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Capítulo IV.- Entre sacerdotes y obispos
Sacerdote: un hombre desazonado
Al estar en crisis el concepto mismo de Iglesia, ¿hasta qué punto y por qué están en crisis los «hombres de Iglesia»? Dejando para luego lo que se refiere a los obispos, que necesita un tratamiento específico, ¿dónde cree Ratzinger que se encuentran las raíces del desencanto de los clérigos que en pocos años ha vaciado seminarios, conventos y presbiterios? En una reciente intervención suya, no oficial, ha citado la tesis de un famoso teólogo según el cual «la crisis de la Iglesia actual sería ante todo una crisis de los sacerdotes y de las órdenes religiosas».
«Es una tesis muy dura —confirma—. Es un j'accuse bastante áspero, pero puede ser que capte una verdad. Bajo el choque del posconcilio, las grandes órdenes religiosas (precisamente las columnas tradicionales de la siempre necesaria reforma eclesial) han vacilado, han padecido graves hemorragias, han visto reducirse como nunca el ingreso de novicios, y aún hoy parecen estar sacudidas por una crisis de identidad».
Más aún, en su opinión «a menudo han sido las órdenes tradicionalmente más «cultas», más preparadas intelectualmente, las que han padecido la crisis más dura». Y ve una razón: «El que ha frecuentado y frecuenta una cierta teología contemporánea vive hasta el fondo sus consecuencias, y una de ellas es que el sacerdote, o el religioso, pierde casi por completo las certezas habituales».
A esta primera causa del «bandazo», el Prefecto añade otras: «La misma condición del sacerdote es muy singular y resulta extraña a la sociedad actual. Parece incomprensible una función, un papel, que no se basen en el consenso de la mayoría, sino en la representación de un Otro que hace partícipe de su autoridad a un hombre. En estas condiciones sobreviene una gran tentación de pasar de aquella sobrenatural «autoridad representativa», que caracteriza al sacerdocio católico, a un mucho más natural «servicio de coordinación del consenso», es decir, a una categoría comprensible por ser meramente humana y además a tono con la cultura actual».
Si le he entendido bien, en su opinión, se estaría ejerciendo sobre el sacerdote una presión cultural, para que pase de una misión «sagrada» a una misión «social», muy de acuerdo con los mecanismos «democráticos», de consenso desde la base, que caracterizan a la sociedad «laica, democrática y pluralista».
«Algo parecido —responde—. Una tentación de huir del misterio de la estructura jerárquica fundada sobre Cristo hacia una plausible organización humana».
Para aclarar mejor su punto de vista recurre a un ejemplo de gran actualidad, el sacramento de la reconciliación, la confesión: «Hay sacerdotes que tienden a transformarla casi exclusivamente en una «conversación», en una especie de autoanálisis terapéutico entre dos personas situadas a un mismo nivel. Esto parece mucho más humano, más personal, más adecuado al hombre de hoy. Pero este modo de confesarse corre el riesgo de tener muy poco que ver con la concepción católica del sacramento, en el que no cuentan tanto el servicio personal o la pericia del que está investido de este oficio. Sucede incluso que el sacerdote acepta conscientemente situarse en un segundo plano, dejando lugar a Cristo, que es el único que puede perdonar el pecado. Una vez más es necesario volver al concepto auténtico del sacramento, en el que hombres y misterio se encuentran. Hay que recuperar plenamente el sentido del escándalo, de que un hombre pueda decirle a otro: «Yo te absuelvo de tus pecados». En ese momento —como igualmente en la celebración de cualquier otro sacramento— el sacerdote no recibe su autoridad del consenso de los hombres, sino directamente de Cristo. El yo que dice «te absuelvo» no es el de una criatura, sino que es directamente el Yo del Señor».
