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Capítulo III.- La raíz de la crisis: La idea de Iglesia
La fachada y el misterio
Estamos, pues, en crisis. Pero ¿dónde está, a su juicio, el principal punto de ruptura, la grieta que, avanzando cada vez más, amenaza la estabilidad del edificio entero de la fe católica?
No hay lugar a dudas para el cardenal Ratzinger: lo que ante todo resulta alarmante es la crisis del concepto de Iglesia, la eclesiología: «Aquí está el origen de buena parte de los equívocos o de los auténticos errores que amenazan tanto a la teología como a la opinión común católica».
Explica: «Mi impresión es que se está perdiendo imperceptiblemente el sentido auténticamente católico de la realidad «Iglesia», sin rechazarlo de una manera expresa. Muchos no creen ya que se trate de una realidad querida por el mismo Señor. Para algunos teólogos, la Iglesia no es más que mera construcción humana, un instrumento creado por nosotros y que, en consecuencia, nosotros mismos podemos reorganizar libremente a tenor de la exigencias del momento. Y así, se ha insinuado en la teología católica una concepción de Iglesia que no procede sólo del protestantismo en sentido «clásico». Algunas eclesiologías posconciliares parecen inspirarse directamente en el modelo de ciertas «iglesias libres» de Norteamérica, donde se refugiaban los creyentes para huir del modelo opresivo de «Iglesia de Estado» inventado en Europa por la Reforma. Aquellos prófugos, no creyendo ya en la Iglesia como querida por Cristo y queriendo mantenerse alejados de la Iglesia de Estado, crearon su propia Iglesia, una organización estructurada según sus necesidades».
¿Cómo es para los católicos?
«Para los católicos —explica— la Iglesia está compuesta por hombres que conforman la dimensión exterior de aquella; pero, detrás de esta dimensión, las estructuras fundamentales son queridas por Dios mismo y, por lo tanto, son intangibles. Detrás de la fachada humana está el misterio de una realidad suprahumana sobre la que no pueden en absoluto intervenir ni el reformador, ni el sociólogo, ni el organizador. Si, por el contrario, la Iglesia se mira únicamente como mera construcción humana, como obra nuestra, también los contenidos de la fe terminan por hacerse arbitrarios: la fe no tiene ya un instrumento auténtico, plenamente garantizado, por medio del cual expresarse. De este modo, sin una visión sobrenatural, y no sólo sociológica, del misterio de la Iglesia, la misma cristología pierde su referencia a lo Divino: una estructura puramente humana acaba siempre en proyecto humano. El Evangelio viene a ser entonces el «proyecto-Jesús», el proyecto liberación-social, u otros proyectos meramente históricos, inmanentes, que pueden incluso parecer religiosos, pero que son ateos en realidad».
Durante el Vaticano II se insistió mucho —en las intervenciones de algunos obispos, en las relaciones de sus consultores teólogos y también, en los documentos finales— en el concepto de Iglesia como «pueblo de Dios». Una concepción que parece haberse impuesto en las eclesiologías posconciliares.
«Es verdad; se ha dado y continúa dándose esta insistencia, la cual, sin embargo, en los textos conciliares se halla compensada con otras que la completan; un equilibrio que muchos teólogos han perdido de vista. Y es el caso que, a diferencia de lo que éstos piensan, por este camino se corre el peligro de retroceder en lugar de avanzar. De aquí proviene el peligro de abandonar el Nuevo Testamento para volver al Antiguo. En realidad, «pueblo de Dios» es, para la Escritura, Israel en sus relaciones de oración y de fidelidad con el Señor. Pero limitarse únicamente a esta expresión para definir a la Iglesia significa dejar un tanto en la sombra la concepción que de ella nos ofrece el Nuevo Testamento. En éste, la expresión «pueblo de Dios» remite siempre al elemento veterotestamentario de la Iglesia, a su continuidad con Israel. Pero la Iglesia recibe su connotación neotestamentaria más evidente en el concepto de «cuerpo de Cristo». Se es Iglesia y se entra en ella no a través de pertenencias sociológicas, sino a través de la inserción en el cuerpo mismo del Señor, por medio del bautismo y de la eucaristía. Detrás del concepto, hoy tan en boga, de Iglesia como sólo pueblo de Dios» perviven sugestiones de eclesiologías que vuelven, de hecho, al Antiguo Testamento; y perviven también, posiblemente, sugestiones políticas, partidistas y colectivistas. En realidad, no hay concepto verdaderamente neotestamentario, católico de Iglesia que no tenga relación directa y vital no con la sociología sino con la cristología. La Iglesia no se agota en el «colectivo» de los creyentes: siendo como es «cuerpo de Cristo», es mucho más que la simple suma de sus miembros».
