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Capítulo V.- Señales de peligro

«Una teología individualista»

De la crisis de la fe en la Iglesia como misterio, donde el Evangelio vive, confiado a una jerarquía querida por el mismo Cristo, el cardenal ve descender, como lógica consecuencia, la crisis de confianza en el dogma propuesto por el Magisterio:

«Gran parte de la teología parece haber olvidado que el sujeto que hace teología no es el estudioso individual, sino la comunidad católica en su conjunto, la Iglesia entera. De este olvido del trabajo teológico como servicio eclesial se sigue un pluralismo teológico que en realidad es, con frecuencia, puro subjetivismo, individualismo que tiene poco que ver con las bases de la tradición común. Parece que ahora el teólogo quiere ser a toda costa «creativo»; pero su verdadero cometido es profundizar, ayudar a comprender y a anunciar el depósito común de la fe, no «crear». De otro modo, la fe se desintegra en una serie de escuelas y corrientes a menudo contrapuestas, con grave daño para el desconcertado pueblo de Dios. En estos años, la teología se ha dedicado enérgicamente a armonizar la fe con los signos de los tiempos, a fin de descubrir nuevos caminos para la transmisión del cristianismo. Muchos, sin embargo, han llegado a convencerse de que estos esfuerzos han contribuido frecuentemente más a agravar la crisis que a resolverla. Sería injusta generalizar esta afirmación, pero sería también falso negarla pura y simplemente».

Dice, continuando su diagnóstico: «En esta visión subjetiva de la teología, el dogma es considerado con frecuencia como una jaula intolerable, un atentado a la libertad del investigador. Se ha perdido de vista el hecho de que la definición dogmática es un servicio a la verdad, un don ofrecido a los creyentes por la autoridad querida por Dios. Los dogmas —ha dicho alguien— no son murallas que nos impiden ver, sino, muy al contrario, ventanas abiertas al infinito».

Una catequesis hecha añicos

Las confusiones que el Prefecto descubre en la teología se traducen, según él, en graves consecuencias para la catequesis.

Dice: «Puesto que la teología ya no parece capaz de transmitir un modelo común de la fe, también la catequesis se halla expuesta a la desintegración, a experimentos que cambian continuamente., Algunos catecismos y muchos catequistas ya no enseñan la fe católica en la armonía de su conjunto —gracias a la cual toda verdad presupone y explica las otras—, sino que buscan hacer humanamente «interesantes» (según las orientaciones culturales del momento) algunos elementos del patrimonio cristiano. Algunos pasajes bíblicos son puestos de relieve, porque se les considera «más cercanos a la sensibilidad contemporánea»; otros, por el motivo contrario, son dejados de lado. Consecuencia: no una catequesis comprendida como formación global en la fe, sino reflexiones y ensayos en torno a experiencias antropológicas parciales, subjetivas».

A principios de 1983, Ratzinger pronunció en Francia una conferencia (que levantó una verdadera polvareda) precisamente sobre la «nueva catequesis». En aquella ocasión, con su acostumbrada franqueza, dijo entre otras cosas: «El primer error grave fue suprimir el catecismo, declarándolo «superado»; a lo largo de estos años, ha sido ésta una decisión universal en la Iglesia, pero esto no quita que haya sido una decisión errónea o, al menos, apresurada»[4]

Ahora insiste: «Es necesario tener presente que, desde los primeros tiempos del cristianismo, aparece un «núcleo» permanente e irrenunciable de la catequesis, es decir, de la formación en la fe. Es el núcleo que utiliza tanto el catecismo de Lutero como el catecismo romano de Trento. En una palabra: toda la exposición sobre la fe se halla organizada en torno a cuatro elementos fundamentales: el Credo, el Pater Noster, el Decálogo, los Sacramentos. Esta es la base de la vida del cristiano, la síntesis del Magisterio de la Iglesia, fundado en la Escritura y en la Tradición. El cristiano encuentra aquí lo que debe creer (el Símbolo o Credo), esperar (el Pater Noster), hacer (el Decálogo) y el espacio vital en que todo esto debe cumplirse (los Sacramentos). Esta estructura fundamental ha sido abandonada en demasiadas catequesis actuales, con el resultado que comprobamos: la disgregación del sensus fidei en las nuevas generaciones, a menudo incapaces de una visión de conjunto de su religión».