Sin embargo, le digo, no parecen infundadas tantas críticas al «antiguo» modo de confesarse. Y me replica en seguida: «Me siento cada vez más molesto cuando oigo definir frívolamente como «esquemática», «exterior» o «anónima» la manera que ha sido común de acercarse al confesionario. Y me suena cada vez más amargo el autoelogio de algunos sacerdotes a sus «coloquios penitenciales», que, como ellos dicen, serán poco frecuentes, pero «como compensación son mucho más personales». Si nos detenemos a reflexionar, tras aquel «esquematismo» de algunas confesiones de antes se hallaba la seriedad del encuentro entre dos personas conscientes de encontrarse ante el misterio desconcertante del perdón de Cristo, que llega a través de las palabras y los gestos de un hombre pecador. Y esto sin olvidar que en tantos «coloquios» excesivamente analíticos es muy humano que se filtre una especie de complacencia, una autoabsolución que —en la profusión de explicaciones— puede que apenas deje espacio a la conciencia de pecado personal, del que siempre somos responsables, más allá de todos los atenuantes que sean del caso».
Un juicio realmente severo, observo. ¿No corre el riesgo de ser, tal vez, demasiado drástico?
«No pretendo negar la posibilidad de reformar con sentido las formas externas de la confesión. La historia nos enseña al respecto tal gama de variantes que sería absurdo canonizar hoy, para siempre, una forma única. Hay en la actualidad quienes se retraen del confesonario tradicional, mientras que el diálogo penitencial les abre de verdad. En modo alguno quiero yo desestimar la importancia de estas nuevas posibilidades y sus frutos para muchos. Pero no es esto lo principal. Lo decisivo está más allá y es a lo que voy a referirme».
Volviendo sobre lo que considera las raíces de la crisis del sacerdote, me habla de la «tensión continua de un hombre que, como le sucede hoy al sacerdote, está llamado a caminar en muchas ocasiones a contracorriente. Este hombre puede finalmente cansarse de oponerse con sus palabras, y más aún con su modo de vida, a la obviedad de tan razonables apariencias como las que caracterizan nuestra cultura. El sacerdote —a través del cual pasa el poder del Señor— ha tenido siempre la tentación de habituarse a esta grandeza y de convertirla en una rutina. Y en la actualidad podría sentir esta grandeza como un peso, y desear (aunque inconscientemente) librarse de ella, rebajando el Misterio hasta su propia estatura humana, en lugar de entregarse a él con humildad, pero con confianza, para dejarse elevar hasta su grandeza».
El problema de las Conferencias episcopales
De los «simples» sacerdotes pasamos a los obispos, es decir, a los que, por ser «sucesores de los apóstoles», poseen la «plenitud del sacerdocio», son «maestros auténticos de la doctrina cristiana», «gozan de autoridad propia, ordinaria, inmediata, sobre la Iglesia a ellos confiada», de la cual son «principio y fundamento de unidad», y que unidos en el colegio episcopal con su cabeza, el Romano Pontífice, «actúan en nombre de Cristo» para gobernar la Iglesia universal.
Todas las definiciones que acabamos de citar pertenecen a la doctrina católica sobre el episcopado y han sido reafirmadas en toda su fuerza por el Vaticano II.
El Concilio, recuerda el cardenal Ratzinger, «quería precisamente reforzar la misión y la responsabilidad del obispo, continuando y completando los trabajos del Vaticano I, interrumpido por la conquista de Roma, cuando sólo había llegado a tratar sobre el Papa. A este último, los Padres conciliares le habían reconocido la infalibilidad en el Magisterio, cuando, como Pastor y Doctor supremo, proclama que determinada enseñanza sobre la fe o las costumbres tiene que ser creída». Esta circunstancia influyó en un cierto desequilibrio en las exposiciones de algún teólogo que no subrayaba suficientemente que también el colegio episcopal goza de la misma «Infalibilidad de Magisterio», siempre que los obispos «conserven el vínculo de comunión entre sí y con el Sucesor de Pedro».
Así, pues, ¿ha quedado todo en su lugar con el Vaticano II?
«En los documentos, sí, pero no en la práctica, en la que se ha producido otro de los efectos paradójicos del posconcilio», me responde. Y lo explica a continuación: «El decidido impulso a 1a misión del obispo se ha visto atenuado, e incluso corre el riesgo de quedar sofocado, por la inserción de los obispos en Conferencias episcopales cada vez más organizadas, con estructuras burocráticas a menudo poco ágiles. No debemos olvidar que las Conferencias episcopales no tienen una base teológica, no forman parte de la estructura imprescindible de la Iglesia tal como la quiso Cristo; solamente tienen una función práctica concreta».
