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Antimundialismo y antiamericanismo

Cómo debemos entender la guerra contra la mundialización ¿ que reina desde 1999 y cuya virulencia no cesa de aumentar? Guerra en sentido propio y no figurado, guerra física y no teórica, lucha callejera y no lucha de ideas, ya que los manifestantes que constituyen sus fuerzas de choque, encuadrados en organizaciones no gubernamentales (subvencionadas, a su vez, por los gobiernos), asedian locales y saquean las ciudades en las que se celebran reuniones internacionales.

Tras la lucha contra la mundialización, es decir, contra la libre circulación de las personas y las mercancías, a la que resulta muy difícil mostrarse hostil en principio, se oculta una lucha más fundamental y antigua contra el liberalismo y, por tanto, contra los Estados Unidos, su principal representante y su más potente vehículo planetario. En el «carnaval antimundialización» que se desarrolló en Montpellier el 16 de febrero de 2001, la principal atracción fue un personaje disfrazado de Tío Sam con perilla, traje y chistera con los colores de la bandera americana. No se podía designar más claramente al chivo expiatorio supremo. Según la antigua tradición socialista, el antiliberalismo y el antiamericanismo van a la par y los soldados licenciados del ejército comunista vencido o sus herederos políticos son, sin lugar a dudas, quienes se reagrupan en bandas decididas a acometer, a falta de una guerra frontal en campo raso, que ya no está a su alcance, una guerrilla de hostigamiento que la libertad de circulación debida a la mundialización les permite llevar a cabo en cualquier punto del planeta democrático. La mundialización, concepto impreciso donde los haya, les sirve de nuevo blanco mediante el cual apuntan a sus eternos enemigos. ¿Simplifico? ¿Exagero? En absoluto. Durante una manifestación antimundialista, en Londres, el 30 de noviembre de 1999, en apoyo de la de Seattle, que se desarrollaba en el mismo momento contra la Organización Mundial del Comercio, se podía leer en una de las pancartas: «La privatización mata; el capitalismo mata». ¿Qué otra cosa afirman Le Monde diplomatique oPierre Bourdieu? Según ellos y sus fieles, la mundialización engendra en el planeta una pobreza cada vez mayor, en provecho de una minoría de ricos que cada vez son más ricos. Es lo que —repitámoslo— a mediados del siglo xix preveía Karl Marx para el futuro de los países industrializados de la Europa occidental y de América del Norte: una caída cada vez más rápida de masas cada vez más numerosas en una miseria cada vez más negra, frente a un puñado cada vez más reducido de capitalistas cada vez más ricos. Ya sabemos la confirmación que la continuación de la Historia ha dado a aquella genial profecía. Recordemos que, aún a finales del decenio de 1950, el Partido Comunista francés adoptó como tema de propaganda «la pauperización absoluta» de la clase obrera, en pleno periodo de los «treinta gloriosos», en los que el nivel de vida general subía a ojos vista. ¡Ah! ¡El socialismo científico!

