» bibel » Otros » Jean François-Revel » La Obsesión antiamericana. Dinámica, causas e incongruencias
América como escapatoria
Hay que distinguir entre el antiamericanismo y la crítica a los Estados Unidos. La crítica a los Estados Unidos —vuelvo a insistir al respecto— es legítima y necesaria, a condición de que se apoye en informaciones exactas y se refiera a abusos, errores o excesos que existen realmente, sin pasar por alto, deliberadamente, las decisiones oportunas, las intervenciones provechosas o bien intencionadas, las acciones coronadas por el éxito. En ese sentido, la verdadera crítica a América, la única útil, por ser precisa, juiciosa y motivada, sólo la encontramos... en la propia América, en la prensa diaria o semanal, los medios de comunicación, la clase política, las revistas mensuales de alto nivel, que allí tienen una gran difusión, mucha más que en Europa.
El antiamericanismo se basa, por su parte, en una visión totalizarte, si no totalitaria, cuya ceguera pasional se reconoce, en particular, en que esa censura universal reprueba, en el objeto de su execración, una conducta y su contraria a pocos días de distancia o incluso simultáneamente. Ya he dado anteriormente numerosos ejemplos de esa contradicción y a continuación voy a exponer algunos otros. Según esa visión —en el sentido que da a esa palabra Littré: «vana imagen que creemos ver, por miedo, por sueño, por locura, por superstición»—, los americanos sólo cometen errores, sólo profieren tonterías y son culpables de todos losfracasos, todas las injusticias, todos los sufrimientos del resto de la Humanidad.
El antiamericanismo así definido es, la mayoría de las veces, un prejuicio de las minorías políticas, culturales y religiosas selectas mucho más que un sentimiento popular. Se me responderá que la «calle», la famosa «calle» musulmana, representa perfectamente a las masas, pero, como ningún país musulmán es democrático, resulta difícil apreciar hasta qué punto las manifestaciones antiamericanas en esas sociedades son espontáneas y hasta qué punto están organizadas por el poder. En los países en que ese poder se ha aproximado a los Estados Unidos y lucha contra sus propios integristas, son los imames los que, mediante sus ardientes y xenófobos sermones, se encargan de excitar a las multitudes, analfabetas, por lo demás, en su mayoría e incapaces de recoger una información independiente, que, de todos modos, la censura intercepta, incluso y sobre todo en la radio y la televisión. Está demostrado, al menos desde 1995, que en Irán, por ejemplo, los ayatolás de la República Islámica ya no consiguen ocultar que su población, sobre todo el tramo de edad comprendido entre los quince y los veinticinco años, ha dejado de seguirlos en su demonización del Gran Satán y hace alarde abiertamente de su afición a los productos, las diversiones y las formas de vida americanos. Dicha afición no es consecuencia de un «imperialismo cultural» americano que las plañideras europeas no dejarán de incriminar. La dictadura teocrática, obscurantista y sanguinaria de los ayatolás oprime y empobrece al pueblo iraní, al tiempo que se esfuerza por regimentar sus costumbres con métodos policiales, inquisidores y brutales. Los polis de Alá persiguen con particular crueldad a la juventud, deseosa más que sus padres de abrazar la vida moderna. En vista de ese marco asfixiante, la civilización americana, aunque sea en sus rasgos más triviales, no parece a los iraníes portadora de imperialismo, sino de libertad, como ha resultado con tanta frecuencia serlo en numerosas partes del mundo. Al fin y al cabo, nada impedía a Europa desempeñar ese papel de mensajera de la libertad en el Oriente Próximo y en el Oriente Medio. Si no lo ha adoptado, ha sido, una vez más, porque ha considerado oportuno, por puro antiamericanismo, recomendar el «diálogo», es decir, la complicidad con los tiranos y no con sus víctimas. Si los iraníes acceden algún día a la democracia, no deberán gratitud precisamente a los europeos, como tampoco se la deberán los iraquíes, cuando sean liberados de su déspota.