En las conferencias dadas en Francia contó que, en Alemania, una señora le dijo que «un hijo suyo, alumno de enseñanza primaria, estaba aprendiendo la «cristología de los Lojia.», pero que todavía no había oído palabra de los siete sacramentos o de los artículos del Credo».

Quiebra del vínculo entre Iglesia y Escritura

La crisis de confianza en el dogma de la Iglesia trae consigo, según Ratzinger, la actual crisis de confianza en la moral propuesta por la Iglesia misma. Pero como el tema de la ética es, a su juicio, de tal importancia que exige un desarrollo atentamente articulado, nos referiremos a él más adelante.

Aquí damos cuenta de lo que se dijo a propósito de otro eslabón de la cadena: la crisis de confianza en la Escritura tal como la interpreta la Iglesia.

Dice: «El vínculo entre Biblia e Iglesia se ha hecho pedazos. Esta separación se inició en el ámbito protestante, en los tiempos de la Ilustración dieciochesca, y recientemente se ha difundido también entre los investigadores católicos. La interpretación histórico-crítica de la Escritura ha hecho de esta última una realidad independiente de la Iglesia. Ya no se lee la Biblia a partir de la Tradición de la Iglesia y con la Iglesia, sino de acuerdo con el último método que se presente como «científico». Esta independencia ha llegado a ser, en algunos, abierta contraposición; hasta tal punto que, a los ojos de muchos, la fe tradicional de la Iglesia no halla ya justificación en la exégesis crítica, sino que se considera únicamente como un obstáculo para una comprensión auténtica, «moderna», del cristianismo».

Es ésta una situación sobre la cual volverá más adelante (señalando las raíces de la misma), en el texto que ofrecemos a propósito de ciertas «teologías de la liberación».

Anticipamos aquí su convicción de que «la separación entre Iglesia y Escritura tiende a vaciar a ambas desde el interior. En efecto: una Iglesia sin fundamento bíblico creíble se convierte en un producto histórico casual, en una organización como tantas otras, aquel marco organizativo humano de que hablábamos. Igualmente, la Biblia sin la Iglesia no es ya Palabra eficaz de Dios, sino un conjunto de múltiples fuentes históricas, una colección de libros heterogéneos, de los cuales se intenta extraer, a la luz de la actualidad, lo que se considera útil. Una exégesis que ya no vive ni lee la Biblia en el cuerpo viviente de la Iglesia se convierte en arqueología: los muertos entierran a sus muertos. En todo caso, según esta manera de pensar, la última palabra sobre la Palabra de Dios ya no corresponde a los legítimos pastores, al Magisterio, sino al experto, al profesor, con sus estudios siempre provisionales y cambiantes».

Según él, «es ya hora de que se vean los límites de un método que es válido en sí, pero que resulta infructuoso cuando se proclama absoluto. Cuanto más se aleja uno de la mera comprobación de los hechos pasados y se aspira a una comprensión actual de los mismos, tanto más afluyen también ideas filosóficas, que sólo en apariencia son productos de una investigación científica del texto. Los experimentos pueden llegar a un extremo tan absurdo como la «interpretación materialista de la Biblia». Gracias a Dios, se ha entablado ya entre los exegetas un intenso diálogo sobre los límites del método histórico-crítico y se han puesto en marcha otros métodos hermenéuticos modernos».

