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Capítulo VII.- Las mujeres: una mujer
Un sacerdocio en cuestión
Según el cardenal, la reflexión sobre la crisis de la moral se halla estrechamente vinculada al tema (hoy actualísimo en la Iglesia) de la mujer y su misión.
El documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe que ratificaba el «no» católico (compartido por todas las Iglesias de la ortodoxia oriental y, hasta tiempos muy recientes, por los anglicanos) al sacerdocio de la mujer, lleva al pie la firma del predecesor del cardenal Ratzinger. Este, sin embargo, contribuyó a su elaboración, y, a una pregunta mía concreta, lo define como «muy bien preparado, aunque, como todos los documentos oficiales, presenta una cierta sequedad y va directamente a las conclusiones sin poder dar razón, con la amplitud que sería necesaria, de todos los pasos que a ellas conducen».
A este documento remite el Prefecto para examinar de nuevo una cuestión a su juicio, ha sido con frecuencia mal planteada.
Hablando del tema de la mujer en general (y de su proyección en la Iglesia, en particular entre las religiosas) me parece advertir en él una singular amargura: «Es la mujer la que más duramente paga las consecuencias de la confusión, de la superficialidad de una cultura que es fruto de mentes masculinas, de ideologías machistas que engañan a la mujer y la desquician en lo más profundo, diciendo que en realidad quieren liberarla».
Dice a este propósito: «A primera vista, las instancias del feminismo radical a favor de una total equiparación entre el hombre y la mujer parecen nobilísimas y, en todo caso, absolutamente razonables. Y parece lógico que esta defensa del derecho de la mujer a ingresar en todas las profesiones, sin excluir ninguna, se transforme en el interior de la Iglesia en una exigencia de acceso también al sacerdocio. Esta exigencia de la ordenación, esta posibilidad de contar con sacerdotisas católicas parece a muchos no sólo justificada, sino también inocua: una simple e indispensable adecuación de la Iglesia a una situación social nueva con la que hay que contar».
Y entonces, pregunto, ¿por qué obstinarse en el rechazo?
«En realidad —responde— este tipo de «emancipación» de la mujer no es una novedad. Se olvida que en el mundo antiguo todas las religiones tenían también sacerdotisas. Todas, excepto una: la religión judía. El cristianismo, siguiendo también en esto el ejemplo «escandalosamente» original de Jesús, abre a las mujeres una nueva situación, y les ofrece un lugar que representa una verdadera novedad con relación al judaísmo. Pero de éste conserva el sacerdocio sólo masculino. Evidentemente, la intuición cristiana ha comprendido que no se trataba de una cuestión secundaria, y que defender la Escritura (la cual no conoce mujeres-sacerdotes ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento) significaba una vez más defender a la persona humana. Comenzando, claro está, por la persona de sexo femenino».
Contra la «trivialización» de la sexualidad
La cosa, observo, no está del todo clara: queda por ver de qué modo la Biblia y la Tradición, que la ha interpretado, entienden «proteger» a la mujer excluyéndola del sacerdocio.
«Ciertamente —admite—. Pero entonces es preciso ir al fondo de la pretensión, que el feminismo radical recibe de la cultura ambiente, de «trivializar» el carácter específico de la sexualidad, haciendo intercambiable todo tipo de función entre hombre y mujer. Al hablar de la crisis de la moral tradicional, hacía hincapié en que en la raíz de la crisis hay una serie de fatales rupturas: la ruptura, por ejemplo, entre sexualidad y procreación. Despojado el vínculo que le une a la fecundidad, el sexo ya no aparece como una característica determinada, como una orientación radical y originaria de la persona. ¿Hombre? ¿Mujer? Para algunos se trata de preguntas ya «superadas», carentes de sentido, si no racistas. La respuesta del conformismo corriente es previsible: «poco importa ser hombre o mujer; todos somos simplemente personas humanas». Esto, en realidad, no deja de ser grave, por muy bello y generoso que parezca: significa que la sexualidad no se considera ya como enraizada en la antropología; significa que el sexo se mira como una simple función que puede intercambiarse a voluntad».
¿Y entonces?
