» bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias
Sobre algunas contradicciones del antiamericanismo (y II)
Existen varios métodos para obligar a los electores a inclinarse por el voto útil. Francia tiene el método de las dos vueltas: sólo pueden participar en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales los dos candidatos que hayan llegado en cabeza a la primera. El método inglés de escrutinio mayoritario con una sola vuelta para las elecciones a la Cámara de los Comunes es aún más brutal cuando los postulantes a un mismo escaño son numerosos. Un candidato puede ganar el escaño con un cuarto o un tercio de los votos, siempre que llegue el primero.
En comparación, el sistema americano de los grandes electores parece notablemente más justo. En efecto, su número es proporcional a la población de cada uno de los Estados. El candidato que supera el 50 por ciento de los sufragios populares en un Estado recibe la totalidad de sus grandes electores, del mismo modo que en Francia un candidato recibe la totalidad del poder presidencial en la segunda vuelta, aun cuando el 49,9 por ciento de los electores hayan votado contra él. Nadie discute su legitimidad. Entonces, ¿por qué hablar de «elitismo» a propósito del sistema americano de los grandes electores? Éstos, según la tradición, ya que no la Constitución, tienen un mandato imperativo en 30 de los 50 Estados. En otros 19 Estados, así como en el District of Columbia, pueden en teoría no ratificar el escrutinio popular y elegir el candidato minoritario. Pero nunca ha ocurrido desde el comienzo del siglo xix.
Así, pues, se puede ver la mala fe de ciertos dirigentes o intelectuales de países poco o nada democráticos, cuando tachan a los Estados Unidos de «República bananera». Esa apreciación, en boca de un Muamar el Gadafi o un Robert Mugabe, enterradores patentados de la democracia en sus países, resulta cómica. Por parte de Rusia, donde la restauración del sufragio universal fue —cierto es— alentadora, pero no estuvo exenta de algunas sombras, resulta hipócrita. ¿Y cómo no sonreír cuando leemos la afirmación del novelista Salman Rushdie de que «la India queda mejor que los Estados Unidos gracias a su sistema de elección por sufragio universal directo»? Rushdie parece ser el único que ignora que la India bate todas las marcas de fraude electoral. Fingimos no verlo, pues nos conformamos con que siga siendo, mal que bien, una democracia.
Así, pues, lo que nuestra prensa europea llamó todo el tiempo con condescendencia el «serial» americano fue un proceso perfectamente acorde con la Constitución. En ésta se previó el caso de un empate: se rompe mediante la elección del futuro presidente por la Cámara de Representantes, en caso necesario.
También se ha comentado con cierto desdén, en Europa y en otros sitios, el recurso a los tribunales, requeridos para que se pronunciaran sobre el derecho de los candidatos a pedir o no un nuevo recuento de las papeletas de voto en Florida. Por tratarse del cargo mundial que más ocupa el primer plano, aquel lío pareció de un nivel deplorable.
Objetemos en primer lugar que el arbitraje de los jueces es, en cualquier caso, preferible al de la calle. Ahora bien, durante todo el período crítico, pese a la intensidad de la polémica, no hubo en los Estados Unidos la menor violencia ni la sombra de una pelea, pese a una confusión que habría incitado a muchos otros países al golpe de Estado, a la guerra civil o incluso a la comisión de matanzas.
Además, los comentarios irónicos sobre los jueces americanos revelan una incomprensión del lugar que ocupa el poder judicial en los Estados Unidos y de su acción sobre el poder político. Ya en 1835, Tocqueville escribía (La democracia en América, Primera parte, capítulo VI): «Lo que más cuesta entender de los Estados Unidos a un extranjero es la organización judicial. No hay, por decirlo así, acontecimiento político sobre el que se descarte la posibilidad de recurrir a la autoridad del poder judicial».
De que determinadas cuestiones políticas se transformen, así, en asuntos judiciales el extranjero deduce aún con frecuencia que los jueces usurpan el poder político. Tocqueville muestra claramente por qué es falsa esa afirmación. En efecto, la justicia, en los Estados Unidos, sigue ateniéndose a los límites clásicos de su funcionamiento apropiado. Por tres razones: sirve siempre y únicamente de árbitro; sólo se pronuncia sobre casos particulares y no sobre principios generales; sólo puede actuar cuando se recurre a ella, nunca cuando no es así.
