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«Simplismo» de los dirigentes europeos en política internacional (y II)
Respecto de Corea del Norte, la inexactitud europea raya en la mentira grosera e incluso bastante deshonrosa. En efecto, después del discurso de Bush sobre el «eje del mal», numerosos dirigentes y periodistas europeos entonaron esta cantinela: al lanzar su brutal advertencia a Corea del Norte —deploraban esos buenos apóstoles—, el Presidente ponía fin peligrosamente al proceso de acercamiento y paz en curso entre las dos Coreas. Ahora bien, se había puesto fin a ese proceso mucho antes, en junio de 2000, es decir, seis buenos meses antes de que Bush fuera elegido a la Casa Blanca. Inmediatamente después de la histórica visita de Kim Dae-jung, Presidente de Corea del Sur, a Pyongyang, Kim Jong-Il, el dictador de Corea del Norte, se propuso sabotear la llamada política de «acercamiento» (Sunshine policy). El Norte, preocupado ante todo por la supervivencia de su régimen totalitario, neutralizó en la práctica los esfuerzos del Sur, al limitarse a sacarle dinero sin conceder nada a cambio. Los propios Estados Unidos habían fomentado desde hacía seis años el acercamiento al prodigar una ayuda substancial al Norte, y los europeos, por su parte, apoyaron —y siguen apoyando— el totalitarismo de Pyongyang con la candidez habitual en ellos, cuando han de afrontar a una tiranía.
Desde hace unos años, la capital de Corea del Norte es uno de los destinos favoritos del turismo político. En 1994, los Estados Unidos negociaron con Pyongyang un acuerdo conforme al cual suministraban al Gobierno norcoreano una ayuda alimentaria, petróleo y los medios para construir dos centrales nucleares civiles. A cambio, Pyongyang se comprometía a suspender su programa nuclear estratégico y sus ventas de cohetes al extranjero. El dictador de Corea del Norte, Kim Jong-Il, se embolsó las ayudas y no suspendió ningún programa, al tiempo que eludía cualquier inspección convincente.
En 1998, lanzó incluso un cohete balístico que sobrevoló Japón, para dar una primera impresión de su tecnología. Se calcula que desde 1985 Corea del Norte ha vendido al menos 540 cohetes a Libia, Irán y a otros países inofensivos. Desde 1998, ha vendido, al parecer, 480 cohetes de tipo Scud a Iraq, Irán y a Egipto. Cuando piden al Stalin en miniatura de Pyongyang que ponga fin a esas ventas, responde que no puede prescindir del dinero que le reportan. Pero, cuando le entregan ese dinero para que se abstenga, no por ello interrumpe las ventas.
Y los peregrinos políticos no por ello dejan de desfilar por Pyongyang, convencidos de que practican la alta diplomacia, porque proponen créditos a cambio de desaires y promesas incumplidas. En junio de 2000, fue el Presidente de Corea del Sur, Kim Dae-jung, quien acudió a solicitar el honor de pagar las facturas. En el otoño de 2000, Madeleine Albright, la Secretaria de Estado americana, participó en una fiesta, ¡en la que se celebraba el quincuagésimo aniversario del Partido Comunista norcoreano! Su misión era la de preparar un viaje oficial del presidente Clinton, que al final no pudo hacerse realidad. Después le tocó el turno, en la primavera de 2001, a una delegación parlamentaria belga, que —cito a Le Monde— «desbordó de obsequiosidad» y cayó en el ridículo. En mayo acudió a rendir pleitesía una delegación de la Unión Europea, dirigida por el Primer Ministro sueco. Ciertos miembros de la UE (pero, por fortuna, no Francia) prometieron entonces entablar relaciones diplomáticas con Pyongyang sin contrapartida.
