conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

Sobre algunas contradicciones del antiamericanismo

Es una paradoja: desde el fin de la guerra fría los Estados Unidos son más detestados y desaprobados, a veces incluso por sus propios aliados, que durante ella por los partidarios declarados o no del comunismo. Observemos la diligencia y la constancia con que las autoridades democráticas o religiosas se han puesto de parte de Fidel Castro, por la única razón de que es objeto del embargo americano, por lo demás falazmente bautizado «bloqueo» para las necesidades de la causa. Ahora bien, Cuba no ha cesado de comerciar con el mundo entero, salvo con los Estados Unidos, y el bajo nivel de vida de los cubanos se debe ante todo al régimen socialista. Durante el invierno 1997-1998, el anuncio por Bill Clinton dé una posible intervención militar en Iraq para obligar a Sadam Husein a respetar sus compromisos de 1991 hizo aumentar también varios grados en Europa el sentimiento hostil para con los Estados Unidos. Sólo el Gobierno británico se puso de su parte.

Sin embargo, el problema estaba claro. Desde hacía varios años, Sadam se negaba a destruir sus depósitos de armas de destrucción en gran escala e impedía a los inspectores de las Naciones Unidas controlarlas, con lo que violaba una de las principales condiciones por él aceptadas con ocasión de la paz consecutiva a su derrota de 1991. En vista de cómo las gasta ese personaje, no se podía negar la amenaza para la seguridad internacional que representaba la acumulación en sus manos de armas químicas y biológicas. Pero el principal escándalo que a una gran parte de la opinión internacional le parecía oportuno denunciar era, una vez más, el embargo infligido a Iraq. Como si el verdadero culpable de las privaciones sufridas por el pueblo iraquí no fuera el propio Sadam, que había arruinado a su país al lanzarse a una guerra contra Irán en 1981 y después contra Kuwait en 1990 y, por ultimo, al oponerse a las resoluciones de las Naciones Unidas sobre su armamento. Por lo demás, Sadam vendía al extranjero mucho más petróleo de lo que su contingente «petróleo por alimentos» le autorizaba, pero no utilizaba el dinero para alimentar a su pueblo. Prefería comprar armas. Ahora bien, el apoyo dado —por odio a los Estados Unidos— a un dictador sanguinario procedía tanto de la extrema derecha como de la extrema izquierda (Frente Nacional y Partido Comunista en Francia) o de los socialistas de izquierda (el semanario The New Statesman en Gran Bretaña o Jean-Pierre Chevènement, entonces ministro del Interior, en Francia) y de Rusia como de una parte de la Unión Europea. Así, pues, se trata de un común denominador antiamericano pasional más que de un razonamiento estratégico compartido.

Muchos países, entre ellos Francia, no negaban la amenaza representada por el armamento iraquí, pero declaraban preferir la «solución diplomática» a la intervención militar. Ahora bien, hacía siete años que Sadam Husein, que había puesto numerosas veces en la calle a los representantes de las Naciones Unidas, rechazaba la solución diplomática. En cuanto a Rusia, clamó que el uso de la fuerza contra Sadam pondría en peligro sus propios «intereses vitales». No se veía en qué. La verdad es que Rusia no perdía oportunidad de manifestar su rencor por haber dejado de ser la segunda superpotencia mundial, cosa que era o creía ser en la época de la Unión Soviética. Pero la Unión Soviética murió de sus propios vicios, cuyas consecuencias sigue soportando Rusia.

En el pasado ha habido imperios y potencias de escala internacional, antes de los Estados Unidos de este final del siglo xx. Pero nunca había habido ninguno que alcanzara una preponderancia planetaria. Eso es lo que subraya Zbigniew Brzezinski, antiguo consejero de Seguridad del Presidente Jimmy Carter, en su libro El gran tablero mundial.[9] Para merecer el título de superpotencia mundial, un país debe ocupar el primer rango en cuatro esferas: económica, tecnológica, militar y cultural. Los Estados Unidos son actualmente el único país —y el primero en la Historia— que cumple esas cuatro condiciones a la vez a escala planetaria y ya no sólo continental. En economía, desde la recuperación de 1983 hasta el comienzo de la recesión en 2001, destaca, al aunar crecimiento, pleno empleo, equilibrio presupuestario (por primera vez desde hace treinta años) y ausencia de inflación. En tecnología, en particular desde el desarrollo fulgurante que imprimió a los instrumentos de comunicación de vanguardia, goza casi de un monopolio. Desde el punto de vista militar, es la única potencia capaz de intervenir en todo momento en cualquier punto del globo.

