conoZe.com » bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias

¿Por qué tanto odio?...¡Y tantos errores!

No sin cierta provocación, se podría afirmar que no existe una cuestión americana en sí. La única, la verdadera, cuestión es la de las relaciones que los Estados Unidos mantienen con el resto del mundo. Relaciones prácticas, morales y (tal vez las más importantes)... imaginarias.

Quiero decir que la principal dificultad no es la de conocer, los Estados Unidos tal como son, en su funcionamiento interno como sociedad y en su proyección exterior como superpotencia, con sus cualidades y sus defectos. La documentación seria sobre las múltiples facetas y los basamentos de la realidad americana es más que abundante. No cesan de aparecer en todas las lenguas, al menos en las europeas, libros y artículos cargados de informaciones exactas (si no se está dispuesto a rehuirlas) y reflexiones escrupulosas sobre las políticas interior y exterior americanas. Respecto de la vida social y cultural del país, abundan los estudios eruditos, a los que se suma una abundancia de reportajes llenos de observaciones originales cuidadosamente comprobadas y confirmadas. Por lo demás, los propios periodistas americanos han hecho notoriamente escuela en ese género, por no decir que lo han creado.

Así, pues, quien quiera informarse sobre los Estados Unidos dispone de todos los medios para lograrlo, incluso sin visitarlos. Si se está mal informado, aun habiéndolos visitado con frecuencia, quiere decir que es algo deliberado. ¿Por qué esa parcialidad? Se me responderá que la mayoría de los seres humanos tienen ocupaciones más urgentes que pasar sus jornadas devorando bibliotecas enteras y gruesos legajos de recortes de prensa o que no pueden hacerlo, en particular en los países, aún demasiado numerosos, en los que predomina el analfabetismo. Naturalmente. Pero esa observación totalmente fundada no hace otra cosa que desplazar hacia arriba el origen de la voluntad de ignorar o mentir. En efecto, el papel y el cometido de los transmisores de información y los creadores de opinión —periodistas de los medios de comunicación de masas, profesores, protagonistas políticos o predicadores ideológicos— debería ser el de mediar entre el público y las fuentes de conocimiento que dichos profesionales, por su parte, tienen, dada su profesión, el tiempo y el deber de adquirir. Después les incumbiría difundirlos y ponerlos al alcance de su auditorio. El periodista, a semejanza de cualquier «comunicador», es a la vez historiador del presente y pedagogo de sus lectores u oyentes. Si utiliza las tribunas de que dispone con vistas a la celebración narcisista de sus propias ideas preconcebidas en lugar de ponerlas al servicio de los hechos, perjudica a su público y lo traiciona. Precisamente porque los Estados Unidos son una superpotencia geoestratégica y en muchos sentidos un crisol de comportamientos sociales y culturales imitados en el mundo entero, conviene conocerlos bien, sobre todo por parte de quienes quieren reducir su influencia. Pues se trata de un objetivo que sólo se puede alcanzar oponiéndole propuestas contrarias y pertinentes, que deben basarse en una apreciación correcta de los aspectos sobre los que es deseable y posible actuar con eficacia. Quien se limita a repetir un resentimiento inspirado por prejuicios se condena a sí mismo a la impotencia.

No es que la sociedad americana esté —insisto— exenta de defectos, ¿qué sociedad podría estarlo? Todo el mundo tiene derecho a criticarlos. No es que América no cometa errores y abusos en su política exterior. ¿Qué país no los comete? Y los suyos tienen consecuencias tanto más nefastas cuanto que es un país hegemónico. Así, pues, conviene descubrirlos y denunciarlos. Ahora bien, es necesario que dichas críticas y denuncias se refieran a los verdaderos defectos y errores y también que quienes desprecian a América no pasen por alto, consciente o inconscientemente, sus cualidades y sus éxitos. Cuando el examen y el análisis, ante los aspectos negativos y los positivos, carecen de verdad e imparcialidad, ensoberbecen seguramente a quienes lo hacen con una falsa ilusión de revancha y del goce onírico de una superioridad facticia, pero en la esfera de la acción, que es la de la política, contribuyen a debilitarlos aún más.