Lionel Jospin acogió con agrado «el surgimiento planetario de un movimiento ciudadano» entre los antimundialistas de Génova, Gotemburgo, Niza o Seattle. Ahora bien, se trata más bien del resurgimiento minoritario de una violencia antidemocrática. En efecto, la democracia concede a todos el derecho a manifestarse pacíficamente, es decir, a desfilar enunciando opiniones y reivindicaciones con la voz y las pancartas, pero a partir de Seattle, los antimundialistas han ido mucho más lejos. En todos los lugares en los que surgieron, su objetivo fue desde el principio el de impedir reuniones de jefes de Estado o de Gobierno elegidos por sufragio universal o directivos, designados reglamentariamente, de organismos internacionales o incluso, como en Davos, de personalidades diversas reunidas en un coloquio para intercambiar puntos de vista, sin por ello disponer del menor poder de decisión. Cierto es que para la mentalidad de los totalitarios, expresar ideas contrarias a sus lemas es ya un crimen. Así, pues, por dondequiera que han ido, esos antimundialistas muy mundializados han tomado por asalto los locales en los que se debían celebrar las reuniones, con la intención de expulsar de ellos por la fuerza a los participantes o reducirlos al silencio. Por eso, la distinción entre el grueso de los manifestantes supuestamente pacíficos y la mayoría de anarquistas violentos que —según nos cuentan— se infiltran entre los primeros no es sino mentira e hipocresía. Querer imposibilitar mediante la coacción física la celebración de una reunión no se puede hacer pacíficamente y equivale a substituirla impugnación por la violencia. Esos procedimientos son los mismos que los adoptados en otro tiempo por los camisas negras o pardas y por los matones comunistas. Además, si los anarquistas violentos fueran en verdad minoritarios en los devastadores rave parties de los antimundialistas, ¿cómo podemos explicar que la mayoría, supuestamente pacífica, no logre neutralizarlos? ¿Cómo es que cien mil, doscientos mil, idealistas amantes de la paz resultan impotentes para contener a unos centenares de terroristas que han acudido a saquear, romper, destrozar, incendiar y pillar? Pueden dejarse desbordar una vez, pero no seis, siete, diez veces. Ahora bien, el salvajismo violento amparado o practicado por los «pacíficos» antimundialistas lejos de disminuir entre Seattle, en 1999, y Génova, en 2001, no ha cesado de aumentar en intensidad.

Que la policía italiana sobrepasara en Génova los límites de un mantenimiento del orden democrático, hasta el punto de que un policía de veinte años matara a un manifestante de veintitrés, resulta, desde luego, indignante. No obstante, conviene observar que, si bien la prensa y la oposición de Italia estigmatizaron con vehemencia a la policía y al Gobierno, la muerte del joven apenas fue objeto de polémicas, pues las imágenes demostraban fehacientemente que el carabinero había actuado en legítima defensa.[16] Ya la policía sueca, en Gotemburgo, ciudad cuyo centro fue «pacíficamente» destruido, había utilizado una represión propia más para afrontar una manifestación que una guerrilla. También había disparado balas reales y, por fortuna, sólo hubo heridos. Y, por lo demás, ¿es que no se trataba, en efecto, de una guerrilla? La astucia de esos seudomanifestantes, en realidad amotinados, consiste en atribuir exclusivamente a la policía la responsabilidad de una violencia en la que ellos mismos han tomado la iniciativa. Los amotinados de extrema derecha que, el 6 de febrero de 1934, se dirigían en París hacia el Palais-Bourbon con la intención de forzar la entrada y expulsar de él a los diputados — exactamente lo que hacen los antimundialistas hoy a escala internacional contra las «cumbres»— imputaron después a la reacción de la policía, y únicamente a ella, las víctimas provocadas por una represión que la defensa de la República había vuelto, por su culpa, indispensable. Seguramente la policía no fue del todo inocente, pero los amotinados aún menos. En los dos ejemplos, la violencia de los policías fue el efecto, y no la causa, de la violencia de los amotinados. ¿Es necesario recordar que antes incluso de la inauguración de la cumbre de Génova ya se habían recibido paquetes—bomba en ciertos puestos de policía? Un funcionario, al abrir uno de aquellos paquetes, perdió un ojo, mientras que los manifestantes «pacíficos» recurrían ya preventivamente a los cócteles Molotov en las calles de la ciudad.[17]

Lo que muestra que se buscó la violencia por sí misma es que era superflua, ya que los manifestantes antimundialistas son casi todos ciudadanos de países democráticos. Por tanto, gozan de libertad de expresión, tienen derecho al voto, pueden, si quieren, formar partidos políticos y presentarse a las elecciones para intentar hacer prevalecer sus tesis por las vías de la persuasión y la elección. En esas condiciones, parece singular que un Primer Ministro los felicite por seguir una vía muy diferente. Contra las dictaduras es contra las que la violencia o la obstrucción física son legítimas, porque brindan el único recurso para quienes quieren contribuir al restablecimiento o al establecimiento de la democracia, pero los amotinados de Niza o Génova hacían lo contrario: atacaban la democracia con el fin de substituirla por la fuerza.