«Entonces se deduce, con lógica coherencia, que todo el ser y el obrar de la persona humana se reducen a pura funcionalidad, a simple cumplimiento de un papel: por ejemplo, el papel de «consumidor» o el papel de «trabajador», según los regímenes. En todo caso, se trata de algo que no se relaciona directamente con la diversidad sexual. No es casualidad que, entre las campañas de «liberación» que se han llevado a cabo en estos años, se haya planteado la lucha por sacudiese la «esclavitud de la naturaleza», reivindicando el derecho de ser hombre o mujer según el capricho de cada uno, por ejemplo por vía quirúrgica, y exigiendo que el Estado haga constar en el registro civil esta voluntad autónoma del individuo. Y no es tampoco casualidad que las leyes se hayan adecuado con toda presteza a semejante reivindicación. Si todo se reduce a cumplir un «papel» y se ignora el específico carácter natural inscrito en lo profundo del ser, también la maternidad es una simple función casual: y, de hecho, ciertas reivindicaciones feministas consideran «injusto» que sea sólo la mujer la que tenga que parir y amamantar. Y la ciencia —no sólo la ley— tiende una mano: transformando un hombre en mujer y viceversa, como ya se ha visto; o separando la fecundidad de la sexualidad, con la finalidad de hacer procrear a capricho por medio de manipulaciones técnicas. ¿No somos acaso todos iguales? Entonces, si es necesario, se combate también contra la «desigualdad» de la naturaleza. Pero la naturaleza no se violenta, sin sufrir por ello las más devastadoras consecuencias. La sacrosanta igualdad entre hombre y mujer no excluye, sino que exige la diversidad».
En defensa de la naturaleza
De este planteamiento general pasamos a lo que más nos interesa. ¿Qué ocurre cuando estas orientaciones penetran en la dimensión religiosa, cristiana?
«Ocurre que la posibilidad de intercambio entre los sexos, considerados como simples «funciones» determinadas más por la historia que por la naturaleza, es decir, la trivialización de lo masculino y de lo femenino, se extiende a la idea misma de Dios y desde allí se proyecta sobre toda la realidad religiosa».
Y, sin embargo, parece que un católico puede sostener (un Papa lo ha recordado recientemente) que Dios está más allá de las categorías de su creación; es decir, que es Madre tanto como Padre.
«En efecto —responde—. Esto es perfectamente admisible si nos situamos en un punto de vista puramente filosófico, abstracto. Pero el cristianismo no es una especulación filosófica ni una construcción de nuestra mente. El cristianismo no es «nuestro»; es una revelación, un mensaje que nos ha sido confiado y que no podemos reconstruir a nuestro antojo. No estamos autorizados a transformar el Padre nuestro en una Madre nuestra: el simbolismo utilizado por Jesús es irreversible; se funda sobre la misma relación hombre-Dios que El ha venido a revelarnos. Con mayor razón, no nos es lícito sustituir a Cristo por otra figura. Pero lo que el feminismo radical —incluso aquel que se dice cristiano— no está dispuesto a aceptar es justamente esto: el carácter ejemplar, universal e inmodificable de la relación entre Cristo y el Padre».
Si son éstas las posiciones en litigio, observo, el diálogo parece imposible.
«Estoy convencido —dice— de que aquello hacia lo que apunta el feminismo en su forma radical no es ya el cristianismo que conocemos; es una religión distinta. Pero también estoy convencido (comenzamos a comprender las razones profundas de la posición bíblica) de que la Iglesia católica y las Iglesias orientales, al defender su fe y su concepto del sacerdocio, defienden en realidad tanto a los hombres como a las mujeres en su totalidad, en su irreversible distinción de sexos; por consiguiente, en su condición de seres irreducibles a simple función o papel que se desempeña».
«Por lo demás —continúa—, tiene también aquí plena validez lo que no me canso de repetir: para la Iglesia, el lenguaje de la naturaleza (en nuestro caso, dos sexos complementarios entre sí y a un tiempo netamente distintos) es también el lenguaje de la moral (hombre y mujer llamados a destinos igualmente nobles y eternos, pero no por ello menos diversos). En nombre de la naturaleza —a diferencia de la tradición protestante y, a su zaga, de la Ilustración, que desconfían de este concepto—, la Iglesia levanta la voz contra la tentación de preconstituir a la persona y su destino según meros proyectos humanos, de despojarla de su individualidad, y con ésta, de su dignidad. Respetar la biología es respetar al mismo Dios; es proteger a sus criaturas».
