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Capítulo XI.- Hermanos pero separados
¿Un cristianismo más «moderno»?
Pasamos ahora al tema del ecumenismo, a las relaciones entre las diversas confesiones cristianas. Como ciudadano de un país multiconfesional como Alemania, Joseph Ratzinger escribió importantes contribuciones sobre este tema. Ahora, en su nueva misión, no tiene menos presente el problema ecuménico.
Dice: «El empeño ecuménico, en este período de la historia de la Iglesia, es parte integrante del desarrollo de la fe». Y de nuevo, en este tema —y tanto más cuanto más importantes son los asuntos—, se advierte en él una necesidad de precisión. Ya en otra ocasión observaba: «Cuando se corre por un camino equivocado, se aleja uno de la meta». En cuanto está de su parte, vigila, ejerce su «función crítica», convencido de que, al igual que en cualquier otro asunto, «también en el ecumenismo los equívocos, las impaciencias, la superficialidad, nos alejan de la meta en vez de acercarnos a ella». Se muestra convencido de que «las definiciones claras de la propia fe sirven a todos, incluso al interlocutor», y de que «el diálogo puede profundizar y purificar la fe católica, pero no puede cambiarla».
Empiezo con una «provocación»: Eminencia, hay quien dice que se está dando un proceso de «protestantización» del catolicismo.
La respuesta, como siempre, apunta al núcleo de la cuestión sin agazaparse en distinciones evasivas: «Depende de cómo se defina el «protestantismo». Quien hable hoy de la «protestantización» de la Iglesia católica, se referirá sin duda, en términos generales, a un cambio de eclesiología, a una concepción diferente de las relaciones entre la Iglesia y el Evangelio. Existe, de hecho, el peligro de semejante cambio: no es un mero espantapájaros montado por algunos círculos integristas».
Pero, ¿por qué precisamente el protestantismo —cuya crisis no es ciertamente menor que la del catolicismo— debería atraer hoy a teólogos y laicos que hasta el Concilio permanecían fieles a la Iglesia de Roma?
«Desde luego, no es fácil explicarlo. Me viene a las mientes la siguiente consideración. El protestantismo surgió en los comienzos de la Edad Moderna y, por lo mismo, está más ligado que el catolicismo a las fuerzas profundas que produjeron la era moderna. Su configuración actual se debe en gran medida al contacto con las grandes corrientes filosóficas del siglo XIX. Su suerte y su peligro están en su apertura a la mentalidad contemporánea. No es extraño que teólogos católicos, que no saben qué hacer con la teología tradicional, lleguen a opinar que hay en el protestantismo caminos adecuados y abiertos de antemano para una fusión de fe y modernidad».
¿Qué principios entrarían en juego en esa opinión?
«Hoy como ayer, el principio Sola Scriptura desempeñaría un papel primordial. Para un cristiano medio hoy resulta más «moderno» admitir que la fe nazca de la opinión individual, del trabajo intelectual, de la contribución del especialista. Si escarbamos más a fondo, encontraremos aquí de nuevo, como origen de toda esta situación, que en la raíz hay una concepción protestante de la Iglesia más fácil de aceptar que la católica».
Así que desembocamos, una vez más, en la eclesiología.
«Ciertamente. Al hombre moderno de la calle le dice, a primera vista, más un concepto de Iglesia que en lenguaje técnico llamaríamos «congregacionista» o «Iglesia libre» (Freechurch). Parte de que la Iglesia es una forma mudable y pueden organizarse las cosas de la fe del modo más conforme posible a las exigencias del momento. Ya hemos hablado de ello varias veces, pero vale la pena volver sobre el tema: resulta casi imposible para la conciencia de muchos, hoy día, el llegar a ver que tras la realidad humana se encuentra la misteriosa realidad divina. Este es, como sabemos, el concepto católico de la Iglesia, que ciertamente es mucho más duro de aceptar que el que acabamos de esbozar, que no es, por supuesto, «lo protestante sin más», sino algo que se ha formado en el marco del fenómeno «protestantismo».
A finales de 1983 —quinto centenario del nacimiento de Martín Lutero—, visto el entusiasmo de alguna celebración católica, las malas lenguas insinuaron que actualmente el Reformador podría enseñar las mismas cosas de entonces, pero ocupando sin problemas una cátedra en una universidad o en un seminario católico. ¿Qué me dice de esto el Prefecto? ¿Cree qué la Congregación dirigida por él invitaría al monje agustino para un «coloquio informativo»?
Sonríe: «Sí, creo de hecho que también hoy él tendría que explicarse y que lo que dijo tampoco hoy puede considerarse «teología católica». Si así no fuera, no sería necesario diálogo ecuménico alguno, porque un diálogo crítico con Lutero busca precisamente y pregunta cómo cabe salvar los auténticos valores de su teología y superar lo que de católico le falta».
Sería interesante saber en qué temas se apoyaría la Congregación para la Doctrina de la Fe para intervenir contra Lutero.
