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Capítulo X.- Sobre los Novísimos
El demonio y su cola
Entre los muchos temas sobre los que departió ampliamente el cardenal Ratzinger, anticipados ya en el reportaje periodístico que precedió a este libro, hay un aspecto marginal que parece haber centrado la atención de muchos comentaristas. Como era de prever, muchos artículos, con su correspondiente titulación, estaban dedicados no precisamente a los profundos análisis teológicos, exegéticos o eclesiológicos del Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, sino más bien a las referencias (algunos párrafos entre decenas de cuartillas) a aquella realidad que la tradición cristiana designa con los nombres de Diablo, Demonio, o Satanás.
¿Por el atractivo de lo pintoresco? ¿Por la divertida curiosidad hacia eso que muchos (incluso cristianos) consideran como una «supervivencia folklórica», como un aspecto «inaceptable para una fe que ha llegado a la madurez»? ¿O acaso se trata de algo más profundo, de una inquietud que se oculta detrás de la burla? ¿Serena tranquilidad, o exorcismo revestido de ironía?
No vamos a responder a esto. Nos contentaremos con registrar el hecho objetivo: no hay tema como el del «Diablo» para suscitar el revuelo de los mass-media de la sociedad secularizada.
Es difícil olvidar el eco —inmenso, y no sólo irónico, sino a veces hasta rabioso— que suscitó Pablo VI con su alocución durante la audiencia general del 15 de noviembre de 1972. En ella volvía sobre lo que ya había expresado el 29 de junio precedente en la Basílica de San Pedro refiriéndose a la situación de la Iglesia: «Tengo la sensación de que por algún resquicio ha entrado el humo de Satanás en el templo de Dios». Y había añadido entonces que «si en el Evangelio, en los labios de Cristo, se menciona tantas veces a este enemigo de los hombres», también en nuestro tiempo él, Pablo VI, creía «en algo preternatural que había venido al mundo para perturbar, para sofocar los frutos del Concilio Ecuménico y para impedir que la Iglesia prorrumpa en el himno de júbilo, sembrando la duda, la incertidumbre, la problemática, la inquietud y la insatisfacción» [13].
Ya ante aquellas primeras alusiones se levantaron en el mundo murmullos de protesta. Pero ésta explotó de lleno —durante meses y en los medios de comunicación del mundo entero— en aquel 15 de noviembre de 1972 que se ha hecho famoso: «El mal que existe en el mundo es el resultado de la intervención en nosotros y en nuestra sociedad de un agente oscuro y enemigo, el Demonio. El mal no es ya sólo una deficiencia, sino un ser vivo, espiritual, pervertido y pervertidor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del marco de la enseñanza bíblica y eclesiástica todo aquel que rehusa reconocerla como existente; e igualmente se aparta quien la considera como un principio autónomo, algo que no tiene su origen en Dios como toda creatura; o bien quien la explica como una pseudorrealidad, como una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias» [14].
Tras añadir algunas citas bíblicas en apoyo de sus palabras,
Pablo VI continuaba: «El Demonio es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos que este ser oscuro y perturbador existe realmente y sigue actuando; es el que insidia sofísticamente el equilibrio moral del hombre, el pérfido encantador que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de las confusas aciones sociales, para introducir en nosotros la desviación... »[15].
El Papa lamentaba luego la insuficiente atención al problema por parte de la teología contemporánea: «El tema del Demonio y la influencia que puede ejercer sería un capítulo muy importante de reflexión para la doctrina católica, pero actualmente es poco estudiado» [16].
Sobre este tema, y obviamente en defensa de la doctrina repetidamente expuesta por el Papa, intervino también la Congregación para la Doctrina de la Fe con su documento de junio de 1975: «Las afirmaciones sobre el Diablo son asertos indiscutidos de la conciencia cristiana»; si bien, «la existencia de Satanás y de los demonios no ha sido nunca objeto de una declaración dogmática», es precisamente porque parecía superflua, ya que tal creencia resultaba obvia «para la fe constante y universal de la Iglesia, basada sobre su principal. fuente, la enseñanza de Cristo, y sobre la liturgia, expresión concreta de la fe vivida, que ha insistido siempre en la existencia de los demonios y en la amenaza que éstos constituyen»[17].