Sin embargo, dejando aparte la tecnología nuclear y balística con que la equipó la Unión Soviética, Corea del Norte es uno de los Estados más débiles del planeta. Económicamente, es un país moribundo, aniquilado por el azote colectivista. Los expertos evalúan en uno o dos millones las víctimas de la hambruna que hace estragos en él desde 1990 (de una población de veintidós millones de habitantes). Hordas de niños huérfanos intentan subsistir rebuscando en las basuras. En diez años la esperanza de vida ha retrocedido seis años y ello pese a las ayudas alimentarias generosas: cien mil toneladas de alimentos entregadas por Washington aún a comienzos de mayo de 2001 y doscientos millones de euros abonados por la UE. Aun así, habría que tener la seguridad de que esos socorros sirven para mejorar la suerte de la población. Tenemos toda clase de motivos para pensar que sirven más bien para aumentar el arsenal militar: en 1994, en el momento más grave de la hambruna, Corea del Norte compró cuarenta submarinos a Rusia.
Además, ese Estado es, de todos los restos comunistas que perduran, seguramente el más cruel y criminal. Es un cuartel totalitario en el que la represión no falla, los campos de concentración están bien surtidos y se practican abundantemente las ejecuciones públicas. Los melifluos reproches en pro de los derechos humanos que susurran los sonrientes visitantes procedentes de los países democráticos son rechazados por Kim Jong-Il y su junta con un desprecio de hierro. En la esfera humanitaria como en la estratégica, las humildes oraciones de los peregrinos nunca son atendidas, ni siquiera cuando van acompañadas de ofrendas substanciales.
Cierto es que los objetivos de esa política son de los más encomiables: la apertura a la democratización de Corea del Norte, la recuperación de su economía y, con el tiempo, la reunificación de las dos Coreas. Por desgracia, no se puede alcanzarlos sin satisfacer una condición sobre la cual Kim Jong-Il y su nomenclatura no podrían estar de acuerdo: la desaparición del régimen. Ahora bien, la diplomacia del peregrinaje y de las concesiones unilaterales no hace sino fortalecer, al contrario, ese régimen o ayudarlo a perpetuarse más allá de su término natural.
Por lo demás, pese a sus críticas contra Corea del Norte, George W. Bush ha mantenido sus ofrecimientos de conversaciones: en vano, por lo que a 2001 y 2002 se refiere. Ha continuado incluso con la ayuda financiera americana a las entregas de petróleo y la construcción de las dos centrales. Ha seguido proporcionando también a los norcoreanos una ayuda humanitaria generosa, principalmente alimentaria, junto con Corea del Sur, Japón, China y Europa. No por ello ha reanudado Kim Jong-Il las conversaciones ni ha aceptado las inspecciones y los controles convenidos de sus armas de destrucción masiva. Se trata de hechos precisos que, si se tiene buena fe, resulta tan difícil de olvidar como fácil de comprobar.[124] «A cambio de centenares de millones de dólares de ayuda humanitaria que el Sur ha concedido al Norte —escribe el New Cork Times—[125] a cambio de todas las inversiones realizadas por las empresas surcoreanas, con las que la mayoría perdían dinero, Corea del Norte no ha hecho prácticamente nada para desmantelar su postura de preparación para la guerra en la península.»
Esa obstinación justifica —convendrá conmigo el lector— que los Estados Unidos ejerzan cierta presión sobre ese Estado peligroso. Ese reconocimiento es aún más demostrativo en el caso de Iraq, único de los tres países del «eje del mal» contra el cual el Gobierno de Bush dio a entender, ya en enero de 2002, que tenía intención incluso de llevar a cabo una acción propiamente militar. Los europeos son libres de desolidarizarse de los Estados Unidos en cuanto a esos tres países y a muchas otras cosas, pero no proponen, a su vez, solución alguna para prevenir el peligro terrorista y el de la propagación de las armas de destrucción en gran escala. Pues repetir, como no cesan de hacerlo, que hay que recurrir a una solución «política» es proponer un brindis al Sol. Sadam Husein ha rechazado todas las soluciones «políticas» propuestas desde 1990. Al obstinarse en repetir esa palabra vacía de sentido ante el interlocutor iraquí, los europeos reconocen no querer tener en cuenta el problema de la seguridad internacional. Puesto que renuncian así, que no vengan después a echar pestes contra el unilateralismo de la diplomacia y la estrategia americanas. Ese unilateralismo es obra suya.