El feminismo radical, fruto también, según Ratzinger, «del Occidente opulento y de su establishment intelectual, anuncia una liberación, es decir, una salvación distinta, si no opuesta, a la cristiana». Y advierte: «Es deber de los hombres y sobre todo de las mujeres que experimentan los frutos de esta presunta salvación postcristiana interrogarse con realismo si ésta significa verdaderamente un aumento de felicidad, un mayor equilibrio y una síntesis vital más rica que la que se abandona, creyéndola ya superada».
Según esto, digo, a su juicio, las apariencias engañan: más que beneficiarias, las mujeres serían víctimas de la «revolución actual.
«Sí —repite—; es la mujer la que más paga. Maternidad y virginidad (los dos altísimos valores en los que la mujer realizaba su vocación más profunda) han venido a ser valores opuestos a los dominantes. Pero la mujer, creadora por excelencia al dar la vida, no «produce» en sentido técnico, que es el único sentido que se tiene en cuenta en una sociedad entregada al culto de la eficacia, Y. por ello, más dominada que nunca por el hombre. Se convence a la mujer de que se la quiere «liberar» y «emancipar», induciéndole a masculinizarse y haciéndola así homogénea a la cultura de la producción, sometiéndola al control de la sociedad masculina de los técnicos, de los vendedores y de los políticos que buscan beneficio y poder, y todo lo organizan, todo lo venden y todo lo instrumentalizan para sus fines. Al afirmar que la diferencia sexual es en realidad secundaria (y, por lo tanto, negando el cuerpo mismo como encarnación del espíritu en un ser sexuado), se despoja a la mujer no sólo de la maternidad, sino también de la libre elección de la virginidad; y, sin embargo, así como el hombre no puede procrear, así tampoco puede ser virgen si no es «imitando» a la mujer. Ésta, también por este camino, tenía el valor altísimo de «signo» y de «ejemplo» para la otra parte de la humanidad».
Feminismo en el convento
¿Cuál es la situación, pregunto, de ese mundo riquísimo y complejo (a veces un poco impenetrable a los ojos de un hombre, sobre todo si es laico), el mundo de las religiosas: es decir, hermanas, monjas y almas consagradas en general?
«En las comunidades religiosas femeninas —responde— ha penetrado también cierta mentalidad feminista. Esta penetración resulta particularmente llamativa, incluso en sus formas más externas, en el continente norteamericano. Han resistido bastante bien las religiosas de clausura, las órdenes contemplativas, sin duda porque se hallaban más al abrigo del Zeitgeist, el espíritu del tiempo, y porque se caracterizan por un ideal preciso e inmutable: la alabanza de Dios, la plegaria, la virginidad y la separación del mundo como signo escatológico. En cambio, atraviesan una grave crisis las órdenes y congregaciones de vida activa. El descubrimiento de la profesionalidad, el concepto de «asistencia social», que ha venido a sustituir al de «caridad», la acomodación, con frecuencia indiscriminada y entusiasta, a los nuevos valores, hasta ahora desconocidos en la moderna sociedad secular, la penetración en los conventos, a menudo sin filtro de ninguna clase, de psicologías y psicoanálisis de las más variadas tendencias, ha conducido a dolorosos problemas de identidad y a la pérdida de aquellas motivaciones que justificaban la vida religiosa para muchas mujeres., En América, los tratados espirituales de un tiempo han sido sustituidos por manuales de psicoanálisis de carácter divulgador; la teología cede con frecuencia su lugar a la psicología, incluso a la más corriente.. A esto hay que añadir la fascinación casi irresistible que ejerce todo lo oriental o que por tal se tiene: en muchas casas religiosas norteamericanas, la cruz ha sido reemplazada, en ocasiones, por símbolos de la tradición religiosa asiática. Han desaparecido también las devociones tradicionales, sustituidas por técnicas yoga o zen».
Se ha observado que muchos religiosos —hemos hablado de ello— han tratado de resolver su crisis de identidad proyectándose al exterior —según la conocida dinámica masculina—, con el propósito de «liberarse» en la sociedad o en la política. Muchas religiosas, en cambio, parecen haberse proyectado hacia el interior (siguiendo también en esto una dinámica vinculada al sexo), persiguiendo aquella misma «liberación» a través de la psicología profunda.