Un año antes de su muerte, Pablo VI volvió sobre este tema en otra audiencia general: «No hay que extrañarse de que nuestra sociedad vaya degradándose, ni de que la Escritura nos advierta con toda crudeza que «todo el mundo (en el sentido peyorativo del término) yace bajo el poder del Maligno», de aquel al que la misma Escritura llama «el Príncipe de este mundo».
Una y otra vez surgieron los clamores y protestas; y curiosamente por parte de aquellos periódicos y comentaristas a los que parece que no debería importarles nada la reafirmación de un aspecto de la fe que dicen recusar en su totalidad. En esta perspectiva, la ironía puede justificarse, pero ¿por qué se desata tanto furor?
Un pensamiento siempre actual
Lo mismo exactamente ha ocurrido ahora con el reportaje anticipado sobre el pensamiento del cardenal Ratzinger. Hablando de una cierta caída de la tensión misionera, como consecuencia de que algunos autores ponen lo que él llama «un énfasis excesivo sobre los valores de las religiones no cristianas» (se refería en aquel momento especialmente a África), el cardenal afirmaba: «Por lo demás, hay que precaverse de romanticismos sobre las religiones animistas, que, naturalmente, encierran «gérmenes de verdad», pero en su forma concreta crearon un mundo de terror, donde Dios estaba lejos y la tierra a merced de espíritus veleidosos.
Como ya sucedió en la cuenca del Mediterráneo en tiempo de los apóstoles, también en África el mensaje de Cristo que puede vencer las fuerzas del mal (Ef 6,12) ha constituido una experiencia de liberación del terror. La serenidad y la inocencia en el paganismo son uno de los numerosos mitos de nuestros días».
Y Ratzinger añadía después: «Digan lo que digan algunos teólogos superficiales, el Diablo es, para la fe cristiana, una presencia misteriosa, pero real, no meramente simbólica, sino personal. Y es una realidad poderosa («el Príncipe de este mundo», como le llama el Nuevo Testamento, que nos recuerda repetidamente su existencia), una maléfica libertad sobrehumana opuesta a la de Dios; así nos lo muestra una lectura realista de la historia, con su abismo de atrocidades continuamente renovadas y que no pueden explicarse meramente con el comportamiento humano. El hombre por sí solo no tiene fuerza suficiente para oponerse a Satanás; pero éste no es otro dios; unidos a Jesús, podemos estar ciertos de vencerlo. Es Cristo, el «Dios cercano», quien tiene el poder y la voluntad de liberarnos; por esto, el Evangelio es verdaderamente la Buena Nueva. Y por esto también debemos seguir anunciándolo en aquellos «regímenes» de terror que son frecuentemente las religiones no cristianas. Y diré todavía más: la cultura atea del Occidente moderno vive todavía gracias a la liberación del terror de los demonios que le trajo el cristianismo. Pero si esta luz redentora de Cristo se apagara, a pesar de toda su sabiduría y de toda su tecnología, el mundo volvería a caer en el terror y en la desesperación. Y ya pueden verse signos de este retorno de las fuerzas oscuras, al tiempo que rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos».
Me siento en el deber de informar de que tales afirmaciones encajan plenamente en el marco de la doctrina tradicional de la Iglesia. El mismo Concilio Vaticano II la repite insistentemente, mencionando a «Satanás», «Demonio», «Maligno», «antigua serpiente», «poder de las tinieblas» hasta 17 veces; incluso el texto más optimista de todo el Concilio, la Gaudium et spes, lo menciona cinco veces. En este documento, los Padres no dudan en escribir: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final» (GS n.37).
En cuanto a las religiones no cristianas, y a Cristo libertador también del terror, es verdad que el Vaticano II abre afortunadamente una nueva fase, de auténtico diálogo, con las religiones no cristianas («La Iglesia católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas, que, aunque discrepan en muchos puntos de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres» [Nostra aetate n.2]). Pero en el mismo Concilio, en el Decreto sobre la actividad misionera, repite, tres veces en el texto y otra más en una nota, la doctrina tradicional, que es directamente bíblica, como el mismo Concilio nos recuerda con abundantes citas de la Escritura: «Dios (...) envió a su Hijo en carne nuestra, a fin de arrancar por El a los hombres del poder de las tinieblas y de Satanás (Col 1,13; Act 10,38)» (Ad gentes n.3). «Cristo derroca el imperio del diablo y aleja la multiforme maldad de los pecados» (Ad gentes n.9). «Somos liberados del poder de las tinieblas gracias a los sacramentos de la iniciación cristiana»; y aquí, «acerca de esta liberación de la esclavitud del demonio y de las tinieblas», como dice el texto, una nota oficial nos remite a cinco pasajes del Nuevo Testamento y a la liturgia del Bautismo romano (n. 14).
