» bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias
Antimundialismo y antiamericanismo (y II)
Los rasgos capitalistas de esta tercera fase se precisaron aún más a raíz del hundimiento de los comunismos. Entonces la mundialización se caracterizó por una coloración principalmente americana, ya que América surgió —se reconoce de forma general— de la guerra de 1939—1945 como la primera potencia capitalista mundial y del fracaso socialista de 1980—1990 como la única superpotencia económica. Tampoco debe extrañar que esta tercera mundialización tenga, por consiguiente, un carácter aún más capitalista que las dos anteriores, es decir, que se deba aún más a la acción de las empresas privadas y cada vez menos a la de los Estados, pues, incluso en los países en que el comunismo político ha intentado prolongar artificialmente su existencia, los gobiernos supervivientes han hecho todos los esfuerzos posibles para librarse del socialismo económico, mediante privatizaciones, recurriendo a las inversiones extranjeras, mediante la liberación de los intercambios y acuerdos comerciales transfronterizos. Sólo Cuba y Corea del Norte se han aferrado al colectivismo totalitario y esos únicos ejemplos nos dispensan de cualquier comentario.
Así, pues, que la economía del fin del siglo xx y del comienzo del xxi sea a la vez mundializada, capitalista y con preponderancia americana no es expresión de «arrogancia» alguna. Ni siquiera es consecuencia de una opción. Es el resultado de la confluencia en virtud del determinismo histórico de tres series de hechos debidamente comprobados.
Primera serie: los cataclismos económicos y políticos desencadenados por la experiencia, sobre todo europea, de las economías cerradas entre las dos guerras. Segunda serie: la demostración, amplia y definitiva, de la incapacidad del socialismo para hacer funcionar una economía, sea cual fuere y por poco que sea. Tercera serie: el debilitamiento de los europeos, debido a sus propias aberraciones, acumuladas a lo largo de la primera mitad del siglo xx. Dicho debilitamiento entrañaba, por contraste y de forma, por decirlo así, mecánica, el ascenso de los Estados Unidos.
Sin embargo, su superioridad no es sólo un fenómeno relativo, debido a la retrogradación comparativa de Europa. Procede también, necesariamente, de factores intrínsecos, propios de la sociedad americana misma. Por lo demás, se perpetúa, pese al nuevo ascenso económico de la Europa democrática desde la guerra e incluso desde la constitución y consolidación de la Unión Europea.
La Europa unida, virtualmente, debería esta en condiciones de hacer contrapeso a los Estados Unidos. Si aún no lo ha logrado, no es seguramente por falta de recursos materiales y humanos, sino por no saber utilizarlos bien. En una palabra, carece de la invención, la eficacia, el sentido de la organización, la rapidez en la adaptación y la innovación suficientes. Sigue demasiado inhibida por los prejuicios ideológicos. Por eso, pese a sus éxitos, Europa sigue viviendo bajo la influencia americana. Su crecimiento resurge —con retraso— cuando la economía americana avanza; retrocede con rapidez cuando los Estados Unidos entran, como a comienzos de 2001, en recesión.
¿Acaso es nociva la mundialización por el simple hecho de que parezca confundirse actualmente con la americanización? ¿Acaso hay que negarse a ver el éxito que representó la multiplicación de la producción mundial por seis y del volumen de las exportaciones de mercancías por 17 entre 1948 y 1998?[28] ¿Acaso hay que proscribir las inversiones directas en el extranjero, motor del desarrollo de los países menos avanzados, con el pretexto de que la mayoría de ellas son americanas? Lo que padecen los países menos avanzados es más bien —repito— una insuficiencia de mundialización, ya que ésta sigue siendo en la práctica muy parcial, pues la gran mayoría de los intercambios y las inversiones se hacen hoy entre la Unión Europea, la América del Norte y el Asia del Pacífico occidental.
Por mucho que destrocen los opositores antimundialistas en Seattle o en Niza, no se ve qué solución podrían aportar para substituir la mundialización en curso. ¿O es que quieren volver al socialismo tercermundista que en unos decenios hizo hundirse el continente africano de la semipobreza en la más completa miseria?