«Sí —dice—; se acude con extrema confianza a esa especie de confesores profanos, de «expertos del alma» que serían los psicólogos y psicoanalistas. Pero todo lo que éstos pueden decir es cómo funcionan las fuerzas del espíritu, pero no por qué o con qué finalidad. Ahora bien, la crisis de muchas religiosas se caracteriza justamente por el hecho de que su espíritu parece moverse en el vacío, sin una orientación reconocible. De este trabajo de análisis ha resultado claro que el «alma» no se explica por sí misma, que tiene necesidad de un punto de referencia exterior. Casi una confirmación «científica» de la apasionante experiencia de San Agustín: «Nos has hechos para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti». Este buscar y experimentar, confiándose no pocas veces a «expertos» improvisados, ha significado vivencias humanas insondables, a veces altísimas, para las religiosas: tanto para las que han permanecido fieles a sus votos como para las que han abandonado».
¿Un futuro sin monjas?
Existe un informe actualizado y minucioso sobre las religiosas de Quebec, la región del Canadá de habla francesa. El caso de Quebec resulta ejemplar: se trata de una región de Norteamérica colonizada y evangelizada por católicos, que construyeron allí un régimen de cristiandad,dirigido por una Iglesia omnipresente. En efecto, hace sólo veinte años, a comienzos de los años sesenta, Quebec era la región del mundo con el índice de religiosas más elevado en relación al número de habitantes, que son en total seis millones. Entre 1961 y 1981,.a causa de abandonos, muertes y caída de las vocaciones, las religiosas se redujeron de 46.933 a 26.294. Un descenso del 44 por 100, y la tendencia parece imparable. Las nuevas vocaciones se han reducido en el mismo período en un 98,5 por 100. Resulta, además, que buena parte del 1,5 por 100 restante se halla constituida por «vocaciones tardías». A base de una simple proyección, todos los sociólogos están de acuerdo en una conclusión cruda, pero objetiva: «Dentro de poco (a menos que tengan lugar cambios de tendencia, del todo improbables, al menos desde un punto de vista humano), la vida religiosa femenina, tal como la hemos conocido, no será en Canadá más que un recuerdo».
Los mismos sociólogos que han preparado el informe describen cómo en estos últimos veinte años todas las comunidades han puesto en práctica toda suerte de reformas imaginables: abandono del hábito religioso, salario individual, estudios en universidades laicas, inserción en profesiones seculares, asistencia masiva de todo tipo de «especialistas». Y. a pesar de todo, las religiosas han continuado saliendo, no han llegado las nuevas vocaciones, y las que han permanecido —con un promedio de edad en torno a los sesenta años— no siempre parecen haber resuelto sus problemas de identidad, y en algunos casos confiesan que esperan resignadas la extinción de su Congregación.
Sin duda era necesario el aggiornamento, incluso el más decidido; pero no parece haber funcionado en aquella parte de América del Norte a la que Ratzinger se refiere en particular. ¿Debe esto atribuirse a que, olvidando la advertencia evangélica, se ha querido poner «vino nuevo» en «odres viejos», es decir, en comunidades nacidas en otros climas espirituales, hijas de una Societas christiana que ya no es la nuestra? En una palabra: el fin de una vida religiosa, ¿no significa el fin de la vida religiosa, que se encarnará en formas nuevas, adecuadas a nuestro tiempo?
El Prefecto no lo excluye con seguridad, aunque el caso ejemplar de Quebec confirma que las órdenes en apariencia más opuestas a la mentalidad actual y más refractarias a todo tipo de cambios, las órdenes contemplativas, las religiosas de clausura, «han sufrido, en el peor de los casos, algún que otro problema, pero no han conocido una verdadera crisis», según las palabras de los mismos sociólogos.
Como quiera que sea, según el cardenal, «si es la mujer la que paga un precio más elevado a la nueva sociedad a sus valores, las religiosas eran las que se hallaran más expuestas entre todas las mujeres». Volviendo una vez más a lo dicho con anterioridad, observa que «el hombre, incluso el religioso, a pesar de los problemas que todos conocemos, ha podido buscar remedio a la crisis entregándose al trabajo, tratando de encontrar de nuevo su centro en la actividad. Pero ¿qué ha podido hacer la mujer, cuando las funciones inscritas en su biología misma han sido negadas y hasta ridiculizadas; cuando su maravillosa capacidad de dar amor, ayuda, consuelo, calor, solidaridad, se ha sustituido por la mentalidad economicista y sindical de la «profesión», esa típica preocupación masculina? ¿Qué puede hacer la mujer cuando todo lo que le es más propio es destruido y tenido por irrelevante y desorientador?»