Tomemos la creencia, rápidamente dada por demostrada, según la cual los Estados Unidos habían establecido una censura de prensa y de los medios de comunicación durante las semanas que siguieron a los atentados del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington. ¿De qué se trataba? La cadena de televisión de Qatar Al Jazira había difundido una declaración del jefe terrorista Osama ben Laden, después recogida por la CNN. Dicha declaración expresaba la alegría de su autor ante la idea de que miles de americanos hubieran muerto, por una parte, y, por otra, constituía un llamamiento para que se cometieran nuevos asesinatos. Por último, según especialistas no sólo americanos, sino también franceses, del terrorismo, tal vez contuviera mensajes cifrados destinados a agentes «durmientes» en los Estados Unidos y en Europa para darles instrucciones con vistas a la comisión de nuevos atentados. Así, pues, al Gobierno y al Congreso americanos les pareció prudente incitar a las televisiones y a las radios a abstenerse de difundir semejantes mensajes o al menos dar prueba de desconfianza y discernimiento antes de emitirlos. ¿Qué gobierno que se hubiera abstenido de actuar así no habría sido acusado de negligencia criminal? Por las mismas razones, el Departamento de Estado ordenó a la «Voz de América» que no propagara una entrevista con el mulá Omar, otro dirigente terrorista, próximo a Ben Laden.

En cuanto al control de Internet, se explicaba de sobra por el descubrimiento —demasiado tardío, por desgracia— de que los futuros pilotos de los aviones suicidas que iban a estrellarse contra las torres del World Trade Center habían intercambiado numerosos correos electrónicos con toda tranquilidad. Si el FBI y la CIA, cuyo fallo no se cesaba de pregonar, y con razón, hubieran mantenido entonces —se repetía por doquier— Internet bajo vigilancia, habrían podido descubrir la naturaleza sospechosa de ciertos mensajes y someter a vigilancia a sus expedidores y sus destinatarios.

Esas reacciones y esas precauciones (sobre todo a juicio de Francia, que ha elevado al rango de dogma teológico su famoso «principio de precaución» en relación con la carne de bovino) deberían haber sido, aun cuando se hubieran discutido e impugnado en su momento, objeto de comprensión, cuando se trataba de miles de cadáveres americanos y la preocupación legítima de las autoridades por precaverse contra posibles peligros futuros.

En lugar de comprensión, los americanos vieron elevarse contra ellos, en los medios de comunicación del mundo entero, un concierto de imprecaciones. ¡América había instaurado la censura, había suprimido la libertad de prensa, había violado la Primera Enmienda de su Constitución! «La propaganda hace furor en los medios de comunicación americanos».[44] Éstos se habían vuelto «la voz de su amo».[45]

¡Exageraciones infundadas! ¿Acaso mil millones de musulmanes que viven en países que nunca han conocido ni la democracia ni la sombra de una libertad de prensa estarían calificados para defenderlas contra la única nación del globo en la que nunca han sido suprimidas? En cuanto a Francia, por citar sólo a ella en Europa y por remontarnos sólo hasta una fecha relativamente reciente, ¿ha olvidado ya el período de la guerra de Argelia, en el que sus radios y su televisión obedecían a una vigilante censura de Estado y en el que no pasaba semana sin que la policía retirara un periódico de la circulación por «atentar contra la moral del Ejército»?