«Por obra de la investigación histórico-crítica —continúa—, la Escritura ha llegado a ser un libro abierto, pero también un libro cerrado. Un libro abierto: gracias al trabajo de la exégesis, percibimos la palabra de la Biblia de un modo nuevo, en su originalidad histórica, en la variedad de una historia que evoluciona y crece, grávida de aquellas tensiones y de aquellos contrastes que constituyen al mismo tiempo su insospechada riqueza. Pero, de esa manera, la Escritura se ha convertido también en un libro cerrado: se ha transformado en objeto de los expertos; los laicos, incluso los especialistas en teología que no sean exegetas, ya no pueden arriesgarse a hablar de ella. Casi parece sustraerse a la lectura y reflexión del creyente, puesto que lo que de ellos resultase sería tachado sin más como «cosa de diletantes». La ciencia de los especialistas levanta una valla en torno al jardín de la Escritura, que se ha hecho así inaccesible a los no expertos».

¿Quiere esto decir, pregunto, que un católico que quiera estar al día puede entregarse a la lectura de su Biblia sin preocuparse demasiado de complejas cuestiones exegéticas?

«Ciertamente —responde—. Todo católico debe tener el valor de creer que su fe (en comunión con la fe de la Iglesia) supera todo «nuevo magisterio» de los expertos, de los intelectuales. Las hipótesis de estos investigadores pueden ser útiles para conocer la génesis de los libros de la Escritura, pero es un prejuicio de raigambre evolucionista pensar que sólo se comprende el texto estudiando cómo se ha desarrollado y creado. La regla de fe, hoy como ayer, no se halla constituida por los descubrimientos (sean éstos verdaderos o meramente hipotéticos) sobre las fuentes y sobre los estratos bíblicos, sino por la Biblia tal como es,tal como se ha leído en la Iglesia, desde los Padres hasta el día de hoy. Es la fidelidad a esta lectura de la Biblia la que nos ha dado a los santos, que han sido con frecuencia personas de escasa cultura; en cualquier caso, ajenos siempre a las complejidades exegéticas. Y, sin embargo, han sido ellos los que mejor la han comprendido».

«El Hijo reducido, el Padre olvidado»

Es para él evidente que de esta serie de crisis se deriva una crisis que ataca los fundamentos mismos: la fe en Dios trino, en las personas divinas. En otro lugar tratamos el tema «Espíritu Santo». Aquí referimos lo que el cardenal dijo a propósito de Dios Padre y del Hijo, Jesucristo.

Dice: «Temiendo —sin asomo de razón, naturalmente— que la atención que se preste al Padre creador pueda oscurecer al Hijo, cierta teología tiende hoy a resolverse en mera cristología. Pero se trata de una cristología a menudo sospechosa, en la que se subraya de modo unilateral la naturaleza humana de Jesús, oscureciendo, callando o expresando de manera insuficiente la naturaleza divina que convive en la misma persona de Cristo. Se diría que estamos ante un retorno vigoroso de la antigua herejía arriana. Es difícil, naturalmente, encontrar un teólogo «católico» que afirme negar la antigua fórmula que confiesa a Jesús como «Hijo de Dios». Todos dirán que la aceptan, añadiendo, sin embargo, «en qué sentido» debería ser entendida, a su juicio, aquella fórmula. Y es aquí donde se introducen distinciones que a menudo conducen a reducciones de la fe en Cristo como Dios. Como antes he dicho, desvinculado de una eclesiología sobrenatural, no meramente sociológica, la cristología tiende por si misma a perder la dimensión de lo divino, tiende a resolverse en el «proyecto-Jesús», es decir, en un proyecto de salvación meramente histórico, humano».