Sin embargo, según algunos observadores, parece que los europeos, después de haberse entregado a sus rituales invectivas antiamericanas contra el informe sobre el estado de la Unión, han suavizado un poco sus diatribas, un mes después. Según el editorialista británico John Lloyd,[126] el «foso que separa a Europa de los Estados Unidos es menos amplio de lo que se dice». La declaración de Chris Patten[127] contra el unilateralismo americano suscitó en Gran Bretaña, según Lloyd, «una reacción unánime de desprecio» tanto entre los conservadores como entre los laboristas. Es posible. No obstante, he de observar que, al anunciar su intención, excepcional en Europa, de asociar en su momento a su Gobierno con una operación militar americana contra Iraq, el Primer Ministro Tony Blair vio alzarse contra él, en marzo de 2002, a numerosos diputados de su propio Partido Laborista y hasta ministros de su Gobierno. En cuanto a Hubert Védrine, ministro francés de Asuntos Exteriores, precisó, al parecer, que su comentario sobre el «simplismo» americano no entrañaba agresividad alguna por su parte. Eso es puro Védrine. Sus constantes ataques contra América nunca son, de creerlo, otra cosa que la expresión de su benevolencia. Añadió también, según Lloyd: «Tal vez haya más sentimiento antifrancés en los Estados Unidos que antiamericanismo en Francia». Por mi parte, yo nunca lo he visto. Desde luego, dado que la denigración de los Estados Unidos ocupa el noventa por ciento del pensamiento francés, los americanos, la prensa en particular, ven su paciencia puesta a dura prueba casi todos los días y replican con frecuencia de forma mordaz, pero, aparte de esos intercambios polémicos, nunca he notado en América respecto de Francia la misma mala voluntad fundamental que se ve en Francia para con América.
Raras veces habrá resultado tan patente dicha mala voluntad como en el caso de los terroristas de Al Qaeda detenidos en Guantánamo. Ciertas organizaciones sólo defienden lo que llaman, según su punto de vista muy especial, los derechos humanos, cuando se trata de disculpar a los peores adversarios de las democracias y prohibir a éstas protegerse contra ellos. Esas ligas de virtud se han movilizado con frecuencia para protestar contra la encarcelación lejos del País Vasco de los asesinos de la ETA militar... alejamiento que tenía por objeto, de forma más que evidente, dificultar sus contactos con aquellos de sus cómplices que aún estaban en libertad. Esas mismas y curiosas organizaciones intensificaron su celo para reclamar, a favor de los esbirros de Ben Laden internados en Guantánamo, la condición de prisioneros de guerra, tal como lo establece el Convenio de Ginebra o, mejor dicho, los Convenios de Ginebra, pues son tres. Ahora bien, por mucho que releamos esos textos en todos los sentidos y los interpretemos con la más indulgente amplitud de miras, no vemos que se pueda aplicar su definición de combatiente, vestido de uniforme de un ejército regular y hecho prisionero, a un terrorista vestido de civil, que pasa inadvertido y, en época de paz, mata al azar y de improviso a otros civiles, en una ciudad, un avión, una embajada, una iglesia o un templo. ¿Acaso es comportarse como combatiente digno de ser tratado como un prisionero de guerra, degollar a un periodista, Daniel Pearl, y después decapitarlo procurando filmar la escena y enviar la cinta a su viuda? «Daniel Pearl —escribe el director de L'Express, Denis Jeambar—, era americano, pero ante todo era un periodista y, por esa razón, un defensor de los valores universales que son las libertades de pensamiento y publicación... Así, pues, la indignación francesa y europea, que tan rápidamente se manifiesta para denunciar el trato de los prisioneros talibanes de Guantánamo, debería haber resonado alta y fuerte. Lamentablemente, nada hemos oído o muy poco».[128]
Se internó a los esbirros de Al Qaeda en Guantánamo para impedirles la evasión y poder obtener, al interrogarlos, posibles informaciones sobre operaciones en preparación, es decir, para prevenir posibles asesinatos. ¿Tanto interesa a los supuestos defensores de los derechos humanos que lleguen a cometerse dichos asesinatos?