En cuanto al miedo que siente cada uno de los países de ver ahogarse su «identidad» en la uniformización americana y a la lucha de Europa por preservar su «diversidad cultural», resulta difícil analizarlos con exactitud, pues se basan en una visión heteróclita de géneros, niveles y actividades. Vemos en ellos una mezcolanza de deseo de preservar su lengua contra la universalización del inglés, reprobación de las hamburguesas servidas por McDonald's y la vestimenta juvenil, miedo a la competencia comercial de las películas y telefilms de Hollywood o amargura ante la fecundidad científica de las universidades americanas. Pero la obsesión sigue siendo la misma y no necesariamente resulta propicia para la lucidez, sobre todo en los europeos: acaba imputando a un «imperialismo» calculado lo que es resultado de una convergencia de evoluciones históricas, las más importantes de las cuales son a menudo los errores cometidos por las supuestas «víctimas» de dicho imperialismo.
Hubert Védrine, estrecho colaborador y consejero diplomático del Presidente François Mitterrand durante catorce años, portavoz y después Secretario General de la Presidencia de la República y, por último, ministro de Asuntos Exteriores del Gobierno de Jospin, de 1997 a 2002, escribe en su libro Les Mondes de François Mitterrand [Los mundos de François Mitterrand]: «La primera característica de los Estados Unidos, que explica su política exterior, es que desde su nacimiento se consideran una nación elegida, encargada de iluminar al resto del mundo».[29]
Lo que llama la atención al instante en esa frase del ministro, la evidencia inmediata que de ella se desprende, es la perfecta adecuación con la que es aplicable a Francia. Las propias citas americanas que Védrine ofrece en apoyo de su tesis tienen casi todas ellas su equivalente literal en los lugares comunes del narcisismo político y cultural francés. Cuando reprocha a Thomas Jefferson esta «afirmación perentoria», según sus propios términos: «Los Estados Unidos son el imperio de la libertad», ¿cómo no vamos a pensar en la afirmación no menos perentoria, repetida todos los días en nuestra prensa y por nuestros políticos: «Francia es la patria de los derechos humanos»? Y, cuando el antiguo consejero diplomático de François Mitterrand denuncia la «concepción hegemónica» que ve en esta declaración de Ezna Hiles, hacia 1800: «Los navíos transportarán la bandera americana por todo el globo», cualquier francés que sienta un poco de curiosidad por la Historia recuerda la fulgurante y celebérrima exclamación de Lamartine, con ocasión de la revolución de 1848, cuando el poeta que había pasado a ser político celebraba «la bandera tricolor que ha dado la vuelta al mundo».[30] Por último, será fácil multiplicar las citas del general De Gaulle que describen «el mundo entero con los ojos clavados en Francia».[31]
Esas hipótesis megalómanas, que nos hacen parecer tan ridículos en el extranjero, no pertenecen sólo al pasado. En julio de 2001, Lionel Jospin nos devuelve a la mundialización al dirigirse al personal de la «red de cooperación cultural francesa», reunido en el ministerio de Asuntos Exteriores. «Forman ustedes —les dice— una red pública de influencia y solidaridad de dimensión mundial: es una baza decisiva frente a los imperativos que plantea a nuestro país la mundialización.»[32] Tras la aparente falta de lógica de esas palabras (luchar contra la mundialización... mediante la mundialización) se expresa, en realidad, un pensamiento coherente: lo que debemos contrarrestar con nuestra mundialización es la mundialización liberal. Para eliminar esa mundialización a la americana, Lionel Jospin propone a nuestra red internacional de cooperación cultural que promueva una mundialización a la francesa, antiliberal, es decir, que labore, dice, en pro de «la afirmación de los Estados contra las leyes desenfrenadas del mercado». Lo malo no es la mundialización en sí misma, es la mundialización a la americana. Que un país se sienta con vocación universal y la proclame no es en sí reprensible. Lo que merece reprobación es que ese país sea los Estados Unidos y no Francia. Por consiguiente, ésta debe substituir a aquél a la cabeza de la mundialización.
