatizante, ni siquiera marxista, contrariamente a Sartre y a tantos otros. Sólo un trivial prejuicio «progresista» interviene, pues, en su caso cuando interpreta las sociedades abiertas con su teoría del encierro, desarrollada en particular en Surveiller et punir.[220] Foucault describe en esta obra las sociedades liberales como fundadas en el principio de un encierro generalizado: encierro del niño en la escuela, del soldado en el cuartel, del delincuente o presunto delincuente en prisión; del loco o seudoloco en el hospital psiquiátrico. Cuando introduce en el mismo cesto formas tan heteróclitas de encierro para hacer un proceso por totalitarismo a las sociedades democráticas, y ello en el mismo momento en que éstas conocen un grado tal de libertades, y de liberalización de todos los sectores enumerados, como nunca habían disfrutado, Foucault -no podemos evitar pensarlo- describe en realidad otra sociedad, una sociedad que le fascina, pero que no nombra: la sociedad comunista. ¿En qué otra sociedad, en efecto, en la época precisa en que elabora su teoría, el encierro reina de manera tan universal y soberana? Encierro del niño en la escuela, como en todas partes; del soldado en el cuartel, aún más que en cualquier otra parte, con el servicio militar más largo del planeta; del loco, pero, sobre todo, del falso loco en los hospitales psiquiátricos utilizados para la represión política; encierro no sólo de los delincuentes de derecho común en las prisiones, sino de numerosos inocentes en campos de concentración y de trabajo forzado; encierro de la población por la prohibición que se le hace de desplazarse sin autorización, sin pasaporte interior, en el mismo país, y de escoger libremente el lugar de residencia; encierro, en fin, de toda la población en el interior de las fronteras de la Unión Soviética, por la prohibición de abandonarla o siquiera de ausentarse por una breve estancia en el extranjero... a menos de obtener, siempre por favor y no por derecho, un rarísimo visado de salida. Un componente esencial del sistema totalitario, opuesto a la civilización liberal, es la vocación que se atribuye de dominar el mundo, de regenerarlo, de imponer el tipo de sociedad que él encarna y que considera como superior a todos los demás. De ahí la ideología, y el lugar central que ella ocupa en estos sistemas y, por consiguiente, que concede a los intelectuales, encargados de «vigilar» la ortodoxia de la sociedad. Sólo el totalitarismo concede a los intelectuales un monopolio. En la civilización liberal cada intelectual no es más que un individuo que se dirige a otros individuos, los cuales son libres de escucharle o de no hacerle caso, de aprobarle o desaprobarle. Cada día, el trabajo de persuasión del público debe empezar de nuevo. ¡Qué fatiga y qué angustia! ¿Quién de entre nosotros no ha soñado en trocar esta precariedad por la comodidad de un Lyssenko, de un Heidegger, recibiendo el apoyo del aparato de Estado para neutralizar a todos los contradictores? Nos divertiremos, o nos entristeceremos, según nuestro temperamento, al ver, por ejemplo, a Diderot y D'Alembert, editores de la Enciclopedia (teóricamente la matriz de tantas libertades modernas), intervenir ante Malesherbes, encargado, bajo Luis XV, de la administración de las publicaciones, para pedirle que censure y secuestre los escritos de los autores que criticaban la Enciclopedia. El abate Morellet, en sus Memorias,[220] cita la carta que le envía entonces Malesherbes, para que se la comunique a D'Alembert, que había comisionado al abate para esa gestión ante el magistrado. Este último responde: «Si el señor D'Alembert, u otro cualquiera, puede demostrar que va contra el buen orden dejar que subsistan críticas en las cuales la Enciclopedia es tan maltratada como en los últimos folletos; si cualquier otro autor encuentra que es injusto tolerar hojas periódicas, y si pretende que el magistrado debe juzgar por sí mismo de la justicia de las críticas literarias antes de permitirlas, en una palabra, si hay alguna otra parte de mi administración que se encuentre reprensible, los que de ello se quejen no tienen más que dar a conocer sus razones al público. Les ruego que no me nombren, porque eso no es costumbre en Francia; pero pueden designarme tan claramente como quieran, y les prometo todo permiso. Espero, por lo menos, que después de haberme expuesto a sus declaraciones, pudiendo impedirlas, no oiré hablar más de quejas particulares, de las que os confieso que estoy harto.»