No hay la menor duda en la respuesta: «Aun a costa de parecer tedioso, creo que nos centraríamos una vez más en el problema eclesiológico. En la disputa de Leipzig, el oponente católico de Martín Lutero le demostró de modo irrefutable que su «nueva doctrina» no se oponía solamente a los Papas, sino también a la Tradición, claramente expresada por los Padres y por los Concilios. Lutero entonces tuvo que admitirlo y argumentó que también los concilios ecuménicos habían errado, poniendo así la autoridad de los exegetas por encima de la autoridad de la Iglesia y de su Tradición».
¿Fue en ese momento cuando se produjo la «separación» decisiva?
«Efectivamente, así lo creo. Fue el momento decisivo, porque se abandonaba la idea católica de la Iglesia como intérprete auténtica del verdadero sentido de la Revelación. Lutero no podía compartir ya la certeza de que, en la Iglesia, hay una conciencia común por encima de la inteligencia e interpretación privada. Quedaron alteradas las relaciones entre la Iglesia y el individuo, entre la Iglesia y la Biblia. Por tanto, si Lutero viviera, la Congregación habría de hablar con él sobre este punto, o, mejor dicho, sobre este punto hablamos con él en los diálogos ecuménicos. Por otra parte, no es otra la base de nuestras conversaciones con los teólogos católicos: la teología católica expone la fe de la Iglesia; cuando se pasa de la exposición a una reconstrucción autónoma, se hace otra cosa».
Hay quien dice...
Cardenal Ratzinger, continuemos con las «provocaciones», sigamos analizando las insinuaciones de las malas lenguas... Por ejemplo: hay quien dice que, en estos años, el ecumenismo ha discurrido con frecuencia en un solo sentido. Disculpas y demandas de perdón —desde luego con frecuencia muy justificadas— por parte católica; pero por parte protestante, se observa una reafirmación en los propios argumentos y, al parecer, poca inclinación a reexaminar críticamente los orígenes y acontecimientos de la Reforma.
«Puede que sea verdad —responde—. La actitud de cierto ecumenismo católico posconciliar ha estado quizás marcada por una especie de masoquismo, por una necesidad un tanto perversa de reconocerse culpable de todos los desastres de la historia. Hablando concretamente de la situación alemana, que conozco por dentro, tengo que decir que soy amigo de algunos protestantes verdaderamente espirituales, personas a las que realmente admiro. Al vivir en profundidad su vida cristiana, estas personas tienen también una profunda conciencia de la culpa de todos los cristianos por las divisiones que les desgarran. Por parte protestante hay un nuevo interés respecto a los elementos fundamentales de la realidad católica».
¿Cuál es el principal objeto de la revisión por parte de la Reforma?
«Hay un redescubrimiento de la necesidad de una Tradición, sin la cual la Biblia queda como flotando en el aire, y como un libro antiguo entre tantos otros. Este redescubrimiento se ve favorecido también por el hecho de que los protestantes pertenecen, junto con los ortodoxos, al Consejo Ecuménico de Ginebra, que es el organismo que reúne a todas las Iglesias cristianas, a excepción de la católica. Ahora bien, decir «ortodoxia oriental» equivale a decir «Tradición».
«Por lo demás —agrega—, este empecinamiento en el Sola Scriptura del protestantismo clásico no podía perdurar, y hoy más que nunca ha sido puesto en cuestión por la exégesis «científica», nacida y desarrollada precisamente en el ámbito de la Reforma, que ha demostrado que los evangelios son producto de la Iglesia primitiva; más aún, que toda la Escritura no es más que Tradición. Hasta el punto que, dándole la vuelta a su lema tradicional, algunos estudiosos luteranos parecen acercarse a la idea de las Iglesias ortodoxas de Oriente: no se trata ya de Sola Scriptura, sino de Sola Traditio. Y se da también, por parte de algunos teólogos protestantes, el redescubrimiento de la autoridad, de una cierta jerarquía, y de la realidad de los sacramentos».
Y añade sonriendo, como pensativamente: «Mientras fueron los católicos quienes decían estas cosas, era difícil que los protestantes las aceptaran. Dichas por las Iglesias de Oriente, han sido escuchadas y estudiadas con mayor atención, quizás porque se desconfiaba menos de aquellos cristianos, cuya presencia en el Consejo de Ginebra ha resultado providencial».
Así, pues, hay también un movimiento de la parte protestante; se da una convergencia hacia posiciones que podrían manifestarse algún día como comunes.
Ratzinger, como buen realista, está lejos de cualquier optimismo ingenuo: «Sí, existe ese movimiento y por tanto un reconocimiento de infidelidad a Cristo por parte de todos los cristianos, no sólo por la parte católica. Pero queda aún como un límite infranqueable aquella diversa concepción sobre la Iglesia. Á un reformado le resultará siempre difícil, por no decir imposible, aceptar el sacerdocio como sacramento y como condición indispensable para la eucaristía; porque para aceptar esto sería menester aceptar la estructura de la Iglesia basada en la sucesión apostólica. A lo sumo —al menos por ahora— pueden llegar a conceder que este tipo de Iglesia es la mejor solución, pero no que sea la única, la indispensable».