Además, quienes despreciaban la «censura» americana omitían, naturalmente, que en los Estados Unidos también los periódicos advertían todos los días contra los riesgos que todo estado de guerra hace correr a la libertad de opinión e información.[46]

En otra esfera, las medidas adoptadas después del 11 de septiembre con vistas a prevenir los ataques terroristas (medidas semejantes a las adoptadas en Europa, por lo demás) provocan, también allende el Atlántico, las protestas de los grupos de defensa de las libertades. Vigilar a los sospechosos, Internet o las cuentas bancarias, conceder a la policía el derecho a hacer abrir los maleteros de los automóviles son precauciones denunciadas como «totalitarias» por ciertas organizaciones americanas como por la Liga de Derechos Humanos en Francia. Sin embargo, en este caso no se trata de perpetuar regímenes totalitarios, sino de proteger a regímenes democráticos.

Peor aún: en los Estados Unidos esas organizaciones han impedido, desde hace algunos años, la votación de una ley encaminada a autorizar a las policías y los servicios de información a que pongan en práctica semejantes medidas preventivas. Si hubieran estado en vigor antes, tal vez hubiesen permitido impedir los desastres de Nueva York y Washington. No vale la pena burlarse —no sin razón, por lo demás— de la ineficacia del FBI y de la CIA, pues, como se demostró después, habrían podido localizar fácilmente y por adelantado a los futuros pilotos kamikazes de los vuelos terroristas, si al mismo tiempo el legislador les deniega los poderes especiales necesarios.

Ahora bien, eso fue precisamente lo que ocurrió. Después de los atentados de 1998 contra embajadas americanas en África, el Congreso constituyó una Comisión Nacional sobre el Terrorismo (National Comission on Terrorism, llamada NCT), encargada de preparar un proyecto de ley con vistas a reformular la política antiterrorista. Dicha comisión subrayó y demostró en su informe que el Gobierno de los Estados Unidos no se había dotado hasta entonces de los medios para prevenir una acción de Al Qaeda (la red mundial de Ben Laden) en suelo americano incluso y que «la amenaza de ataques con pérdida de vidas humanas en masa en nuestro territorio no cesa de aumentar». La portada del informe iba adornada incluso —premonición o azar casi increíbles— ¡con una foto de las dos torres del World Trade Center!

¿Qué cree el lector que ocurrió? Múltiples ligas, asociaciones y organizaciones hablaron al instante de una «sombra fatal» sobre las libertades. El Instituto representativo de los arábigoamericanos se quejó de un «regreso a los días más negros de la época mccarthysta». El encargado de los derechos del ciudadano en el propio gobierno de Clinton censuró incluso ala NCT, ¡deplorando que en el informe se señalara con el dedo injustamente a americanos de origen árabe! Ahora bien, ¡en el informe no hay una sola palabra sobre ellos! Para otros, con ese texto se trataba visiblemente de satisfacer a los antiguos «halcones» que, por estar privados de enemigos desde el fin de la guerra fría, se inventaban con el terrorismo una amenaza hecha a su medida. En una palabra, la campaña fue tan ruidosa, que el proyecto de ley fue enterrado y nunca llegó a ser ley... con las consecuencias que sabemos.[47]

Aunque sea el más espectacular, no es el único ejemplo, ni mucho menos, de análisis o artículos americanos en los que se evaluaba con perspicacia la probabilidad de una guerra terrorista de tipo nuevo dentro incluso del país. Que los defensores de los derechos humanos no lograran tener en cuenta también los derechos de la defensa nacional, que consiguieran la relegación de esas previsiones al rango de vaticinios delirantes y racistas debidos a obsesos de la seguridad, muestra una vez más la ingenua ceguera de los regímenes democráticos. Mientras no les ha caído la desgracia en la cabeza, procuran al máximo permanecer vulnerables, pero esa ingenuidad suicida en ningún caso autoriza a los europeos a blandir una supuesta decadencia del sentido de las libertades en los Estados Unidos de América, como si el peligro «fascista» existiera de forma preponderante en los Estados Unidos, país que, en doscientos veinte años, no ha conocido ni una sola dictadura, mientras que Europa las ha coleccionado.