Ésa es la enseñanza que sacó también Hubert Védrine del examen de la situación, durante la misma reunión, y emitió sobre el futuro de ese proyecto un diagnóstico optimista: «Desde que apareció la amenaza de una nivelación abusiva (entiéndase, naturalmente, americana) Francia ha recuperado bazas». Por lo demás, el ministro de Asuntos Exteriores acababa de añadir, unos meses antes, a la lista de sus obras un nuevo libro titulado precisamente Les Cartes de la France [Las cartas de Francia]. En él desarrolla, como Jospin, la idea de que la opresión de la «hiperpotencia» americana ha hecho, por decirlo así, reavivarse el impulso de la vocación y la misión universalistas de Francia, que son las de oponer su propia forma de mundialización a la de los Estados Unidos.
Esa idea fija de la mundialización destructiva es la que es falsa. En la realidad, fuera cual fuese la influencia de una cultura —griega en la Antigüedad, italiana en el siglo xvi, francesa en el XVIII, etc.—, ninguna aniquiló nunca a las otras, cuya originalidad resultó, al contrario, estimulada con frecuencia.
Entendámonos. Es indiscutible que la preponderancia planetaria de los Estados Unidos plantea desde hace varios años a los demás países problemas inéditos, en todas las esferas, y la cultural no es la menos importante: más adelante volveré a referirme a ello. Pero dicha preponderancia es producto de un proceso histórico que se extiende a lo largo de más de un siglo. Hay que analizar sus elementos constitutivos para afrontar racionalmente la situación nueva, para aprovecharla en lo positivo que aporta y a la vez corregir sus excesos, cuando parece perjudicar a una gestión equilibrada y equitativa de los asuntos mundiales, pero el resentimiento que mueve a luchar contra cualquier solución, aun cuando sea buena, únicamente porque es de origen o de carácter americano ha de debilitar por fuerza aún más al país que tome como única guía esa americanofobia. El país que es presa de semejante repulsión irracional reduce su eficacia y se vuelve antipático para numerosos países extranjeros que nada tienen de americanos ni de sistemáticamente americanófilos, al contrario.
Jacques Julliard, al meditar sobre las razones que granjearon una memorable bajada de pantalones a la candidatura de París a los Juegos Olímpicos de 2008, escribe con franqueza y clarividencia en uno de sus editoriales: «En Moscú, nuestros socios europeos, nuestros "amigos" árabes y nuestra clientela africana nos abandonaron. ¿Quieren que se les diga la verdad, sin disfraz, la que toda la clase política se las ingenia para ocultarles? La verdad es que Francia ha llegado a ser uno de los países menos populares del planeta. Ya he hablado de su arrogancia y su vanidad. A ellas habría que sumar esa pretensión de nuestros gobernantes de dar lecciones a todo el mundo».[33]
«Todo el mundo» tal vez no sea la fórmula exacta. No damos lecciones ni a Sadam Husein ni a Gadafi ni a Kim Jong-Il ni a Fidel Castro ni a Robert Mugabe ni a los imames de la República Islámica del Irán ni a los dirigentes chinos o vietnamitas. Reservamos nuestras amonestaciones y nuestro desprecio para las democracias, los austriacos, los italianos, Margaret Thatcher, Ronald Reagan, George W. Bush, Silvio Berlusconi e incluso Tony Blair, insuficientemente hostil al capitalismo. El adversario principal de los antimundialistas es la economía liberal, no la dictadura.
Tampoco lo es la pobreza, aunque lo clamen en sus lemas. Lo que les importa no es erradicar la pobreza, sino hacer creer que se debe al liberalismo y a la mundialización.
Si hay un axioma universalmente considerado verdadero, también por los partidarios de la mundialización, es sin duda el de que «aumenta la distancia entre los pobres y los ricos» o el de que «los pobres son cada vez más pobres y los ricos cada vez más ricos».
Objetemos ante todo que los dos juicios no son sinónimos. Constituye incluso una falta elemental de lógica emplearlos indiferentemente, como si fueran intercambiables. Entre las sociedades, como entre los individuos dentro de una misma sociedad, puede aumentar la distancia entre los ricos y los pobres y, sin embargo, aumentar el nivel de vida de los pobres. Si una sociedad industrial desarrollada ve pasar su renta anual por habitante de 20.000 a 30.000 dólares, es decir, aumentar en un tercio en diez años, y si en ese mismo momento la renta anual por habitante de una sociedad menos avanzada progresa en la misma proporción, es decir, que aumenta —pongamos— de 3.000 a 4.500 dólares, la distancia entre las dos habrá aumentado. Era de 17.000 dólares anuales y pasa a ser de 25.500 dólares. La desigualdad será, en efecto, mayor, pero el nivel de vida de la sociedad más pobre no por ello habrá dejado de mejorar, cosa muy apreciable para sus miembros.