Así, pues, es erróneo hablar de un «gobierno de los jueces». Los jueces no pueden substituir ni al poder ejecutivo ni al poder legislativo. Lo que es cierto es que el derecho prevalece sobre el Estado en las instituciones y en las mentalidades americanas. Sólo mediante la interpretación del derecho tiene el poder judicial una influencia política y sólo si alguien se la solicita.
Por último, se ha criticado, no sin fundamento, la complejidad de las papeletas de voto, que a algunos electores les cuesta descifrar, y las (supuestas) incertidumbres de su lectura por las máquinas electrónicas. Y, en efecto, en los Estados Unidos se vota, en el mismo día, a representantes, senadores, gobernadores de Estados, sheriffs o... jueces. Cierto es que se puede procurar que esos procedimientos sean más sencillos y más seguros. Pero en ese caso se trata de conjurar un inconveniente técnico, no una amenaza a la democracia.
De hecho, la democracia en la Unión Europea funciona mucho peor que en la Unión de Estados Americanos. El peso respectivo de cada uno de los países europeos en el Parlamento y en la Comisión tiene tan sólo una lejana relación con su peso demográfico real. En la Europa de los Quince, los diez países menos poblados tienen en total una población equivalente a la de Alemania, pero en el Consejo de Ministros tienen treinta y nueve votos y Alemania sólo diez. En el Parlamento, Alemania tiene un eurodiputado por cada millón doscientos mil habitantes y Luxemburgo uno por cada sesenta y siete mil habitantes. La Cumbre de Niza, celebrada en diciembre de 2000, se limitó a tratar superficialmente la corrección de esos desequilibrios. Así, pues, a los europeos les pareció menos equitativa que a los americanos la transacción consistente en dar a los Estados más pequeños una representación y poderes mínimos sin por ello dejar de respetar cierta proporcionalidad en la representación entre el peso demográfico y los poderes políticos de los Estados más grandes.
Además de satisfacer la pasión antiamericana, la función en última instancia de las descripciones falsificadas de las relaciones sociales y del nivel de vida de los Estados Unidos es la de denigrar la economía liberal. Asimismo, el desconocimiento o la caricatura de las instituciones americanas difunden la idea de que los Estados Unidos no son una verdadera democracia y, mediante una extrapolación, que las democracias liberales sólo son democráticas en apariencia. Pero en la esfera de las relaciones internacionales es, evidentemente, en la que la «hiperpotencia» se ve vituperada con toda la execración que merecen los monstruos. Vuelvo a precisarlo: la política exterior americana merece sin lugar a dudas, en muchos sentidos, que se la critique. La prensa americana, en primerísimo lugar, no se abstiene de hacerlo. Esas críticas, aun cuando no sean enteramente convincentes, son legítimas y útiles, a condición de que se basen en una mínima argumentación racional. Pero, cuando Vladimir Putin afirma con una seguridad admirable que los «crímenes» de la OTAN, es decir, según él, de América, en Kosovo, en 1999, y la comparecencia de Slobodan Milosevic ante el Tribunal Penal Internacional en 2001 fueron los que «desestabilizaron» a Yugoslavia —que se «desestabilizó» solita a partir de 1991—, no se trata de una crítica racional, sino de una mentira deliberada o de una alucinación intrínsecamente contradictoria. ¿Acaso no consiste en tomar el efecto por la causa? Su único fin es psicológico: halagar no sé qué amor propio eslavo. Su utilidad política, para el propio interesado y para los servios, es nula. Si recurriendo a fábulas de esa índole es como Putin espera restaurar el estatuto de «gran potencia» de Rusia, corre el riesgo de comprobar muy deprisa que a partir de análisis erróneos no se puede actuar eficazmente. Si Rusia no es, al comienzo del siglo xxi, una superpotencia, es porque en 1917 se lanzó a la absurda experiencia del comunismo, que la convirtió en una sociedad mucho más atrasada de lo que había sido antes de ella. Partiendo del reconocimiento de esas realidades es como Rusia podrá superar ese atraso y no acusando sin ton ni son a los Estados Unidos.
La Unión Europea y por extensión toda la «comunidad internacional» (como se dice mediante antífrasis) se lanzaron también con impetuosidad a esa mezcla de autodesinformación consoladora e inconsecuencia narcisista en su forma de acoger las primeras iniciativas del Presidente George W. Bush en política exterior, durante las semanas que siguieron al comienzo efectivo de su mandato. Contentémonos de momento con un solo ejemplo: las reacciones internacionales a la negativa de Bush a confirmar los compromisos, puramente platónicos, por lo demás, de su predecesor en materia de medio ambiente.