El principal reproche que se puede hacer a la «hiperpotencia» de los americanos podría ser el de haber alterado mentalmente al resto de la especie humana. Ha vuelto a unos sedientos de venganza y ha alterado la capacidad de observación y razonamiento de los otros, en grados diversos, pero siempre de forma perjudicial para su lucidez.

Así, las operaciones en Afganistán, después de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en los Estados Unidos fueron rápidamente presentadas, en sectores no despreciables de la opinión, los partidos políticos y la prensa de Europa, como una agresión americana unilateral. Washington, presa bruscamente de a saber qué trance, había tomado, supuestamente, la iniciativa sin que ningún acontecimiento previo pudiera explicar, aparentemente, ese gesto «imperialista». No me refiero siquiera a los dirigentes y los editorialistas africanos, que compartieron casi unánimemente esa visión de las responsabilidades en el desencadenamiento de la intervención americana. Se lo esperaban. También se lo esperaban en América Latina, donde el antiamericanismo está orgánicamente vinculado con la historia de ese subcontinente. Sirve en él de fantasma compensatorio por el relativo fracaso de la América del Sur respecto de la América del Norte. Como escribe el gran pensador venezolano Carlos Rangel: «Para los latinoamericanos constituye un escándalo insoportable que un puñado de anglosajones, llegados al hemisferio mucho después que los españoles y en un clima tan crudo, que poco faltó para que ninguno de ellos sobreviviese a los primeros inviernos, hayan llegado a ser la primera potencia del mundo. Sería necesario un impensable autoanálisis colectivo para que los latinoamericanos pudieran mirar de frente las causas de ese contraste. Por eso, aun sabiendo que es falso, todos los dirigentes políticos, todos los intelectuales latinoamericanos están obligados a decir que todos nuestros males encuentran explicación en el imperialismo norteamericano».[48]

En cambio, se esperaba una reacción más matizada de Europa, donde el antiamericanismo es, pese a todo, menos automático y menos virulento que en África o en América Latina, ya que el fracaso relativo es menos pronunciado en ese continente. Y es cierto que en la Unión Europea los gobiernos y las opiniones públicas se solidarizaron mayoritariamente y sin reservas con los Estados Unidos para deplorar la agresión de que ese país acababa de ser víctima. No obstante, minorías importantes, en los antiguos y los nuevos partidos de izquierda —los Verdes en particular—, y una casi mayoría entre los adversarios de la mundialización o entre los intelectuales, ¡se aferraron sin demora al soniquete según el cual las hostilidades no habían comenzado en realidad hasta la réplica americana a los atentados! Toda la primera parte del guión estaba borrada, como lo había estado, cuando la guerra del Golfo, para aquellos, muy numerosos, para quienes la agresión inicial, la causa absoluta de esa guerra, era la ofensiva de la coalición de veintiocho países —¡no todos americanos!— para expulsar al ejército iraquí, el 16 de enero de 1991, y en modo alguno era la invasión de Kuwait por Iraq, el 2 de agosto de 1990. Curioso sentido de la cronología...

Sin embargo, el mismo sentido fue el que incitó a ciento trece intelectuales franceses a lanzar un llamamiento contra la «cruzada imperial» en Afganistán. «Esa guerra no es la nuestra —proclamaban—. En nombre del derecho y de la moral del más fuerte [y no porque tres mil personas habían sido asesinadas] la armada (sic) occidental administra su justicia celestial».[49] ¿Por qué celestial? Si alguien se cree celestial en todo ese asunto, son más bien los islamistas, que en diez minutos asesinan a miles de civiles inocentes en nombre de Alá. Son también ellos quienes en Nigeria o en Sudán cometen matanzas de cristianos, porque éstos se niegan a someterse a la sharia. Tan sólo en septiembre y octubre de 2001, varios centenares de cristianos nigerianos fueron exterminados en nombre de Alá sin que nuestros ciento trece intelectuales tuvieran nada que decir al respecto. Cierto es que Bush empleó la palabra cruzada para referirse a la necesaria movilización internacional contra el terrorismo, pero para cualquier oyente de buena fe resulta evidente que con ello se proponía abogar por una unión de las democracias en esa lucha y no de una guerra «santa». Una vez más, son los islamistas los que se creen encargados por Alá para hacer la guerra santa, como no cesan de gritar. Ésa es la evidencia para todos, salvo para los ciento trece intelectuales. Una vez más, invierten los papeles y atribuyen a las democracias toda la gama de los sentimientos «celestiales», megalómanos, delirantes y homicidas que caracterizan al terrorismo islámico.