El mismo contraste se observa en China entre el antiamericanismo oficial y el apetito popular por todo lo que procede de los Estados Unidos. «Comparar la vida de hace diez años con la de hoy es como comparar la Tierra y el Cielo», declara un chino a una periodista americana[136]. «Los americanos no nos venden sólo productos, sino también cultura», añade, «y es una cultura que numerosos chinos desean. Dicen: si compras esto, accederás a un nuevo estilo de vida». Tal vez se trate de una impresión engañosa, pero es un hecho histórico.
En América Latina, las corrientes afectivas están regidas por un rencor muy antiguo, el de la América que ha fracasado contra la América que ha triunfado, traumatismo histórico analizado en el libro sin par de Carlos Rangel, (Del buen salvaje al buen revolucionario). Sin embargo, también allí son los dirigentes políticos y sobre todo los intelectuales quienes perpetúan, los primeros, dicho rencor, a costa, por lo demás, de un desdoblamiento de la personalidad que raya en la bisexualidad político-cultural, ya que la mayoría son discípulos y clientes de los Estados Unidos, al tiempo que los vituperan cuando arengan a su conciudadanos. Los pueblos, por su parte, siguen el movimiento, aunque la desigualdad entre el norte y el sur del continente se haya reducido considerablemente desde 1950, lo que no excluye frecuentes regresiones cuando tal o cual país recae en las aberraciones del pasado. Pero el antiamericanismo popular es más conformista que militante y va acompañado de un deseo omnipresente de incorporarse a la máquina económica y a la civilización de la América del Norte.
En Europa es donde se puede apreciar mejor la distancia que separa las minorías selectas de los demás ciudadanos, gracias a la precisión de los instrumentos de estudio de la opinión pública. Según una encuesta de la empresa Sofres de mayo de 2000,[137] tan sólo el 10 por ciento de los franceses sienten antipatía por los Estados Unidos. Así, pues, al comentar ese sondeo, Michel Winock subraya que «el antiamericanismo en Francia no es un sentimiento popular, es obra de cierto sector de la minoría selecta». El historiador observa que una de sus causas en el siglo xx es la influencia del comunismo en vastos sectores de la intelligentsia francesa, pero también recuerda que, ya en el siglo xix, el desprecio por América y la animosidad para con ella fueron iniciados por la derecha intelectual, que desde entonces no ha reconsiderado precisamente su juicio. Bonald, ya en la Restauración, no veía en América —donde, ni que decir tiene, nunca había estado— otra cosa que conformismo, materialismo, burguesismo, incultura e idolatría del dinero, subraya Michel Winock.
Otro historiador, Laurent Theis, al resumir «doscientos años de amores contrariados» entre los dos pueblos,[138] relata que en el siglo xix el antiguo apego, desde La Fayette, de los franceses a los americanos, queda substituido por una repulsión llevada ya al paroxismo. Theis escribe: «Aparecen entonces la figura y el nombre del yanqui nordista, en los antípodas del noble plantador del sur. Instintos brutales, apetitos carnales, pasiones pecuniarias», naturalmente hipocresía, con la Biblia en la mano, estereotipos, todos ellos, que para los publicistas de toda clase substituyen a los prejuicios anteriores. La democracia americana, que resulta ser «la ley del más fuerte», deja de hacer soñar. El buen salvaje, la muchacha pura y trabajadora, el austero cuáquero pasan a ser personajes de comedia. ¿Qué pueblo es ése, escriben, «de tenderos ignorantes e industriales de estrechas miras, que no tiene en su vasto continente una sola obra de arte», ese país «sin pera?» Ese veredicto emanaba de la fina capa de la sociedad francesa que sostenía profesionalmente una pluma y disponía de columnas en los periódicos. ¿Qué opinaban de América los otros franceses, si es que pensaban algo? Resulta muy arduo de vislumbrar. En nuestra época, lo sabemos perfectamente. Según otro sondeo,[139] después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, el 52 por ciento de los franceses declaran haberse sentido siempre muy cerca de los Estados Unidos y el 9 por ciento que su opinión sobre ellos ha cambiado para bien recientemente (frente al 32 por ciento y al 1 por ciento en sentido opuesto).