Agrega que esto es precisamente lo que reafirma el nuevo Código de Derecho Canónico al fijar los ámbitos de autoridad de las Conferencias, que «no pueden actuar en nombre de todos los obispos, a no ser que todos y cada uno hubieran dado su propio consentimiento» o que se trate de «materias ya establecidas por el derecho común o por un mandato especial de la Sede Apostólica» (can. 455 §§ 4 y 1). Así, pues, el colectivo no sustituye a la persona del obispo, el cual —como recuerda el Código, repitiendo la doctrina del Concilio— «es el auténtico doctor y maestro de la fe para los creyentes a él confiados» (cf. Can. 753). Y Ratzinger lo reafirma: «Ninguna Conferencia episcopal tiene, en cuanto tal, una misión de enseñanza; sus documentos no tienen un valor específico, sino el valor del consenso que les es atribuido por cada obispo».
¿Por qué tanta insistencia sobre este punto?
«Porque se trata de salvaguardar la naturaleza misma de la Iglesia católica, que está basada en una estructura episcopal, no en una especie de federación de iglesias nacionales. El nivel nacional no es una dimensión eclesial. Importa que quede muy claro que en cada diócesis no hay nada más que un pastor y maestro de la fe, en comunión con los demás pastores y maestros y con el Vicario de Cristo. La Iglesia católica se rige por el equilibrio entre la comunidad y la persona y en este caso entre la comunidad de las diversas iglesias locales unidas en la Iglesia universal y la personadel responsable de la diócesis».
Sucede —dice— que «una cierta disminución de sentido de responsabilidad individual en algún obispo, y la delegación de sus poderes inalienables de pastor y maestro en favor de las estructuras de la Conferencia local, corren el riesgo de hacer caer en el anonimato lo que, por el contrario, debe ser siempre muy personal. El grupo de los obispos unidos en las Conferencias depende, para sus decisiones, de otros grupos, de los expertos que elaboran los borradores previos. Sucede también que 1a búsqueda del punto de encuentro entre las diversa tendencias, y el correspondiente esfuerzo de mediación, con frecuencia dan lugar a documentos achatados, en los que las posiciones concretas quedan atenuadas».
Recuerda que en su país ya existía una Conferencia episcopal en la década de los treinta: «Pues bien, los documentos verdaderamente enérgicos contra el nazismo fueron los escritos individuales de algunos obispos intrépidos. En cambio, los de la Conferencia resultaron un tanto descoloridos, demasiado débiles para lo que exigía la tragedia».
«Volver al coraje personal»
Hay una ley sociológica muy clara que guía —se quiera o no— el trabajo de los grupos, «democráticos» sólo en apariencia. Y esta ley (ha observado alguno) se cumplió también en el Concilio en el que en una sesión-test,la segunda, desarrollada en 1963, hubo un promedio de asistencia de unos 2.135 obispos. De éstos, sólo intervinieron activamente, tomando la palabra, poco más de 200, es decir, el 10 por 100; el otro 90 por 100 no habló nunca y se limitó a escuchar y a votar.
«Por lo demás —dice—, es evidente que las verdades no se crean por votación. Una doctrina es verdadera o no es verdadera. La verdad no se crea, se halla. De esta regla básica no se aparta tampoco el procedimiento clásico de los concilios ecuménicos, no obstante una opinión contraria muy difundida. También en los concilios ecuménicos se aplica la ley de que sólo serán vinculantes los dictámenes aprobados con unanimidad moral, pero esto no significa que los resultados unánimes produzcan, por así decir, la verdad. La idea correctamente expresada es más bien que la unanimidad de tantos obispos, de orígenes tan distintos, de formaciones y temperamentos tan diversos, es signo de que no inventan, sino encuentran, lo que dictaminan. La unanimidad moral no tiene, en la idea clásica de concilio, el carácter de una votación, sino de un testimonio.
Una vez esclarecido esto, resulta superfluo razonar sobre por qué una Conferencia episcopal, que representa a un círculo mucho más limitado que el concilio, no pueda votar sobre la verdad. Aprovecho además ahora la ocasión para referirme a un estado de ánimos. Los sacerdotes católicos de mi generación hemos sido acostumbrados a evitar las contraposiciones entre nuestros hermanos, a buscar siempre un punto de acuerdo, a no significarnos mucho con posiciones excéntricas. De este modo, en muchas Conferencias episcopales, el espíritu de grupo, quizá la voluntad de vivir en paz, o incluso el conformismo, arrastran a la mayoría a aceptar las posiciones de minorías audaces decididas a ir en una dirección muy precisa».