Hemos traído a colación estos datos para proporcionar una información objetiva, aunque conscientes de que siempre supone un cierto riesgo (y a veces resulta descaminado) el ir recogiendo citas fuera de su contexto.
En cuanto a la referencia que hace Ratzinger a la actualidad («rebrotan en el mundo secularizado los cultos satánicos»), toda persona bien informada sabe muy bien que lo que va surgiendo en la actualidad y aparece en los diarios es ya inquietante, pero no es más que la punta de un iceberg que tiene su base precisamente en las zonas del mundo más avanzadas tecnológicamente, comenzando por California y por el norte de Europa.
Todas las precisiones y las constataciones que hemos hecho son necesarias, pero al mismo tiempo son inútiles, ya que son ignoradas a priori por los comentaristas para quienes cualquier alusión a estas realidades inquietantes resulta algo «medieval». Y lo medieval se entiende, naturalmente, en el sentido que tiene para el hombre de la calle, quien de aquella «edad intermedia» tiene todavía la visión que le han impuesto los libelistas y los novelistas europeos de los siglos XVIII y XIX.
«Un adiós» sospechoso
Joseph Ratzinger, fortalecido por sus amplios conocimientos teológicos, no es hombre que se deje impresionar por las reacciones ni de los periodistas ni de algunos «especialistas». En un documento firmado por él se lee esta exhortación tomada de la Escritura: «Es necesario resistir, fuertes en la fe, al error, incluso cuando se manifiesta bajo apariencia de piedad, para poder abrazar a los extraviados con la caridad del Señor, profesando la verdad en la caridad».
Ciertamente que no pone como centro de su reflexión el tema del Diablo (consciente de que en todo caso lo verdaderamente importante es la victoria sobre él que nos ha proporcionado Cristo). Sin embargo, este tema le parece clarificador, porque le permite poner de manifiesto en este ejemplo los métodos de reflexión teológico que considera inaceptables. Dado su carácter de «ejemplaridad», no parece excesivo el espacio dedicado a este tema. Por otra parte, aquí, como veremos, está en juego también la escatología, la irrenunciable fe cristiana en la existencia de un más allá. Por esto mismo, uno de sus libros más conocidos —Dogma y predicación— introduce una reflexión sobre la doctrina tradicional acerca del Demonio entre los «temas básicos de la predicación». Y por esto mismo, a nuestro parecer —siendo ya Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe—, ha prologado el libro de un colega suyo en el cardenalato, León Joseph Suenens, que se propone reafirmar la fe católica en el Diablo como «realidad no simbólica, sino personal».
El Prefecto de la Sagrada Congregación me ha hablado también de un célebre librito de un colega suyo, profesor de exégesis en la Universidad de Tubinga, que quiso, ya desde el mismo título, decirle«adiós al Diablo». (Por cierto que al contarme esta anécdota se reía con gusto: aquel librito le fue regalado por el mismo autor con ocasión de una pequeña fiesta entre los profesores para felicitarle tras su designación por el Papa para el arzobispado de Munich; y la dedicatoria del libro decía así: «A mi querido colega el profesor Joseph Ratzinger, al que decirle adiós me cuesta muchísimo más que decirle adiós al Diablo... »).
La amistad personal con este colega no le impidió entonces, ni le impide ahora, seguir su línea de acción: «Debemos respetar las experiencias, los sufrimientos, las opciones humanas, incluso las exigencias concretas que se hallan detrás de ciertas teologías. Pero debemos impugnar con entera resolución el que puedan considerarse todavía como teologías católicas».