Para comprenderlos, hay que remontarse al antiguo fondo cultural que los vincula a la tradición «revolucionaria». Lo que esos manifestantes pretenden es remedar una revolución que se disfraza o se deshonra desde hace un siglo. No aspiran a hacer avanzar mediante la acción democrática un programa antimundialista que tienen derecho a concebir, pero del que precisamente carecen, pues sus ideas son incoherentes y sus informaciones indigentes. La agitación precede en ellos al pensamiento y se contenta con prolongar la prehistoria política del mundo moderno, como esos cultos neolíticos que se perpetuaban hasta el subsuelo del Renacimiento. Los antimundialistas martillean con barras de hierro el viejo tambor anticapitalista y antiamericano, la leyenda de la eficacia milagrosa de la guerrilla urbana. Añadamos que la ocasión suplementaria de «cargarse» al liberal Silvio Berlusconi, Presidente del Consejo, «fascista», a su juicio, aunque democráticamente elegido por segunda vez, contribuía a sazonar, en aquel caso, el estéril placer de su antiguo simulacro.

Los «jóvenes» antimundialistas son, en realidad, unos vejestorios ideológicos, fantasmas resurgidos de un pasado de ruinas y sangre. Hablando de «rejuvenecimiento», en Génova se vio, por lo demás, reaparecer banderas rojas adornadas con la hoz y el martillo (que incluso el partido de los ex comunistas había arrumbado en Italia a partir de 1989), efigies del Che Guevara y la sigla de las Brigadas Rojas. Lo que los manifestantes atacan en la mundialización es el capitalismo democrático, es América, en la medida en que ésta es, desde hace al menos medio siglo, la sociedad capitalista democrática más próspera y creadora. Lo que atacan es el liberalismo o simplemente la libertad, pese a ser ellos mismos los primeros beneficiarios de ella, puesto que se desplazan en todo momento como quieren. Si se ejecutaran sus diktats y, por tanto, se restablecieran por doquier las barreras fronterizas, los pasaportes, los visados, incluso para los turistas, no habría habido ni Seattle ni Gotemburgo.

No es ésa la única contradicción de su indigente batiburrillo mental. Por ejemplo, asolan Seattle en nombre de la lucha contra la mundialización «salvaje» que «sólo beneficia a los ricos». Ahora bien, ¿quién se reunía en Seattle? La Organización Mundial del Comercio, la OMC, cuyo papel consiste principalmente en someter los intercambios económicos internacionales a reglas... para impedir que sean «salvajes». No hay un solo país en el mundo que no haya deseado —y los más pobres son los que se muestran más deseosos de ello— ser admitido en la OMC. Y en Niza o en Gotemburgo, ¿quién se reunía? Las autoridades y los Gobiernos de la Unión Europea, que nada tiene de «mundial», ya que agrupa a quince países, cuando en todo el planeta hay más de doscientos. ¿Quién se reunía en Génova? El G8, es decir, los siete países más industrializados, con la adición cortés de Rusia. Tampoco en ese caso, si bien su influencia es, evidentemente, internacional, son el mundo entero. No son las Naciones Unidas. Si pueden intentar armonizar sus políticas, sus posibles puntos de acuerdo, no tienen el menor valor ejecutorio para los demás Estados. Al pretender poner la mira en la mundialización, los camorristas de Génova atacan, en realidad, al capitalismo en sí (por lo demás, habían roto las fachadas de los bancos antes incluso de que comenzara la conferencia) y a su encarnación más diabólica América. El pretexto de esa demonización es —vieja cantinela— el de que los países ricos no se preocupan bastante por los países pobres. Más adelante tendremos ocasión de subrayar la inanidad de esa leyenda. Pero en el caso presente resulta —contradicción suplementaria— que el objetivo de la cumbre del G8 en Génova era precisamente el de abordar esa cuestión y en ella los Ocho redujeron efectivamente la deuda de los países pobres. Dieron un nuevo impulso a la ayuda pública para el desarrollo del Sur, crearon un fondo mundial para financiar la campaña médica contra el sida, el paludismo y. la tuberculosis, en particular en el África subsahariana.