En el mejor de los casos, a costa de una indulgencia meritoria, los americanófobos ponen en pie de igualdad y no dan la razón a ninguna de las dos partes: ni a los terroristas ni a los que se proponen oponerles resistencia. Así, centenares de miles de pacifistas, en los propios Estados Unidos y en Europa (en Italia, en particular), se manifestaron el domingo 14 de octubre de 2001 blandiendo pancartas en las que se podía leer: «No al terrorismo, no a la guerra», lo que resulta casi tan inteligente como gritar: «No a la enfermedad, no a la medicina». Como escribió entonces Marco Pannella, el carismático fundador del Partido Radical italiano: «Desde 1938, sabemos perfectamente cuál es el enemigo supremo contra el que luchar en nombre de la paz. Los pacifistas lanzaban entonces la lucha sagrada contra las plutocracias demojudaicas de Londres, París o Nueva York».[50] En 1939, después del pacto sovieticonazi, los comunistas franceses exhortaron, en nombre de la lucha contra el capitalismo, a los obreros de las fábricas de armas a que sabotearan su trabajo e incitaron a los soldados a desertar, cuando faltaban pocas semanas para que los ejércitos nazis ocuparan París. Pero, prosigue Pannella, «había que oponerse a una guerra imperialista. O sea, ni que decir tiene, imperialista únicamente en París, no en Berlín ni en Moscú». Los seudo—«pacifistas», embargados de odio a la democracia, son los servidores de una impostura que no es nueva.

Otro argumento que movió a los pacifistas unilaterales a condenar la réplica americana[51] es precisamente el de que era una réplica. Los Estados Unidos, decían, habían cedido supuestamente a un vil deseo de revancha. Para satisfacer ese impulso vindicativo, no vacilaron en lanzar bombardeos, entre cuyas víctimas debían contarse inevitablemente civiles afganos. Ahora bien, habría habido que «negociar», encontrar una solución «práctica». ¡Hombre, claro! Ya se sabe: las democracias se niegan siempre a negociar. Sólo los fanáticos sanguinarios son adeptos de la transacción.

Equivale a olvidar o, mejor dicho, a pasar por alto voluntariamente lo esencial: el objetivo de la contraofensiva americana no era la venganza, sino la defensa. Su fin era la eliminación del terrorismo en el futuro. La amenaza terrorista mundial, que va dirigida también contra Europa, no concluyó el 11 de septiembre de 2001. El comienzo o la amenaza del terrorismo bacteriológico después de aquella fecha lo muestra claramente. Lo que se podía reprochar a las democracias en aquellos instantes trágicos (no para los ciento trece) era más bien que no hubiesen tenido en cuenta antes numerosas informaciones alarmantes, que se hubieran decidido a prevenir el peligro demasiado tarde, según su costumbre inmemorial, que hubieran esperado, para empezar a hacerlo, a que se produjera una catástrofe. ¿Tenían la culpa los Estados Unidos de que Afganistán fuese el país en el que se ocultaba el jefe principal de las redes terroristas islámicas y, por tanto, fuera en ese país en el que se hubiese de intervenir en primer lugar? Por desgracia, no se podía hacer sin riesgo —y pese a todas las precauciones adoptadas— para la población civil, pero en la fecha de inicio de las operaciones era más bien en Nueva York y en Washington, no en Kabul, donde se contaban por millares las víctimas civiles. Parece que para ciertos «humanitarios» hay «buenas» víctimas civiles: las víctimas americanas.