Para él, aquel librito escrito para despedirse del Diablo (y que toma como ejemplo de toda una serie que desde hace algunos años va apareciendo en las librerías) no es «católico» porque «es superficial la afirmación en la que se resume toda la argumentación: «En el Nuevo Testamento, el concepto del 'diablo' está simplemente en lugar del concepto de pecado del que el diablo no es más que una imagen, un símbolo». Recuerda Ratzinger que «cuando Pablo VI puso de relieve la existencia real de Satanás y condenó los intentos de disolverlo en un concepto abstracto, fue ese mismo teólogo quien —proclamando en voz alta la opinión de muchos colegas recriminó al Papa el caer en una visión arcaica del mundo, el confundir lo que en la Escritura es estructura de la fe (el pecado) con lo que no es más que una expresión histórica y transitoria (Satanás)».
Por el contrario, el Prefecto (apelando a lo que ya había escrito como teólogo) observa que «si se leen con atención estos libros que pretenden desembarazarse de la perturbante presencia diabólica, al final queda uno convencido de todo lo contrario: los evangelistas hablan muy frecuentemente del diablo, y no lo hacen ciertamente en sentido simbólico. Al igual que el mismo Jesús, estaban convencidos —y así querían enseñarlo— de que se trata de una potencia concreta, y no ciertamente de una abstracción. El hombre está amenazado por ella y es liberado por obra de Cristo, porque sólo El, en su calidad de «más fuerte» puede atar al «fuerte», según la misma expresión evangélica (Lc 11,22)».
«¿Biblistaso sociólogos?»
Ahora bien, si la enseñanza de la Escritura parece tan clara, ¿cómo justificar la sustitución con el abstracto «pecado» del concreto «Satanás»?
Precisamente aquí es donde Ratzinger descubre un método utilizado en muchas exégesis y por muchas teologías contemporáneas, y que él desea rechazar expresamente: «En este caso específico, se admite —y no podría ser de otra manera— que Jesús, los apóstoles y los evangelistas estaban convencidos de la existencia de las fuerzas demoníacas. Pero, al mismo tiempo, se da por descontado que en tal creencia eran «víctimas de las formas de pensamiento judío de su época». Pero, como se da por descontado que «aquellas formas de pensamiento no son ya conciliables con nuestra imagen del mundo», he aquí que, por una especie de prestidigitación, lo que se considera incomprensible para el hombre medio de hoy día queda simplemente cancelado».
Y continúa: «Esto significa que, para decir «adiós al Diablo», este autor no se basa en la Escritura (la cual afirma precisamente lo contrario), sino que apela a nosotros, a nuestra visión del mundo. Para despedirse de este o de cualquier otro aspecto de la fe que resulte incómodo para el conformismo contemporáneo, no se actúa como exégeta, como intérprete de la Escritura, sino como hombre de nuestro tiempo».
De estos métodos se deduce, según él, una consecuencia grave: «En definitiva, la autoridad sobre la que estos especialistas de la Biblia fundamentan su juicio no es la misma Biblia, sino la visión del mundo predominante en la época del biblista. Por tanto, éste habla como filósofo o como sociólogo, y su filosofía no consiste más que en una banal y acrítica adhesión a las siempre cambiantes directrices de cada época».
Si he comprendido bien, esto sería precisamente lo contrario del método tradicional de la reflexión teológica: ya no sería la Escritura la que juzga al «mundo», sino el «mundo» el que juzga a la Escritura.
«En efecto —me responde—. Se trata de la búsqueda continua de un anuncio que manifieste lo que ya conocemos, o que al menos resulte grato a quien lo escuche. Y en lo que respecta al Diablo, la fe, ahora como siempre, afirma su realidad misteriosa, pero objetiva e inquietante. El cristiano por su parte, sabe que quien teme a Dios no tiene nada que temer: el temor de Dios es fe, y es algo muy distinto a cualquier temor servil, al terror ante los demonios. Pero tampoco se crea que el temor de Dios es como una audacia jactanciosa que cerrara los ojos a la seriedad de la realidad. Por el contrario, es propio del verdadero valor el no engañarse sobre las dimensiones del peligro, sino apreciarlo con todo realismo».
Según el cardenal, la pastoral de la Iglesia debe «encontrar el lenguaje apropiado para un contenido permanentemente válido: la vida es algo extremadamente serio, y hemos de estar atentos para no rechazar la oferta de vida eterna, de eterna amistad con Cristo, que se le hace a cada uno. No debemos adormecernos en la mentalidad de tantos creyentes de hoy, quienes piensan que basta comportarse más o menos como se comporta la mayoría, y necesariamente todo tendrá que resultar bien».