Continúa: «El activismo, el querer hacer a toda costa cosas «productivas», «sobresalientes», es la tentación constante del hombre, también del religioso. Y ésta es precisamente la orientación que domina en las eclesiologías (hemos hablado de ello) que presentan a la Iglesia como un «pueblo de Dios» sumergido en la actividad, empeñado en traducir el Evangelio en un programa de acción destinado a conseguir «resultados» sociales, políticos y culturales. Pero no por simple azar tiene la Iglesia nombre de mujer. En ella vive el misterio de la maternidad, de la gratuidad, de la contemplación, de la belleza; en una palabra, de los valores que parecen inútiles a los ojos del mundo profano. La religiosa, sin darse plenamente cuenta de las razones, advierte el malestar profundo que produce vivir en una Iglesia en la que el cristianismo se reduce a una ideología del hacer, según aquella eclesiología tan crudamente machista, que se presenta sin más —y a menudo se acepta— como la más cercana a las mujeres y a sus exigencias «modernas». Pero éste es un proyecto de Iglesia en el que no hay lugar para la experiencia mística, esa veta de la vida religiosa que, entre las glorias y las riquezas ofrecidas a todos, ha sido, a través de los siglos y no por mera casualidad, más plenamente vivida por las mujeres que por los hombres. Recordemos aquellas mujeres extraordinarias que la Iglesia ha proclamado «santas», y en ocasiones «doctoras», y que no ha dudado en proponer como ejemplo a todos los cristianos. Un ejemplo que reviste hoy especial actualidad».
Un remedio: María
Para resolver la crisis de la idea misma de Iglesia, la crisis de la moral, la crisis de la mujer, el Prefecto propone, entre otros, un remedio «que ha demostrado concretamente su eficacia a lo largo de la historia del cristianismo. Un remedio cuyo prestigio parece hoy haberse oscurecido a los ojos de algunos católicos, pero que es más actual que nunca». Su nombre es breve: María.
Ratzinger es consciente de que este punto —quizá más que ningún otro— plantea a un cierto sector de creyentes serias dificultades a la hora de recuperar plenamente un aspecto del cristianismo como la mariología, a pesar de que este aspecto ha sido refirmado por el Vaticano II como culminación de la Constitución dogmática sobre la Iglesia. «Al incluir el misterio de María en el misterio de la Iglesia —dice—, el Vaticano II ha llevado a cabo una opción significativa que tendría que haber dado un nuevo impulso a los estudios teológicos; éstos, en cambio, durante el primer período posconciliar, han experimentado en este aspecto, una brusca caída, casi un colapso, aunque ahora se dan indicios de un verdadero despertar».
En 1968, con ocasión de la conmemoración del 18º aniversario de la proclamación del dogma de la Asunción de María en cuerpo y alma a la gloria celestial, el entonces profesor Ratzinger observaba: «En pocos años, la orientación ha cambiado hasta tal punto que hoy se hace difícil comprender el entusiasmo y la alegría que entonces reinaron en la Iglesia; hoy se trata, más bien, de esquivar aquel dogma que tanto nos había entusiasmado; muchos se preguntan si esta verdad —como todas las otras verdades católicas sobre María— no es en realidad fuente de dificultades en nuestras relaciones con los hermanos protestantes. Como si la mariología fuese una piedra que obstaculiza el camino hacia la unión. Y nos preguntamos también si, al reconocer el puesto que la tradición asigna a María, no se amenaza la orientación de la piedad cristiana, desviándola de lo único que debe importarle: Dios nuestro Señor y el único Mediador, Jesucristo».
Y, sin embargo, me dirá durante el coloquio, «Si ha sido siempre esencial para el equilibrio de la fe el lugar que ocupa la Señora, hoy es más urgente que en ninguna otra época de la historia de la Iglesia descubrir de nuevo este lugar».