En suma, lo que Malesherbes recuerda a los enciclopedistas es que deben responder a los argumentos de sus adversarios con otros argumentos, en vez de exigir del brazo secular que los reduzca a un silencio forzoso. Pero, prosigue Morellet, «cuando expuse a mi amigo D'Alembert los principios del señor de Malesherbes, no pude hacérselos entender; y el filósofo vociferaba y juraba según su mala costumbre». D'Alembert, en virtud del eterno y admirable sofisma que traiciona al hombre de letras y al filósofo de todos los tiempos, decía que, en la Enciclopedia, él y sus amigos «no pasaban de los límites razonables de una discusión filosófica», mientras que las acusaciones de sus adversarios eran odiosos ataques personales «que debía prohibir un gobierno amigo de la verdad y que quisiera favorecer el progreso de los conocimientos». Nadie ignora, dicho sea de paso, que Malesherbes protegió abiertamente a los enciclopedistas y les ahorró toda clase de problemas con la censura real. Pero por su gusto, ¡hubiera debido tener que encerrar en la Bastilla también a todos sus contradictores! Sin duda, fue a causa de su pluralismo traidor y de su pernicioso respeto por todas las opiniones, que en 1794 los discípulos de los enciclopedistas en el poder le manifestaron su gratitud haciéndole guillotinar.

Pido que se me crea: suponiendo que mis simpatías personales tengan la menor importancia, yo mismo me siento uno de los lejanos hijos espirituales de los enciclopedistas y no de sus adversarios. Pero mi idea es la siguiente: mientras los intelectuales consideren como normal llamar «lucha por la libertad de espíritu» y por «los derechos del hombre» la única facultad, reivindicada para ellos mismos, de pleitear en lo abstracto por la libertad mientras la rehúsan para sus oponentes y de considerarse poseedores de la verdad mientras cultivan la mentira, el fracaso de la cultura, su impotencia para ejercer alguna influencia positiva sobre la historia, en el terreno moral, continuará en el futuro para mayor desgracia de la humanidad.

No obstante, me atrevo a esperar que ya hemos llegado al final de la época durante la cual los intelectuales se han esforzado, por encima de todo, en colocar a la humanidad bajo su dominio ideológico y que estamos entrando en la era en la que, por fin, van a ajustarse a su vocación, que es poner el conocimiento al servicio de los hombres... y no solamente en el terreno científico y técnico. El paso de la época antigua, en que la esterilización del conocimiento era tenida por norma, a una época nueva, no es, por otra parte, una opción posible entre otras: es una necesidad. Nuestra civilización está condenada a ponerse de acuerdo consigo misma o bien a retroceder hacia una fase primitiva, en la que no habrá contradicción entre el conocimiento y el comportamiento, porque ya no existirá el conocimiento.

Notas

[182] Pierre Daix, J'ai cru au matin, Laffont, 1976.

[183] La corde raide y Hiéroglyphes, trad. fr. 1953 y 1955; nueva edición «Pluriel», 1978.

[184] Gallimard, 1982

[185] Julliard, 1987.

[186] Laffont, 1979.

[187] Traducción francesa: La Bombe P, Fayard, 1972. Sobre la falta de seriedad de estas tesis, véase Jean-Claude Chesnais, La revancha del Tercer Mundo, París, Laffont, 1987 (traducción española, Barcelona, Planeta, 1988), y, del mismo, La transition démographique, París, PUF, 1986.

[188] París, Éditions de Minuit.

[189] 1º de mayo de 1988.

[190] Traducción francesa: La peinture de la vie moderne, Paris dans l'art de Manet et ses successeurs, Knopf. M. Clark emigró luego a California.

[191] New York Review of Books, 15 de agosto de 1985.

[192] «Cultural apparatchiks like Mrs. Cachin have a state machineset up for the purpose, which never stops vomiting retrospectives. The animus informing Mrs. Cachin's review was provoked in great measure, I believe, by my lack of enthusiasm for most of its products.»