«La catequesis —continúa— no puede seguir siendo una enumeración de opiniones, sino que debe volver a ser una certeza sobre la fe cristiana con sus propios contenidos, que sobrepasan con mucho a la opinión reinante. Por el contrario, en tantas catequesis modernas la idea de vida eterna apenas se trasluce, la cuestión de la muerte apenas se toca, y la mayoría de las veces sólo para ver cómo retardar su llegada o para hacer menos penosas sus condiciones. Perdido para muchos cristianos el sentido escatológico, la muerte ha quedado arrinconada por el silencio, por el miedo o por el intento de trivializarla. Durante siglos, la Iglesia nos ha enseñado a rogar para que la muerte no nos sorprenda de improviso, que nos dé tiempo para prepararnos; ahora, por el contrario, es el morir de improviso lo que es considerado como gracia. Pero el no aceptar y el no respetar a la muerte significa no aceptar ni respetar tampoco a la vida».
Del purgatorio al limbo
Parece —le digo— que la escatología cristiana (cuando al menos se habla de ella) queda reducida solamente al «paraíso»; aunque este mismo nombre ya presenta sus problemas y es escrito entre comillas, e incluso tampoco faltan quienes lo diluyen en cualquier mito oriental. Ciertamente que todos estaríamos muy satisfechos si en nuestro futuro no fuera posible nada más que la felicidad eterna. Y, realmente, al leer el Evangelio resalta ante todo la Buena Nueva por excelencia, el anuncio consolador del amor sin límites y sin término del Padre. Pero, junto a esto, encontramos también en los evangelios un claro aviso de que es posible el fracaso, de que no es imposible que rechacemos el amor. Precisamente por ser «veraces», ¿no son los evangelios, a un mismo tiempo, textos que consuelan y que comprometen, una oferta dirigida a hombres libres, abiertos a diversos destinos? Por ejemplo, el purgatorio. ¿Qué hay del purgatorio?
Mueve la cabeza con desaprobación: «¡Hoy todos nos creemos tan buenos que no podemos merecer otra cosa sino el paraíso! Esto proviene ciertamente de una cultura que, a fuerza de atenuantes y coartadas, tiende a borrar en el hombre el sentimiento de su propia culpa, de su pecado. Alguien ha observado que las ideologías que predominan actualmente coinciden todas en un dogma fundamental: la obstinada negación del pecado, de la realidad que la fe vincula al infierno y al purgatorio. Pero en el silencio acerca del purgatorio hay también alguna otra responsabilidad».
¿ Cuál?
«El escriturismo de origen protestante que ha penetrado también en la teología católica. Según esta tendencia, no serían suficientes, ni suficientemente claros, los textos explícitos de la Escritura sobre el estado que la Tradición ha denominado «purgatorio» (quizás el término sea tardío, pero la realidad aparece muy pronto en la creencia de los cristianos). Pero este escriturismo —ya he tenido ocasión de decirlo— tiene muy poco que ver con el concepto católico de Escritura, cuya lectura se hace en el seno de la Iglesia y con su fe. Yo digo que si no existiera el purgatorio, habría que inventarlo ».
¿Por qué?
«Porque hay pocas cosas tan espontáneas, tan humanas, tan universalmente extendidas —en todo tiempo y en toda cultura— como la oración por los propios allegados difuntos».
Calvino, el reformador de Ginebra, hizo azotar a una mujer sorprendida orando sobre la tumba de su hijo, y por lo tanto, según él, culpable de «superstición».
«La Reforma, en teoría, no admite el purgatorio ni, por consiguiente, las oraciones por los difuntos. Pero en la práctica, al menos los luteranos alemanes han vuelto a ellas justificándolas con algunas consideraciones teológicas. Las oraciones por los propios allegados son un impulso demasiado espontáneo para que pueda ser sofocado; es un testimonio bellísimo de solidaridad, de amor, de ayuda que va más allá de las barreras de la muerte. De mi recuerdo o de mi olvido depende un poco de la felicidad o de la infelicidad de aquel que me fue querido y que ha pasado ahora a la otra orilla, pero que no deja de tener necesidad de mi amor».