Pues, además, en Génova los miembros del G8 habían invitado por primera vez a los dirigentes africanos a que se reunieran y deliberasen con ellos. Así, pues, el Primer Ministro británico acogía con beneplácito, y con razón, la puesta en marcha de lo que llamaba «un ambicioso plan Marshall para África».[18] El horrible George W. Bush mismo había pedido, antes incluso de la inauguración de la reunión, «más préstamos para la salud y la educación en los países más pobres». A ese respecto anunciaba un «cambio político radical» de su Gobierno.[19] Y añadía: «Pero no nos equivoquemos: los que protestan contra la libertad de comercio no son los amigos de los pobres». Pese a ser (de creer a la prensa europea) notoriamente estúpido, el Presidente de los Estados Unidos no andaba precisamente errado en aquella ocasión. En efecto, lo que piden los países pobres es un acceso más libre a sus productos, en particular los agrícolas, al mercado de los países ricos. Dicho de otro modo, piden más y no menos mundialización. Y lo que muestra otra faceta de la incoherencia de los amotinados, ricos, a su vez, por lo demás, es que subvierten cumbres cuyo objeto es ampliar la libertad de comercio y, por tanto, aumentar las capacidades exportadoras de los países pobres hacia las zonas más solventes: así se hizo en la reunión interamericana de Québec, en la que se pusieron las bases de un mercado continental único destinado, entre otras cosas, a abrir América del Norte a los productos agrícolas de la América del Sur. También en aquel caso fue invadida y saqueada la ciudad.

Así, cuando examinamos un poco más detenidamente el revoltijo que sirve de forraje intelectual a las vociferaciones antimundialistas (y podríamos alargar el catálogo), no podemos por menos de observar que no se puede extraer de ellas un programa susceptible de la menor aplicación práctica.

El muestrario de ese revoltijo inutilizable hace que resulte tanto más asombroso que incluso dirigentes europeos considerados liberales y que en principio no figuran entre los nostálgicos del paleosocialismo se proclamen «impresionados» por los amotinados antimundialistas y convencidos de la necesidad de «dialogar» con ellos. Es normal ver a toda una prensa de izquierda y a una capa política que desde 1989 habían balbuceado con la boca pequeña una revisión desgarradora y afirmaban haber «aprendido las enseñanzas» que se desprendían de las catástrofes y los absurdos socialistas cantar victoria al acoger con entusiasmo la divina sorpresa de esa nueva cruzada contra la mundialización, sinónimo en este caso de capitalismo.

En cambio, resulta más difícil entender la razón por la que unos dirigentes de derecha toman —o fingen tomar— en serio el magma político de los antimundialistas. ¿Por qué el Presidente de la República, Jacques Chirac, abogó ante sus pares en Génova por una «concertación normal y permanente» con los manifestantes? ¿Por qué proclamó, en un largo artículo,[20] que había llegado el momento de «humanizar la mundialización»? ¿Es que era inhumana acaso? Semejante fórmula equivale a abrazar con las dos manos el tópico de los camorristas y secundar la estrategia antiliberal de los izquierdistas reciclados y de la mayoría de las ONG. A semejanza de Jospin, Chirac acoge con complacencia incluso una «conciencia ciudadana mundial». ¿Por qué esa jerga socialista? Cierto es que esa posición revela un síndrome derechista más particularmente francés. Los otros gobernantes del G8, incluso los socialdemócratas, no siguieron a Chirac por ese sendero sin salida. Se proponen conservar el derecho de deliberar entre sí y con sus interlocutores, sin tener que dar cuentas de ello a unos amotinados totalmente ilegítimos. Cierto es también que, si bien Francia cuenta con una gran tradición de pensadores liberales, su derecha política no los ha leído: siempre ha sido dirigista, planificadora, burocrática y reglamentarista. Cierto es, por último, que la derecha francesa arde, sobre todo desde el fin de la segunda guerra mundial, con un deseo que la paraliza tanto más cuanto que no se ve coronado por el éxito ni correspondido: agradar a la izquierda.