Es probable, ya que se lanzaron también, en Europa y en los Estados Unidos, contra las modestas medidas de seguridad policial que las autoridades aplicaron en las democracias, después del 11 de septiembre de 2001, para facilitar la intercepción de explosivos o armas dentro de los vehículos o los equipajes. ¡Esas medidas, hemos oído gritar, son liberticidas, acaban con el Estado de derecho! Ahora bien, como observa con razón Hervé Algalarrondo, «¿en qué sentido atenta contra las libertades el hecho, por ejemplo, de autorizar a los policías a registrar los coches, en ciertas condiciones bien determinadas? Los aduaneros pueden hacerlo desde siempre, sin que eso haya molestado nunca a nadie».[129] El autor observa en particular que Robert Badinter, célebre ex ministro de Justicia y antiguo Presidente del Consejo Constitucional, el hombre menos sospechoso de abrigar inclinaciones «liberticidas», sostuvo la legitimidad de dichas medidas con esta argumentación: «El Estado de derecho no es el estado de debilidad». Nadie, deplora Algalarrondo, se tomó la molestia de responder a Robert Badinter...
Y con razón, pues la raíz de esa cruzada al revés en pro de las libertades es, en realidad, el odio a las libertades, a la democracia, odio exacerbado aún más cuando esa democracia se llama Estados Unidos. Volvemos a ver en este caso a los «intelectuales» a juicio de los cuales con los atentados del 11 de septiembre los americanos habían recibido, en una palabra, «su merecido» o incluso no habían existido dichos atentados, ya que esa tesis demencial, elaborada por un cerebro trastornado, tuvo vigencia por unos instantes en Francia y fue acogida incluso favorablemente y propagada con fervor por los medios de comunicación franceses. De modo que los auténticos soldados de la libertad son, al parecer, los terroristas que hacen estallar bombas en el metro. Lamentablemente, con la mundialización americanizada, con demasiada frecuencia son reprimidos por los enemigos de la libertad. «La propia idea de libertad —escribe el filósofo francés Jean Baudrillard—, está borrándose de las costumbres y las conciencias (...) la mundialización liberal se está realizando de una forma exactamente inversa: la de una mundialización policial, un control total, un terror en materia de seguridad».[130]
Así, pues, ¿quién tendrá el valor de decir que Francia ya no tiene un gran pensador?
Incluso cuando nuestras críticas a los Estados Unidos tienen fundamento, son con frecuencia contradictorias entre sí y, además, con lo que nosotros mismos, los europeos, profesamos y practicamos. Examinemos la decisión, de marzo de 2002, de aplicar un 30 por ciento de derechos de aduana a las importaciones de acero, para intentar proteger una industria en decadencia, en la que se habían multiplicado las quiebras. Se trataba de una decisión política oportunista, adoptada bajo la presión del grupo de intereses de las empresas, los accionistas y los sindicatos obreros de la siderurgia, y de una decisión económica execrable y denunciada en seguida como tal en los propios Estados Unidos, incluido el Partido Republicano. Así, George F. Will, editorialista con fama de conservador, acusa a Bush de haber «elaborado una amalgama indigesta de derechos y cupos que ridiculiza su retórica librecambista».[131]
Así, pues, la prensa y los medios políticos de los Estados Unidos no sólo justificaron, sino que, además, aprobaron las protestas europeas o asiáticas, tanto más cuanto que esos derechos y cupos habían de tener por fuerza el efecto de hacer pagar el acero por encima de la cotización mundial en el mercado interior americano. Ahora bien, los europeos, y sobre todo los antimundialistas, siempre dispuestos a echar pestes contra el liberalismo «salvaje» que atribuyen a América, no son los más indicados para reprocharle simultáneamente su proteccionismo, cuando éste se manifiesta. Nos gustaría saber qué es lo perjudicial: ¿la libertad de comercio o su contrario, el obstáculo aduanero?
