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Capítulo I.- Tomado de entre los hombres

La formación sacerdotal ante los desafíos del final del segundo milenio

El sacerdote en su tiempo

5. «Todo Sumo Sacerdote es tomado de entre los hombres y está puesto en favor de los hombres en lo que se refiere a Dios» (Heb 5, 1).

La Carta a los Hebreos subraya claramente la «humanidad» del ministro de Dios: pues procede de los hombres y está al servicio de los hombres, imitando a Jesucristo, «probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Heb 4, 15).

Dios llama siempre a sus sacerdotes desde determinados contextos humanos y eclesiales, que inevitablemente los caracterizan y a los cuales son enviados para el servicio del Evangelio de Cristo.

Por eso el Sínodo ha estudiado el tema de los sacerdotes en su contexto actual, situándolo en el hoy de la sociedad y de la Iglesia y abriéndolo a las perspectivas del tercer milenio, como se deduce claramente de la misma formulación del tema: «La formación de los sacerdotes en la situación actual».

Ciertamente «hay una fisonomía esencial del sacerdote que no cambia: en efecto, el sacerdote de mañana, no menos que el de hoy, deberá asemejarse a Cristo. Cuando vivía en la tierra, Jesús reflejó en sí mismo el rostro definitivo del presbítero, realizando un sacerdocio ministerial del que los apóstoles fueron los primeros investidos y que está destinado a durar, a continuarse incesantemente en todos los períodos de la historia. El presbítero del tercer milenio será, en este sentido, el continuador de los presbíteros que, en los milenios precedentes, han animado la vida de la Iglesia. También en el dos mil la vocación sacerdotal continuará siendo la llamada a vivir el único y permanente sacerdocio de Cristo».[9] Pero ciertamente la vida y el ministerio del sacerdote deben también «adaptarse a cada época y a cada ambiente de vida... Por ello, por nuestra parte debemos procurar abrirnos, en la medida de lo posible, a la iluminación superior del Espíritu Santo, para descubrir las orientaciones de la sociedad moderna, reconocer las necesidades espirituales más profundas, determinar las tareas concretas más importantes, los métodos pastorales que habrá que adoptar, y así responder de manera adecuada a las esperanzas humanas».[10]

Por ser necesario conjugar la verdad permanente del ministerio presbiteral con las instancias y características del hoy, los Padres sinodales han tratado de responder a algunas preguntas urgentes: ¿qué problemas y, al mismo tiempo, qué estímulos positivos suscita el actual contexto sociocultural y eclesial en los muchachos, en los adolescentes y en los jóvenes, que han de madurar un proyecto de vida sacerdotal para toda su existencia?, ¿qué dificultades y qué nuevas posibilidades ofrece nuestro tiempo para el ejercicio de un ministerio sacerdotal coherente con el don del Sacramento recibido y con la exigencia de una vida espiritual correspondiente?

Presento ahora algunos elementos del análisis de la situación que los Padres sinodales han desarrollado, conscientes de que la gran variedad de circunstancias socioculturales y eclesiales presentes en los diversos países aconseja señalar sólo los fenómenos más profundos y extendidos, particularmente aquellos que se refieren a los problemas educativos y a la formación sacerdotal.

El Evangelio hoy: esperanzas y obstáculos

6. Múltiples factores parecen favorecer en los hombres de hoy una conciencia más madura de la dignidad de la persona y una nueva apertura a los valores religiosos, al Evangelio y al ministerio sacerdotal.

En la sociedad encontramos, a pesar de tantas contradicciones, una sed de justicia y de paz muy difundida e intensa; una conciencia más viva del cuidado del hombre por la creación y por el respeto a la naturaleza; una búsqueda más abierta de la verdad y de la tutela de la dignidad humana; el compromiso creciente, en muchas zonas de la población mundial, por una solidaridad internacional más concreta y por un nuevo orden mundial, en la libertad y en la justicia. Junto al desarrollo cada vez mayor del potencial de energías ofrecido por las ciencias y las técnicas, y la difusión de la información y de la cultura, surge también una nueva pregunta ética; la pregunta sobre el sentido, es decir, sobre una escala objetiva de valores que permita establecer las posibilidades y los límites del progreso.