En cuanto a la superioridad cultural, es más discutible. Se trata de saber si entendemos «cultura» en sentido estricto o amplio. En el primer sentido, es decir, el de las altas manifestaciones creadoras, en las esferas de la literatura, la pintura, la música o la arquitectura la civilización americana es brillante, desde luego, pero no es la única ni siempre la mejor. En ese nivel prestigioso, no se puede comparar su irradiación con lo que fueron las de la Grecia antigua, Roma o China. Se podría decir incluso que la cultura artística y literaria americana tiene tendencia a provincializarse, en la medida en que, dado el predominio del inglés, cada vez menos americanos, incluso cultos, leen las lenguas extranjeras. Cuando los universitarios o los críticos americanos se abren a una escuela de pensamiento extranjera, a veces es más por un conformismo de moda que por un juicio original.

En cambio, Brzezinski tiene razón en lo relativo a la cultura en sentido amplio, la cultura de masas. La prensa y los medios de comunicación americanos llegan al mundo entero. Las formas de vida americanas —vestimenta, música popular, alimentación, distracciones— seducen en todas partes a la juventud. El cine y los seriales americanos de televisión atraen en todos los continentes a millones de espectadores, hasta el punto de que algunos países, entre ellos Francia, intentan establecer un proteccionismo en nombre de la «excepción cultural». El inglés se impone de facto como la lengua de Internet y resulta ser, desde hace mucho, la principal lengua de comunicación científica. Buena parte de las minorías políticas, tecnológicas y científicas de las naciones más diversas son diplomadas de las universidades americanas.

Más decisiva aún ha sido seguramente, mal que pese a los socialistas pasados y presentes, la victoria mundial del modelo liberal, a consecuencia del hundimiento del comunismo. Asimismo, la democracia federalista a la americana suele ser imitada en otros países, empezando por la Unión Europea. Sirve de principio organizador de muchos sistemas de alianzas, entre ellos la OTAN, así como las Naciones Unidas. No se trata de negar aquí los defectos del sistema americano, sus hipocresías y sus desviaciones, pero el caso es que ni Asia ni África ni América Latina tienen muchas lecciones de democracia que darle. En cuanto a Europa, ella fue la que inventó las ideologías criminales del siglo. Ésa es la razón precisamente por la que los Estados Unidos tuvieron que intervenir en dos ocasiones en nuestro continente, con ocasión de las dos guerras mundiales. Y ese fracaso europeo es la causa de su situación actual de única superpotencia.

Pues la preponderancia de América se ha debido seguramente a sus cualidades propias, pero también a faltas cometidas por los demás, en particular por Europa. Aún recientemente, Francia reprochó a los Estados Unidos querer arrebatarle su influencia en África. Ahora bien, Francia tiene una enorme responsabilidad en la génesis del genocidio ruandés de 1994 y en la posterior descomposición del Zaire. Así, pues, se desacreditó sola y ese descrédito fue el que excavó el vacío que después colmó una presencia en aumento de los Estados Unidos. La propia Unión Europea apenas avanza hacia la consecución de un centro único de decisión diplomática y militar. Es un coro en el que cada uno de sus miembros se considera solista. ¿Cómo va a poder, sin unidad, hacer contrapeso a la eficacia de la política exterior americana, cuando resulta que, para esbozar la menor acción, debe lograr antes la unanimidad de sus quince miembros? ¿Y qué ocurrirá cuando sean veintisiete y más heterogéneos aún que ahora?

Por una parte, la superpotencia americana es resultado exclusivo de la voluntad y la creatividad de los americanos y, por otra, se debe a los fallos acumulados por el resto del mundo: el fracaso del comunismo, el naufragio de África, las divisiones europeas, los retrasos democráticos de América Latina y de Asia.