En el siglo xix los intelectuales europeos creían ver en América un vacío cultural, que no era, en realidad, sino el de su propia pia información. Fue necesario que Charles Baudelaire tradujera en 1856 a Edgar Allan Poe para revelarles que existía vagamente en los Estados Unidos una literatura digna de ese nombre. El mito de la barbarie cultural de un pueblo visto como esclavizado exclusivamente por el afán de lucro (impulso notoriamente ajeno a la pura alma de los europeos) se perpetuó hasta mediados del siglo xx, precisamente cuando la realidad lo refutaba y, en particular, el más generoso mecenazgo jamás visto creaba y mantenía miles de museos, universidades y hasta esas óperas cuya ausencia estigmatizaba Stendhal (pues era él). Después a las pullas lanzadas sobre la supuesta nulidad cultural de los americanos sucedieron de repente las recriminaciones contra su «imperialismo» cultural. Pasábamos del vacío al desbordamiento. También en esa esfera, ocurra lo que ocurriere, ¡los Estados Unidos nunca pueden tener razón! Seguramente están equivocados culturalmente cuando su Congreso adopta, para el año 2002, el presupuesto más elevado que jamás se haya votado en ningún país para la investigación pública: 104.000 millones de dólares (a los que hay que sumar los gastos privados en investigación, también los mayores del mundo). Siguiendo la vía inversa, la de la decadencia, los gastos en investigación y la propia investigación no cesan de reducirse en Francia, lo que no impide a la coral política y de medios de comunicación francesa blandir bien alta la bandera de nuestra especificidad cultural.[140]
Pese a su supuesta indiferencia ante todas las actividades de la inteligencia, América fue de las naciones más desarrolladas la primera que instauró —cincuenta años antes que Jules Ferry en Francia— la enseñanza elemental gratuita y obligatoria: primero en el Estado de Nueva York en 1832 y después, muy poco después, en los demás Estados. Esa alfabetización precoz explica, por una parte, otra causa de la acritud antiamericana: la antigüedad y la rapidez del despegue económico de los Estados Unidos. En L'enfance du monde[141] [La infancia del mundo], Emmanuel Todd muestra hasta qué punto es decisivo ese factor. Todo país que «despega» resulta haber cruzado el umbral decisivo de alfabetización: el 50 por ciento de la población o —criterio más expresivo aún— el 70 por ciento de los jóvenes de edades comprendidas entre los quince y los veinticinco años. Así, Suecia y Suiza, países aún casi enteramente rurales a mediados del siglo xix, eran en aquel mismo momento los más alfabetizados de Europa, lo que brinda una de las claves de su rápido desarrollo industrial posterior. En 1848, Francia contaba al menos con un 50 por ciento de analfabetos, una parte importante de los cuales no hablaba francés.
El avance americano en la democratización de la enseñanza no inspiraba, naturalmente, en nada la reflexión del vizconde de Bonald, que, desde lo alto de su condescendencia monárquica, no apreciaba forma alguna de democracia y, por consiguiente, se vedaba la posibilidad de pensar que pudiera haber una vinculación entre democracia política, liberalismo económico, instrucción pública y prosperidad. Por eso, tampoco entendió —y distaba de ser el único en Europa antes de que llegara Tocqueville e incluso después de que éste, escribiera su gran obra— la importancia del avance que habían logrado los Estados Unidos en la instauración del sufragio universal. Dicho sufragio fue instaurado en ese país ya en 1820 en el caso de los hombres[142] y también en el de las mujeres América se adelantó a las otras democracias. Las mujeres pudieron votar a partir de 1869 en Wyoming, seguido de otros once Estados entre 1869 y 1914, y después por todo el país en 1920. En Francia tuvieron que esperar hasta 1944.
Esos hechos, que dependen —precisamente— de una instrucción elemental, chocan de frente con la repugnancia de los europeos para admitir que los Estados Unidos sean una verdadera democracia. Si bien nosotros les denegamos fácilmente la pertenencia a ese régimen político, los africanos y los latinoamericanos se la discuten aún más, ellos, cuyos títulos para hablar en nombre de la democracia son, con toda evidencia, clamorosos. Ya conocemos las principales acusaciones imputadas a América en esa esfera: la esclavitud y, además, las discriminaciones de que fueron víctimas los negros, el mantenimiento de la pena de muerte o también el apoyo concedido a dictaduras, en América Latina en particular.