¿A qué se debe la confusión constante entre los dos conceptos? Seguramente es consecuencia de una doble presión: por una parte, la de los intereses de los dirigentes de los países menos avanzados con vistas a obtener el aumento de la ayudas y, por otra, la propaganda de los ideólogos de los países más avanzados, encaminada a presentar el liberalismo y la mundialización como los culpables de una supuesta agravación incesante de la pobreza absoluta en el planeta.
Sin embargo, existe una abundante documentación que permite comprobarlo, a partir de datos cifrados de lo más serios; desde hace cincuenta años, en los países que componen lo que en tiempos se llamaba el Tercer Mundo, ha habido un triple aumento: el de la renta media, el de la población y el de la esperanza de vida. Esta última se ha más que duplicado en el conjunto de los llamados países menos adelantados durante la segunda mitad del siglo xx. En la India, por ejemplo, durante ese mismo período, la producción de alimentos se ha multiplicado por diez, lo que ha permitido la desaparición de hambrunas en masa, tan frecuentes en el pasado.[34] No basta aún para impedir a una gran parte de la población india (que se ha cuadruplicado durante el mismo lapso) vivir en una pobreza inaceptable, pero las grandes hambrunas de antaño han desaparecido y la pobreza no cesa de reducirse, contrariamente a los tópicos habitualmente propalados. De todos modos, el mejor medio de seguir reduciéndola no es, desde luego, el de estrangular la mundialización liberal, que ha demostrado su valía.[35] En América Latina, de 1950 a 1985, la renta real por habitante se duplicó en dólares constantes (valor de 1975), al pasar de 1.000 dólares anuales, aproximadamente, a un poco más de 2.000, es decir, el nivel de la Europa occidental hacia 1950. En 1985 México ocupaba un puesto de renta por habitante más alto a escala mundial que Italia en 1960. Durante los cinco decenios que acaban de transcurrir, América Latina en conjunto ha progresado un 5 por ciento, aproximadamente, al año. Ningún país europeo ha tenido un ritmo medio de crecimiento tan sostenido.[36] Esas cifras muestran hasta qué punto todas las cantinelas sobre «la pobreza que no cesa de agravarse» están inspiradas por la ignorancia o la pura mala fe. La pobreza que subsiste, las quiebras periódicas de la hacienda pública, la inflación y las huidas de capitales no son consecuencia de un subdesarrollo fundamental y supuestamente en aumento, sino de la incompetencia y la corrupción de los dirigentes, del despilfarro de la ayuda internacional y la persistencia de un sector público ruinoso e ineficaz.
Esta triste observación resulta aún más patente en el caso de África, único continente del Tercer Mundo en el que ha habido una efectiva pauperización absoluta y no sólo una agravación de la distancia respecto de los países ricos. Pero esa pauperización tiene causas políticas, no económicas.
Lo que ha destruido las economías africanas o ha obstaculizado su desarrollo es mucho más el estatalismo que el mercado y el socialismo más que el capitalismo. En su mayoría, los países africanos, es decir, las minorías africanas educadas en Europa que pasaron a ser las clases dirigentes después de las independencias, adoptaron los sistemas soviético o chino. Se arrogaron, así, el poder absoluto y los medios para el enriquecimiento personal. En particular, de Argelia a Tanzania, tomaron prestada del comunismo la receta infalible para la ruina de la agricultura: la colectivización de las tierras y la creación de «cooperativas» rápidamente improductivas. No voy a extenderme sobre este asunto, que he abordado incansablemente en varios libros, con el apoyo de las cifras[37] y que expertos más competentes que yo han ilustrado mejor de lo que puedo hacerlo yo. Demostraciones inútiles, por desgracia, ya que los falsos amigos del Tercer Mundo en modo alguno quieren que los pobres sacien su hambre. Sólo quieren imputar al capitalismo una miseria que en África es sobre todo hija del socialismo.