Sin embargo, el concepto de «indulgencias», que pueden obtenerse para sí mismo en vida o para algún difunto, parece haber desaparecido de la práctica y quizás también de la catequesis oficial.
«Yo no diría que ha desaparecido, sino que se ha debilitado, porque no goza de evidencia en el pensamiento actual. No obstante, la catequesis no tiene derecho a omitir este concepto. No hay que avergonzarse de reconocer que —en ciertos contextos culturales— la pastoral tiene dificultades para hacer comprensible una verdad de la fe. Quizá sea éste el caso de las «indulgencias». Pero los problemas de una retraducción al lenguaje contemporáneo no significan ciertamente que la verdad de la que se trata ya no sea tal. Y esto mismo vale para muchos otros aspectos de la fe».
Siguiendo con el tema de la escatología, también ha desaparecido el «limbo», aquel lugar intermedio en el que se encontrarían los niños muertos sin bautismo, y por tanto sólo con el pecado original como única «mancha». No queda la menor alusión a él, por ejemplo, en los catecismos oficiales del episcopado italiano.
«El limbo no ha sido nunca definido como verdad de fe. Personalmente —hablando más que nunca como teólogo y no como Prefecto de la Congregación— dejaría en suspenso este tema, que no ha sido nunca nada más que una hipótesis teológica. Se trataba de una tesis secundaria al servicio de una verdad que es absolutamente primaria para la fe: la importancia del bautismo. Por decirlo con las mismas palabras de Jesús a Nicodemo: «En verdad, en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no puede entrar en el reino de los cielos» (Jn 3,5). Puede abandonarse el concepto del «limbo» si parece necesario (por lo demás, los mismos teólogos que lo mantenían afirmaban al mismo tiempo que los padres podían evitarlo para sus hijos con el deseo de su bautismo y con la oración); pero que no se renuncie a la preocupación subyacente. El bautismo nunca ha sido para la fe algo meramente accesorio, y ni ahora ni nunca podrá ser considerado como tal».
Un servicio al mundo
El tema del bautismo remite al del pecado, y éste al incómodo tema del que habíamos partido.
Dice, para completar su pensamiento: «Cuanto más se comprenda la santidad de Dios, tanto más se comprenderá la oposición a lo Santo, es decir, las falaces máscaras del Demonio. El mejor ejemplo de esto es el mismo Cristo: junto a Él, el Santo por excelencia, no podía permanecer oculto Satanás, y su realidad se veía obligada a manifestarse. Por esto podríamos quizá decir que la desaparición de la conciencia de lo demoniaco pone de manifiesto un descenso paralelo de la santidad. El Diablo puede refugiarse en su elemento preferido, el anonimato, cuando no resplandece para descubrirlo la luz de quien está unido a Cristo».
Mucho me temo, cardenal Ratzinger, que con estas afirmaciones le van a tachar todavía más violentamente de «oscurantismo».
«No sé qué otra cosa puedo hacer. Sólo se me ocurre que un teólogo tan «libre de prejuicios», tan «moderno» como Harvey Cox, escribió —y precisamente en su época secularizante, desmitificadora— que «los mass-media (espejo de nuestra sociedad), al presentar determinados modelos de comportamiento, al proponer determinados ideales humanos, apelan a los demonios no exorcizados que están dentro de nosotros y a nuestro alrededor». Hasta el punto de que, para el mismo Cox, por parte de los cristianos «sería necesario volver a unas expresiones claras de exorcismo».
¿Un redescubrimiento del exorcismo como una especie de «servicio social»?, me aventuro a decir. «El que ve con lucidez los abismos de nuestra era —me responde— ve en ellos la acción de potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los hombres. El cristiano puede descubrir entonces que su misión de exorcista debe reconquistar aquella actualidad que poseyó en los inicios de la fe. La palabra «exorcismo» no ha de entenderse aquí, por supuesto, en su sentido técnico. Se refiere sencillamente a la actitud de la fe en general, que «vence al mundo» y «arroja a los príncipes del mundo». El cristiano sabe —si llega verdaderamente a divisar el abismo— que debe prestar un servicio al mundo. No nos dejemos contagiar por la mentalidad predominante que cree que «con un poco de buena voluntad podemos resolver todos los problemas». En realidad, aunque no tuviéramos fe, pero fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos cuenta de que sin la ayuda de una fuerza superior —que para el cristiano es solamente el Señor— estamos prisioneros de una historia irremediable».