A esa incoherencia intelectual, los europeos suman una contradicción entre sus principios y sus actos. Los franceses son los campeones de ese doble juego, tanto para con los Estados Unidos y Asia como para con sus socios europeos. Se pudo comprobar unos días después de la decisión de Bush sobre el acero. Los quince miembros de la Unión se reunieron en Barcelona el 16 de marzo con la liberalización del comercio de la energía en Europa como programa de su Cumbre. El debate sobre esa cuestión llevaba años eternizándose, se había abordado en cumbres anteriores, en Lisboa, después en Estocolmo, sin avanzar. Tampoco avanzó en Barcelona, por una razón que acaparó, por lo demás, toda la atención de la prensa: la obstrucción de Francia. La obstinación francesa, violación de los compromisos subscritos e incluso de los tratados firmados, más concretamente del artículo 86 del Tratado de Roma, que establece la libre competencia, logró una vez más hacer aplazar la aplicación de esa misma libre competencia en el sector de la energía. El Presidente de la República Jacques Chirac y el Primer Ministro Lionel Jospin, por otra parte rivales huraños en la campaña electoral entonces en marcha, se reconciliaron provisionalmente para reñir y ganar con patriótica unanimidad aquella batalla retrógrada contra la libertad. ¿Por qué? Por el miedo que les inspiraba la perspectiva de disturbios sociales inevitables, en caso de que aceptaran comenzar a preparar la privatización de uno de los más feroces mamuts del sector nacionalizado francés: Électricité de France, que, encima, está en manos del sindicato comunista, la CGT (Confederación General del Trabajo), que cuenta, así, con un monopolio dentro del monopolio y cuya omnipotencia sólo se ve amenazada, desde hace poco, por un sindicato aún más extremista y antiliberal que ella: SUD. Como los ferrocarriles, la educación nacional o los transportes parisinos, EDF dispone de medios temibles de represalia que los gobiernos raras veces tienen valor para afrontar, sobre todo en período electoral, lo que explica la gloriosa resistencia francesa en Barcelona contra la UE.
Para calibrar su costo, conviene observar que la libre competencia permitiría una reducción importante de las tarifas del gas y la electricidad para los consumidores franceses, empresas o particulares. Así, pues, propiciaría un aumento del poder adquisitivo de las familias y una disminución del precio de los productos vendidos por las empresas a los consumidores. De modo que una vez más, como es habitual en Francia, un grupo de presión sectorial y potentemente organizado logró mantener su posición dominante y sus ventajas haciéndolas pagar por encima del precio normal a los usuarios y los contribuyentes.[132] Contrariamente a lo que Lionel Jospin, el Primer Ministro, sostuvo en Barcelona con desprecio de los hechos más notorios, la electricidad cuesta en Europa por término medio un 30 por ciento más que en los Estados Unidos y, en las naciones europeas en las que se ha liberalizado —países escandinavos, Gran Bretaña, Alemania—, las tarifas han bajado casi un 25 por ciento. La señora Loyola de Palacio, comisaria europea de la Energía, calcula que la insuficiente liberalización de ese mercado cuesta todos los años a los Estados miembros 15 mil millones de euros.[133] Aun así, Francia arrancó a los otro catorce miembros de la UE la concesión de retrasar la liberalización de la energía en su mercado interior hasta 2003 o incluso 2004, en el caso de las empresas, y 2005, en el de los particulares. Suponiendo que en esas fechas no arranque un nuevo aplazamiento —puesto que ya había prometido adoptar en Barcelona lo que había desechado en Lisboa y después en Estocolmo y no había mantenido su palabra—, podemos asombrarnos de esa decisión de infligir a millones de particulares el castigo de tener que pagar un año más que las empresas su gas y su electricidad a un precio superior a la media europea. ¡Y a eso lo llaman Europa social!