Además de las mortíferas copias del koljozismo soviético—chino por las nomenclaturas de África y el desvergonzado saqueo de los recursos internos y de la ayuda exterior por las oligarquías locales, las incesantes guerras civiles o interestatales, las guerras de religión, las exterminaciones interétnicas, el racismo intertribal, las matanzas y los genocidios son las principales, si no las únicas, explicaciones de la caída de las poblaciones africanas en la indigencia a que han quedado reducidas. Las guerras civiles que exterminan y hacen padecer hambre a millones de habitantes y refugiados de la República «Democrática» del Congo desde 1997 son un ejemplo eminente de ello, pero no el único ni, por desgracia, el último. Habría que distribuir entre los opositores antimundialistas algunos millares de ejemplares de la obra maestra del escritor polaco Ryszard Kapuscinski, Ébano,[38] descripción patéticamente espléndida de esa miseria africana provocada por los africanos y también diagnóstico de sus causas. Kapuscinski ha recorrido todo el continente durante años, pero los ricos seudorrevolucinarios de Seattle o de Gotemburgo en modo alguno desean conocer las verdaderas razones del cataclismo africano. No les interesa en modo alguno remediarlo. Les basta con creer y hacer creer que se debe a la mundialización liberal.
Uno de sus cánticos favoritos pide la ritual «anulación de la deuda del Tercer Mundo». El Papa dirige el coro y las clases políticas de todas las orientaciones entonan el estribillo. Ahora bien, quien dice deuda dice dinero previamente entregado al prestatario. No parece que se deba devolver lo que previamente se ha recibido. Ahora bien, ¿qué ha sido de esas sumas entregadas, por no hablar de las puras y simples donaciones que no eran préstamos? ¿Cómo y quién las utilizó? En Madagascar, ¿qué hizo Didier Ratsiraka con los miles de millones de francos franceses que recibió, plétora que el pueblo malgache hambriento nunca olió y deuda que François Mitterrand anuló en 1990, con lo que hizo pagar a los contribuyentes franceses la «calderilla» de un dictador, lo que se puede considerar al menos una incuria, por no decir algo peor? ¡Acuerdo conmovedor entre dos monarquías bananeras! Los periodistas de investigación harían bien en buscar el rastro en Suiza o en alguna otra parte de los miles de millones de dólares robados por el dictador nigeriano Sani Abacha muerto (¿asesinado?) en 1998. ¿De qué serviría anular la deuda de Robert Mugabe, típico «presidente—dictador», que ha amañado todas las elecciones y en veinte años ha logrado transformar uno de los países más fértiles de África en una tierra desolada?
Otra estrofa del cántico antiliberal habla de la exigencia de un «plan Marshall para África». Es un tópico que se repite sin cesar. Detallito molesto: planes Marshall para África ha habido varios desde hace cuarenta años, sin resultado. África ha disfrutado incluso —podríamos decir— de un «plan Marshall permanente».[39] De 1960 a 2000, recibió cuatro veces más créditos (¡no devueltos, claro está!) y ayudas por habitante que América Latina o Asia. ¿Por qué estos últimos continentes han despegado y África no?
Lo que los antiliberales se niegan a reconocer es, por una parte, que, en su mayoría, los llamados pueblos menos adelantados en general avanzan y, por otra, que los que retroceden deben ese infortunio sobre todo a azotes políticos internos y no sólo a causas económicas mundiales. Dejando de lado la excepción africana, el conjunto de los países pobres es hoy menos pobre que hace medio siglo. Así, pues, la mundialización ha sido globalmente positiva, pero resulta inútil acumular las pruebas y las cifras que lo demuestran, pues la buena fe nada puede hacer contra la mala. Toda explicación encaminada a revelar los progresos económicos debidos al capitalismo y a la libertad de intercambios o a determinar las responsabilidades locales en las regresiones y las hambrunas provoca un tornado de indignación virtuosa.