Continúa: «Conozco obispos que confiesan en privado que si hubieran tenido que decidir ellos solos, lo hubieran hecho en forma distinta de como lo hicieron en la Conferencia. Al aceptar la ley del grupo se evitaron el malestar de pasar por «aguafiestas», por «atrasados» o por «poco abiertos». Resulta muy bonito decidir siempre conjuntamente. Sin embargo, de este modo se corre el riesgo de que se pierda el «escándalo» y la «locura» del Evangelio, aquella «sal» y aquella «levadura» que, hoy más que nunca, son indispensables para un cristiano ante la gravedad de la crisis, y más aún para un obispo, investido de responsabilidades muy concretas respecto de los fieles».
Parece que últimamente se aprecia una inversión de tendencia respecto a la primera fase del posconcilio. Por ejemplo, la asamblea plenaria de 1984 del episcopado de Francia (y se sabe que este país expresa frecuentemente tendencias interesantes para el resto de la catolicidad) se ha ocupado del tema del recentrage, de la «recentralización». Retorno al centro constituido por Roma; pero también retorno a aquel centro imprescindible que es la diócesis, la iglesia particular, su obispo.
Esta tendencia está apoyada —lo hemos oído— por la Congregación para la Doctrina de la Fe, y no sólo de un modo teórico. En marzo de 1984, el staff dirigente de la Congregación se desplazó a Bogotá para la reunión de las Comisiones doctrinales del episcopado iberoamericano. Desde Roma se insistió para que en el encuentro participaran los obispos en persona y no sus representantes «de modo que se subrayara —dice el Prefecto— la responsabilidad propia de cada obispo, que, según las mismas palabras del Código, «es el moderador de todo el ministerio de la Palabra, a quien corresponde anunciar el Evangelio en la iglesia que le ha sido confiada» (cf. Can. 756, § 2). Esta responsabilidad doctrinal no puede ser delegada. ¡Y, sin embargo, hay quienes consideran inaceptable incluso el que un obispo escriba personalmente sus pastorales!»
En un documento firmado por él, recordaba el cardenal Ratzinger a sus hermanos en el episcopado la exhortación severa y apasionada del apóstol Pablo: «Te conjuro delante de Dios y de Cristo Jesús, que ha de juzgar a vivos y muertos, por su aparición y por su reino: Predica la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, enseña, exhorta con toda longanimidad y doctrina». Y continúa la exhortación de Ratzinger siguiendo la misma cita del apóstol: «Vendrá un tiempo en que no sufrirán la sana doctrina; antes, deseosos de novedades, se amontonarán maestros conforme a sus pasiones, y apartarán los oídos de la verdad para volverlos a las fábulas. Pero tú vela en todo, soporta los trabajos, haz obra de evangelista, cumple tu ministerio» (2 Tim 4,1-5).
Un texto ciertamente inquietante, válido para cualquier época; pero que para el Prefecto parece tener particular resonancia en la nuestra. En todo caso, expresa la identidad del obispo según la Escritura, como reiteradamente la propone Ratzinger.
Maestros de la fe
¿Qué criterio —le pregunto— han mantenido en los años pasados y qué criterio mantienen ahora en Roma para seleccionar a los candidatos para la consagración episcopal? ¿Se basan todavía en las sugerencias de los Nuncios Apostólicos, o mejor, de los «Legados del Romano Pontífice» (según su título oficial) que la Santa Sede tiene en cada país?
«Sí —me dice—, esta tarea ha sido confirmada por el nuevo Código: Corresponde al Legado Pontificio, (... ) en lo que atañe al nombramiento de Obispos, transmitir o proponer a la Sede Apostólica los nombres de los candidatos, así como instruir el proceso informativo de los que han de ser promovidos» (can. 364, 4.º). Este sistema, como todas las cosas humanas, crea algunos problemas, pero no se sabe cómo podría sustituirse. Hay países que por sus enormes dimensiones no se prestan a que el Legado conozca directamente a todos los candidatos. Por esto puede ocurrir que no todos los episcopados resulten homogéneos.Entendámonos, no se pretende evidentemente una monótona armonía, que resultaría tediosa; es conveniente que existan algunos elementos diversos, pero es necesario que haya acuerdo sobre los puntos fundamentales. El problema está en que, en los años inmediatos al Concilio, durante algún tiempo, no se llegó a determinar claramente el perfil del candidato ideal».