Cierto es que en Barcelona todo era irracional, ya que, además, trescientos mil antimundialistas devastaron la ciudad para alzarse contra el libre cambio, cuando precisamente las potencias europeas, por instigación de Francia, acababan de satisfacer espontáneamente sus deseos. Con la misma lógica, ya abordada en el capítulo tercero, los antimundialistas habían saqueado, tres años antes, Seattle para oponerse a la Organización Mundial del Comercio y para reclamar la regulación de los intercambios, ¡cuando la función de la OMC es precisamente la de regular los intercambios! Esa organización ha condenado en varias ocasiones a los Estados Unidos —por ejemplo, en enero de 2002, sin ir más lejos— por haber permitido a las empresas americanas trasladar sus beneficios de la exportación a paraísos fiscales, lo que equivalía a subvencionarlas indirectamente.[134]
El enorme y crónico déficit comercial de los Estados Unidos, si bien es un inconveniente para ellos, es una ventaja para el resto del mundo. Cuando el ritmo de la economía americana se aminora, como en 2001, el de la economía mundial retrocede por la reducción de los pedidos de su principal comprador. Decenas de países, de Tailandia a Nigeria, enviaron más del 10 por ciento de su producto nacional bruto en 2000 a los Estados Unidos, que compran el 6 por ciento de toda la producción de bienes y servicios del mundo entero, en el que el empleo de seis de cada cien trabajadores depende, por tanto, directamente del cliente americano.[135]
Así, pues, Europa y Asia, América Latina y África están interesadas tanto como los Estados Unidos —si no más incluso— en la libertad del comercio y eso es lo que vuelve absurdas, desde el propio punto de vista de los antimundialistas, que afirman defender los intereses de los países pobres, sus reaccionarias cantinelas contra la libertad de los intercambios.
Notas
[124] Véase una clara exposición sobre el período que acabo de evocar en Pierre Rigoulot, «Séoul-Pyongyang: Radioscopie d'un naufrago» [Seúl-Pyongyang: radioscopia de un naufragio], Politique internationale, n° 94, invierno de 2001-2002.
[125] 4 de marzo de 2001. Citado por Rigoulot, ibídem.
[126] Les Échos, 27 de febrero de 2002.
[127] Comisario europeo de Asuntos Exteriores y miembro eminente del Partido Conservador británico.
[128] L'Express, 28 de febrero de 2002.
[129] Sécurité, la gauche contre le peuple [Seguridad, la izquierda contra el pueblo], Robert Laffont, 2002. Hervé Algalarrondo es redactor jefe adjunto de la sección política de l e Nour'el Observateur.
[130] Le Monde, 3 de noviembre de 2001.
[131] «George W. Bush has cooked up an unpalatable confection of tariffs and import quotas that mock his free-trade rhetoric». International Herald Tribune, 8 de marzo de 2002. George F. Will escribe en el Washington Post, pero muchos otros periódicos americanos, de los que es un «syndicated columnist», reproducen sus editoriales.
[132] Véase sobre ese vasto asunto: Jacques Marseille, Le Grand Gaspillage [El gran despilfarro], Plon, 2002.
[133] Entrevista concedida a Le Fígaro Économie, 15 de marzo de 2002.
[134] En Les Échos del 15 de enero de 2002 (artículo de Laurence Tovi) se pueden leer todos los detalles de esa condena por la OMC y de sus motivos.
[135] Evaluaciones debidas a Klaus Friedrich, economista jefe del grupo Allianz y del Dresdner Bank. En el International Herald Tribune del 27 de febrero de 2002.
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