En Tous Américains [Todos americanos],[143] el director de Le Monde, Jean-Marie Colombani, se justifica por haber escrito en su diario, el día siguiente al de los atentados del 11 de septiembre, un artículo titulado «Todos somos americanos».[144] Hubo numerosas e inmediatas reacciones hostiles a ese artículo y a su título tanto entre los lectores de Le Monde como entre sus redactores. Es que la izquierda no puede renunciar sin dolor, incluso después de la matanza de varios millares de civiles en Nueva York y Washington, a su demonizada idea de los Estados Unidos y que necesita tanto más cuanto que el socialismo ha naufragado. Aunque el Bien al que rendía culto se ha hundido, se consuela al seguir al menos execrando el Mal que era su antítesis. ¡Ay de quien quiera privarla de su Lucifer de servicio, su última boya de salvamento ideológica!
Hace falta valor y abnegación para argumentar, como lo hace Colombani, contra el fanatismo, cuya función es precisamente la de volver impermeables a los argumentos las mentes de las que se ha apoderado. Después de haber recordado que, al escribir en caliente su artículo, obedecía a un impulso de compasión y decencia, Colombani recuerda algunos datos históricos y políticos que aplastan la delirante creencia según la cual América nunca ha laborado en pro de la defensa y la propagación de la libertad. Recuerda, naturalmente, la liberación de Europa en 1944 y 1945. Se pregunta si había que rechazar a aquel liberador para «rechazar a América y su segregación racial (...) un país que ya apoyaba a Ibn Saúd, al dictador Somoza en Nicaragua».
Estas últimas reservas tienen fundamento, pero, si bastaran para determinar que América no era y sigue sin ser democrática, habría que eliminar también de esa clasificación tanto a Francia como a Gran Bretaña. En efecto, la historia de África y de Asia rebosa de dictaduras de todas las tendencias apoyadas por esos dos países. De 1945 a 1965, los Estados Unidos eliminaron en su interior todas las segregaciones, al menos oficiales, gracias a una acción voluntarista del poder federal y del Tribunal Supremo contra los Estados tradicionalmente racistas. Durante el mismo período, Francia se entregaba, en Indochina, en Madagascar y en África del Norte, a combates de retaguardia cuyas víctimas civiles se cuentan por centenares de miles y a represiones que recurrían en una escala enorme a la tortura y a las ejecuciones sumarias. Sin embargo, los franceses que vivían durante la IV República y el comienzo de la V se habrían asombrado mucho si alguien hubiese afirmado que su régimen no era democrático.
Asimismo, figuro entre quienes se indignan al ver persistir en los Estados Unidos la pena de muerte. Doce Estados la han abolido, treinta y ocho la han conservado, dieciséis de los cuales la aplican. Aún son demasiados, pero hay que recordar que el Gobierno federal no siempre tiene poder para imponer sus preferencias a los legisladores de los Estados, que adoptan o abrogan sus leyes propias en función de los votos expresados por sus electores in situ. Además, algunos países en los que la abolición es, en resumidas cuentas, muy reciente —1964 en el caso del Reino Unido, 1981 en el de Francia— tienen tendencia a perder la memoria cuando se envuelven en la blanca túnica humanitaria para precipitar por esa razón a América en el abismo de la antidemocracia. ¿Acaso debemos decretar que hacia 1937, en la época de nuestro querido Frente Popular, la República Francesa no era una democracia, por la razón de que manejaba con destreza la guillotina? La aceptación o el rechazo de un tipo de castigo bárbaro dependen más de la evolución de las costumbres y la sensibilidad que de la naturaleza de las instituciones políticas. Al comienzo del siglo xxi, 87 países en el mundo practican aún la pena de muerte, algunos de ellos —China, Iraq— en dosis masivas y sin garantías en el procedimiento ni respeto de los derechos de defensa, pero los anatemas internacionales se centran exclusivamente en los Estados Unidos, lo que despierta la sospecha de que esas diatribas van dirigidas a veces menos contra la propia pena de muerte que contra los Estados Unidos. ¿Cómo explicar, si no, que lo que resulta deshonroso en Austin sea venial en Pekín o en Lhassa?