Sabido es que en 1997, bajo la égida de las Naciones Unidas, los delegados de ciento sesenta y ocho países reunidos en Kyoto firmaron un protocolo[12] de reducción de las emisiones de gases con efecto de invernadero. Ahora bien, después de su entrada en funciones, en enero de 2001, Bush retiró la adhesión americana a dicho protocolo de Kyoto. En seguida, brotaron la indignación e incluso los insultos, procedentes principalmente de Europa. Según los clamores, Bush sacrificaba cínicamente el futuro del planeta al beneficio capitalista y, en particular, a las compañías petroleras, cuyo lacayo notorio es, según nos aseguraban. Los autores de tan fino análisis pasaban por alto, desgraciadamente, algunos hechos sobre los que, sin embargo, podrían haberse informado. En primer lugar, ya en 1997, siendo presidente Clinton, el Senado de los Estados Unidos había rechazado el protocolo de Kyoto por 95 votos contra cero: acertadamente o no, eso es otro problema. El caso es que Bush nada tenía que ver con ello. Además, Bill Clinton, justo antes de transmitir sus poderes a su sucesor, había firmado un executive order (decreto—ley) por el que se restablecía el apoyo americano al dichoso protocolo. La decencia democrática exige que las executive orders de un presidente al final de su mandato no afecten nunca a cuestiones de gran importancia que comprometan el futuro político del país. En aquel caso, la intención evidente de Clinton era la de hacer una mala pasada a Bush legándole una corona de espinas. Si la aceptaba, el nuevo presidente afrontaría la enorme dificultad de reducir el 5,2 por ciento de las emisiones de gases sin por ello amputar demasiado dolorosa y precipitadamente la producción industrial y el consumo de energía de los particulares, objetivo insostenible. Si la rechazaba, desencadenaría las vociferaciones del mundo entero contra él, cosa que no dejó de suceder. Vociferaciones tanto más hipócritas cuanto que quienes más gritaban y ponían al margen de la Humanidad a los Estados Unidos en nombre de la moral ecológica se guardaban mucho de aplicarse a sí mismos los criterios de dicha moral. En efecto, a mediados del 2001, cuatro años después de la conferencia de Kyoto, ¡ni uno de los demás ciento sesenta y siete signatarios y, en particular, ninguno de los países europeos había ratificado el protocolo!
Dejo momentáneamente de lado la cuestión de si el protocolo de Kyoto era realista o incluso si el calentamiento de la atmósfera está científicamente comprobado. Limitémonos a hacer constar que la Unión Europea, junto con ciertos países muy contaminantes —Brasil, China, la India—, exige a los Estados Unidos que apliquen restricciones que ellos mismos no se sienten obligados a observar. En un informe publicado el 29 de mayo de 2001, la Agencia Europea de Medio Ambiente observaba una agravación en Europa de la contaminación, sobre todo porque «el transporte está en constante aumento, en particular los modos menos respetuosos con el medio ambiente (aéreo y por carretera)». La Agencia observaba, además, un aumento de la contaminación por las calefacciones domésticas y la contaminación de las aguas con nitratos. Los que dan lecciones no son los que dan ejemplo.
De ahí a pensar que existe una psicopatología antiamericana, que consiste en transformar a los Estados Unidos en chivo expiatorio acusado de todos los pecados que comete todo el mundo hay un pequeño paso que sentimos la tentación de dar. Los ecologistas responderán que es falso, que América, pese a representar el cinco por ciento, más o menos, de la población mundial, produce el 25 por ciento de la contaminación industrial del planeta. Tal vez sea cierto. Pero entonces habría que añadir que también produce el 25 por ciento de los bienes y servicios del mismo planeta y que, aún a mediados del año 2001, los demás ciento sesenta y siete signatarios de Kyoto no habían hecho nada para empezar a reducir colectivamente y cada uno por su lado su 75 por ciento de contaminación. Así, pues, nos movíamos en plena incoherencia. Cierto es que se trataba menos de descontaminar que de excomulgar.