Como la palabra superpotencia le parecía demasiado débil y trivial, Hubert Védrine, ministro de Asuntos Exteriores francés en el gobierno de la «izquierda plural», la substituyó en 1998 por el neologismo «hiperpotencia», más fuerte y adecuado, según él, para la hegemonía actual de los Estados Unidos en el mundo. No se ve demasiado bien en qué sentido, puesto que el prefijo griego «hiper» tiene el mismo sentido exactamente que el prefijo latino «super». Según el señor Védrine, define la posición dominante o predominante de un país en todas las categorías, incluidas «las actitudes, los conceptos, la lengua, las formas de vida». El prefijo «hiper», comentó el ministro, está considerado agresivo por los medios de comunicación americanos, pero, aun así, carece del menor carácter peyorativo. Simplemente, «no podemos aceptar un mundo políticamente unipolar y culturalmente uniforme, como tampoco el unilateralismo de una sola hiperpotencia». Argumentación contradictoria, pues, si la palabra hiperpotencia no es peyorativa, ¿por qué es inaceptable la realidad que designa? Lo sea o no, resulta innegable que existe. Y lo que falta a la reflexión europea, que dista de ser la única en este caso, es preguntarse por qué razón se ha instaurado. Sólo descubriendo e interpretando correctamente esas razones tendremos la posibilidad de propiciar los medios de contrapesar la preponderancia americana.

Los europeos, muy en particular, deberían forzarse a responder sobre sus propias responsabilidades en la génesis de esa preponderancia.

Son los europeos, que yo sepa, quienes hicieron del siglo xx el más negro de la Historia... en las esferas política y moral, se entiende. Ellos fueron los que provocaron los dos cataclismos de una amplitud sin precedentes que fueron las dos guerras mundiales; ellos fueron los que inventaron y realizaron los dos regímenes más criminales jamás infligidos a la especie humana. ¡Y esas cimas del mal y la imbecilidad las alcanzamos nosotros, los europeos, en menos de treinta años! Cuando digo que no se pueden comparar esas calamidades con ninguna otra del pasado, me refiero sólo, naturalmente, a los desastres provocados por el hombre, excluidas las catástrofes naturales y las epidemias. Si a la degradación europea, engendrada por las dos guerras mundiales y los dos totalitarismos, sumamos los quebraderos de cabeza resultantes en el Tercer Mundo de las secuelas de la colonización, en Europa es donde hay que buscar una vez más a los responsables, al menos parciales, de los callejones sin salida y las convulsiones del subdesarrollo. Fue Europa, fueron Inglaterra, Bélgica, España, Francia, Holanda, más tardíamente y en menor grado Alemania e Italia, las que conquistaron o quisieron apropiarse de los demás continentes. En vano se objetará la exterminación de los indios y la esclavitud de los negros a los Estados Unidos. Pues, al fin y al cabo, ¿quiénes eran los ocupantes de los futuros Estados Unidos sino colonizadores blancos procedentes de Europa? ¿Y a quiénes compraban sus esclavos aquellos colonos europeos sino a negreros europeos?

A la situación creada por los intentos de suicidio europeos que constituyeron las dos guerras mundiales y a la propensión de los europeos a engendrar regímenes totalitarios, también intrínsecamente suicidas, se sumó, a partir de 1990, la obligación de acondicionar el campo de ruinas dejado por el comunismo después de su hundimiento. Tampoco a ese respecto tenía apenas Europa solución que proponer. Como la mayoría de sus dirigentes políticos, culturales y de los medios de comunicación nunca habían entendido el comunismo (pensemos en las alabanzas con que, incluso en la derecha, se cubrió a Mao en los peores momentos de su fanatismo destructivo), estaban mal equipados intelectualmente para comprender el fin del comunismo y actuar en consecuencia.[10] Ante ese problema suplementario e inédito, la «hiperpotencia» americana actual no es sino la consecuencia directa de la impotencia europea antigua y contemporánea. Colma un vacío debido a las insuficiencias no de nuestras fuerzas, sino de nuestro pensamiento y nuestra voluntad de acción. Pensemos en la perplejidad de un ciudadano de Montana o de Tennessee, al enterarse de la intervención americana en la antigua Yugoslavia. Puede preguntarse con toda razón qué interés tienen los Estados Unidos en meterse en el sangrante atolladero de los Balcanes, obra maestra multisecular del innegable ingenio europeo, pero Europa, que confeccionó con sus propias manos ese caos asesino, no es capaz de poner orden en él. Para hacer cesar o disminuir las matanzas balcánicas, deben encargarse los Estados Unidos de la operación, sucesivamente en Bosnia, en Kosovo y en Macedonia. Después los europeos se lo agradecen tachándolos de imperialistas, al tiempo que tiemblan de canguelo, y calificándolos de cobardes aislacionistas desde el momento en que hablan de retirar sus tropas.