Bernard Kouchner, cuya acción en pro de los países pobres con «Médicos sin fronteras» y después «Médicos del mundo» impone respeto, pierde un poco su lucidez cuando exclama, después de los motines contra el G8 en Génova: « ¡Se trata de un mayo del 68 a escala mundial!» ¡Está visto que nadie reivindica tanto el mundialismo como los antimundialistas! Además, la fórmula es graciosa, pero históricamente poco ilustrativa. El movimiento que designamos —nosotros, los franceses— como «mayo del 68», con el pretexto de que durante aquel mes estalló en Francia, había comenzado varios años antes en los Estados Unidos, en forma mas original y menos marxistizada y después en Alemania. Recordémoslo: junto a una transformación de las costumbres y las mentalidades que podemos considerar benéfica, el «mayo del 68» europeo se enfeudó muy pronto con los lugares comunes del socialismo totalitario, en sus versiones maoísta o trotskista, cuando al principio se presentaba como antiautoritario. El llamado movimiento de «mayo del 68», al negarse al mismo tiempo a aceptar el juego de la legalidad democrática, ya aceptada formalmente por los partidos comunistas occidentales, degeneró en terrorismo sanguinario durante los veinte años que siguieron. Entonces se constituyeron las Brigadas Rojas en Italia, la Fracción del Ejército Rojo en Alemania, el Ejército Rojo japonés, las Células Comunistas Combatientes belgas (CCC) y —más marginal, pero no menos asesina— Acción Directa en Francia. Debemos a esas organizaciones grandes hechos que no parece juicioso ni oportuno ofrecer como modelo a las generaciones del comienzo del siglo xxi. Pues a veces los protestatarios antimundialistas se han encontrado también a dos pasos de deslizarse hasta la degeneración terrorista. En la primavera de 2000 llegaron a dar ese paso incluso, por antiamericanismo, al colocar en un McDonald's una bomba que mató a una joven, en Bretaña. Los antimundialistas actuales tienen en común —cierto es— con los sesentayochistas una visión marxista simplista: el mal absoluto es el capitalismo, encarnado y dirigido por los Estados Unidos. Así, como después de lo de Génova se hablaba mucho de organizar en el futuro «G8 más modestos», el humorista Plantu publicó, en la portada de Le Monde,[21] un dibujo en el que se ve al Tío Sam —¡siempre él!— acampado bajo una tienda cuyas estacas de sujección, plantadas en la hierba, son simplemente los otros siete socios maniatados del G8. Entre ellos reconocemos a Jacques Chirac. La lección está clara: el único dueño real del G8 es América, cuyos sirvientes son las demás democracias, al servicio del capitalismo mundial, es decir, americano. Ese fino análisis satírico no habría desentonado en modo alguno en un número de L'Humanité hacia 1950.

Otra convicción es común a los sesentayochistas y a los antimundialistas actuales: la de que los manifestantes de las calles son más legítimos que los gobiernos elegidos. Reconocemos en eso una muestra de entre las más enmohecidas de los oropeles colgados en el desván de los dogmas marxistas: el levantamiento de las «masas» es más democrático que la democracia «formal». Peor aún: eminentes personalidades políticas de izquierda (en Francia, François Hollande, Jean-Luc Mélanchon, Noel Mamère, entre otros) reclamaron, después de lo de Génova, la supresión del G8. Conclusión que debemos sacar de esa actitud: unos Gobiernos elegidos por sufragio universal pierden el derecho a concertarse en cuanto la calle se lo haya denegado.