Para el Prefecto, la gravedad de la situación viene acentuada por el hecho de que —en un punto tan vital como la eclesiología— no parece posible intervenir de manera resolutiva mediante documentos. Aunque éstos no hayan faltado, sería necesario, a su juicio, un trabajo en profundidad: «Es necesario recrear un clima auténticamente católico, encontrar de nuevo el sentido de la Iglesia como Iglesia del Señor, como espacio de la presencia real de Dios en el mundo. Es el misterio de que habla el Vaticano II con palabras terriblemente comprometedoras, en las que resuena toda la Tradición católica: «La Iglesia o reino de Cristo, presente actualmente en misterio» (Lumen gentium n.3)».
«No es nuestra, es suya»
Como confirmación de la diferencia «cualitativa» de la Iglesia con relación a cualquier organización humana, recuerda que «sólo la Iglesia, en este mundo, supera la limitación esencial del hombre: la frontera de la muerte. Vivos o muertos, los miembros de la Iglesia viven unidos en la misma vida que brota de la inserción de todos en el Cuerpo de Cristo».
Es la realidad, observo, que la teología católica ha llamado siempre communio sanctorum, la comunión de los «santos», entendiendo por «santos» a todos los bautizados.
«Así es —dice—. Pero no hay que olvidar que la expresión latina no significa sólo la unión de los miembros de la Iglesia, vivos o difuntos. Communio sanctorum significa también tener en común las «cosas santas», es decir, la gracia de los sacramentos que brotan de Cristo muerto y resucitado. Es este vínculo misterioso y realísimo, es esta unión en la Vida, lo que hace que la Iglesia no sea sólo nuestra Iglesia, de modo que podamos disponer de ella a nuestro antojo; es, por el contrario, su Iglesia. Todo lo que es sólo nuestra Iglesia no es Iglesia en sentido profundo; pertenece a su aspecto humano y es, por lo tanto, accesorio, efímero».
El olvido o el rechazo de este concepto católico de Iglesia, pregunto, ¿tiene también consecuencias en las relaciones con la jerarquía eclesial?
«Sin lugar a dudas. Y de las más graves. Aquí radica el origen de la caída del concepto auténtico de «obediencia»; ésta, según algunos, ni siquiera sería virtud cristiana, sino herencia de un pasado autoritario y dogmático que hay que superar a toda costa. Si la iglesia es sólo nuestra, si la Iglesia somos únicamente nosotros, si sus estructuras no son las que quiso Cristo, entonces no puede ya concebirse la existencia de una jerarquía como servicio a los bautizados, establecida por el mismo Señor. Se rechaza el concepto de una autoridad querida por Dios, una autoridad que tiene su legitimación en Dios y no —como acontece en las estructuras políticas— en el acuerdo de la mayoría de los miembros de la organización. Pero la Iglesia de Cristo no es un partido, no es una asociación, no es un club: su estructura profunda y sustantiva no es democrática, sino sacramental y, por lo tanto, jerárquica; porque la jerarquía fundada sobre la sucesión apostólica es condición indispensable para alcanzar la fuerza y la realidad del sacramento. La autoridad, aquí, no se basa en los votos de la mayoría; se basa en la autoridad del mismo Cristo, que ha querido compartirla con hombres que fueran sus representantes, hasta su retorno definitivo. Sólo ateniéndose a esta visión será posible descubrir de nuevo la necesidad y la fecundidad de la obediencia a las legítimas jerarquías eclesiales».
Para una verdadera reforma
Con todo, digo, junto a la expresión tradicional communio sanctorum (en el sentido pleno antes subrayado), hay otra frase latina que ha tenido siempre derecho de ciudadanía entre los católicos: Ecclesia semper reformanda, la Iglesia está siempre necesitada de reforma. El Concilio ha sido claro en este punto: «Aunque la Iglesia, por la virtud del Espíritu Santo, se ha mantenido como Esposa fiel de su Señor y nunca ha cesado de ser signo de salvación en el mundo, sabe, sin embargo, muy bien que no siempre, a lo largo de su prolongada historia, fueron todos sus miembros, clérigos o laicos, fieles al Espíritu de Dios. Sabe también la Iglesia que, aun hoy día, es mucha la distancia que se da entre el mensaje que ella anuncia y la fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio. Dejando a un lado el juicio de la historia sobre estas deficiencias, debemos, sin embargo, tener conciencia de ellas y combatirlas con máxima energía para que no dañen a la difusión del Evangelio» (Gaudium et spes n.43). Respetando siempre el misterio de la Iglesia, ¿no estamos llamados a un esfuerzo para cambiarla?
«Es cierto —replica—; en sus estructuras humanas la Iglesia es semper reformanda. Con todo, es necesario entender de qué modo y hasta qué punto. El texto del Vaticano II que acabamos de citar nos ofrece ya una indicación muy precisa al hablar de la «fidelidad de la Esposa de Cristo», que no es puesta en entredicho por la infidelidad de sus miembros. Para explicarme con mayor claridad, me referiré a la fórmula latina que en la liturgia romana pronunciaba el celebrante en todas las misas, en el momento del «signo de paz» que precede a la comunión. Decía, pues, esta plegaria: «Domine Jesu Christe ne respicias peccata mea, sed fidem Ecclesiae tuae»; es decir: «Señor Jesucristo, no mires mis pecados, sino la fe de tu Iglesia». Hoy, en muchas traducciones (y también en el nuevo texto latino) del ordinario de la misa, la fórmula introduce el nosotros en lugar del yo: «No mires nuestros pecados». Semejante cambio parece irrelevante, y, sin embargo, reviste gran significación».