«En cuanto al Padre como primera persona de la Trinidad —continúa—, la crisis que se manifiesta en cierta teología resulta explicable en una sociedad que, después de Freud, desconfía de todo padre y de todo paternalismo. La idea del Padre creador se oscurece también porque no se acepta a un Dios al cual debe dirigirse el hombre de rodillas; se prefiere hablar sólo de partnership, de relación de amistad, casi entre iguales, de hombre a hombre, con el hombre Jesús. Se tiende asimismo a dejar de lado el problema de Dios creador porque se temen (y se querrían evitar) los problemas que suscita la relación entre fe en la creación y ciencias naturales, comenzando por las perspectivas abiertas por el evolucionismo. Así, corren nuevos textos para la catequesis que parten no de Adán, del principio del libro del Génesis, sino de la vocación de Abraham. Es decir, se hace hincapié únicamente en la historia, evitando toda confrontación con el ser. Ahora bien, si Dios se reduce a Cristo solo —al hombre Jesús—, Dios ya no es Dios. Y, en efecto, todo induce a pensar que cierta teología no cree ya en un Dios que puede entrar en la profundidad de la materia; hay como un retorno de la indiferencia, cuando no del horror, de la gnosis hacia la materia. De aquí las dudas sobre los aspectos «materiales» de la revelación, como la presencia real de Cristo en la eucaristía, la virginidad de María, la resurrección concreta y real de Jesús, la resurrección de los cuerpos prometida a todos al final de la historia. No es mera casualidad que el Símbolo apostólico comience confesando: «Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra». Esta fe primordial en un Dios creador (un Dios que sea verdaderamente Dios) constituye como la clave de bóveda de todas las otras verdades cristianas. Si se vacila aquí, el edificio entero se derrumba».

Dar su lugar al pecado original

Volviendo a la cristología, hay quien dice que sus dificultades provienen también del olvido, si no de la negación, de aquella realidad que la teología ha llamado «pecado original». Se añade que, en este punto, algunos teólogos se habrían ajustado al esquema de una ilustración a lo Rousseau, asumiendo el dogma que se encuentra en la base de la cultura moderna, sea ésta capitalista o marxista: el hombre bueno por naturaleza, corrompido sólo por una educación equivocada y por estructuras sociales necesitadas de reforma. Actuando sobre el «sistema», las aguas volverían a su cauce y el hombre podría entonces vivir en paz consigo mismo y con sus semejantes.

Responde: «Si la Providencia me libera un día de mis actuales responsabilidades, quisiera dedicarme precisamente a escribir sobre el «pecado original» y sobre la necesidad de descubrir su realidad auténtica. En efecto, si no se comprende que el hombre se halla en un estado de alienación que no es sólo económica y social (una alienación, por lo tanto, de la que no puede liberarse con sus propias fuerzas), no se alcanza a comprender la necesidad de Cristo redentor. Toda la estructura de la fe se encuentra así amenazada. La incapacidad de comprender y de presentar el «pecado original» es ciertamente uno de los problemas más graves de la teología y de la pastoral actuales».

Según Ratzinger —lo veremos ampliamente—, el concepto clave de tantas teologías de hoy es el de «liberación», que parece haber sustituido el tradicional de «redención». Algunos han visto en este cambio un efecto también de la crisis del concepto de «pecado» en general y de «pecado original» en particular. Se observa que el término «redención» exige directamente una misteriosa «caída», una situación objetiva de pecado de la que sólo la fuerza omnipotente de Dios puede redimir; esta vinculación sería menos directa en el concepto de «liberación», tal como habitualmente se entiende.

Me pregunto si no se trata también de un problema de lenguaje. ¿Le parece todavía adecuada la antigua expresión, de origen patrístico, «pecado original»?

«Modificar el lenguaje religioso resulta siempre muy arriesgado. La continuidad tiene aquí una gran importancia. Yo no veo que puedan modificarse las expresiones centrales de la fe que provienen de las grandes palabras de la Escritura: por ejemplo, «Hijo de Dios», «Espíritu Santo», «Virginidad» y «Maternidad divina» de María. En cambio, admito que puedan mortificarse expresiones como «pecado original» que, en cuanto a su contenido, tienen también un origen directamente bíblico, pero que, a nivel de expresión, manifiestan ya un estadio de reflexión teológico. En todo caso, es necesario proceder con mucha cautela: las palabras no son insignificantes, sino que se hallan estrechamente vinculadas a la significación. Como quiera que sea, creo que las dificultades teológicas y pastorales que plantea el «pecado original» no son ciertamente sólo semánticas, sino de naturaleza más profunda».