En cuanto a la «negociación» y la búsqueda de una solución «política», me gustaría mucho que las mentes ingeniosas que las propugnan me explicaran qué resultado da su brillante y original idea con los Ben Laden y otros Sadam Husein. ¿Por qué no han propuesto a estos últimos participar en una conferencia internacional en un país neutral y bajo la égida de las Naciones Unidas? Así habríamos podido comprobar la amplitud de su éxito. ¿Hasta tal punto ignoran el funcionamiento de la mentalidad terrorista?

Es cierto que, a fuerza de querer a toda costa quitar la razón a los mismos, se pierden de vista las realidades, como también la cronología de los acontecimientos. ¿Qué importan los imperativos de la geografía o de la estrategia? En su frenesí acusador antiamericano, ciertos humanitarios perdieron incluso la cabeza hasta el punto de acusar a los Estados Unidos de querer matar a los civiles, al lanzar sobre el territorio afgano... paquetes de víveres al tiempo que bombas. Aparte de que no se lanzaban los unos en los mismos lugares que las otras, ese remedio para salir del paso obedecía a la intención de limitar lo más posible las consecuencias de la interrupción del envío de socorro por carretera. ¿Por qué ocultar que los Estados Unidos habían sido, de 1980 a 2001, los principales dispensadores de la ayuda humanitaria en Afganistán y que el 80 por ciento de los víveres que las ONG distribuían en ese país en el marco del Programa Mundial de Alimentos corrían a cargo de América? ¿No habría consistido la más elemental probidad en reconocerlo en primer lugar, aunque se deseara a toda costa criticar los lanzamientos en paracaídas destinados a paliar la interrupción forzosa de los convoyes?

Para no verse convertidos en «agresores», los Estados Unidos deberían haberse abstenido de dar respuesta alguna al terrorismo internacional y de intentar acosar a sus jefes. «Bombardear a un país exangüe es absurdo; hacen falta soluciones políticas»,[52] dijo, por ejemplo, un intelectual y diplomático iraní de gran talento, Ihsan Naraghi, al que los ayatolás de la República islamista obligaron, por lo demás, a pasar una temporada «política» en la cárcel en la época de su «revolución». Equivale a olvidar que los americanos bombardearon Afganistán tan sólo en la medida en que Ben Laden y sus hombres habían encontrado en él un refugio, gracias a la complicidad de los talibanes, con los cuales resultó inútil negociar. No fue el pueblo afgano en cuanto tal el blanco de las operaciones aéreas americanas, sino las instalaciones militares de los talibanes, si bien sabemos que, por desgracia, cualquier bombardeo, aun cuando se procure circunscribirlo, ha de causar por fuerza víctimas civiles. Pero, al cabo de unos días, en la prensa internacional y en las organizaciones humanitarias ya sólo se hablaba de los bombardeos americanos y sus víctimas civiles afganas, cuyo número sólo facilitaban, por lo demás, los propios talibanes, ya que éstos impedían a los periodistas extranjeros ir a hacer sus propias investigaciones in situ.

Cierto es que la mayoría de los gobiernos democráticos, fueran cuales fuesen las diferencias y las divergencias que existieran entre ellos, permanecieron conscientes del único peligro real que se debía evitar, el de ese nuevo terrorismo que, con su amplitud, su riqueza, sus medios técnicos y sus ramificaciones, los amenazaba a todos más o menos o los amenazaría tarde o temprano. Pero las opiniones públicas y los medios de comunicación, sobre todo en los países musulmanes, pasaron a considerar muy rápidamente la intervención en Afganistán como un fenómeno aislado, sin antecedente que lo explicara, y una lucha no contra Ben Laden, sino contra todo el Islam y, sin embargo, el terrorismo de los integristas islámicos amenazaba a varios Gobiernos en países musulmanes también: Túnez o Egipto, por ejemplo.

