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Capítulo VIII.- Una espirtualidad para hoy

La fe y el cuerpo

Sean o no verdaderos, los «mensajes de las apariciones marianas» resultan embarazosos porque parecen ir en una dirección poco acorde con cierta «espiritualidad posconciliar».

Me interrumpe: «Repito que no me gustan los términos pre o post conciliar; aceptarlos significaría aceptar la idea de una ruptura en la historia de la Iglesia. En las «apariciones» existe con frecuencia una implicación del cuerpo (señal de la cruz, agua bendita, llamamiento al ayuno), pero todo esto se halla plenamente en la línea del Vaticano II, que ha insistido en la unidad del hombre y, por consiguiente, en la encarnación del espíritu en el cuerpo».

Este ayuno al que hace referencia parece tener una importancia central en muchos de estos «mensajes».

«Ayunar significa aceptar un aspecto esencial de la vida cristiana. Es necesario descubrir de nuevo el aspecto corporal de la fe: la abstención de la comida es uno de estos aspectos. Sexualidad y alimentación son los elementos centrales de la dimensión física del hombre: hoy, a una menor comprensión de la virginidad corresponde una menor comprensión del ayuno. Y una y otra falta de comprensión proceden de una misma raíz: el actual oscurecimiento de la tensión escatológica, es decir, de la tensión de la fe cristiana hacia la vida eterna. Ser vírgenes y saber practicar periódicamente el ayuno es atestiguar que la vida eterna nos espera; más aún, que ya está entre nosotros, que «pasa la figura de este mundo» (1 Cor 7,31). Sin virginidad y sin ayuno, la Iglesia no es ya Iglesia; se hace intrascendente sumergiéndose en la historia. En esto debemos tomar ejemplo de los hermanos de las Iglesias ortodoxas de Oriente, grandes maestros —todavía hoy— de auténtico ascetismo cristiano».

Eminencia, si las «formas corporales» de expresión de la fe están en trance de desaparecer entre los católicos de a pie (sobreviviendo, tal vez, en el círculo restringido de la vida consagrada), ello se debe también a una orientación determinada de la Iglesia institucional: viernes, vigilias, cuaresma, adviento y otros « tiempos fuertes» han sido mitigados por medidas puestas en práctica en estos años y provenientes de Roma.

«Es verdad, pero la intención era buena —dice—. Se trataba de eliminar sospechas de legalismo, de combatir la tentación de transformar la religión en prácticas externas. Queda en pie, de todos modos, que los ayunos, las abstinencias y otras «penitencias» deben continuar vinculadas a la responsabilidad personal. Pero urge también encontrar expresiones comunitarias de la penitencia eclesial. Sobre todo en un mundo en el que muchos hombres mueren de hambre, debemos dar testimonio visible y comunitario de una privación de comida aceptada libremente, por amor».

Diferentes del «mundo»

Para el Prefecto, de todos modos, se trata de un problema más amplio: «También aquí debemos tener el coraje de ser inconformistas ante las tendencias del mundo opulento. En lugar de acomodarnos al espíritu de la época, deberíamos ser nosotros quienes imprimiéramos de nuevo en este espíritu el sello de la austeridad evangélica. Hemos olvidado que los cristianos no pueden vivir como vive «cualquiera». La necia opinión según la cual no existiría una específica moral cristiana es sólo una expresión particularmente atrevida de la pérdida de un concepto fundamental: la «diferencia del cristiano» con relación a los modelos del «mundo». Incluso en algunas órdenes y congregaciones religiosas, en lugar de la verdadera reforma se ha introducido la relajación de la austeridad hasta entonces practicada. Se ha confundido renovación con acomodación. Un pequeño ejemplo concreto: me decía un religioso que la disolución de su convento había comenzado en el preciso momento en que se declaró que ya «no era practicable» que los frailes se levantaran para el rezo del oficio nocturno previsto por la liturgia. El caso es que este indudable, pero significativo, «sacrificio» se había sustituido por un quedarse ante el televisor hasta horas avanzadas de la noche. Un caso insignificante, en apariencia; pero también «casos insignificantes» como éste están en el origen de la decadencia actual de la indispensable austeridad de la vida cristiana. Comenzando por la de los religiosos».

Continúa, completando su pensamiento: «Hoy más que nunca, el cristiano debe tener conciencia clara de pertenecer a una minoría y de estar enfrentado con lo que aparece como bueno, evidente y lógico a los ojos del «espíritu del mundo», como lo llama el Nuevo Testamento. Entre los deberes más urgentes del cristiano está la recuperación de la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad posconciliar».

¿Significa esto que junto a la Gaudium et spes (el texto del Concilio sobre las relaciones de Iglesia y mundo), podemos todavía tener la Imitación de Cristo?

«Se trata, evidentemente, de dos espiritualidades de signo muy distinto. La Imitación es un texto que refleja la gran tradición monástica de fines de la Edad Media. Pero el Vaticano II no quería ciertamente quitar las cosas buenas de las manos de los buenos».

¿Y la Imitación de Cristo (tomada, claro está, como símbolo de cierta espiritualidad) se encuentra todavía entre las cosas «buenas»?