Así, en 2000 un economista, Albert Merlin, provocó replicas acerbas por haber publicado en Les Échos[40] un artículo en el que resumía y comentaba un informe del Banco Mundial, totalmente silenciado, por lo demás.[41] ¡Y con razón! Dicho informe, obra de dos economistas de competencia reconocida, David Dollar y Aart Krav, deja mal parado el dogma según el cual la mundialización engendra, supuestamente, pauperización. Demuestran lo contrario, gracias a una minuciosa retrospectiva, que abarca cuarenta años y 125 países. Según sus datos, el aumento de la renta en los países más pobres, los países que se encuentran en la quinta parte inferior de la escala, es porcentualmente la misma, a largo plazo, que la del conjunto de los países del resto del mundo. Además, el benéfico efecto del crecimiento general en los más pobres durante los cinco últimos años del siglo xx, los de mundialización más intensa, no se ha debilitado. Así, pues, la libertad de los intercambios y el mercado ejercen una influencia positiva en las rentas de los países pobres. Cuando la renta media por habitante en el planeta aumenta un 1 por ciento, la de los países pobres aumenta en la misma proporción, conforme a lo que Dollar y Krav llaman la ley de «one to one». Y Albert Merlin puede sacar esta conclusión: «Esa demostración basta (o debería bastar) para invalidar las tesis habituales sobre la pobreza en aumento y los horrores del libre cambio».
Se objetará que los economistas se equivocan con frecuencia. Es cierto, pero los economistas se equivocan —¡y no son los únicos!— en sus previsiones. Ahora bien, en ese informe del Banco Mundial no se trata de previsiones, sino de una descripción, de historia.
Si alguien se ha equivocado completamente en sus previsiones es el «padre de la ecología francesa» y del tercermundismo, René Dumont, tan celebrado en julio de 2001 en el momento de su muerte. En muchos artículos entonces dedicados a su obra y a su actuación, se lo elogió intensamente por haber «previsto» hacia 1960 que el aumento de los recursos alimentarios en el planeta no podría seguir el crecimiento demográfico. Esa «previsión» de Dumont no era original precisamente; era la repetición de la antigua tesis expuesta por Malthus en 1798 en su Ensayo sobre el principio de la población. Esa teoría ya había resultado falsa en el caso de Malthus. Fue ridiculizada en el caso de Dumont. El «Informe mundial sobre el desarrollo humano» (año 2001) muestra que la aportación calórica humana por habitante en los países en vías de desarrollo aumentó una cuarta parte, aproximadamente entre 1970 y 1997, ¡pese a que la población se duplicaba o triplicaba en la mayoría de esos países! Única excepción: África, por las razones —sin relación con la economía— que ya he expuesto.
En el arte de manipular términos cuyo sentido no se entiende o, en todo caso, no se explica, la expresión «umbral de la pobreza» ocupa un lugar primordial. No hay diario impreso, radiofónico o televisivo en el que no se nos aseste la afirmación de que determinado porcentaje espantoso de la población de determinado país o del planeta entero «vive por debajo del umbral de la pobreza», pero no se nos da nunca la definición científica de dicho umbral.
Se calcula el umbral de la pobreza en función de la renta mediana (no media, sino mediana) en cada uno de los países. Así, pues, tomando la renta que se sitúa en la mitad de la escala, se traza otra línea que divide, a su vez, en dos la mitad de abajo. Se clasifican entre los pobres, en cada uno de los países, todos los hogares cuya renta se encuentre en el cuarto inferior de toda la escala. Así, pues, es evidente que el «pobre» en modo alguno tiene el mismo nivel de vida en un país muy rico, en el que la renta mediana es muy elevada, y en un país muy pobre, a su vez, o incluso que se encuentre en la media de las rentas. El «pobre» americano o sueco sería un nabab en Nepal. Y, sin necesidad de ir hasta el Himalaya, y por mencionar países honorablemente desarrollados, aunque no figuren entre los más ricos, podemos observar que un pobre americano actual goza de una renta (unos ocho mil dólares al año en el caso de un individuo aislado) casi equivalente a la renta media, correspondiente a una vida desahogada, considerada totalmente decorosa, en Portugal o en Grecia. Y el «pobre» americano tiene incluso una renta superior, pues, al quedar «por debajo del umbral de la pobreza», tiene acceso instantáneamente a los subsidios y otras ventajas del Welfare. ¡Cuántas proclamaciones engañosas en nombre de ese concepto, tanto más propalado cuanto más nebuloso resulta, de «umbral de la pobreza»!