En el campo más propiamente religioso y cristiano, caen prejuicios ideológicos y cerrazones violentas al anuncio de los valores espirituales y religiosos, mientras surgen nuevas e inesperadas posibilidades para la evangelización y la renovación de la vida eclesial en muchas partes del mundo. Tiene lugar así una creciente difusión del conocimiento de las Sagradas Escrituras; una nueva vitalidad y fuerza expansiva de muchas Iglesias jóvenes, con un papel cada vez más relevante en la defensa y promoción de los valores de la persona y de la vida humana; un espléndido testimonio del martirio por parte de las Iglesias del Centro y Este europeo, como también un testimonio de la fidelidad y firmeza de otras Iglesias que todavía están sometidas a persecuciones y tribulaciones por la fe.[11]

El deseo de Dios y de una relación viva y significativa con Él se presenta hoy tan intenso, que favorecen, allí donde falta el auténtico e íntegro anuncio del Evangelio de Jesús, la difusión de formas de religiosidad sin Dios y de múltiples sectas. Su expansión, incluso en algunos ambientes tradicionalmente cristianos, es ciertamente para todos los hijos de la Iglesia, y para los sacerdotes en particular, un motivo constante de examen de conciencia sobre la credibilidad de su testimonio del Evangelio, pero es también signo de cuán profunda y difundida está la búsqueda de Dios.

7. Pero con estos y otros factores positivos están relacionados muchos elementos problemáticos o negativos.

Todavía está muy difundido el racionalismo que, en nombre de una concepción reductiva de «ciencia», hace insensible la razón humana al encuentro con la Revelación y con la trascendencia divina.

Hay que constatar también una defensa exacerbada de la subjetividad de la persona, que tiende a encerrarla en el individualismo incapaz de relaciones humanas auténticas. De este modo, muchos, principalmente muchachos y jóvenes, buscan compensar esta soledad con sucedáneos de varias clases, con formas más o menos agudas de hedonismo, de huida de las responsabilidades; prisioneros del instante fugaz, intentan «consumir» experiencias individuales lo más intensas posibles y gratificantes en el plano de las emociones y de las sensaciones inmediatas, pero se muestran indiferentes y como paralizados ante la oferta de un proyecto de vida que incluya una dimensión espiritual y religiosa y un compromiso de solidaridad.

Además, se extiende por todo el mundo —incluso después de la caída de las ideologías que habían hecho del materialismo un dogma y del rechazo de la religión un programa— una especie de ateísmo práctico y existencial, que coincide con una visión secularizada de la vida y del destino del hombre. Este hombre «enteramente lleno de sí, este hombre que no sólo se pone como centro de todo su interés, sino que se atreve a llamarse principio y razón de toda realidad»,[12] se encuentra cada vez más empobrecido de aquel «suplemento de alma» que le es tanto más necesario cuanto más una gran disponibilidad de bienes materiales y de recursos lo hace creer falsamente autosuficiente. Ya no hay necesidad de combatir a Dios; se piensa que basta simplemente con prescindir de Él.

En este contexto hay que destacar en particular la disgregación de la realidad familiar y el oscurecimiento o tergiversación del verdadero significado de la sexualidad humana. Son fenómenos que influyen, de modo muy negativo, en la educación de los jóvenes y en su disponibilidad para toda vocación religiosa. Igualmente debe tenerse en cuenta el agravarse de las injusticias sociales y la concentración de la riqueza en manos de pocos, como fruto de un capitalismo inhumano,[13] que hace cada vez mayor la distancia entre pueblos ricos y pueblos pobres; de esta manera se crean en la convivencia humana tensiones e inquietudes que perturban profundamente la vida de las personas y de las comunidades.

Incluso en el campo eclesial se dan fenómenos preocupantes y negativos, que influyen directamente en la vida y el ministerio de los sacerdotes, como la ignorancia religiosa que persiste en muchos creyentes; la escasa incidencia de la catequesis, sofocada por los mensajes más difundidos y persuasivos de los medios de comunicación de masas; el mal entendido pluralismo teológico, cultural y pastoral que, aun partiendo a veces de buenas intenciones, termina por hacer difícil el diálogo ecuménico y atentar contra la necesaria unidad de la fe; la persistencia de un sentido de desconfianza y casi de intolerancia hacia el magisterio jerárquico; las presentaciones unilaterales y reductivas de la riqueza del mensaje evangélico, que transforman el anuncio y el testimonio de la fe en un factor exclusivo de liberación humana y social o en un refugio alienante en la superstición y en la religiosidad sin Dios.[14]

Un fenómeno de gran relieve, aunque relativamente reciente en muchos países de antigua tradición cristiana, es la presencia en un mismo territorio de consistentes núcleos de razas y religiones diversas. Se desarrolla así cada vez más la sociedad multirracial y multirreligiosa. Si, por un lado, esto puede ser ocasión de un ejercicio más frecuente y fructuoso del diálogo, de una apertura de mentalidad, de una experiencia de acogida y de justa tolerancia, por otro lado, puede ser causa de confusión y relativismo, sobre todo en personas y poblaciones de una fe menos madura.