Ni que decir tiene que la amplitud de una o varias manifestaciones puede ser reveladora de una importante corriente de opinión, que un Gobierno democrático o un grupo de Gobiernos democráticos harán siempre bien en tener en cuenta, aunque sólo sea en previsión de las próximas elecciones. Pero, si ceden porque esas manifestaciones son violentas hasta el punto de paralizar el funcionamiento de la propia democracia, se descalifican. En ese caso, los demócratas dignos de ese nombre deben recordar enérgicamente que en su sistema político se confiere el poder metiendo papeletas en las urnas y no piedras en los escaparates. Resulta inquietante que la izquierda, incluso la «republicana», no tenga más presente ese principio.

¿Por qué lo olvida? Porque el anticapitalismo justifica, a su juicio, esa excepción, porque la «arrogancia» capitalista es la «arrogancia» americana. Pero, ¿acaso no resulta, aun así, curioso que dondequiera que surjan dificultades económicas —y a fortiori una crisis grave— sea prioritariamente a América a la que los países «en ascenso» soliciten la ayuda o la intervención? Así es tanto en Asia como en África, en América Latina como en Servia o en Rusia. El 30 de julio de 2001, el Presidente de la OMC dio una voz de alarma, al quejarse de que la excesiva lentitud de las negociaciones o la aplicación de las decisiones relativas al comercio internacional perjudicaba a los países más pobres. La causa principal de esa lentitud es —decía— la mala voluntad de los países ricos que hacían oídos sordos a la hora de reducir sus subvenciones agrícolas, forma indirecta de proteccionismo. Ese economista, bien situado para observar los hechos, decía, en una palabra, que el origen de la pobreza no era la economía de mercado, sino la insuficiencia de economía de mercado. Esa observación no conmueve a los izquierdistas antimundialistas. Se burlan de la necesidad de mejorar la suerte de los subdesarrollados. Lo que les gustaría es destruir las economías desarrolladas, en la medida en que el desarrollo se confunde con el capitalismo. A ese respecto, tienen razón.

La razón que se suele invocar para condenar la mundialización es la de que supuestamente acentúa las desigualdades y agrava la pobreza. La razón real del deseo de proscribirla, o al menos controlarla, cuando escrutamos el pensamiento de sus adversarios, es la de que en su forma actual se identifica con el capitalismo y el mercado, que, a su vez, se identifican en el marco actual con la preponderancia americana.

Así, pues, para juzgar sobre la verdad o la falsedad de esas tesis, con frecuencia aceptadas, por lo demás, sin examen crítico ni siquiera por los partidarios de la economía de mercado, conviene intentar responder a las tres preguntas siguientes:

—¿Es un mal en cuanto tal la mundialización mediante el mercado?

—¿Es un mal sobre todo porque en su versión contemporánea ofrece un campo de expansión a la superpotencia americana? ¿Se uniformiza la humanidad de hoy al americanizarse?

—¿Es cierto que a causa de la mundialización los ricos se vuelven cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, a escala planetaria y dentro de cada uno de los países?

Respecto de la primera pregunta, conviene precisar, como acabo de hacerlo, que la izquierda sólo rechaza la mundialización mediante el mercado. De hecho, más el mercado que la mundialización. El objetivo de la izquierda es la mundialización sin el mercado. La mundialización siempre le ha parecido deseable, siempre que fuera ideológica y política. La Francia revolucionaria se atribuyó la misión de extender a toda la Humanidad los principios de 1789. En los siglos xix y xx, el socialismo se definió por esencia, internacionalista. Fundó la Primera, la Segunda, la Tercera y la Cuarta Internacionales, cuyo nombre indica su ambición planetaria. Pese a fases transitorias y de consolidación en las que se propugnaba el «socialismo en un solo país» por razones técnicas y coyunturales, los comunistas soviéticos y maoístas siempre han sentido el deseo de imponer sus modelos respectivos a toda la Humanidad, en caso necesario mediante la intervención militar o la subversión armada. No han dejado de recurrir a ellas, cuando podían, en los cinco continentes. Los opositores antimundialistas, sin tener la intención ni los medios, por cierto, de realizar acciones belicosas de esa amplitud, no por ello dejan de ser también mundiales y antiliberales a la vez.[22] La prensa de izquierda —por ejemplo, Le Nouvel Observateur—[23], al acoger con agrado el «éxito de la cumbre antiliberal de Porto Alegre», proclama (es el título del artículo) el «Nacimiento de una internacional». Concluye que «otra mundialización gana por la mano a Davos». Así, pues, para la izquierda el enemigo es sin lugar a dudas el liberalismo y no la mundialización. Ésta le parece buena a condición de que sea planificada y dirigida. En 2001, el Primer Ministro socialista, Lionel Jospin, tras haber aplaudido en Génova —ya lo he dicho— «el surgimiento planetario (el subrayado es mío) de un movimiento ciudadano», felicita a continuación a los manifestantes por haber demostrado, según él, que «el dominio de la mundialización requiere la reafirmación del papel de los Estados».[24] Así, pues, el conflicto, más que referirse a la mundialización, opone dos concepciones de ella: una basada en el mercado libre y la empresa privada; otra, en el dirigismo y la economía estatizada, una mundialización impuesta y controlada por los Estados. Si ha habido una «victoria»,[25] de Seattle a Génova, ha consistido en hacer prevalecer la segunda concepción sobre la primera.