«Más aún: entre los objetivos más urgentes del católico moderno está precisamente la recuperación de los elementos positivos de una espiritualidad como aquélla, con su conciencia viva de la distancia cualitativa que media entre mentalidad de fe y mentalidad mundana. Es cierto que hay en la Imitación una acentuación unilateral de la relación privada del cristiano con su Señor. Pero en demasiada producción teológico contemporánea hay una comprensión insuficiente de la interioridad espiritual. Al condenar en bloque y sin apelación la fuga saeculi,que ocupa un lugar central en la espiritualidad clásica, no se ha comprendido que en aquella fuga había también un aspecto social. Se huía del mundo no para abandonarlo a sí mismo, sino para crear en determinados centros de espiritualidad una nueva posibilidad de vida cristiana y, por consiguiente, humana. Se tomaba buena nota de la alienación de la sociedad y —en el desierto o en el monasterio— se reconstruían oasis abiertos a la vida y a la esperanza de salvación para todos».

Hay algo que da que pensar: hace veinte años se nos decía en todos los tonos posibles que el problema más urgente del católico era encontrar una espiritualidad «nueva», «comunitaria», «abierta», «no sacral», «secular», «solidaria con el mundo». Ahora, después de tanto divagar, se descubre que el objetivo urgente es encontrar un nuevo punto de contacto con la espiritualidad antigua, aquella de la «huida del siglo».

«El problema —responde— estriba una vez más en encontrar el equilibrio. Dejando ahora al margen las vocaciones monásticas o eremíticas, no sólo legítimas, sino incluso preciosas para la Iglesia, el creyente se ha visto obligado a vivir el no fácil equilibrio entre justa encarnación en la historia e indispensable tensión hacia la eternidad. Es este equilibrio el que impide sacralizar el compromiso terreno y, al mismo tiempo, recaer en la acusación de «alienación».

El desafío de las sectas

Insistencia escatológica, huida del mundo, llamamientos exasperados al «cambio de vida», a la «conversión», implicación del cuerpo (abstención del alcohol, del tabaco, con frecuencia de la carne, «sacrificios» de todo tipo) caracterizan a casi todas las sectas que continúan difundiéndose entre los exfieles de las Iglesias cristianas «oficiales». Con el paso de los años, el fenómeno asume proporciones cada vez más alarmantes: ¿existe una estrategia común de la Iglesia para responder a este avance?

«Hay iniciativas particulares de obispos y episcopados —responde el Prefecto—. No excluyo que se decida establecer una línea de acción común entre las Conferencias episcopales y los órganos competentes de la Santa Sede, y, en lo posible, también con otras grandes comunidades eclesiales. De todos modos , hay que decir que, en todo tiempo y lugar, la cristiandad ha conocido grupos religiosos marginales expuestos a la fascinación de este tipo de mensaje excéntrico y heterodoxo».

Pero parece que ahora estos grupos se transforman en un fenómeno de masa.

«Su expansión —dice— indica también vacíos y carencias de nuestro anuncio y de nuestra praxis. Por ejemplo: el escatologismo radical, el milenarismo que distingue a muchas de estas sectas, puede abrirse camino gracias también a la desaparición de este aspecto del catolicismo auténtico en gran parte de la pastoral. Hay en estas sectas una gran sensibilidad (que en ellas se lleva al extremo, pero que, en medida equilibrada, es auténticamente cristiana) frente a los peligros de nuestro tiempo Y. por lo tanto, ante la posibilidad del fin inminente de la historia. La valoración correcta de mensajes como el de Fátima puede significar un tipo de respuesta: la Iglesia, escuchando el mensaje vivo de Cristo dirigido a los hombres de nuestro tiempo a través de María, siente la amenaza de la destrucción de todos y de cada uno y responde urgiendo la penitencia y la conversión decidida».

Para el cardenal, sin embargo, la respuesta más radical que puede darse a las sectas pasa a través «de un nuevo descubrimiento de la identidad católica: se hace necesaria una nueva evidencia, una nueva alegría y, si puedo decirlo así, un nuevo «orgullo» (que no se opone a la humildad, siempre indispensable) de ser católicos. Es preciso también recordar que la favorable acogida que se dispensa a estos grupos se debe también a que proponen a la gente, cada vez más sola, aislada e insegura, una especie de «patria del alma», el calor de una comunidad. Es justamente este calor y esta vida que por desgracia parecen faltar a menudo entre nosotros: allí donde las parroquias, ese núcleo de base irrenunciable, han sabido revitalizarse y ofrecer el sentido de la pequeña iglesia que vive en unión con la gran Iglesia, los sectarios no han podido penetrar de modo significativo. La catequesis, además, debe desenmascarar el punto sobre el que más insisten estos nuevos «misioneros»: es decir, la impresión de que ellos leen la Escritura de un modo «literal», mientras los católicos la habrían debilitado o incluso olvidado. Esta literalidad significa a menudo una traición a la fidelidad. El aislamiento de frases, de versículos, resulta desorientador, porque hace perder de vista la totalidad: leída en su conjunto, la Biblia es verdaderamente «católica». Pero es necesario que esto se explique a través de una pedagogía catequética que habitúe de nuevo a los fieles a una lectura de la Escritura en la Iglesia y con la Iglesia».

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