Algunas críticas infundadas revelan más las debilidades o los fantasmas de quienes las formulan que las faltas o los crímenes de aquellos a quienes las dirigen. Cierto es que, como todas las sociedades, incluso las democráticas, la americana tiene muchos defectos y merece numerosas críticas. Pero, para expresar otra cosa que las fobias de sus detractores, seria necesario que esas críticas estuvieran justificadas y que esos defectos fuesen los verdaderos. Ahora bien, las risas burlonas y compasivas de que son objeto ritual los Estados Unidos en los medios europeos de comunicación emanan la mayoría de las veces de una falta de información tan profunda, que acaba pareciendo intencional. Por atenernos tan sólo al período de surgimiento de los Estados Unidos como única superpotencia, han aparecido decenas de libros y centenares de artículos serios sobre América, debidos a autores americanos y europeos. Contrastan con la morralla de la literatura y del periodismo puramente obsesivos. Aportan a quien quiera enterarse una información exacta, equilibrada y matizada, sobre el funcionamiento interno y externo de la sociedad americana, sobre sus éxitos y sus fracasos, sus virtudes y sus defectos, sus lucideces y sus cegueras. Como la pereza no lo explica todo, la ignorancia de esa documentación por la masa de los creadores de opinión europeos ha de ser por fuerza, la mayoría de las veces, voluntaria y sólo puede explicarse por las ideas fijas de los que se confinan en ellas. No es que no se puedan extraer de esos inventarios escrupulosos conclusiones sobre muchos aspectos muy graves. Al menos no están dictados por la incompetencia.

El rechazo intencionado de la información, que es el caso más frecuente, afecta en primer lugar a las cuestiones sociales en los Estados Unidos, la supuesta ausencia de protección y solidaridad, el famoso «umbral de pobreza» (expresión empleada a tontas y a locas por personas que no conocen, visiblemente, su sentido técnico, como si ese indicador tuviera el mismo valor cifrado en el Canadá que en Zimbabue) o la tasa de desempleo. Que éste haya caído desde 1984 por debajo del 5 por ciento, cuando el nuestro subía por las nubes del 12 por ciento, no quería decir nada bueno para América, según nuestros comentaristas, ya que los empleos en este país eran «trabajillos». ¡Ah! ¡Cómo nos ha consolado el mito de los trabajillos! Cuando se produjo la aminoración del crecimiento económico en el primer semestre de 2001, el desempleo americano aumentó de 4,4 por ciento de la población activa a... 5,5 por ciento. En seguida, el diario económico francés La Tribune (7 de mayo de 2001) tituló a toda página en su portada: «Toca a su fin el pleno empleo en los Estados Unidos». Ahora bien, en aquel mismo momento, el Gobierno francés se ovacionaba a sí mismo frenéticamente por haber devuelto nuestro desempleo al... 8,7 por ciento, es decir, casi el doble que el americano (sin contar las decenas de miles de desempleados efectivos a los que se mantiene en Francia fuera de las estadísticas). En septiembre de 2001, el desempleo francés había vuelto a subir ya por encima del 9 por ciento. Le Monde (15 de febrero de 2001) publicó un artículo titulado: «El fin del sueño económico americano». Así, un crecimiento casi ininterrumpido durante diecisiete años (1983—2000), una revolución tecnológica sin precedentes desde el siglo xix, la creación de decenas de millones de empleos nuevos, un desempleo reducido al 4 por ciento, un aumento tan enorme como imprevisto de la población (que pasó de 248 millones a 281[11] millones entre 1990 y 2000), ¡todo eso no era sino un sueño! ¡Qué lástima que Francia no hubiera tenido ese sueño! El autor del artículo, aferrándose también —cierto es— a la cantinela de los «trabajillos», deplora que Francia se haya americanizado a veces hasta «copiar el triste ejemplo de los working poors», único, evidentemente, que ofrece la economía americana, de la que no parece desprenderse ninguna enseñanza. A Francia le ha ido mejor seguramente al permanecer fiel a su modelo de los not working poors.