Los días 11 y 12 de septiembre, ante las ruinas y los miles de cadáveres, éramos «todos americanos». Pero, al cabo de cuarenta y ocho horas, se oían algunas notas discordantes. ¿No había que preguntarse por las causas profundas, las «raíces», del mal que habían movido a los terroristas a su acción destructiva? ¿No tenían los Estados Unidos una parte de responsabilidad en su propia des

gracia? ¿No había que tener en cuenta los sufrimientos de los países pobres y el contraste de su miseria con la opulencia americana? Esa argumentación cuya falsedad ya he demostrado no se expresó únicamente en los países cuya población, exaltada por la yihad, aclamó ya en los primeros días la catástrofe de Nueva York, castigo bien merecido, a su juicio. Se abrió paso también en las democracias europeas, donde muy pronto se dio a entender aquí y allá que el deber de llórar a los muertos no debía ocultar el derecho a analizar los motivos.

¿Cuáles son las verdaderas causas del ataque del 11 de septiembre de 2001 contra Nueva York y Washington, que más parece un acto de guerra que un atentado terrorista?

La causa principal hay que verla sin discusión en el resentimiento que no cesa de intensificarse contra los Estados Unidos, sobre todo desde el hundimiento comunista y el surgimiento de América como «única superpotencia mundial», según la expresión despreciada y consagrada. Esa execración es particularmente marcada en los países islámicos, a causa de la existencia de Israel, atribuida exclusivamente a América, pero está presente más discretamente en toda la superficie del planeta, incluida Europa, donde en algunas capitales ha sido elevada al estatuto de idea fija y principio casi único en política exterior.

Así, se imputan a los Estados Unidos todos los males, reales o supuestos, que afligen a la Humanidad, desde la bajada de los precios de la carne de bovino en Francia hasta el sida en África y el posible calentamiento de la atmósfera. Los primates vociferadores y camorristas de la antimundialización, en desherencia de maoísmo, echan la culpa, en realidad, a América, sinónimo de capitalismo. Esa obsesión acaba provocando una auténtica irresponsabilización del mundo.

Tomemos el caso de Israel. Se puede discutir la creación de ese Estado en Palestina, pero una cosa es segura: es el resultado directo del antisemitismo europeo. Por lo demás, entre los pogromos y el Holocausto, muchos más judíos europeos emigraron a América que al Oriente Próximo. Es cierto que los Estados Unidos apoyaron a Israel desde su nacimiento, si bien no fueron los únicos, pero no son la causa de ese nacimiento.

En cuanto a la «hiperpotencia» americana, que tanto quita el sueño a los europeos (no se les recordará bastante), deberían preguntarse por sus propias responsabilidades en la génesis de esa preponderancia. Pues, que yo sepa, fueron los europeos los que hicieron del siglo xx el más negro de la Historia. Fueron ellos los que provocaron los dos apocalipsis que fueron las dos guerras mundiales. Fueron ellos los que inventaron los dos regímenes políticos más absurdos y más criminales jamás infligidos a la especie humana. Si la Europa occidental en 1945 y la Europa oriental en 1990 eran un campo de ruinas, ¿de quién fue la culpa? El «unilateralismo» americano es la consecuencia, no la causa, de la disminución de potencia del resto del mundo, pero se ha adoptado la costumbre de invertir los papeles y acusar a los Estados Unidos a cada paso. ¿Cómo asombrarse de que tanto odio acumulado acabe incitando a unos fanáticos a compensar con una carnicería «unilateral» sus propios fracasos?