En efecto, sean cuales fueren los reproches que merezca o no la política americana de medio ambiente, no se puede dejar de ver que el centro del debate en modo alguno radica en eso. El objetivo de los ecologistas occidentales es el de hacer de los Estados Unidos, es decir, del capitalismo, el culpable supremo o incluso el único culpable de la contaminación del planeta y del supuesto calentamiento de la atmósfera. Pues nuestros ecologistas en modo alguno son ecologistas: son izquierdistas. Sólo les interesa el medio ambiente en la medida en que, al fingir defenderlo, lo utilizan para atacar a la sociedad liberal. Durante los decenios de 1970 y 1980, nunca denunciaron la contaminación en los países comunistas, mil veces más atroz que en el Oeste. No era una contaminación capitalista. Guardaron silencio cuando sucedió la catástrofe de Chernóbil, como ahora respecto de las deterioradas centrales nucleares que aún constelan los antiguos territorios comunistas. Guardan silencio a propósito de centenares de submarinos ex soviéticos atestados de armas atómicas que los rusos hundieron en el mar de Barents. Exigir que se libre a la Humanidad de ese peligro mortal que va a planear sobre ella durante milenios carecería, desde su punto de vista socialista, de utilidad. Pues esa fastidiosa empresa en nada fortalecería su cruzada contra el azote, a su juicio mucho más temible, que es la mundialización liberal. En tiempos hubo un ecologismo sincero, ¡aparecido durante el decenio de 1960, en los Estados Unidos, precisamente! Pero desde entonces ha sido manipulado y desviado por un ecologismo mendaz, que ha pasado a ser la máscara de antiguallas marxistas coloreadas de verde. Ese ecologismo ideológico ve amenazada la naturaleza sólo en las naciones en que reina más o menos la libertad económica y ante todo en la más próspera de ellas, naturalmente.
Si los partidos verdes aspiraran sinceramente a obtener resultados prácticos, empezarían a esforzarse por lograr la adopción cada cual en su país del draconiano 5,20 por ciento de reducción del consumo de energía acordado en Kyoto. Que se dediquen ellos —y sobre todo los que participan en gobiernos— a la tarea de lograr que se acepte una limitación de velocidad disminuida a la mitad en las autopistas y una calefacción doméstica reducida en un tercio en los pisos, por no hablar de los inevitables aumentos de facturación de la electricidad por encima de determinado límite máximo de consumo. Pero recomendar sin ambigüedad un programa tan drástico y, más aún, aplicarlo a corto plazo expondría a los Verdes y a sus aliados a humillantes reveses electorales. Por eso, condenar a los Estados Unidos a las llamas del infierno es, en su caso, el substituto de la acción.
Así, Francia, que tuvo ministros verdes desde 1997 hasta 2002, durante los cincos años del gobierno de Jospin, no adoptó, durante ese largo período, ninguna de las medidas de protección del medio ambiente que habría requerido valor: entre otras, ni la prohibición de los nitratos, que habría permitido volver a disponer de un agua más pura, ni la ecotasa, que habría ahuyentado los votos de numerosos contribuyentes ya despiadadamente desvalijados por el Estado. Las autoridades francesas no intentan siquiera hacer respetar las limitaciones de velocidad, pese a ser poco severas, actualmente establecidas. ¿Cómo iban a proponerse reducirlas aún más? ¿Acaso fue América quien impidió al Gobierno francés empezar a esbozar el proceso de Kyoto con la previsión de una reducción del consumo de energía de 5,2 por ciento por debajo del nivel de 1990 de aquí a 2012? Cierto es que el 31 de mayo de 2002 los quince miembros de la Unión Europea acabaron ratificando, con cinco años de retraso, el protocolo de Kyoto firmado en 1997. Ya veremos si a dicha ratificación seguirá la aplicación en los plazos previstos...
Ese comportamiento contradictorio se ve facilitado en gran medida, como ya he dicho, por el rechazo de la información o incluso por la fabricación sin escrúpulos de una falsa información. Veamos una ilustración de ello. A comienzos de junio de 2001, la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos hizo público un informe, fruto de varios años de observaciones, sobre el cambio climático. En seguida los medios de comunicación presentaron ese texto como un grito de alarma que confirmaba las peores inquietudes de los ecologistas izquierdistas sobre el calentamiento de la atmósfera. El primero, la CNN, proclamó que el informe era el resultado «de una decisión unánime de la Academia, del que se desprende que el calentamiento del planeta es real, va empeorando y se debe a la acción del hombre. Ya no se puede seguir vacilando a ese respecto».[13] Gran parte de la prensa reprodujo esa versión de la tesis de los científicos, en las dos riberas del Atlántico, hasta el punto de que la Academia Americana de Ciencias, indignada con aquella grosera falsificación, publicó (véase el comunicado en The Wall Street jornal del 12 de junio) una rectificación en la que precisó exactamente lo que había dicho y lo que no. Subrayaba, en particular, en el informe que veinte años era un período de observación demasiado corto para permitir la evaluación de las tendencias a largo plazo. Lo que podía afirmar con certidumbre —proseguía— era lo siguiente: 1) que la elevación global de la temperatura media había sido de medio grado en el siglo transcurrido; 2) que el nivel de dióxido de carbono en la atmósfera había aumentado durante los dos últimos siglos; 3) que ese dióxido de carbono engendra sin duda un efecto de invernadero, pero menos importante que el producido por el vapor de agua y las nubes.