¿Y qué significa esto en concreto? «En una hipótesis evolucionista del mundo (aquella a la que corresponde, en teología, un cierto «teilhardismo») no tiene sentido, evidentemente, hablar de «pecado original». Este, en el más extremo de los casos, no pasa de ser una expresión simbólica, mítica, para indicar las carencias naturales de una criatura como el hombre, que, desde unos orígenes imperfectísimos, avanza hacia la perfección, hacia su realización completa. Ahora bien, aceptar esta visión significa alterar radicalmente la estructura del cristianismo: Cristo se transfiere del pasado al futuro; redención significa simplemente caminar hacia el porvenir como necesaria evolución hacia lo mejor. El hombre no es más que un producto que todavía no ha sido perfeccionado del todo por el tiempo; no ha tenido lugar redención alguna porque no había pecado que reparar, sino tan sólo una carencia que, repito, es natural. Estas dificultades, sin embargo, no nos descubren todavía la raíz de la crisis actual del «pecado original». Esta crisis no es más que un síntoma de nuestra dificultad profunda para aprehender la realidad del hombre, del mundo y de Dios. Sin lugar a dudas, no bastan aquí las discusiones con las ciencias naturales, aunque este tipo de confrontación resulta siempre necesaria. Debemos ser conscientes que nos las tenemos que ver también con prejuicios y predecisiones de carácter filosófico».

En todo caso, observo, se trata de dificultades justificadas, teniendo en cuenta el aspecto verdaderamente «misterioso» del «pecado original», o como quiera que se le llame.

Dice. «Esta verdad cristiana tiene un aspecto misterioso y un aspecto evidente. La evidencia: una visión lúcida, realista del hombre y de la historia no puede dejar de descubrir la alienación, no puede ocultarse el hecho de que existe una ruptura de las relaciones: del hombre consigo mismo, con los otros, con Dios. Ahora bien, puesto que el hombre es por excelencia el ser-en-relación, una ruptura semejante llega hasta las raíces, repercute en todo. El misterio: si no somos capaces de penetrar hasta el fondo la realidad y las consecuencias del pecado original, ello se debe precisamente a que tal pecado existe; porque la nuestra es una ofuscación de carácter ontológico, desequilibra, confunde en nosotros la lógica de la naturaleza, nos impide comprender cómo una culpa que tuvo lugar al principio de la historia pueda traer consigo una situación de pecado común».

Adán, Eva, el Edén, la manzana, la serpiente... ¿Qué debemos pensar de todo ello? «La narración de la Sagrada Escritura sobre los orígenes no habla en términos de historiografía moderna, sino que habla a través de imágenes. Es una narración que revela y esconde al mismo tiempo. Pero los elementos fundamentales son razonables y la realidad del dogma queda, en todo caso, salvaguardada. El cristiano no haría lo que debe por sus hermanos si no les anunciase al Cristo que nos redime ante todo del pecado; si no anunciase la realidad de la alienación (la «caída») y, a la vez, la realidad de la gracia que nos redime y libera; si no anunciase que para reconstruir nuestra esencia originaria tenemos necesidad de una ayuda exterior a nosotros mismos; si no anunciase que la insistencia sobre la autorrealización, sobre autorredención, no conduce a la salvación, sino a la destrucción; si no anunciase, en fin, que para ser salvos es necesario abandonarse al Amor».

Notas

[4] Transmission de la foi et sources de la foi: La Documentation Chatolique (6 de marzo de 1983) p. 261.

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