El testimonio de Ratzinger es también humanamente importante. Ha llegado a él a través de un camino personal de redescubrimiento, de progresivo ahondamiento, casi de plena «conversión» al misterio mariano. Me confía: «Cuando todavía era un joven teólogo, antes de las sesiones del Concilio (y también durante las mismas), como ha sucedido y sucede hoy a muchos, abrigaba algunas reservas sobre ciertas fórmulas antiguas, como por ejemplo aquella famosa de Maria numquam satis, «de María nunca se dirá bastante». Me parecía exagerada. También se me hacía difícil comprender el verdadero sentido de otra famosa expresión (repetida en la Iglesia desde los primeros siglos, cuando —después de una disputa memorable— el concilio de Éfeso del 431 había proclamado a María Theotókos, Madre de Dios), es decir, la expresión que presenta a la Virgen como «enemiga de todas las herejías». Hoy —en este confuso período en el que todo tipo de desviación herética parece agolparse a las puertas de la auténtica fe católica— comprendo que no se trata de exageraciones de almas devotas, sino de una verdad hoy más en vigor que nunca».
«Sí —continúa—; es necesario volver a María si queremos volver a aquella «verdad sobre Jesucristo, verdad sobre la Iglesia y verdad sobre el hombre» que Juan Pablo II proponía a la cristiandad entera cuando, en 1979, presidió en Puebla la Conferencia del Episcopado Latinoamericano. Los obispos respondieron a la invitación del Pontífice proponiendo en el documento final (documento que algunos han leído de manera harto incompleta) la recomendación unánime: «María debe ser cada vez más la pedagogadel Evangelio para los hombres de hoy». En aquel continente, allí donde se apaga la tradicional piedad mariana del pueblo, el vacío se llena con ideologías políticas. Es un fenómeno que se reproduce un poco en todas partes, que viene a confirmar la importancia de la piedad mariana que es mucho más que una mera devoción».
Seis motivos para no olvidarla
Seis son los puntos en los cuales —de un modo forzosamente sintético y, por lo tanto, incompleto— el cardenal resume la función de equilibrio y planificación para la fe católica que ejerce la Virgen. Oigámosle.
«Primer punto: Reconocer a María el puesto que el Dogma y la Tradición le asignan significa hallarse sólidamente cimentados en la cristología auténtica. (Vaticano II: «La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo» [LG n.65]). Por lo demás, la Iglesia proclama los dogmas marianos al servicio directo de la fe en Jesucristo —por lo tanto, no por devoción a la Madre en primer lugar—: en un primer momento, la virginidad perpetua y la maternidad divina, y más tarde, tras una larga y madura reflexión, la concepción sin mancha de pecado original y la asunción a los cielos. Estos dogmas salvaguardan la fe auténtica en Cristo como verdadero Dios y verdadero hombre: dos naturalezas en una sola persona. Salvaguardan también la indispensable tensión escatológica, al indicar en María asunta a los cielos el destino inmortal que a todos nos espera. Y salvaguardan también la fe, hoy amenazada, en Dios creador (y es éste uno de los significados de la verdad sobre la virginidad perpetua de María, más incomprendida que nunca), que puede intervenir libremente sobre la materia. En una palabra, como nos recuerda el Concilio: «María, por su íntima participación en la historia de la salvación, reúne en sí y refleja en cierto modo las supremas verdades de la fe» (LG n.65)».
Segundo punto: «La mariología de la Iglesia supone la justa relación y la necesaria integración entre Biblia y Tradición: los cuatro dogmas marianos tienen en la Escritura su base indispensable. Hay aquí como un germen que crece y fructifica en la vida cálida de la Tradición tal como se expresa en la liturgia, en la intuición del pueblo creyente y en la reflexión de la teología guiada por el Magisterio».
Tercer punto: «En su misma persona de doncella judía que ha llegado a ser madre del Mesías, María vincula de modo vital e inextricable el antiguo y el nuevo pueblo de Dios, Israel y el cristianismo, la Sinagoga y la Iglesia. Ella es como el punto de unión sin el cual la fe (como sucede hoy) corre peligro de perder el equilibrio, apoyándose únicamente sobre el Antiguo Testamento o fundándose sólo sobre el Nuevo. En ella, en cambio, podemos vivir la síntesis de la Escritura entera».