Así, pues, volvemos a ver los dos rasgos más llamativos del antiamericanismo obsesivo: la selección de las pruebas y la contradicción interna de la requisitoria.
Como ejemplo del primero, volvamos al caso Somoza. Prueba indiscutible, se nos dice, de que los americanos apoyan las dictaduras reaccionarias. Pero entonces, ¿qué hacemos con la batalla política y económica reñida por los Estados Unidos con el dictador de Santo Domingo, Rafael Trujillo? Le infligieron —e hicieron que la América Latina (en el marco de la OEA, Organización de Estados Americanos) le infligiera— sanciones económicas que acabaron poniendo de rodillas a Trujillo, antes incluso de que muriese asesinado en 1961. Las sanciones que afectaron a aquel dictador de extrema derecha fueron mucho más duras que el embargo que América iba a aplicar más adelante a Castro. A propósito de Castro, ¿cuántos periodistas o políticos dicen que éste tomó el poder gracias a la ayuda de la CIA? Washington deseaba poner fin a la dictadura de Fulgencio Batista y organizó su caída con la colaboración de Castro[145]. Los Estados Unidos fueron el segundo país del mundo, después de Venezuela, en reconocer, ya el 7 de enero de 1959, al nuevo régimen de La Habana. Hasta más adelante, cuando Castro hubo instalado en la isla una dictadura estalinista y se hubo puesto a las órdenes de Moscú, no se volvieron los Estados Unidos contra él. Una vez más la trampa de la selección de las pruebas recurre de forma imprecisa al concepto de prueba, pero el antiamericanismo puede aquilatar también el virtuosismo hasta recurrir a la falta total de prueba. Se ha visto esa hazaña en Francia con el libro, aparecido en marzo de 2002, de un tal Thierry Meyssan, L'Effroyable Imposture [La espantosa impostura], libro al que ya he hecho una alusión fugaz anteriormente. Según Meyssan, ningún avión se estrelló contra el Pentágono el 11 de septiembre de 2001. Se trataba de un montaje propagandístico, organizado por los servicios secretos americanos y por el «complejo militar e industrial» para justificar, ante una opinión pública trastornada, una futura intervención armada en Afganistán y en Iraq. Todas las personas son libres de forjar en el vacío una teoría divertida: por ejemplo, la de que la derrota francesa de junio de 1940 fue una pura invención de la derecha a fin de brindar al mariscal Pétain un pretexto para el cambio de régimen político, pero, si centenares de miles de personas dan crédito a cuentos semejantes, con desprecio de las pruebas materiales más accesibles a la percepción visual de todo el mundo, pasamos de las carcajadas a la inquietud. Eso es lo que ocurrió en Francia frente a las elubricaciones del señor Meyssan. No sólo nuestros medios de comunicación audiovisuales se transformaron con gusto en cajas de resonancia de sus chifladuras, sino que, además, su libro fue un inmediato y gigantesco éxito de venta. Esa multitudinaria carrera hacia el absurdo resulta muy reveladora de la credulidad de los franceses e inspira perplejidades dolorosas sobre el nivel intelectual del pueblo «más inteligente de la Tierra».
En cuanto al segundo síntoma, respecto del Oriente Próximo encontramos algunas brillantes ilustraciones del recurso constante a reproches contradictorios que se suceden y se destruyen unos a otros sin que los acusadores sean conscientes de su incoherencia. Naturalmente, ese asunto está lleno de lagunas debidas a la selección de las pruebas por los comentaristas europeos. Un solo ejemplo: a fuerza de repetirlo ha llegado a ser un axioma el de que Israel «invadió» el Líbano en 1982, porque Sharon quería ir a buscar a Arafat en Beirut, y que hoy está vengándose, porque el jefe de la OLP se le escapó. Aparte de que Sharon, entonces ministro de Defensa, no tenía poder alguno para decidir por sí solo una guerra, equivale a olvidar otro detallito: en 1982, Israel intervino exclusivamente para replicar a la invasión del Líbano por Siria, que ocupaba ese país desde hacía cuatro años y había destruido la mitad de Beirut en 1978 con sus «órganos de Stalin» y cuyo ejército se acercaba cada vez más a la frontera israelí. Yo no soy un experto orientalista, pero me interesa el funcionamiento de la inteligencia humana: ¿por qué se altera periódicamente ese encadenamiento de causas y efectos históricos tan conocidos y se lo reduce a su último episodio, cuando nuestros «informadores» lo evocan a propósito de la crisis palestino—israelí de 2001—2002? Porque hay que «demostrar» a toda costa que Sharon quiere «vengarse» por no haber capturado a Arafat en 1982. No se me ocultan las faltas de Sharon, pero no es necesario atribuirle otras que no ha cometido.
