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VI.- Patrono de la Iglesia de Nuestro Tiempo
28. En tiempos difíciles para la Iglesia, Pío IX, queriendo ponerla bajo la especial protección del santo patriarca José, lo declaró "Patrono de la Iglesia Católica".[42] El Pontífice sabía que no se trataba de un gesto peregrino, pues, a causa de la excelsa dignidad concedida por Dios a este su siervo fiel, "la Iglesia, después de la Virgen Santa, su esposa, tuvo siempre en gran honor y colmó de alabanzas al bienaventurado José, y a él recurrió sin cesar en las angustias".[43]
¿Cuáles son los motivos para tal confianza? León XIII los expone así: "Las razones por las que el bienaventurado José debe ser considerado especial Patrono de la Iglesia, y por las que a su vez, la Iglesia espera muchísimo de su tutela y patrocinio, nacen principalmente del hecho de que él es el esposo de María y padre putativo de Jesús (...). José, en su momento, fue el custodio legítimo y natural, cabeza y defensor de la Sagrada Familia (...). Es, por tanto, conveniente y sumamente digno del bienaventurado José que, lo mismo que entonces solía tutelar santamente en todo momento a la familia de Nazaret, así proteja ahora y defienda con su celeste patrocinio a la Iglesia de Cristo".[44]
29. Este patrocinio debe ser invocado y todavía es necesario a la Iglesia no sólo como defensa contra los peligros que surgen, sino también y sobre todo como aliento en su renovado empeño de evangelización en el mundo y de reevangelización en aquellos "países y naciones, en los que -como he escrito en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal Christifideles laici- la religión y la vida cristiana fueron florecientes y" que "están ahora sometidos a dura prueba".[45] Para llevar el primer anuncio de Cristo y para volver a llevarlo allí donde está descuidado u olvidado, la Iglesia tiene necesidad de un especial "poder desde lo alto" (cf. Lc 24, 49; Act 1, 8), don ciertamente del Espíritu del Señor, no desligado de la intercesión y del ejemplo de sus Santos.
30. Además de la certeza en su segura protección, la Iglesia confía también en el ejemplo insigne de José; un ejemplo que supera los estados de vida particulares y se propone a toda la Comunidad cristiana, cualesquiera que sean las condiciones y las funciones de cada fiel.
Como se dice en la Constitución Dogmática del Concilio Vaticano II sobre la divina Revelación, la actitud fundamental de toda la Iglesia debe ser de "religiosa escucha de la Palabra de Dios",[46] esto es, de disponibilidad absoluta para servir fielmente a la voluntad salvífica de Dios revelada en Jesús. Ya al inicio de la redención humana encontramos el modelo de obediencia -después del de María- precisamente en José, el cual se distingue por la fiel ejecución de los mandatos de Dios.
Pablo VI invitaba a invocar este patrocinio "como la Iglesia, en estos últimos tiempos suele hacer; ante todo, para sí, en una espontánea reflexión teológica sobre la relación de la acción divina con la acción humana, en la gran economía de la redención, en la que la primera, la divina, es completamente suficiente, pero la segunda, la humana, la nuestra, aunque no puede nada (cf. Jn 15, 5), nunca está dispensada de una humilde, pero condicional y ennoblecedora colaboración. Además, la Iglesia lo invoca como protector con un profundo y actualísimo deseo de hacer florecer su terrena existencia con genuinas virtudes evangélicas, como resplandecen en san José".[47]
31. La Iglesia transforma estas exigencias en oración. Y recordando que Dios ha confiado los primeros misterios de la salvación de los hombres a la fiel custodia de San José, le pide que le conceda colaborar fielmente en la obra de la salvación, que le dé un corazón puro, como san José, que se entregó por entero a servir al Verbo Encarnado, y que "por el ejemplo y la intercesión de san José, servidor fiel y obediente, vivamos siempre consagrados en justicia y santidad".[48]
Hace ya cien años el Papa León XIII exhortaba al mundo católico a orar para obtener la protección de san José, patrono de toda la Iglesia. La Carta Encíclica Quamquam pluries se refería a aquel "amor paterno" que José "profesaba al niño Jesús"; a él, "próvido custodio de la Sagrada Familia" recomendaba la "heredad que Jesucristo conquistó con su sangre". Desde entonces, la Iglesia -como he recordado al comienzo- implora la protección de san José en virtud de "aquel sagrado vínculo que lo une a la Inmaculada Virgen María", y le encomienda todas sus preocupaciones y los peligros que amenazan a la familia humana.