Cuarto punto: «La verdadera devoción mariana garantiza a la fe la convivencia de la «razón», a todas luces indispensable, con las no menos indispensables «razones del corazón», como diría Pascal. Para la Iglesia, el hombre no es únicamente razón ni sólo sentimiento; es la unión de estas dos dimensiones. La cabeza debe reflexionar con lucidez, pero el corazón ha de estar caldeado: la devoción a María («despojada tanto de toda falsa exageración cuanto de una excesiva mezquindad de alma al tratar de la singular dignidad de la Madre de Dios», como recomienda el Concilio) asegura de este modo a la fe su dimensión humana completa».
Continuando la exposición de su síntesis, Ratzinger indica un quinto punto: «Según las palabras mismas del Vaticano II, María es «figura», «imagen» y «modelo» de la Iglesia. Dirigiendo hacia ella su mirada, la Iglesia se aleja de aquella imagen machista a la que hacíamos referencia, imagen que presenta la Iglesia como mero instrumento de acción socio-pilítica. En María, su figura y modelo, la Iglesia descubre de nuevo su rostro de Madre y por ello no puede degenerar hacia una involución que la transforme en partido, en organización, en grupo de presión al servicio de intereses humanos, por muy nobles que sean. Si en ciertas teologías y eclesiologías no hay ya lugar para María, la razón es clara: han reducido la fe a una abstracción. Y una abstracción no tiene necesidad de Madre».
Sexto y último punto de esta síntesis: «En virtud de su destino de Virgen y Madre, María continúa proyectando luz sobre lo que el Creador ha querido para la mujer de todos los tiempos, incluido el nuestro. Más aún, tal vez sobre todo para nuestro tiempo, en el que —como sabemos— se halla amenazada la esencia misma de la feminidad. Su virginidad y su maternidad arraigan el misterio de la mujer en un destino altísimo del que no puede ser despojada. María es la intrépida mensajera del Magnificat, pero es también aquella que hace fecundos el silencio y la ocultación; aquella que no teme permanecer al pie de la cruz, que asiste al nacimiento de la Iglesia; es también aquella que, como subraya en varias ocasiones el evangelista, «guarda y medita en su corazón» las cosas que ocurrían a su alrededor. Criatura del coraje y de la obediencia, es (ahora y siempre) un ejemplo en el que todo cristiano —hombre y mujer— puede y debe inspirarse».
Fátima y aledaños
El juicio sobre las apariciones marianas corresponde a una de las cuatro secciones de la Congregación para la Doctrina de la Fe (la sección llamada «disciplinar»).
Le pregunto: Cardenal Ratzinger, ¿ha leído usted el llamado «tercer secreto de Fátima», el que sor Lucía, la única superviviente del grupo de videntes, hizo llegar a Juan XXIII, y que el Papa, después de haberlo examinado, confió al predecesor de usted, cardenal Ottaviani, ordenándole que lo depositara en los archivos del Santo Oficio?
La respuesta es inmediata, seca: «sí, lo he leído».
Circulan en el mundo —continúo— versiones nunca desmentidas que describen el contenido de este «secreto» como inquietante, apocalíptico y anunciador de terribles sufrimientos. El mismo Juan Pablo II, en su visita pastoral a Alemania, pareció confirmar (si bien con prudentes rodeos, hablando privadamente con un grupo de invitados cualificados) el contenido, no precisamente alentador, de este escrito. Antes que él, Pablo VI, en su peregrinación a Fátima, parece haber aludido también a los temas apocalípticos del «secreto». ¿Por qué no se ha decidido nunca a publicarlo, aunque no fuera más que para evitar suposiciones aventuradas?
«Si hasta ahora no se ha tomado esta decisión —responde—, no es porque los papas quieran esconder algo terrible».
Entonces, insisto, ¿hay «algo terrible» en el manuscrito de sor Lucía?
«Aunque así fuera —replica, escogiendo las palabras—, esto no haría más que confirmar la parte ya conocida del mensaje de Fátima. Desde aquel lugar se lanzó al mundo una severa advertencia, que va en contra de la facilonería imperante; una llamada a la seriedad de la vida, de la historia, ante los peligros que se ciernen sobre la humanidad. Es lo mismo que Jesús recuerda con harta frecuencia; no tuvo reparo en decir: «Si no os convertís, todos pereceréis» (Lc 13,3). La conversión —y Fátima nos lo recuerda sin ambages— es una exigencia constante de la vida cristiana. Deberíamos saberlo por la Escritura entera».