Tendremos ocasión de volver a referirnos al desolador catálogo que los acusadores públicos confeccionan de la civilización americana. En este breve bosquejo me he limitado a señalar el carácter intrínsecamente contradictorio de sus diatribas, pues, a fin de cuentas, si, según el panorama que presentan, esa civilización no fuera otra cosa que un montón de calamidades económicas, políticas, sociales y culturales, ¿cómo es que el resto del mundo se inquieta hasta ese punto de su riqueza, de su primacía científica y tecnológica, de la omnipresencia de sus modelos de cultura? Esa desdichada América debería dar más piedad que envidia y suscitar menos animosidad que conmiseración. ¡Qué enigma el de ese éxito del pueblo americano, procedente enteramente de su abismal nulidad y nunca, según nosotros, de sus propios méritos!

Después de las cuestiones sociales, lo que no se entiende bien ni se quiere entender es el funcionamiento de las instituciones americanas. Voy a citar un solo ejemplo de momento: las reacciones a la vez gozosas y despreciativas que acogieron en el mundo entero, y muy en particular en Europa, la larga incertidumbre sobre los resultados de la elección presidencial americana de noviembre de 2000.

Hace muchos años, estaba yo contemplando una función cómica en el teatro de variedades El Salón México (inmortalizado por la composición para orquesta de Aaron Copland que lleva ese título): era una discusión entre un peón (hombre del pueblo) mexicano y un turista americano. El turista elogiaba las proezas de su país con este ejemplo: «En mi país, los Estados Unidos, conocemos el nombre del nuevo presidente tres minutos después del escrutinio». A lo que el peón replicaba: «Mire, amigo, en mi país lo sabemos seis meses antes». En efecto, en aquella época, y durante mucho tiempo más, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) acaparaba en México todos los poderes y amañaba todas las elecciones. Cada presidente designaba en la práctica a su sucesor.

¡Cómo han cambiado los tiempos! En el año 2000, el candidato de un partido de la oposición mexicana conquistó por primera vez la presidencia gracias a unas elecciones limpias cuyo resultado no se conocía de antemano. Y, en cambio, en los Estados Unidos hicieron falta semanas para saber a quién correspondería. Así, pues, la democracia ha progresado indiscutiblemente en México. ¿Quiere eso decir que ha retrocedido en los Estados Unidos? Ésa es la interpretación que muchos comentaristas extranjeros creyeron poder dar de la larga incertidumbre que siguió a las elecciones del 7 de noviembre de 2000.

Ahora bien, se trata de un grosero contrasentido. Recordemos en primer lugar una verdad elemental: que un escrutinio muy igualado, que obliga incluso a volver a contar las papeletas, es más una muestra de democracia que de su contrario. En las dictaduras, aunque estén disfrazadas de presidencias, es en las que el vencedor gana por márgenes colosales. Además, el sistema de los grandes electores, que se ha considerado antidemocrático, en modo alguno lo es. Es un mecanismo para convertir el escrutinio proporcional en mayoritario, por eliminación de los pequeños candidatos, y «premia» al candidato que haya obtenido más votos, Estado por Estado.

Notas

[9] El gran tablero mundial: la supremacía estadounidense y sus imperativos geoestratégicos, Paidós, Barcelona, 1998.

[10] A este respecto remito a un libro anterior, El renacimiento democrático, Plaza & Janés, Barcelona, 1992.

[11] Exactamente 281.421.906,

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