El inconveniente de la segunda concepción y la paradoja de los júbilos que suscita hoy su resurgimiento es que su aplicación en el pasado nunca ha dado otros resultados que regresiones económicas, la miseria de amplias capas de la población y el atraso tecnológico, la mayoría de las veces combinados con tiranías políticas. Esta observación es aplicable tanto a los socialismos comunistas como al nacionalsocialismo hitleriano, que también sentía —no lo olvidemos— el deseo de extenderse por la Tierra entera y, para empezar, por toda Europa. El mundialismo dirigista siempre ha sido promotor de catástrofes humanas o, de cualquier modo, en los casos menos malos, de naufragios económicos muchos más dolorosos para los pueblos que las peores injusticias capitalistas.

La observación de la realidad histórica pasada y presente nos enseña que la única mundialización cuyo balance, sin estar desprovisto de un pasivo, ha resultado en conjunto positivo es la mundialización capitalista y que, por lo demás, no data de hoy.

La mundialización existió mucho antes del nacimiento de los Estados Unidos. Como recuerda un economista e historiador, Régis Bénichi, en una síntesis luminosa al respecto,[26] la mundialización acompaña toda la historia del capitalismo. Más antiguamente aún, se observa ya esa extensión del comercio en el Imperio romano y en la Edad Media, con sus benéficas consecuencias: las ventajas de reciprocidad, de complementaridad, que engendra la disminución de los costos. Pero fue sobre todo después de los grandes descubrimientos, al final del siglo xv, con el desarrollo del comercio transatlántico, como se inició la mundialización en el sentido moderno del término. Bénichi distingue tres oleadas: la expansión del capitalismo mercantil después de los grandes descubrimientos, después del período en el que se generalizó la revolución industrial en Europa y en América del Norte, es decir, desde 1840, aproximadamente, hasta 1914; por último, la mundialización actual.

Ni que decir tiene que la primera oleada ascendió durante todo el siglo xvi y se extendió aún en el xvii. Gracias al tráfico marítimo, además de los actores de primer plano, como Inglaterra y España, países pequeños como Portugal u Holanda llegaron a ser grandes potencias económicas, cabezas de redes planetarias, que se extendieron hasta la India, el Asia sudoriental, Indonesia, el Pacífico occidental, Australia, Suráfrica. La Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales fue un prototipo de los instrumentos nuevos que suscitaban los intercambios universales.[27] El siglo xviii ilustró más adelante en la práctica y explicó mediante el análisis teórico las ventajas de la libertad de comercio.