¿Quiere esto decir que no habrá publicación, al menos por ahora?
«El Santo Padre juzga que no añadiría nada a lo que un cristiano debe saber por la Revelación y, también, por las apariciones marianas aprobadas por la Iglesia, que no hacen sino confirmar la necesidad urgente de penitencia, de conversión, de perdón, de ayuno. Publicar el «tercer secreto» significaría también exponerse a los peligros de una utilización sensacionalista de su contenido».
¿Entran tal vez en consideración —aventuro— implicaciones políticas, teniendo en cuenta que, al parecer, también aquí —como en los otros dos secretos»— se menciona a Rusia?
Pero el cardenal dice que no puede extenderse más sobre este punto y se niega con firmeza a entrar en más detalles. Por otro lado, mientras se desarrollaba nuestro coloquio, no hacía mucho que el Papa había consagrado de nuevo el mundo (con una mención particular al Este europeo) al Corazón Inmaculado de María, respondiendo así a la exhortación de la Virgen de Fátima. Y el mismo Juan Pablo II, herido en atentado un 13 de mayo —aniversario de la primera aparición en la localidad portuguesa—, viajó a Fátima en peregrinación de acción de gracias a María, «cuya mano —dice—, ha guiado milagrosamente el proyectil», haciendo alusión, al parecer, a las profecías que, a través de un grupo de niños, fueron transmitidas a la humanidad y en las que se hace referencia también a la persona de los pontífices.
Sobre el mismo tema, es de todos conocido que, desde hace años, un pueblo de Yugoslavia, Medjugorje, se ha hecho centro de la atención mundial por las repetidas «apariciones» que —verdaderas o no— han atraído ya a millones de peregrinos, pero que también han provocado dolorosas polémicas entre los franciscanos que rigen la parroquia y el obispo de la diócesis local. ¿Es previsible una intervención clarificadora de la Congregación para la Doctrina de la Fe, suprema instancia en la materia, contando naturalmente con la aprobación del Papa, indispensable para todos sus documentos?
Responde: «En este terreno, más que en ningún otro, la paciencia es un elemento fundamental de la política de nuestra Congregación. Ninguna aparición es indispensable para la fe; la Revelación ha llegado a su plenitud con Jesucristo; El mismo es la Revelación. Pero no podemos ciertamente impedir que Dios hable a nuestro tiempo a través de personas sencillas y valiéndose de signos extraordinarios que denuncian la insuficiencia de las culturas que nos dominan, contaminadas de racionalismo y de positivismo. Las apariciones que la Iglesia ha aprobado oficialmente —Lourdes, ante todo, y posteriormente Fátima— ocupan un lugar preciso en el desarrollo de la vida de la Iglesia en el último siglo. Muestran, entre otras cosas, que la Revelación —aun siendo única, plena y, por consiguiente, insuperable— no es algo muerto; es viva y vital. Por otra parte —al margen del caso de Medjugorje, sobre el que no puedo expresar juicio alguno por estar todavía sometido a examen en mi Congregación—, uno de los signos de nuestro tiempo es que las noticias sobre «apariciones» marianas se están multiplicando en el mundo. A nuestra sección disciplinar llegan informes de África, por ejemplo, y de otros continentes».
Además del elemento tradicional de la paciencia y de la prudencia, pregunto, ¿en qué criterios se apoya la Congregación para emitir un juicio ante la multiplicación de estos hechos?
«Uno de nuestros criterios —dice— es distinguir entre la verdadera o presunta «sobrenaturalidad» de las apariciones y sus frutos espirituales. Las peregrinaciones de la antigua cristiandad se dirigían hacia lugares que dejarían perplejo a nuestro espíritu crítico de hombres modernos en cuanto a «verdad científica» de la tradición que a ellos se vincula. Esto no quiere decir que aquellas peregrinaciones no fueran fructíferas, beneficiosas e importantes para la vida del pueblo cristiano. El problema no estriba tanto en la hipercrítica moderna (que acaba, por uno u otro camino, en una nueva forma de credulidad), sino en la valoración de la vitalidad de la ortodoxia de la vida religiosa que se desarrolla en estos lugares».
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