Según se nos repite machaconamente, el terrorismo antiamericano se explica supuestamente o incluso se justifica por la «pobreza en aumento» que supuestamente propaga el capitalismo mediante la mundialización, orquestada por los Estados Unidos. Ése es el tema que se difunde por los círculos de Attac,[53] en la revista Politis, entre los Verdes alemanes, los intelectuales latinoamericanos y varios editorialistas africanos. En los propios Estados Unidos, la extrema izquierda (radical left) ha organizado manifestaciones para propagar ese lema. También es la convicción del célebre juez Baltasar Garzón (El País, 3 de octubre de 2001), para quien un crimen sólo lo es, si lo comete Pinochet, o del premio Nobel Dario Fo (Corriere della Sera, 15 de septiembre de 2001), quien escribe: «¿Qué son los veinte mil muertos de Nueva York (sic) en comparación con los millones de víctimas que causan todos los años los grandes especuladores?» La concesión del premio Nobel de literatura a una nulidad literaria como Dario Fo hizo dudar de la competencia al respecto de la Academia de Estocolmo. Por fin se ha disipado el equívoco: en realidad, quería concederle el premio de economía.

Sin embargo, todo el mundo puede comprobarlo: desde hace cincuenta años, en lo que en tiempos se llamaba el Tercer Mundo ha habido un triple aumento: el de la renta media, el de la población y el de la esperanza de vida. Esta última se había más que duplicado en el conjunto de los llamados países menos adelantados, antes de que un factor imprevisto, de origen exterior a la economía, la epidemia del sida, la hiciera retroceder de nuevo. Que Pakistán, que siempre había superado a la India, esté hoy detrás de ella no se debe al capitalismo mundializador, sino a las nacionalizaciones socializantes del Zulfikar Al¡ Bhutto. Bangladesh, pese a su exceso de población y su falta de recursos naturales, ha podido alcanzar la autonomía alimentaria.

En cuanto a la excepción africana, vuelvo a insistir: se debe mucho más al estatalismo y al socialismo que al liberalismo y al capitalismo. Son sobre todo sus incesantes guerras civiles que no cesan de desgarrar ese continente. Las causas del naufragio africano son más políticas e ideológicas o tribales que económicas.

Notas

[44] Título de un artículo de Le Monde (3 de octubre de 2001).

[45] Jeune Afrique-L'Intelligent, 16 de octubre de 2001, título de un editorial firmado por Tariq Zemmouri.

[46] Véase, por ejemplo, When the press is asked: what side are you on?» ¡Cuando se pregunta a la prensa con qué bando está] por Marvin Kalb, International Herald Tribune, 12 de octube de 2001.

[47] Véase el relato completo de ese escándalo en The New Republic (8 de octubre de 2001); Franklin Foer, «Sin of Commission, how an antiterrorist report got ignored» [Pecado de Comisión: así se desatendió un informe antiterrorista].

[48] Carlos Rangel, Del buen salvaje al buen revolucionario, Monte Ávila, Caracas, 1976.

[49] Le Monde, 21-22 de octubre de 2001. La cifra de 6.000 víctimas, considerada válida justo después del suceso, fue revisada más adelante y reducida hasta 4.000 o incluso 3.000. Pero se trata, al parecer, de las víctimas cuyos cuerpos han sido encontrados e identificados, pues entre ellas figuran numerosos visitantes y no existe medio alguno para determinar su presencia en las torres en la hora fatal.

[50] Il Corriere dell'Umbria, domingo 14 de octubre de 2001.

[51] Angloamericana, en realidad, con una modesta cooperación de Francia y algunos otros, en la esfera de la información ante todo.

[52] En Jeune Afriqur L' Intelligent, 23 de octubre de 2001.

[53] «Action pour une taxation des transactions financières et pour l'aide aux citoyens» [Acción en pro de una fiscalidad de las transacciones financieras y de la ayuda a los ciudadanos]. Grupo neomarxista.

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