¿Podría aclarar esto?
«En los primeros años después del Concilio —explica— parecía que el candidato al episcopado debía ser un sacerdote que ante todo estuviera «abierto al mundo». Este criterio estaba por lo menos en primera plana. Tras los sucesos del 68, y desde entonces progresivamente, al ir agravándose la crisis, se ha comprendido que aquella única característica no era suficiente. Se ha caído en la cuenta, incluso mediante amargas experiencias, que se necesitaban obispos «abiertos», pero al mismo tiempo capaces de oponerse al mundo y a sus tendencias negativas para sanearlas, para encauzarlas y para poner en guardia a los fieles. Así, pues, el criterio de selección se ha ido haciendo cada vez más realista; la «apertura» indiscriminada ha dejado de ser la respuesta o receta suficiente en una situación cultural que ya ha cambiado. Por lo demás, un cambio semejante se ha producido también en muchos obispos; éstos han experimentado amargamente en sus propias diócesis que los tiempos verdaderamente han cambiado respecto a aquéllos del optimismo un tanto acrítico del inmediato posconcilio».
El relevo generacional está en camino: a finales de 1984, ya casi la mitad del episcopado católico mundial (incluido Joseph Ratzinger) no había participado directamente en el Vaticano II. Por lo tanto, ya se puede decir que una nueva generación está al frente de la Iglesia.
A esta nueva generación el Prefecto no le aconsejaría que entrara a competir con los profesores de teología: «Como obispos —ha escrito recientemente— no tienen la misión de aportar nuevos instrumentos «científicos» a los ya numerosos elaborados por los especialistas». Maestros actualizados de la fe y pastores celosos del rebaño a ellos confiado, ciertamente que sí; pero «su servicio consiste en personificar la voz de la fe simple, con su simple y básica intuición que precede a la ciencia. Porque la fe resulta amenazada de muerte cada vez que la ciencia se erige a sí misma en norma absoluta». Por lo tanto, en este sentido, «los obispos cumplen una función democrática, una función democrática genuina, que no se funda desde luego en la estadística, sino en el don común del bautismo» [3]
Roma, a pesar de todo
Durante una de las pausas de nuestra conversación le hice una pregunta medio en broma, en parte para aliviar la tensión que sentíamos ambos, él, por su esfuerzo en hacerse entender, y yo por mi deseo de comprenderle. En realidad creo que su respuesta ayuda a comprender mejor su idea sobre la Iglesia, fundada no sobre gestores, sino sobre hombres de fe; no sobre computadoras, sino sobre la caridad, la paciencia y la sabiduría.
Mi pregunta fue la siguiente: puesto que ha sido arzobispo en Munich y cardenal Prefecto en Roma, y por lo tanto puede establecer una comparación, ¿habría preferido una Iglesia con centro no en Italia, sino en Alemania?
«¡Qué problema! —contestó riéndose—. Tendríamos una Iglesia demasiado organizada. Imagínese que solamente en mi arzobispado había 400 funcionarios y empleados, todos bien retribuidos. Ahora bien, sabemos que cada oficio tiene que justificar su propia existencia produciendo documentos, planificando nuevas estructuras, organizando asambleas. Sin duda, todos tienen la mejor intención. Pero con harta frecuencia ocurría que, con tantas «ayudas», los párrocos se sentían más cargados que aliviados».
Entonces, a pesar de todo, ¿es preferible Roma antes que las rígidas estructuras y la hiperorganización, que fascinan a los hombres del Norte?