[193] París, Verdier, 1987.

[194] Se sabe que Heidegger distingue lo ontológico, o ciencia del Ser, y lo «óntico», referente a los «que están», nivel de la «existencia no auténtica».

[195] Véase en particular el capítulo III.

[196] L'Express, 7 de junio de 1971; citado en Idées de nostre temps, París, Robert Laf-font, 1972.

[197] Mi vida en Alemania, antes y después de 1933; traducción francesa de Monique Lebedel, París, 1988; edición original en alemán, Stuttgart, 1986.

[198] Página 21, nota 1

[199] Véase el edificante dossier de prensa en Heidegger et les modernes, de L. Ferry y A. Renaut, París, Grasset, 1988.

[200] La futilidad del mismo Heidegger como pensador se observa incluso en textos en que su ontología nazi no constituye el tema de base. Así en El origen de la obra de arte, cuya trivialidad había observado yo en ¿Para qué los filósofos? (capítulo V), Heidegger, que acumula sobre un cuadro de Van Gogh clichés de un inenarrable aburrimiento, no ha sido siquiera capaz de consultar sobre ese cuadro del pintor una pequeña documentación elemental, y comete sobre el contenido de la obra un error grosero que derrumba toda su presuntuosa interpretación. Ver a ese respecto Meyer Schapiro, «The Still Life as a Personal Object. A note on Heidegger and Van Gogh», The Reach of Mind: Essays in Memory ofKurt Goldstein, Nueva York, Springer Publishing Company, 1968, trad. fr. en Meyer Schapiro, Style, artiste et société, París, Gallimard, 1982.

[201] Walter Laqueur, Weimar, une histoire culturelle de l'Allemagne des annés vingt; trad. fr. Georges Liébert, París, 1978; título original, Weimar, a Cultural History 1918-1933, Londres, 1974.

[202] Op. cit.

[203] El economista, tío de André Gide.

[204] Véase esta polémica en Le Monde del 2 de septiembre de 1986.

[205] La cursiva es mía.

[206] París, Éditions du Seuil, 1967.

[207] Gustave Le Bon, La psychologie des foules, 1895.

[208] Éditions de Minuit, 1970.

[209] Pourquoi des philosophes? (¿Para qué los filósofos?), 1975, capítulo VI y prólogo de la edición de 1971, Livre de Poche, col. «Plueriel», pág. 36 y siguientes.

[210] Libro III, capítulo III: «Cómo los franceses han querido reformas antes de querer libertades.»

[211] Benjamin Constant, De la libertad de tos antiguos comparada con la de los modernos, 1819.

[212] La historia abrumadora de esta lucha fanática de los intelectuales contra la libertad individual ha sido narrada por Alain Laurent, en dos obras fundamentales: De l'individualisme (París, PUF, 1985) y L'individu et ses ennemis (París, Pluriel-Hachette, 1987).

[213] La République des camarades.

[214] En francés, disponemos de una selección de textos de Makhaiski, Le socialisme des intellectuels (París, Seuil, 1979), traducido, con una excelente presentación, por Alexandre Skirda. Se encontrarán en las notas de esta presentación referencias a varios estudios en lengua inglesa sobre el «makhaiskisme».

[215] París, Grasset y Livre de Poche.

[216] En el argot de la Escuela Normal, los «Ernest» son los peces de colores que nadan en el estanque central del patio de honor del número 45 de la calle Ulm, en París.

[217] En los reinos de Taifa, Barcelona, Seix Barral, 1986; traducción francesa, Fayard, 1988.

[218] Véase el texto íntegro de las comunicaciones en «Lo stalinismo sinistra italiana, atti del convegno organizzatto da "Mondoperaio"», Roma, 16-17 de marzo de 1988 (suplemento del núm. 4 de Argomenti socialisti, Roma, abril de 1988).

[219] París, Gallimard, 1975.

[220] Reeditadas por Mercure de France en 1988. Mémoires de l'abbé Morellet, de l'Académie française, sur le XVIIIe siécle et la Révolution, prólogo y notas de J. P. Guicciardini.

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