A estos factores, y en relación íntima con el crecimiento del individualismo, hay que añadir el fenómeno de la concepción subjetiva de la fe. Por parte de un número creciente de cristianos se da una menor sensibilidad al conjunto global y objetivo de la doctrina de la fe en favor de una adhesión subjetiva a lo que agrada, que corresponde a la propia experiencia y que no afecta a las propias costumbres. Incluso apelar a la inviolabilidad de la conciencia individual, cosa legítima en sí misma, no deja de ser, en este contexto, peligrosamente ambiguo.

De aquí se sigue también el fenómeno de los modos cada vez más parciales y condicionados de pertenecer a la Iglesia, que ejercen un influjo negativo sobre el nacimiento de nuevas vocaciones al sacerdocio, sobre la autoconciencia misma del sacerdote y su ministerio en la comunidad.

Finalmente, la escasa presencia y disponibilidad de sacerdotes crea todavía hoy en muchos ambientes eclesiales graves problemas. Los fieles quedan con frecuencia abandonados durante largos períodos y sin la adecuada asistencia pastoral; esto perjudica el crecimiento de su vida cristiana en su conjunto y, más aún, su capacidad de ser ulteriormente promotores de evangelización.

Los jóvenes ante la vocación y la formación sacerdotal

8. Las numerosas contradicciones y posibilidades que presentan nuestras sociedades y culturas y, al mismo tiempo, las comunidades eclesiales, son percibidas, vividas y experimentadas con una intensidad muy particular por el mundo de los jóvenes, con repercusiones inmediatas y más que nunca incisivas en su proceso educativo. En este sentido el nacimiento y desarrollo de la vocación sacerdotal en los niños, adolescentes y jóvenes encuentran continuamente obstáculos y estímulos.

Los jóvenes sienten más que nunca el atractivo de la llamada «sociedad de consumo», que los hace dependientes y prisioneros de una interpretación individualista, materialista y hedonista de la existencia humana. El «bienestar» materialísticamente entendido tiende a imponerse como único ideal de vida, un bienestar que hay que lograr a cualquier condición y precio. De aquí el rechazo de todo aquello que sepa a sacrificio y renuncia al esfuerzo de buscar y vivir los valores espirituales y religiosos. La «preocupación» exclusiva por el tener suplanta la primacía del ser, con la consecuencia de interpretar y de vivir los valores personales e interpersonales no según la lógica del don y de la gratuidad, sino según la de la posesión egoísta y de la instrumentalización del otro.

Esto se refleja, en particular, sobre la visión de la sexualidad humana, a la que se priva de su dignidad de servicio a la comunión y a la entrega entre las personas, para quedar reducida simplemente a un bien de consumo. Así, la experiencia afectiva de muchos jóvenes no conduce a un crecimiento armonioso y gozoso de la propia personalidad, que se abre al otro en el don de sí mismo, sino a una grave involución psicológica y ética, que no dejará de tener influencias graves para su porvenir.

En la raíz de estas tendencias se halla, en no pocos jóvenes, unaexperiencia desviada de la libertad: lejos de ser obediencia a la verdad objetiva y universal, la libertad se vive como un asentimiento ciego a las fuerzas instintivas y a la voluntad de poder del individuo. Se hacen así, en cierto modo, naturales en el plano de la mentalidad y del comportamiento el resquebrajamiento de la aceptación de los principios éticos, y en el plano religioso —aunque no haya siempre un rechazo de Dios explícito— una amplia indiferencia y desde luego una vida que, incluso en sus momentos más significativos y en las opciones más decisivas, es vivida como si Dios no existiese. En este contexto se hace difícil no sólo la realización, sino la misma comprensión del sentido de una vocación al sacerdocio, que es un testimonio específico de la primacía del ser sobre el tener; es un reconocimiento del significado de la vida como don libre y responsable de sí mismo a los demás, como disponibilidad para ponerse enteramente al servicio del Evangelio y del Reino de Dios bajo la particular forma del sacerdocio.

Incluso en el ámbito de la comunidad eclesial, el mundo de los jóvenes constituye, no pocas veces, un «problema». En realidad, si en los jóvenes, todavía más que en los adultos, se dan una fuerte tendencia a la concepción subjetiva de la fe cristiana y una pertenencia sólo parcial y condicionada a la vida y a la misión de la Iglesia, cuesta emprender en la comunidad eclesial, por una serie de razones, una pastoral juvenil actualizada y entusiasta. Los jóvenes corren el riesgo de ser abandonados a sí mismos, al arbitrio de su fragilidad psicológica, insatisfechos y críticos frente a un mundo de adultos que, no viviendo de forma coherente y madura la fe, no se presentan ante ellos como modelos creíbles.