Durante la que Bénichi llama la segunda oleada de mundialización, entre 1840 y 1914, el volumen del comercio mundial se multiplicó por siete. Se habla mucho hoy de «América—mundo». La expresión «Europa—mundo» es la que conviene a las dos primeras mundializaciones, pues entonces Europa extendió por todos los continentes sus capitales, sus técnicas, sus idiomas, sus hombres. Sobre todo sirvió de motor central para una circulación planetaria de mercancías, tecnología, ciencias, técnicas e ideas. En cambio, a partir de 1919, después de la catástrofe de la Gran Guerra y pese al restablecimiento de la paz, la Europa arruinada retrocedió, se replegó sobre sí misma. Se había acabado su supremacía. Además, se fragmentó: los países europeos se cerraron unos a los otros. Al otro lado del Atlántico, los Estados Unidos, Argentina, Brasil, tierras inmensas tradicionalmente abiertas a los inmigrantes y a los productos extranjeros, se atrincheraron, a su vez. El comercio internacional se desplomó, los capitales dejaron de poder circular, se instituyó el control de cambios, se quiso fijar por decreto el valor de las monedas. Así, pues, en todo el planeta la vida económica se estancó y empezó a parecerse, en una palabra, a lo que los adversarios actuales de la mundialización desean para la Humanidad. El resultado no tardó en llegar: la crisis de 1929, que duró diez años, decenas de millones de desempleados, el ascenso de regímenes dictatoriales o totalitarios en algunos países, por doquier la caída precipitada del nivel de vida. (Francia, por ejemplo, no recuperó hasta el comienzo del decenio de 1950 su renta media por habitante de 1914.) Y, para coronar aquella brillante serie de éxitos, sobrevino la segunda guerra mundial, de la que Europa saldría no sólo material y económicamente destruida, sino también definitivamente excluida, aquella vez, del rango de las «grandes potencias».

Así, pues, mal que pese a los manifestantes «ciudadanos» de Génova o Davos, es comprensible que en 1945 la «comunidad internacional», como se la llamaría más adelante, tuviese en cuenta por una vez las enseñanzas que se desprendían de sus errores y tuviera el acierto de dar la espalda a la antimundialización del cuarto de siglo anterior. Ya en 1941, en plena guerra, los Estados Unidos habían inscrito la liberalización del comercio mundial en la Carta del Atlántico, firmada el 14 de agosto de 1941 por Churchill y Roosevelt. En 1944, Morgenthau, Secretario de Estado del Tesoro (ministro de Hacienda) de Roosevelt, enunciaba así la doctrina que iba de servir de guía al futuro: «Hay que abstenerse de recurrir a los procedimientos perniciosos del pasado: la carrera de las devaluaciones, la erección de obstáculos aduaneros, el control de cambios, mediante los cuales los gobiernos intentaron en vano contener la actividad económica dentro de sus fronteras. Se trata de procedimientos que promovieron la depresión económica y la guerra».

Así comenzaba la «tercera ola» de mundialización, que después del fin de la guerra no ha cesado de extenderse y en la que ahora nos encontramos.

Notas

[16] Le Point, 27 de julio de 2001, artículo de D. Dunglas, corresponsal de Le Point en Italia.

[17] International Herald Tribune, 18 de julio de 2001, despacho de Reuters

[18] International Herald Tribune, 23 de julio de 2001.

[19] Ibídem, 18 de julio de 2001.

[20] Le Fígaro, 10 de julio de 2001.

[21] 24 de julio de 2001.

[22] «Les racines de la contestation mondiale» [Las raíces de la impugnación mundial], L'Express, 26 de julio de 2001.

[23] 1 de febrero de 2001.

[24] Le Figaro, 24 de julio de 2001.

[25] La palabra es de Jean Daniel: «Génes, le sens d'une victoire» [Génova, el sentido de una victoria], Le Nouvel Observateur, 26 de julio de 2001.

[26] Régis Bénichi, «la mondialisation aussi a une histoire» (La mundialización también tiene una historial, revista L' Histoire, 254, mayo de 2001.

[27] Sobre la potencia económica holandesa en el siglo xvii, se debe consultar, evidentemente, la magistral obra de Simon Schama, The Embarrassment of Riches, Knopf, Nueva York, 1987. (Trad. fr. L'Embarras de richesses, Gallimard, 1991.)

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