Todo esto, ¿no será considerado «pesimista»?
«Ciertamente, no —me responde—. Si permanecemos unidos a Cristo, estamos seguros de obtener la victoria. Nos lo repite el mismo Pablo: «Confortaos en el Señor y en la fuerza de su poder; revestíos de toda la armadura de Dios para que podáis resistir a las insidias del diablo...» (Ef 6,10s). Si nos fijamos atentamente en la cultura laica más moderna, observaremos cómo el optimismo fácil, ingenuo, se está trastocando en su contrario, en el pesimismo radical, en el nihilismo desesperado. Puede llegar el momento en que los cristianos, que han sido acusados hasta ahora de ser «pesimistas», tengan que ayudar a sus hermanos a salir de esta desesperación, proponiéndoles el optimismo radical —y ciertamente no engañoso— cuyo nombre es Cristo».
No olvidar a los ángeles
«Sobre el Diablo —se ha dicho— se acaba siempre o por hablar demasiado, o demasiado poco».
Una vez denunciado el demasiado poco de la época actual, el cardenal vuelve sobre el peligro contrario, el del demasiado: «El misterio de la iniquidad tiene que encuadrarse en la perspectiva cristiana fundamental, centrada en la Resurrección de Jesucristo y su victoria sobre las potencias del Mal. En esta visión destaca con todo su vigor la libertad del cristiano y su serena seguridad, «que echa afuera el temor» (1 Jn 4,18); la verdad excluye al temor, Y. por esto mismo, permite reconocer el poder del Maligno. Puesto que la ambigüedad es la característica del fenómeno demoníaco, la mejor arma del cristiano contra el Demonio consiste en vivir cada día en la claridad de la fe».
Hay que recordar asimismo a los creyentes —para no desequilibrar la verdad católica— la otra vertiente que la Iglesia ha mantenido siempre, de acuerdo con la Sagrada Escritura: la existencia de los ángeles fieles a Dios, seres espirituales que viven en comunión con los hombres para ayudarles en sus luchas.
Desde luego que todo esto resulta «escandaloso» para una mentalidad moderna que presume de abarcar toda la realidad con su propio conocimiento. Pero la fe es un conjunto plenamente integrado y no se puede aislar o quitar ningún elemento de su complejo entramado. junto a los ángeles misteriosamente «caídos», que recibieron un misterioso papel de tentadores, resplandece «la visión luminosa de un pueblo espiritual unido a los hombres por la caridad. Un mundo que tiene un gran espacio en la liturgia tanto del Occidente como del Oriente cristianos; en él arraiga la confianza en esa nueva prueba de solicitud de Dios por los hombres cual es «el ángel de la guarda», que ha sido asignado a cada uno, y al que se dirige una de las oraciones más queridas y difundidas de toda la cristiandad. Se trata de una presencia benéfica que la conciencia del pueblo de Dios ha acogido siempre como una nueva muestra de la Providencia, del interés del Padre por sus hijos».
El cardenal subraya, sin embargo, que «la Realidad diametralmente opuesta a las categorías de lo demoníaco es la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo». Y lo explica: «Satanás es esencialmente el disgregador, el destructor de toda relación: la del hombre consigo mismo o con los demás. Por lo tanto, es exactamente lo contrario al Espíritu Santo, el «Intermediario» absoluto que establece la relación sobre la que se fundamentan, y de la que se derivan, todas las demás relaciones: la relación trinitaria, mediante la cual el Padre y el Hijo constituyen una sola cosa, el Dios único en la unidad del Espíritu».
El retorno del Espíritu
Actualmente —le comento— se está produciendo un redescubrimiento del Espíritu Santo, que quizás estaba demasiado olvidado en la teología occidental. Y se trata de un redescubrimiento no sólo teórico, sino que arrastra cada vez a mayor número de gente mediante los movimientos denominados «Renovación carismática» o «en el Espíritu».