Se hace entonces evidente la dificultad de proponer a los jóvenes una experiencia integral y comprometida de vida cristiana y eclesial, y de educarlos para la misma. De esta manera, la perspectiva de la vocación al sacerdocio queda lejana a los intereses concretos y vivos de los jóvenes.

9. Sin embargo, no faltan situaciones y estímulos positivos, que suscitan y alimentan en el corazón de los adolescentes y jóvenes una nueva disponibilidad, así como una verdadera y propia búsqueda de valores éticos y espirituales, que por su naturaleza ofrecen terreno propicio para un camino vocacional a la entrega total de sí mismos a Cristo y a la Iglesia en el sacerdocio.

Hay que decir, antes que nada, que se han atenuado algunos fenómenos que en un pasado reciente habían provocado no pocos problemas, como la contestación radical, los movimientos libertarios, las reivindicaciones utópicas, las formas indiscriminadas de socialización, la violencia.

Hay que reconocer además que también los jóvenes de hoy, con la fuerza y la ilusión típicas de la edad, son portadores de los ideales que se abren camino en la historia: la sed de libertad; el reconocimiento del valor inconmensurable de la persona; la necesidad de autenticidad y de transparencia; un nuevo concepto y estilo de reciprocidad en las relaciones entre hombre y mujer; la búsqueda convencida y apasionada de un mundo más justo, más solidario, más unido; la apertura y el diálogo con todos; el compromiso por la paz.

El desarrollo, tan rico y vivaz en tantos jóvenes de nuestro tiempo, de numerosas y variadas formas de voluntariado dirigidas a las situaciones más olvidadas y pobres de nuestra sociedad, representa hoy un recurso educativo particularmente importante, porque estimula y sostiene a los jóvenes hacia un estilo de vida más desinteresado, abierto y solidario con los necesitados. Este estilo de vida puede facilitar la comprensión, el deseo y la respuesta a una vocación de servicio estable y total a los demás, incluso en el camino de una plena consagración a Dios mediante la vida sacerdotal.

La reciente caída de las ideologías, la forma tan crítica de situarse ante el mundo de los adultos, que no siempre ofrecen un testimonio de vida entregada a los valores morales y trascendentes, la misma experiencia de compañeros que buscan evasiones en la droga y en la violencia, contribuyen a hacer más aguda e ineludible la pregunta fundamental sobre los valores que son verdaderamente capaces de dar plenitud de significado a la vida, al sufrimiento y a la muerte. En muchos jóvenes se hacen más explícitos el interrogante religioso y la necesidad de vida espiritual. De ahí el deseo de experiencias "de desierto" y de oración, el retorno a una lectura más personal y habitual de la Palabra de Dios, y al estudio de la teología.

Al igual que eran ya activos y protagonistas en el ámbito del voluntariado social, los jóvenes lo son también cada vez más en el ámbito de la comunidad eclesial, sobre todo con la participación en las diversas agrupaciones, desde las más tradicionales, aunque renovadas, hasta las más recientes. La experiencia de una Iglesia llamada a la «nueva evangelización» por su fidelidad al Espíritu que la anima y por las exigencias del mundo alejado de Cristo pero necesitado de Él, como también la experiencia de una Iglesia cada vez más solidaria con el hombre y con los pueblos en la defensa y en la promoción de la dignidad personal y de los derechos humanos de todos y cada uno, abren el corazón y la vida de los jóvenes a ideales muy atrayentes y que exigen un compromiso, que puede encontrar su realización concreta en el seguimiento de Cristo y en el sacerdocio.

Es natural que de esta situación humana y eclesial, caracterizada por una fuerte ambivalencia, no se pueda prescindir de hecho ni en la pastoral de las vocaciones y en la labor de formación de los futuros sacerdotes ni tampoco en el ámbito de la vida y del ministerio de los sacerdotes, así como en el de su formación permanente. Por ello, si bien se pueden comprender los diversos tipos de «crisis», que padecen algunos sacerdotes de hoy en el ejercicio del ministerio, en su vida espiritual y también en la misma interpretación de la naturaleza y significado del sacerdocio ministerial, también hay que constatar, con alegría y esperanza, las nuevas posibilidades positivas que el momento histórico actual ofrece a los sacerdotes para el cumplimiento de su misión.