Sobre todo, concluía la Academia, nada permite atribuir con certeza al dióxido de carbono un cambio climático ni prever siquiera lo que será el clima en el futuro. Hace treinta años —recuerda— ¡lo que constituía la preocupación mayor de los climatólogos era el enfriamiento del planeta!
Se pasó por alto deliberadamente esa puntualización. Un semanario mundialmente apreciado por su seriedad, The Economist, publicaba con soberbia tranquilidad después del comunicado, en su número del 16 de junio, un artículo titulado «Burning Bush», en el que, pese al desmentido ya aparecido, se repetía la mentira según la cual «un reciente informe de la Academia Nacional de Ciencias de los Estados Unidos confirma la realidad del calentamiento global».[14]
De modo que los Estados Unidos nunca tienen razón y, al mismo tiempo, su intervención financiera o militar es universalmente deseada. Por ejemplo, los dirigentes africanos, en la reunión de la Organización de la Unidad Africana, celebrada en junio de 2001, en Lusaka (Zambia), reclamaban «un plan Marshall para África». «Plan Marshall» evoca, evidentemente, un precedente histórico de origen americano, una iniciativa que sacó a Europa de las ruinas provocadas por la segunda guerra mundial. Ahora bien, casi todos los jefes pedigüeños que «gobiernan» (¡si podemos decirlo así!) África profesan un antiamericanismo habitualmente frenético. Acusan a los Estados Unidos de ser los culpables de la pobreza del continente o de la epidemia del sida. Así, pues, el antiamericanismo funciona como un agente de irresponsabilización. Pues las ayudas internacionales recibidas por África desde las independencias equivalen a cuatro o cinco planes Marshall, cuya cuantía ha sido derrochada, dilapidada o desviada, cuando no se la han tragado guerras incesantes o la han aniquilado reformas agrarias estúpidas, copiadas del asfixiante sistema colectivista soviético o chino. Pero resulta cómodo atribuir a América la responsabilidad de los errores cometidos por uno mismo, al tiempo que se pide socorro. La propia Europa no está exenta de esa fisión intelectual. En el momento en que se beneficiaba por su cuenta del plan Marshall, los partidos de izquierda se mostraban hostiles a él, por considerarlo un medio mediante el cual América sometía a su férula a la Europa occidental. Era una maniobra neocolonialista e imperialista. Su actitud era una simple aplicación del dogma marxista, pero los partidos socialistas o de centro derecha demócrata cristiano que entonces ejercían el poder en la mayoría de los países europeos aliados de los Estados Unidos, se guardaban, a su vez, de expresar el menor sentimiento de gratitud, por considerar que América, con la generosidad que demostraba, beneficiaba a sus propios intereses. Al parecer, ¡debería haber ido contra sus intereses, además! No se atribuía en modo alguno al crédito de su inteligencia política haber comprendido que ayudar a Europa a recuperarse económicamente redundaría en su propio beneficio. Además, también conforme a la habitual estructura contradictoria del razonamiento antiamericano, acusábamos y seguimos acusando a los Estados Unidos de oponerse a una Europa fuerte. O sea, ¡que la fortalecen porque quieren debilitarla! Está claro que el pensamiento europeo respecto de los Estados Unidos es un modelo de coherencia.
El mundo entero tiene por fuerza que observar que América es, al menos de momento, la única potencia capaz a la vez de salvar a México de la quiebra económica y financiera (en 1995); de disuadir a la China comunista de atacar militarmente a Taiwán, de intentar hacer una mediación entre la India y Pakistán a propósito de Cachemira, de presionar eficazmente al Gobierno servio para que acceda a enviar a Slobodan Milosevic a La Haya a comparecer ante el Tribunal Penal Internacional o que esté en condiciones de laborar con cierta posibilidad de éxito en pro de la reunificación de las dos Coreas dentro de un mismo régimen democrático. La Unión Europea no dejó de intentar abordar este último problema enviando a Pyongyang, en mayo de 2001, una delegación dirigida por el Primer Ministro sueco, pero ésta nada consideró más oportuno que echarse a los pies de Kim Jong-Il, jefe criminal de una de las últimas prisiones totalitarias del planeta. La «solución» europea, si no hemos entendido mal, consistiría en que el régimen de Corea del Sur se adaptara al de Corea del Norte y no al revés. Si con aciertos de esa clase es como creen los europeos que pueden poner fin al «unilateralismo» de los Estados Unidos, la primacía diplomática americana puede durar aún mucho tiempo.