Al propalar la mentira según la cual la mundialización empobrece, supuestamente, a los más pobres, los opositores «ciudadanos» obedecen a una doble pasión. Por una parte, la pasión antiamericana, que se remonta a la guerra fría e incluso a épocas anteriores; por otra, la pasión antiliberal tradicional de la izquierda. Una masa flotante de unos centenares de miles de manifestantes compensa así su frustración por haber visto fracasar todos los socialismos y todas las revoluciones. Esos «revolucionarios sin revolución»[42] carecen de programa inteligible alguno que pudiera substituir a la mundialización. Su retórica ni siquiera tiene ya la coherencia facticia de las ideologías totalitarias del pasado. Al berrear consignas, se hacen la ilusión de pensar. Al devastar ciudades e intentar impedir la celebración de reuniones internacionales, se hacen la ilusión de actuar.
El odio a la civilización liberal es, como decía, la clave de la obsesión antiamericana de muchos y se remonta a una época lejana del pasado. En mayo de 1944 Hubert Beuve-Méry, el futuro fundador y director de Le Monde, escribía: «Los americanos constituyen un auténtico peligro para Francia, un peligro muy diferente de aquel con que nos amenaza Alemania y con el que podrían amenazarnos en su momento los rusos... Los americanos pueden impedirnos hacer una revolución necesaria y su materialismo ni siquiera tiene la grandeza trágica del de los totalitarios. Si bien conservan un auténtico culto por la idea de Libertad, no experimentan la necesidad de liberarse de las servidumbres que entraña el capitalismo».[43]
Para formular semejante opinión en un momento en que el futuro desembarco aliado podía aún fracasar, en que la potencia nazi, aunque disminuida, seguía esclavizando a Europa, en que se sabía lo que era el estalinismo, había que tener una jerarquía de valores y peligros según la cual la amenaza liberal prevalecía sobre todas las demás.
Notas
[28] Régis Bénichi, artículo citado.
[29] Fayard, 1996, cap. IV.
[30] Recordemos la cita exacta. El 24 de febrero de 1848, al dirigirse en el Ayuntamiento a los socialistas que querían adoptar la bandera roja como emblema de la II República, Lamartine respondió: «La bandera roja que nos traen ustedes nunca ha dado otra vuelta que la del Champ-de-Mars, arrastrada entre la sangre del pueblo en el 91 y el 93, y la bandera tricolor ha dado la vuelta al mundo, con el nombre, la gloria y la libertad de la patria». Por conmovedor que fuera, ese arranque poético y legendario no dejaba de manifestar la convicción de una legitimidad «mundialista» de Francia, guía suprema de las demás naciones.
[31] Véase a ese respecto mi libro Le Style du Général [El estilo del General] (JuIliard, 1959; reedición en Complexe, 1988).
[32] Le Monde, 25 de julio de 2001.
[33] Jacques Julliard, «Sur una déculottée» [Sobre una bajada de pantalones], Le Nouvel Observateur, 19 de julio de 2001. Recuérdese que la reunión del Comité Olímpico Internacional que debía elegir la ciudad organizadora de los Juegos de 2008 se celebró en Moscú.
[34] Véase Guy Sorman, El genio de la India, Kairós, Barcelona, 2002.
[35] Véase Jean-Claude Chesnais, La Revanche du tiers monde [La revancha del Tercer Mundo], Robert Laffont, 1987.
[36] Dénis-Clair Lambert, 19 Amériques latines, déclins et décollages [Diecinueve Américas latinas, decadencias y despegues 1, Economica, 1985.
[37] Hay numerosos artículos al respecto, en particular en mi recopilación Fin du siècle des ombres [Diario de fin de siglo] (Fayard, 1999). Pero en todos mis libros anteriores desde Ni Marx ni Jesús (1970) hasta El renacimiento democrático (1992), pasando por La tentación totalitaria (1976), figuran capítulos en los que se aborda esa cuestión.
[38] Ébano, Anagrama, Barcelona, 2003.
[39] La expresión es de Yves Plattard, que fue embajador de Francia en diversos países africanos.
[40] 20 de septiembre de 2000.
[41] Salvo en The Economist.
[42] André Thirion, Révolutionnaires sans révolution, memorias, Robert Latlimt, 1972.
[43] Réflexions politiques 1932-1952, Editions Le Monde y Seuil, 1951.
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