El discernimiento evangélico

10. La compleja situación actual, someramente expuesta mediante alusiones y a modo de ejemplo, exige no sólo ser conocida, sino sobre todo interpretada. Únicamente así se podrá responder de forma adecuada a la pregunta fundamental: ¿Cómo formar sacerdotes que estén verdaderamente a la altura de estos tiempos, capaces de evangelizar al mundo de hoy?[15]

Es importante el conocimiento de la situación. No basta una simple descripción de los datos; hace falta una investigación científica con la que se pueda delinear un cuadro exacto de las circunstancias socioculturales y eclesiales concretas.

Pero es aún más importante la interpretación de la situación. Ello lo exige la ambivalencia y a veces el carácter contradictorio que caracterizan las situaciones, las cuales presentan a la vez dificultades y posibilidades, elementos negativos y razones de esperanza, obstáculos y aperturas, a semejanza del campo evangélico en el que han sido sembrados y «conviven» el trigo y la cizaña (cf.Mt 13, 24ss.).

No siempre es fácil una lectura interpretativa, que sepa distinguir entre el bien y el mal, entre signos de esperanza y peligros. En la formación de los sacerdotes no se trata sólo y simplemente de acoger los factores positivos y constatar abiertamente los negativos. Se trata de someter los mismos factores positivos a un cuidadoso discernimiento, para que no se aíslen el uno del otro ni estén en contraste entre sí, absolutizándose y oponiéndose recíprocamente. Lo mismo puede decirse de los factores negativos: no hay que rechazarlos en bloque y sin distinción, porque en cada uno de ellos puede esconderse algún valor, que espera ser descubierto y reconducido a su plena verdad.

Para el creyente, la interpretación de la situación histórica encuentra el principio cognoscitivo y el criterio de las opciones de actuación consiguientes en una realidad nueva y original, a saber, en el discernimiento evangélico; es la interpretación que nace a la luz y bajo la fuerza del Evangelio, del Evangelio vivo y personal que es Jesucristo, y con el don del Espíritu Santo. De ese modo, el discernimiento evangélico toma de la situación histórica y de sus vicisitudes y circunstancias no un simple «dato», que hay que registrar con precisión y frente al cual se puede permanecer indiferentes o pasivos, sino un «deber», un reto a la libertad responsable, tanto de la persona individual como de la comunidad. Es un «reto» vinculado a una «llamada» que Dios hace oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios llama al creyente; pero antes aún llama a la Iglesia, para que mediante «el Evangelio de la vocación y del sacerdocio» exprese su verdad perenne en las diversas circunstancias de la vida. También deben aplicarse a la formación de los sacerdotes las palabras del Concilio Vaticano II: «Es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda ella responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza».[16]

Este discernimiento evangélico se funda en la confianza en el amor de Jesucristo, que siempre e incansablemente cuida de su Iglesia (cf. Ef 5, 29); Él es el Señor y el Maestro, piedra angular, centro y fin de toda la historia humana.[17] Este discernimiento se alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo, que suscita por todas partes y en toda circunstancia la obediencia de la fe, el valor gozoso del seguimiento de Jesús, el don de la sabiduría que lo juzga todo y no es juzgada por nadie (cf. 1 Cor 2, 15); y se apoya en la fidelidad del Padre a sus promesas.

De este modo, la Iglesia sabe que puede afrontar las dificultades y los retos de este nuevo período de la historia sabiendo que puede asegurar, incluso para el presente y para el futuro, sacerdotes bien formados, que sean ministros convencidos y fervorosos de la «nueva evangelización», servidores fieles y generosos de Jesucristo y de los hombres.

Mas no ocultemos las dificultades. No son pocas, ni leves. Pero para vencerlas están nuestra esperanza, nuestra fe en el amor indefectible de Cristo, nuestra certeza de que el ministerio sacerdotal es insustituible para la vida de la Iglesia y del mundo.

Notas

[9] Angelus (14 enero 1990), 2: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de enero de 1990, pág. 4.

[10] Ibid., 3: l.c.

[11] Cf. Proposición 3.

[12] Pablo VI, Homilía en la IX sesión pública del Conc. Ecum. Vat. II (7 diciembre 1965): AAS 58 (1966), 55.

[13] Cf. Proposición 3.

[14] Cf. ibid.

[15] Cf. Sínodo de los Obispos, La formación de los sacerdotes en las circunstancias actuales - Lineamenta, 5-6.

[16] Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 4.

[17] Cf. Sínodo de los Obispos, VIII Asam. Gen. Ord. Mensaje de los Padres sinodales al pueblo de Dios (28 octubre 1990), I: l.c.

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