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Conclusión

82. «Os daré pastores según mi corazón» (Jer 3, 15).

Esta promesa de Dios está, todavía hoy, viva y operante en la Iglesia, la cual se siente, en todo tiempo, destinataria afortunada de estas palabras proféticas y ve cómo se cumplen diariamente en tantas partes del mundo, mejor aún, en tantos corazones humanos, sobre todo de jóvenes. Y desea, ante las graves y urgentes necesidades propias y del mundo, que en los umbrales del tercer milenio se cumpla esta promesa divina de un modo nuevo, más amplio, intenso, eficaz: como una extraordinaria efusión del Espíritu de Pentecostés.

La promesa del Señor suscita en el corazón de la Iglesia la oración, la petición confiada y ardiente en el amor del Padre que, igual que ha enviado a Jesús, el buen Pastor, a los Apóstoles, a sus sucesores y a una multitud de presbíteros, siga así manifestando a los hombres de hoy su fidelidad y su bondad.

Y la Iglesia está dispuesta a responder a esta gracia. Siente que el don de Dios exige una respuesta comunitaria y generosa: todo el Pueblo de Dios debe orar intensamente y trabajar por las vocaciones sacerdotales; los candidatos al sacerdocio deben prepararse con gran seriedad a acoger y vivir el don de Dios, conscientes de que la Iglesia y el mundo tienen absoluta necesidad de ellos; deben enamorarse de Cristo, buen Pastor; modelar el propio corazón a imagen del suyo; estar dispuestos a salir por los caminos del mundo como imagen suya para proclamar a todos a Cristo, que es Camino, Verdad y Vida.

Una llamada particular dirijo a las familias: que los padres, y especialmente las madres, sean generosos en entregar sus hijos al Señor, que los llama al sacerdocio, y que colaboren con alegría en su itinerario vocacional, conscientes de que así será más grande y profunda su fecundidad cristiana y eclesial, y que pueden experimentar, en cierto modo, la bienaventuranza de María, la Virgen Madre: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (Lc 1, 42).

También digo a los jóvenes de hoy: sed más dóciles a la voz del Espíritu; dejad que resuenen en la intimidad de vuestro corazón las grandes expectativas de la Iglesia y de la humanidad; no tengáis miedo en abrir vuestro espíritu a la llamada de Cristo, el Señor; sentid sobre vosotros la mirada amorosa de Jesús y responded con entusiasmo a la invitación de un seguimiento radical.

La Iglesia responde a la gracia mediante el compromiso que los sacerdotes asumen para llevar a cabo aquella formación permanente que exige la dignidad y responsabilidad que el sacramento del Orden les confirió. Todos los sacerdotes están llamados a ser conscientes de la especial urgencia de su formación en la hora presente: la nueva evangelización tiene necesidad de nuevos evangelizadores, y éstos son los sacerdotes que se comprometen a vivir su sacerdocio como camino específico hacia la santidad.

La promesa de Dios asegura a la Iglesia no unos pastores cualesquiera, sino unos pastores «según su corazón». El «corazón» de Dios se ha revelado plenamente a nosotros en el Corazón de Cristo, buen Pastor. Y el Corazón de Cristo sigue hoy teniendo compasión de las muchedumbres y dándoles el pan de la verdad, del amor y de la vida (cf. Mc 6, 30 ss.), y desea palpitar en otros corazones —los de los sacerdotes—: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6, 37). La gente necesita salir del anonimato y del miedo; ser conocida y llamada por su nombre; caminar segura por los caminos de la vida; ser encontrada si se pierde; ser amada; recibir la salvación como don supremo del amor de Dios; precisamente esto es lo que hace Jesús, el buen Pastor; Él y sus presbíteros con Él.

Y ahora, al terminar esta Exhortación, dirijo mi mirada a la multitud de aspirantes al sacerdocio, de seminaristas y de sacerdotes que —en todas las partes del mundo, en situaciones incluso las más difíciles y a veces dramáticas, y siempre en el gozoso esfuerzo de fidelidad al Señor y del incansable servicio a su grey— ofrecen a diario su propia vida por el crecimiento de la fe, de la esperanza y de la caridad en el corazón y en la historia de los hombres y mujeres de nuestro tiempo.

Vosotros, amadísimos sacerdotes, hacéis esto porque el mismo Señor, con la fuerza de su Espíritu, os ha llamado a presentar de nuevo, en los vasos de barro de vuestra vida sencilla, el tesoro inestimable de su amor de buen Pastor.

En comunión con los Padres sinodales y en nombre de todos los Obispos del mundo y de toda la comunidad eclesial, os expreso todo el reconocimiento que vuestra fidelidad y vuestro servicio se merecen.[233]

Y mientras deseo a todos vosotros la gracia de renovar cada día el carisma de Dios recibido con la imposición de las manos (cf. 2 Tim 1, 6); de sentir el consuelo de la profunda amistad que os vincula con Cristo y os une entre vosotros; de experimentar el gozo del crecimiento de la grey de Dios en un amor cada vez más grande a Él y a todos los hombres; de cultivar el sereno convencimiento de que el que ha comenzado en vosotros esta obra buena la llevará a cumplimiento hasta el día de Cristo Jesús (cf. Flp 1, 6); con todos y cada uno de vosotros me dirijo en oración a María, madre y educadora de nuestro sacerdocio.

Cada aspecto de la formación sacerdotal puede referirse a María como la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia.

Por eso, nosotros los sacerdotes estamos llamados a crecer en una sólida y tierna devoción a la Virgen María, testimoniándola con la imitación de sus virtudes y con la oración frecuente.

Oh María,

Madre de Jesucristo y Madre de los sacerdotes:

acepta este título con el que hoy te honramos

para exaltar tu maternidad

y contemplar contigo

el Sacerdocio de tu Hijo unigénito y de tus hijos,

oh Santa Madre de Dios.

Madre de Cristo,

que al Mesías Sacerdote diste un cuerpo de carne

por la unción del Espíritu Santo

para salvar a los pobres y contritos de corazón:

custodia en tu seno y en la Iglesia a los sacerdotes,

oh Madre del Salvador.

Madre de la fe,

que acompañaste al templo al Hijo del hombre,

en cumplimiento de las promesas

hechas a nuestros Padres:

presenta a Dios Padre, para su gloria,

a los sacerdotes de tu Hijo,

oh Arca de la Alianza.

Madre de la Iglesia,

que con los discípulos en el Cenáculo

implorabas el Espíritu

para el nuevo Pueblo y sus Pastores:

alcanza para el orden de los presbíteros

la plenitud de los dones,

oh Reina de los Apóstoles.

Madre de Jesucristo,

que estuviste con Él al comienzo de su vida

y de su misión,

lo buscaste como Maestro entre la muchedumbre,

lo acompañaste en la cruz,

exhausto por el sacrificio único y eterno,

y tuviste a tu lado a Juan, como hijo tuyo:

acoge desde el principio

a los llamados al sacerdocio,

protégelos en su formación

y acompaña a tus hijos

en su vida y en su ministerio,

oh Madre de los sacerdotes. Amén.

Dado en Roma, junto a san Pedro, el 25 de marzo —solemnidad de la Anunciación del Señor— del año 1992, décimo cuarto de mi Pontificado.

Notas

[233] Cf. Proposición 40.

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