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I.- Formación de Una Comunidad de Personas
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas: del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes. Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como comunidad de personas. Cuanto he escrito en la encíclica Redemptor hominis encuentra su originalidad y aplicación privilegiada precisamente en la familia en cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente».[45]
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la comunidad conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son ya dos, sino una sola carne»[46] y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma[47]—, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial confirmada por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor».[48]
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por su indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los cónyuges y reclaman su indisoluble unidad».[49]
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza —como han hecho los Padres del Sínodo— la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos, en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza.[50]
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la «dureza de corazón»,[51] sino que también y principalmente pueden compartir el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así como el Señor Jesús es el «testigo fiel»,[52] es el «sí» de las promesas de Dios[53] y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin.[54]
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor: «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».[55]
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el Episcopado que han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento a las numerosas parejas que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a ellas confiado de ser un «signo» en el mundo —un signo pequeño y precioso, a veces expuesto a tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que, aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad. Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad la gracia de Cristo, «el Primogénito entre los hermanos»,[56] es por su naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama santo Tomás de Aquino.[57] El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos, es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que acumuna y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia de Dios. Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está constituida por la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse «Iglesia doméstica».[58]
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas, haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más rica»:[59] es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días, compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el intercambio educativo entre padres e hijos,[60] en que cada uno da y recibe. Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su específica e insustituible contribución a la edificación de una familia auténticamente humana y cristiana.[61] En esto se verán facilitados si los padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio «ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la participación en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa».[62]
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger, respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de las relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el don sincero de sí mismas.[63]
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención privilegiada a la mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la sociedad. En la misma perspectiva deben considerarse también el hombre como esposo y padre, el niño y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»,[64] Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y con las responsabilidades que son propias de la persona humana. Dios manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús».[65]
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del amplio y complejo tema de las relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a algunos puntos esenciales, no se puede dejar de observar cómo en el campo más específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y cultural sea verdadera y plenamente humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada «teología del trabajo» ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida cristiana y determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por consiguiente el significado original e insustituible del trabajo de la casa y la educación de los hijos.[66] Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad actual, pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea reconocido por todos y estimado por su valor insustituible. Esto tiene una importancia especial en la acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma de la posible discriminación entre los diversos trabajos y profesiones cuando resulta claramente que todos y en todos los sectores se empeñan con idéntico derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así más espléndida la imagen de Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia, de la sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia a su feminidad ni la imitación del carácter masculino, sino la plenitud de la verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano no como persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del interés egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la prostitución —tanto más cuando es organizada— y todas las diferentes discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la profesión, de la retribución del trabajo, etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza posible por los Padres Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de todos se desarrolle una acción pastoral específica más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»,[67] y hace suya la exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne».[68]
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer... Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su amor».[69] El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad personal».[70] El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que Cristo tiene a la Iglesia.[71]
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una importancia única e insustituible.[72] Como la experiencia enseña, la ausencia del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas, la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios,[73] el hombre está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la familia. Realizará esta tarea mediante una generosa responsabilidad por la vida concebida junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más solícito y compartido con la propia esposa,[74] un trabajo que no disgregue nunca la familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los niños vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos».[75]
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas, el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para cada uno de nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo, ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño, incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del 2000 que se acerca?».[76]
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario —material, afectivo, educativo, espiritual— a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»,[77] serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres.[78]
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia— y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador de sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de agudos sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para tantas familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a descubrir y a valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en particular en la familia. En realidad, «la vida de los ancianos ayuda a clarificar la escala de valores humanos; hace ver la continuidad de las generaciones y demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios. Los ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta gente mayor no ha subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de los ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!».[79]
Notas
[45] Juan Pablo II, Cart. Enc. Redemptor hominis, 10: AAS 71 (1979) 274.
[46] Mt 19, 6; cfr. Gén 2, 24.
[47] Cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): AAS 72 (1980), 426 s.
[48] Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 49; cfr. Juan Pablo II, Discurso a los esposos, 4 (Kinshasa, 3 de mayo de 1980): l.c.
[49] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
[50] Cfr. Ef 5, 25.
[51] Cfr. Mt 19, 8.
[52] Ap 3, 14.
[53] Cfr. 2 Cor 1, 20.
[54] Cfr. Jn 13, 1.
[55] Mt 19, 6.
[56] Rom 8, 29.
[57] Summa Theologiae, IIa-IIae, 14, 2, ad 4.
[58] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, 11, cfr. Decr. sobre el apostolado de los seglares Apostolicam actuositatem, 11.
[59] Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.
[60] Cfr. Ef 6, 1-4; Col 3, 20 s.
[61] Cfr. Conc. Ecum. Vat, II, Const. pastoral sobre la-Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
[62] Jn 17, 21.
[63] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 24.
[64] Gén 1, 27.
[65] Gál 3, 26.28.
[66] Cfr. Juan Pablo II, Cart. Enc. Laborem exercens, 19 AAS 73 (1981), 625.
[67] Gén 2, 18.
[68] Ibid., 2, 23.
[69] S. Ambrosio, Exameron, V, 7, 19: CSEL 32, I, 154.
[70] Pablo VI, Cart. Enc. Humanae vitae, 9: AAS 60 (1968), 486.
[71] Cfr. Ef 5, 25.
[72] Cfr. Juan Pablo II, Homilía a los fieles de Terni, 3-5 (19 de marzo de 1981): AAS 73 (1981), 268-271.
[73] Cfr. Ef 3, 15.
[74] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 52.
[75] Lc 18, 16; cfr. Mt 19, 14; Mc 10, 14.
[76] Juan Pablo II, Discurso a la Asamblea General de las Naciones Unidas, 21 (2 de octubre del 1979): AAS 71(1979), 1159.
[77] Lc 2, 52.
[78] Cfr. Conc. Ecum. Vat. II, Const. pastoral sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 48.
[79] Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el «International Forum on Active Aging», 5 (5 de septiembre de 1980) Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 2 (1980), 539.
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