A lo largo de toda esa crisis, resultó un espectáculo instructivo el baile de los juicios europeos sobre la política americana. Después de haber reprochado durante mucho tiempo a los americanos que se mantuvieran como únicos protagonistas competentes del Oriente Próximo, censuramos airadamente la pasividad de George W. Bush, quien, en lugar de intervenir para poner fin a la crisis, mantenía una actitud pasiva y eludía su deber. Cuando América acabó indicando que iba a adoptar una iniciativa, anunciamos que sería necesariamente —por favorable a Israel— de una parcialidad que la privaría de legitimidad alguna. Cuando Bush y su consejera de Seguridad, Condoleezza Rice, conminaron a Israel a que evacuara «sin demora» los territorios palestinos ocupados, proclamamos al instante que sus exigencias serían en vano y que sería inútil el proyectado viaje del Secretario de Estado Colin Powell al Oriente Próximo.
Lo grave no son los errores de apreciación y los procesos de intenciones en los que se basan esos juicios, sino sobre todo sus incompatibilidades recíprocas. Lo asombroso es también nuestra incapacidad para reconocer que nos hemos equivocado, cuando el acontecimiento nos lo muestra.
En conjunto y a lo largo del tiempo, los gobiernos, los medios de comunicación y la opinión de Europa consideran que en el Oriente Próximo los Estados Unidos siempre han apoyado y apoyan a Israel de forma mucho más incondicional y parcial, pero, cuando los Estados Unidos adoptan una actitud neutra y deciden intervenir menos directamente en los asuntos palestino—israelíes, como hizo George W. Bush en 2001 y hasta el comienzo de 2002, en seguida Europa se indigna de lo que considera una culpable irresponsabilidad americana y suplica encarecidamente a Washington que asuma sus responsabilidades. Después, cuando el Presidente, a comienzos de abril de 2002, envió allí a varios emisarios y lanzó una declaración enérgica, casi un ultimátum, para exigir que el Primer Ministro israelí, Ariel Sharon, retirara sus tropas del territorio palestino, «y no mañana, sino sin demora y en seguida», la claridad de aquella posición incitó muy poco a los europeos a reconocer que su tesis anterior sobre el apoyo por siempre «incondicional» de los Estados Unidos a Israel era, por tanto, equivocada. Como también lo era otra tesis (incompatible, además, con la anterior): la de una egoísta indiferencia americana ante el drama del Oriente Próximo. Que los Estados Unidos votaran en marzo y en abril de 2002 junto con todo el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para condenar a Israel y decidir la creación de una comisión de investigación de las Naciones Unidas sobre los posibles crímenes de guerra israelíes en Jenin, no impidió que todos los diarios radiofónicos franceses siguieran afirmando, imperturbables, que Washington continuaba vetando las propuestas desfavorables a Israel del Consejo de Seguridad.
En realidad, como recuerda con razón Henry Kissinger, «desde hace treinta años, la diplomacia americana ha sido el catalizador de casi todos los avances logrados en el proceso de paz destinado a acercar a los israelíes y los árabes, sobre todo los palestinos». Lo demuestra una recapitulación rápida. Además de «las idas y venidas» (la shuttle diplomacy) de Kissinger entre Jerusalén, El Cairo, Damasco y Ammán de 1972 a 1976, en 1978 se celebró en Camp David una conferencia entre los presidentes Sadat y Carter y el Primer Ministro Begin. Resultado de dicha conferencia fue el tratado de paz egipcio—israelí, firmado en Washington en 1979. Por su parte, el proceso de paz propiamente palestino—israelí se remonta a la Conferencia de Madrid en 1991 y prosiguió en 1993 con el acuerdo de Oslo, ratificado en Washington en diciembre del mismo año por Rabin y Arafat, que se estrecharon la mano, delante de Clinton y las cámaras del mundo entero. Fue la «Declaración de principio sobre la autonomía palestina», de inspiración americana. La siguió, también con el impulso de los Estados Unidos, en 1995, el acuerdo de Taba (en Egipto), llamado también «Oslo II», que se refiere a «la ampliación de la Autoridad Palestina a toda Cisjordania». Después vino en 1998 el memorando de Wye Plantation (Maryland), seguido en 1999 por el acuerdo de Sharm el Sheij sobre su aplicación. Por último, en julio de 2000 el Presidente Clinton reunió, de nuevo en Camp David, a Arafat y al Primer Ministro de entonces, Ehud Barak.