Aún hoy tenemos muchos motivos para orar con las mismas palabras de León XIII: "Aleja de nosotros, oh padre amantísimo, este flagelo de errores y vicios... Asístenos propicio desde el cielo en esta lucha contra el poder de las tinieblas ...; y como en otro tiempo libraste de la muerte la vida amenazada del niño Jesús, así ahora defiende a la santa Iglesia de Dios de las hostiles insidias y de toda adversidad".[49] Aún hoy existen suficientes motivos para encomendar a todos los hombres a san José.
32. Deseo vivamente que el presente recuerdo de la figura de san José renueve también en nosotros la intensidad de la oración que hace un siglo mi Predecesor recomendó dirigirle. Esta plegaria y la misma figura de José adquieren una renovada actualidad para la Iglesia de nuestro tiempo, en relación con el nuevo Milenio cristiano.
El Concilio Vaticano II ha sensibilizado de nuevo a todos hacia "las grandes cosas de Dios", hacia la "economía de la salvación" de la que José fue ministro particular. Encomendándonos, por tanto, a la protección de aquel a quien Dios mismo "confió la custodia de sus tesoros más preciosos y más grandes"[50] aprendamos al mismo tiempo de él a servir a la "economía de la salvación". Que san José sea para todos un maestro singular en el servir a la misión salvífica de Cristo, tarea que en la Iglesia compete a todos y a cada uno: a los esposos y a los padres, a quienes viven del trabajo de sus manos o de cualquier otro trabajo, a las personas llamadas a la vida contemplativa, así como a las llamadas al apostolado.
El varón justo, que llevaba consigo todo el patrimonio de la Antigua Alianza, ha sido también introducido en el "comienzo" de la nueva y eterna Alianza en Jesucristo. Que él nos indique el camino de esta Alianza salvífica, ya a las puertas del próximo Milenio, durante el cual debe perdurar y desarrollarse ulteriormente la "plenitud de los tiempos", que es propia del misterio inefable de la encarnación del Verbo.
Que san José obtenga para la Iglesia y para el mundo, así como para cada uno de nosotros, la bendición del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 15 de agosto, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, del año 1989, undécimo de mi Pontificado.
Notas
[42] Cf. Sacr. Rituum Congr.., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): l.c., p. 283.
[43] Ibid., l.c., pp.282 s.
[44] León XIII, Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): l.c., pp. 177-179.
[45] Exhort. Apost. Post-Sinodal Christifideles laici (30 de diciembre de 1988), 34: AAS 81 (1989), p. 456.
[46] Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 1.
[47] Pablo VI, Alocución (19 de marzo de 1969): Insegnamenti, VII (1969), p. 1269.
[48] Cf, Missale Romanum, Collecta; Super oblata en "Sollemnitate S. Ioseph Sponsi B. M. V."; Post. comm. en "Missa votiva S. Ioseph".
[49] Cf. León XIII, "Oratio ad Sanctum Iosephum", que aparece inmediatamente después del texto de la Carta Encícl. Quamquam pluries (15 de agosto de 1889): Leonis , XIII P. M. Acta, IX (1890), p. 183.
[50] Sacr. Rituum Congr., Decr. Quemadmodum Deus (8 de diciembre de 1870): PII IX, P.M. Acta, pars I, V p. 282.
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