«Ciertamente es así —me confirma—. El período posconciliar no parece haber correspondido mucho a las esperanzas de Juan XXIII, quien se prometía un «nuevo Pentecostés». Sin embargo, su oración no ha sido desoída: en medio del corazón de un mundo desertizado por el escepticismo racionalista ha surgido una nueva experiencia del Espíritu Santo que ha alcanzado las proporciones de un movimiento de renovación a escala mundial. Lo que nos narra el Nuevo Testamento sobre los carismas que se manifestaron como signos visibles de la venida del Espíritu Santo no es mera historia antigua, concluida ya para siempre; esta historia se repite hoy bullente de actualidad».
Y no es una casualidad —añade subrayando y reforzando su visión del Espíritu Santo como antítesis de lo demoníaco— el que «mientras una teología reduccionista trata al demonio y al mundo de los espíritus malos como si fueran meras etiquetas, por el contrario en el ámbito de la Renovación ha surgido una nueva y concreta toma de conciencia sobre las potencias del Mal, aunque, claro está, unida a la serena certeza sobre el poder de Cristo al que todo ha sido sometido».
Por su propia misión institucional, el cardenal —en este punto al igual que en otros— se detiene a examinar las otras posibles caras de la medalla. En lo que respecta al movimiento carismático advierte: «Ante todo hay que salvar el equilibrio, evitar un énfasis exclusivo en el Espíritu, que, como nos dice el mismo Jesús, no «habla por si mismo», sino que vive y actúa dentro de la vida trinitaria». Tal énfasis «podría llevar a establecer una oposición entre la Iglesia organizada sobre la jerarquía (fundada a su vez sobre Cristo) y una Iglesia «carismática», basada solamente en la «libertad del Espíritu», una Iglesia que se considerara a sí misma como un «acontecer» continuamente renovado».
«Salvar el equilibrio —continúa— significa mantener la justa proporción entre institución y carisma, entre la fe común de la Iglesia y la experiencia personal. Una fe dogmática sin experiencia personal sería algo vacío; una mera experiencia que no estuviera vinculada a la fe de la Iglesia sería algo ciego. En fin, no es el «nosotros» del grupo el que vale, sino el gran «nosotros» de la gran Iglesia universal; la cual, y sólo ella, puede darnos el cuadro adecuado para «no despreciar al Espíritu y retener todo lo que es bueno», según la exhortación del Apóstol».
Más aún —completando el panorama de los «peligros»—, «hay que guardarse de un ecumenismo demasiado fácil —y es algo que se da claramente en América—, ya que de ese modo algunos grupos carismáticos católicos pueden perder de vista su propia identidad y unirse de una manera crítica a formas de pentecostalismo de origen protestante, y esto en nombre del «Espíritu» visto como opuesto a la institución». Los grupos católicos de Renovación en el Espíritu deben, por lo tanto, «ahora más que nunca, sentiré cum Ecclesia, actuar siempre y en todo caso en comunión con el obispo, incluso para evitar los daños que se producen cada vez que la Escritura es desarraigada de su contexto comunitario: el fundamentalismo, el esoterismo y el sectarismo».
Después de haber llamado la atención sobre los peligros, ¿ve el Prefecto de la Sagrada Congregación como algo positivo la salida al proscenio de la Iglesia de este movimiento de Renovación en el Espíritu?
«Ciertamente —afirma—. Se trata de una esperanza, de un buen signo de los tiempos, de un don de Dios a nuestra época. Es el redescubrimiento del gozo y de la riqueza de la oración en contraposición a las teorías y prácticas cada vez más entumecidas y resecadas por el racionalismo secularizado. Yo mismo he podido constatar personalmente su eficacia: en Munich surgieron algunas vocaciones al sacerdocio procedentes de este movimiento. Como ya he dicho, al igual que toda realidad humana, también ésta queda expuesta a equívocos, a malentendidos, a exageraciones. Pero el verdadero peligro estaría en ver solamente los peligros y no el don que nos es ofrecido por el Espíritu. Así, pues, la necesaria cautela no cambia el juicio fundamentalmente positivo».
Notas
[13] Pablo VI, Alocución en la audiencia general del 29 de junio de 1972.
[14] Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.
[15] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.
[16] Ibid.: Pablo VI, Alocución del 15 de noviembre de 1972.
[17] Documento de la Congregación para la Doctrina de la Fe (junio de 1975).
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