¿Por qué conceder tanta importancia al paso del yo al nosotros?
«Porque —explica— es esencial que la petición de perdón sea pronunciada en primera persona: lo exige la necesidad de aceptar personalmente la propia culpa, el carácter indispensable de la conversión personal, que hoy se esconde con frecuencia en la masa anónima del «nosotros», del grupo, del «sistema», de la humanidad, donde todos pecan y, a la postre, ninguno parece haber pecado. De este modo se disuelve el sentido de la responsabilidad, el sentido de la culpa personal. Naturalmente, cabe también entender de modo correcto la nueva versión del texto, porque el yo y el nosotros están siempre implicados en el pecado. Lo importante es que al acentuar el nosotros no se diluya el yo».
Es éste, observo un punto importante sobre el que habrá que insistir más adelante; pero volvamos ahora donde estábamos: al vínculo entre el axioma Ecclesia semper reformanda y la petición a Cristo de perdón personal.
«De acuerdo; volvamos a aquella plegaria que la sabiduría litúrgica introducía en el momento más solemne de la misa, aquel que precede a la unión física, íntima, con Cristo hecho pan y vino. La Iglesia daba por supuesto que cualquiera que celebrase la eucaristía tenía necesidad de decir: «Yo he pecado; no mires, Señor, mis pecados». Era la invocación obligatoria de todo sacerdote: los obispos, el mismo Papa al igual que el último de los sacerdotes, debían pronunciarla en su misa cotidiana. Y también los laicos, los restantes miembros de la Iglesia, estaban llamados a unirse en aquel reconocimiento de culpa. Por consiguiente, todos en la Iglesia, sin excepción alguna, debían confesarse pecadores, pedir perdón, tomar el camino de una verdadera reforma de sus vidas. Pero esto no significaba que la Iglesia en cuanto tal fuera también pecadora. La Iglesia —lo hemos visto— es una realidad que supera, misteriosa e infinitamente, la suma de sus miembros. Y así, para obtener el perdón de Cristo, se oponía mi pecado a la fe de su Iglesia».
¿Y hoy?
«Hoy esto parece algo olvidado por muchos teólogos, por muchos eclesiásticos, por muchos laicos. No se ha dado sólo el paso del yo al nosotros, de la responsabilidad personal a la colectiva. Se tiene la impresión fundada de que algunos, hay que pensar que inconscientemente, tergiversan la invocación, entendiéndola de este modo: «no mires los pecados de la Iglesia, sino mi fe»... Si esto llega a tener lugar, realmente las consecuencias son graves: las culpas de los individuos pasan a ser las culpas de la Iglesia, y la fe se reduce a un hecho personal, a mi modo de comprender y de reconocer a Dios y sus exigencias. Abrigo el temor de que éste sea hoy un modo muy difundido de sentir y de razonar: es un signo más de hasta qué punto la conciencia común de los católicos se ha alejado de la recta concepción de la Iglesia».
¿Qué hacer, entonces?
«Debemos —responde— decir de nuevo al Señor: «Pecamos nosotros, no la Iglesia que es tuya y es portadora de fe». La fe es la respuesta de la Iglesia a Cristo; ésta es Iglesia en la medida en que es acto de fe. Y la fe no es un acto individual, solitario; no es una respuesta de cada uno por separado. Fe significa creer juntamente con toda la Iglesia».
¿Hacia dónde pueden orientarse entonces aquellas «reformas» que estamos siempre obligados a llevar a cabo en nuestra comunidad de creyentes que viven en la historia?
«Debemos tener siempre presente que la Iglesia no es nuestra, sino suya. En consecuencia, las «reformas», las «renovaciones» —por apremiantes que sean—, no pueden reducirse a un celoso activismo para erigir nuevas y sofisticadas estructuras. Lo más que puede esperarse de un trabajo semejante es una Iglesia «nuestra», hecha a nuestra medida, que puede incluso ser interesante, pero que, por sí sola, no es la Iglesia verdadera, aquella que nos sostiene con la fe y nos da la vida con el sacramento. Quiero decir que lo que nosotros podemos hacer es infinitamente inferior a Aquel que hace. Verdadera «reforma», por consiguiente, no significa entregarnos desenfrenadamente a levantar nuevas fachadas, sino (al contrario de lo que piensan ciertas eclesiologías) procurar que desaparezca, en la medida de lo posible, lo que es nuestro, para que aparezca mejor lo que es suyo, lo que es de Cristo. Es ésta una verdad que conocieron muy bien los santos: éstos, en efecto, reformaron en profundidad a la Iglesia no proyectando planes para nuevas estructuras, sino reformándose a sí mismos. Lo que necesita la Iglesia para responder en todo tiempo a las necesidades del hombre es santidad, no management».
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