Respecto de esa última conferencia de Camp David —¡que requirió la presencia del presidente de los Estados Unidos y lo inmovilizó durante 15 días!— surgió una polémica en torno a la «intransigencia» de Arafat, que rechazó, al parecer, las «generosas propuestas» de Ehud Barak, con lo que hizo fracasar el proceso de paz y, con ello, volvió inevitable la victoria posterior de Sharon en las elecciones y alentó hipócritamente el terrorismo palestino. Cierto es que Arafat no carece de responsabilidad en el naufragio del proceso de paz, pero la historia de lo que sucedió en realidad durante aquel año 2000 en Camp David parece, en realidad, más compleja.[146] Voy a abstenerme aquí de intentar aclararla, pues mi propósito no es, de momento, el de dar respuestas a la cuestión del Oriente Próximo, sino el de describir las reacciones europeas a la diplomacia americana ante dicha cuestión. Lo menos que se puede decir es que son a la vez injustificadas e incoherentes. Igualmente injustificada es la queja ritual y obsesiva según la cual en aquella crisis los Estados Unidos actuaron, supuestamente, de forma «unilateral»: sin consultar a los europeos. Fue lo contrario enteramente: el Secretario de Estado Colin Powell antepuso a su misión en el Oriente Próximo de abril de 2002 un alto en Madrid, el 10 de abril (pues España ejercía entonces la Presidencia de la Unión Europea). Fue a consultar a los ministros de Asuntos Exteriores de los quince miembros de la Unión, al de la propia Unión, Javier Solana, y al de Rusia, también invitado. Difícilmente se puede tildar ese comportamiento de unilateralismo. El Secretario General de las Naciones Unidas, Kofi Annan, acentuó aún más con su presencia el carácter multilateral de aquellas conversaciones. No obstante, los europeos, en Madrid, no lograron poner sobre la mesa propuesta concreta alguna, plan de acción realista alguno. No sólo no pudieron entenderse con los Estados Unidos, ni que decir tiene, ¡sino que ni siquiera pudieron entenderse entre ellos! Cierto es que el debate se complicó por la mención del problema iraquí, que Powell consideraba indisociable del conflicto palestino—israelí y de la lucha antiterrorista, pero ante el cual los europeos se tapan, miedosos, la cara desde siempre. Ahora bien, no se puede pretender formular una política de paz en el Oriente Próximo sin examinar el problema de Sadam Husein.
Unos días después de la reunión de Madrid, resultó que las idas y venidas de Colin Powell entre Sharon y Arafat no habían dado resultado alguno, pues ni uno ni otro estaba dispuesto, al parecer, a hacer la menor concesión, pese a que una semana después los israelíes hubieran retirado sus tropas de varias ciudades palestinas. Aquel fracaso relativo en lo inmediato no significaba que el viaje hubiera sido totalmente inútil a largo plazo, para preparar una acción futura. No obstante, había un fracaso en lo inmediato y la prensa americana no se privó de clamarlo la primera. Pero lo más cómico, en aquella trágica coyuntura, fue el coro de los comentaristas europeos, que desde lo alto de nuestra esterilidad intelectual y diplomática se burlaron del fracaso de Powell y Bush con su habitual condescendencia satisfecha.[147]
La evolución posterior de los acontecimientos no iba a tardar a volver contra ellos el ridículo que creían reservado a los dirigentes americanos. En efecto, el 22 de abril de 2002, bajo la presión aún mayor de George W. Bush, el Gobierno de Ariel Sharon se resignaba a levantar el sitio que bloqueaba el cuartel general de Yasser Arafat en Ramallah desde mediados de diciembre de 2001. Además, Bush insistía de nuevo para lograr la evacuación rápida y completa del territorio palestino por el ejército israelí, en vista de la puesta en marcha de un nuevo proceso de paz, cuyo tenor acababa de formular durante varios días con el príncipe heredero de Arabia Saudí, Abdalá, invitado por él a los Estados Unidos. Así, pues, ya vemos lo que valían las tres afirmaciones favoritas de los europeos, a saber: 1) los americanos están totalmente inactivos en el Oriente Próximo; 2) cuando actúan, siempre es en el sentido deseado por Israel; 3) todas sus iniciativas fracasan.