«Sí, es preferible el espíritu italiano, que, al no organizar demasiado, deja espacio para los individuos, para las iniciativas, para las ideas originales que, como decía a propósito de las estructuras de algunas Conferencias episcopales, son indispensables para la Iglesia. Todos los santos fueron hombres de imaginación, no funcionarios del aparato; fueron personajes que parecían quizás hasta «extravagantes», aunque profundamente obedientes, y al mismo tiempo hombres de gran originalidad e independencia personal. Y la Iglesia —no me canso de repetirlo— tiene más necesidad de santos que de funcionarios. Me agrada también ese sentido humano de los latinos que deja siempre espacio para la persona concreta, aunque dentro de la necesaria urdimbre de leyes y códigos. La ley está en función del hombre, y no el hombre en función de la ley; la estructura tiene sus exigencias, pero éstas no deben sofocar a la persona».
La Curia romana, le digo, con la fama que se le atribuye desde siempre, desde comienzos del medievo, pasando por los tiempos de Lutero, hasta nuestros días...
Me interrumpe: «También yo, cuando estaba en Alemania, miraba a menudo con escepticismo, quizás hasta con desconfianza e impaciencia, a la Burocracia romana. Al llegar aquí me he dado cuenta de que esta Curia es muy superior a su fama. En su gran mayoría está compuesta por personas que trabajan en ella por auténtico espíritu servicio. Y no puede ser de otra manera, dada la modestia de las retribuciones, que en Alemania serían consideradas rayanas en la pobreza; y que el trabajo de la mayoría resulta muy poco gratificante, desarrollado entre bastidores, de un modo anónimo, preparando documentos o intervenciones que serán atribuidos a otros, al vértice de la estructura».
Las acusaciones de lentitud, las proverbiales demoras en las decisiones...
Dice: «Esto sucede en parte porque la Santa Sede que según algunos nada en la abundancia, en realidad no puede sostener los costes de un personal más numeroso. Muchos que creen que el antiguo «Santo Oficio» tiene una estructura imponente, no se imaginan que la sección doctrinal (la más importante, y la más combatida por las críticas, entre las cuatro secciones de las que se compone la Congregación) sólo consta de diez personas, incluido el propio Prefecto. En toda la Congregación no estamos más de treinta personas. ¡Demasiado pocos para organizar ese golpe teológico que algunos sospechan! En todo caso, muy pocos —bromas aparte— para seguir, al ritmo necesario, todo cuanto sucede en la Iglesia. Y no digamos para realizar la misión de «promoción de la sana doctrina» que la reforma sitúa como nuestra primera tarea».
Entonces, ¿cómo se las arreglan?
«Animando la formación de «comisiones para la fe» en cada diócesis o Conferencia episcopal. Ciertamente que por nuestro estatuto tenemos el derecho de intervenir en cualquier parte de la Iglesia universal. Pero cuando se producen hechos o teorías que suscitan perplejidad, animamos ante todo a los obispos o a los superiores religiosos a establecer un diálogo con el autor, si es que todavía no lo han hecho. Sólo en el caso de que no se logren esclarecer las cosas de este modo (o si el problema supera los límites locales asumiendo dimensiones internacionales, o si es la misma autoridad local la que desea la intervención de Roma), sólo entonces entramos en diálogo crítico con el autor. Ante todo le expresamos nuestra opinión, elaborada tras un análisis de sus obras, con la intervención de diversos expertos. El autor, por su parte, tiene la posibilidad de corregirnos y de comunicarnos si hemos interpretado mal su pensamiento en algún punto. Después de un intercambio de correspondencia (y a veces tras una serie de conversaciones) le respondemos dándole una valoración definitiva, y proponiéndole que exponga todas las aclaraciones surgidas del diálogo en un artículo apropiado».
Un procedimiento, pues, que por sí mismo exige largo tiempo. Pero la falta de personal y los ritmos «romanos», ¿no alargan todavía más este tiempo, cuando sería necesaria una decisión oportuna, muchas veces por el propio interés del que está bajo «sospecha» y que no puede quedar demasiado tiempo en suspenso?
«Es verdad —admite—. Pero permítame decir que la proverbial lentitud vaticana no tiene solamente aspectos negativos. Es otra de las cosas que sólo he podido comprender bien al estar en Roma: saber diferir (soprassedere, como decís los italianos) puede ser positivo, puede dejar tiempo a que se decante la situación, a que madure y a que se aclare. Se cumple aquí la vieja cordura latina: las reacciones demasiado rápidas no siempre son deseables; una no excesiva rapidez de reflejos termina a veces respetando mejor a las personas».
Notas
[3] Theologische Prinzipienlehre p. 348.
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