Pues el unilateralismo es, en efecto, consecuencia mecánica del fracaso de las otras potencias, a menudo más intelectual que material, es decir, debida más a errores de análisis (como en el caso de Corea) que a la influencia de los medios económicos, políticos o estratégicos. Nada obligaba, por ejemplo, a los europeos a dejar a los Estados Unidos acudir en socorro de los resistentes afganos que luchaban contra el invasor soviético durante el decenio de 1980. No fue por falta de medios por lo que Europa se abstuvo de ayudar a los afganos. Fue por obsequiosidad para con la Unión Soviética y como consecuencia de un análisis lamentablemente erróneo, con la falsa ilusión o la excusa de «salvaguardar la distensión», que entonces estaba muerta y bien muerta, si es que había existido alguna vez, por lo demás, salvo en el optimismo occidental.
La misma confusión mental reina a propósito de las realidades económicas. Por una parte, los extranjeros reprochan a los americanos querer «imponer a los demás su modelo económico y social». Por otra parte, en cuanto se produce una aminoración del crecimiento económico en los Estados Unidos, los otros países sufren a plazo más o menos corto sus consecuencias. Entonces todos acechan la «recuperación» americana con la esperanza de que la suya se le pegue. De modo que sentimos perplejidad: ¿cómo es que una economía tan mala, cuyas recetas no quiere, supuestamente, copiar nadie, tiene la capacidad de servir de locomotora o de freno a las economías de tantos otros países?
En esas condiciones, ante tantas inconsecuencias por parte de los demás, es comprensible que los Estados Unidos se consideren de buen grado investidos con una misión universal en cierto modo. Dicha convicción mueve con frecuencia a sus portavoces a hacer declaraciones irritantes, que rayan en la megalomanía, lo odioso o lo cómico. Esas desafortunadas declaraciones requieren tres observaciones.
La primera es la de que, por exageradas que sean, parten de una indiscutible situación de hecho, experimentalmente verificada.
La segunda es la de que se pueden descubrir miles de declaraciones igualmente grotescas en labios de franceses que celebran a lo largo de los siglos la «proyección universal» de Francia, «patria de los derechos humanos», encargada de difundir por el mundo entero la libertad, la igualdad y la fraternidad. También la Unión Soviética se considera investida de la misión de transformar el universo mediante la revolución. Los musulmanes quieren obligar incluso a los países no musulmanes a respetar su sharia.
La tercera es la de que el principio de la razón de Estado, indiferente a la moral y a los intereses de los demás, fracasó en política internacional a partir de la guerra de 1914-1918. Lo substituyó el principio de la seguridad colectiva, traído de los Estados Unidos a Europa por Woodrow Wilson en 1919 y reafirmado con fuerza por Franklin Roosevelt y Harry Truman en 1945.[15] La política internacional inspirada por dicho principio es de invención americana y funciona desde 1945 bajo la dirección americana. No se ve otra que pueda conducir a un mundo menos inaceptable. Para que esa política de seguridad colectiva (incluida, naturalmente, la lucha contra el terrorismo) no propiciara el surgimiento de una «hiperpotencia» americana, sería necesario que muchos otros países tuvieran la inteligencia de participar en su elaboración y su aplicación, en lugar de denigrar a sus promotores.
Notas
[12] En lenguaje diplomático, el término «protocolo» es sinónimo de convenio, tratado, compromiso.
[13] «A Unanimous decision that global warning is real, is getting worse and is due to man. There is no wiggle room». Citado por The Wall Street Journal, 12 de junio do 2001.
[14] Véase una síntesis del estado de las cuestiones desde el punto de vista científico, según los climatólogos, en Guy Sorman, Le Progres et ses ennemis [El progreso y sus enemigos], Fayard, 2001. Y también Björn Lomborg, The Skeptical Environmentalist [El ecologista escéptico], 2001, Cambridge University Press.
[15] Sobre ese cambio véase, evidentemente, el clásico Diplomacia de Henry Kissinger, Ediciones R, Barcelona, 1996.
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