Una vez más, los hechos no por ello desvían a los papagayos del antiamericanismo de sus inmutables cantinelas. Así, con ocasión de la cumbre anual transatlántica, en la que se reunieron, el 2 de mayo de 2002, en Washington los Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia, el corresponsal permanente de TF1, Ulysse Gosset, en el telediario de las ocho de la noche, comparó la acción de George W. Bush en el Oriente Próximo con la oscilante marcha de un «funámbulo» que no logra adoptar posición firme alguna. Así decepciona, añadió, el «sheriff» en sumo grado a los europeos. Admirará el lector la riqueza del vocabulario: cuando no nos asestan lo del «vaquero», es porque van a servirnos lo del «sheriff». ¡Qué arte! Ahora bien, en aquel preciso momento, como hemos visto, Bush acababa de lograr que los israelíes levantaran el sitio en torno a Arafat e hiciesen ciertas evacuaciones de tropas que ocupaban Palestina. En tercer lugar —y esa novedad no era la menos importante—, el Presidente acababa de adoptar y lograr que se adoptara el principio de una conferencia internacional sobre el Oriente Próximo cuya apertura se esperaba para comienzos del verano. Debían asistir a ella los Estados Unidos, la Unión Europea y Rusia. Dicho de otro modo: era exactamente lo que esos países pedían desde hacía meses y lo que, dicho sea de paso, invalidaba el reproche de unilateralismo ritualmente dirigido a los americanos. Cierto es que, junto a aquellos avances, subsistían puntos obscuros, pero se debían más al propio Oriente Próximo que a una supuesta inercia americana. De todos modos, ésta, si es que existe, parece activismo en comparación con la inercia europea en ese aspecto... y en muchos otros.
Notas
[136] «In China, a big appetite for Americana» [En China, un gran deseo de cosas americanas], por Elizabeth Rosenthal, International Herald Tribune, 26 de febrero de 2002.
[137] Reproducida por Le Monde los días 25-26 de noviembre de 2001.
[138] Le Point, 28 de septiembre de 2001.
[139] Ibídem.
[140] Véase el artículo de Olivier Postel-Vinay en la revista La Recherche de abril de 2002. Francia ocupa, por el número de publicaciones científicas, el decimocuarto puesto de los países de la OCDE (Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos, es decir, los países más ricos).
[141] Seuil, 1984.
[142] 1848 en Francia. Y, aun así, sólo se ejerció con limitaciones particulares durante el Segundo Imperio. Hasta la III República no funcionó realmente, gracias al pluripartidismo.
[143] Fayard, 2002.
[144] Le Monde, 12 de septiembre de 2001.
[145] Véase Tad Szulc, Fidel Castro, trente ans de pouvoir absolu [Fidel Castro, treinta años de poder absoluto], traducido del inglés por Marc Saporta, Payot, 1987.
[146] Consúltese el largo y muy detallado artículo de Robert Malley y Husein Agha, «Camp David: The Tragedy of Errors» [Camp David: la tragedia de los errores], he New York Review of Books, 9 de agosto de 2001.
[147] Con la honrosa excepción -debemos alegrarnos- del ministro francés de Asuntos Exteriores, Hubert Védrine, que, en Le Monde del 18 de abril de 2002, emite un juicio equitativo, inteligente y matizado sobre el balance y la extrema dificultad de la misión de Powell, así como sobre las interesantes enseñanzas que de ella se desprenden para el futuro.
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