Ratzinger observa que precisamente por esta idea sobre la Iglesia —que resulta más «fácil», más «obvia», según la mentalidad actual—, al convivir protestantes y católicos, son estos últimos los que corren mayor riesgo de deslizarse hacia las posiciones del otro. «El auténtico catolicismo —dice— se mantiene en un equilibrio muy delicado, en un intento de compaginar aspectos que parecen contrapuestos y que, sin embargo, aseguran la integridad del Credo. Además, el catolicismo exige la aceptación de una mentalidad de fe que frecuentemente se halla en una radical oposición con la opinión actualmente dominante».
Como ejemplo me cita la renovada negativa de Roma a permitir «la intercomunión», es decir, la posibilidad para un católico de participar en la eucaristía de una Iglesia reformada. Dice: «Muchos católicos piensan que esta prohibición es el último fruto de una mentalidad intolerante que ha pasado de moda. «No seáis tan severos, tan anacrónicos», nos gritan enardecidos. Pero no es cuestión de intolerancia ni de retraso ecuménico. Para el Credo católico, si no hay sucesión apostólica, no hay sacerdocio auténtico, y por tanto no puede haber auténtica eucaristía. Nosotros creemos que esto ha sido querido así por el mismo Fundador del cristianismo».
Un largo camino
Ya hemos aludido, aunque en forma indirecta, a las Iglesias ortodoxas del Oriente europeo. ¿Cómo se desarrollan las relaciones con ellas?
«Los contactos son aparentemente más fáciles, pero en realidad presentan graves dificultades. Estas Iglesias tienen una doctrina auténtica, pero estática, como bloqueada; permanecen fieles a la doctrina del primer milenio cristiano, pero rechazan todas las profundizaciones sucesivas, porque los católicos habrían tomado las decisiones sin contar con ellos. Según ellos, en materia de fe solamente puede decidir un Concilio verdaderamente ecuménico, y, por lo tanto, que comprenda a todos los cristianos. En consecuencia, no consideran válido cuanto ha sido declarado por los católicos después de la división. En principio, hasta pueden estar de acuerdo sobre todo lo que ha sido establecido, pero lo consideran limitado a las Iglesias que dependen de Roma y no lo aceptan como norma también para ellos».
Al menos en esto la eclesiología constituye un problema menos insoluble.
«No está tan claro. Es verdad que tienen firme la idea de la necesaria sucesión apostólica, y que su episcopado y su eucaristía son auténticos. Sin embargo, conservan esa idea profundamente asimilada de la autocefalía, según la cual, las Iglesias, aunque unidas en la fe, son al mismo tiempo independientes entre sí. No llegan a aceptar que el Obispo de Roma, el Papa, pueda ser el principio, el centro de la unidad, aunque sea en una Iglesia universal entendida como comunión».
¿Así que ni siquiera con el Oriente es previsible, para tiempos no muy lejanos, un principio de unión?
«No veo, dentro de una perspectiva humana, que sea posible una unión completa que vaya más allá de una practicable (y ya practicada) fase inicial. Sin embargo, esta dificultad está en el nivel teológico. En cambio, en el plano concreto, vital, las relaciones son más fáciles. Puede verse allí donde los católicos y los ortodoxos están en contacto (y quizás sufren una misma persecución), como por ejemplo en Ucrania. Aunque las eclesiologías continúen divididas para la teología, en cambio, en la existencia concreta, las Iglesias experimentan un intercambio vital: existe reciprocidad sacramental y es posible (en determinadas condiciones) la intercomunión, a diferencia de lo que sucede con los protestantes».
Los anglicanos se han considerado siempre como the bridge-church, la iglesia puente entre el mundo protestante y el católico; hubo un tiempo (y no lejano) en que pareció que se estaba a un paso de la unión.
«Es verdad. Pero ahora los anglicanos han vuelto a alejarse bruscamente con las nuevas normas sobre los divorciados que vuelven a casarse, sobre el sacerdocio conferido a las mujeres y sobre otras cuestiones de teología moral. Estas cuestiones han vuelto a abrir una brecha no sólo entre los anglicanos y los católicos, sino también entre los anglicanos y los ortodoxos, que en general comparten el punto de vista católico».
Después del Concilio alguien afirmó que bastaría con que la Iglesia católica se adentrara por el camino e las «reformas» para reencontrar la unidad con los hermanos separados. Sin embargo, tengo delante un documento reciente sobre el ecumenismo, proveniente de la parte protestante y en concreto de las Iglesias italianas valdense y metodista. En él se lee: «Catolicismo y protestantismo, aunque se remonten a un mismo Señor, son dos modos distintos de entender y vivir el cristianismo. Estos modos distintos no son complementarios sino alternativos».
¿Qué opina de esto el cardenal Ratzinger?
«Desgraciadamente, por el momento, la realidad es ésta. No hay que confundir las palabras con la realidad: cualquier progreso en el plano teológico, cualquier documento común, no significan un acercamiento verdaderamente vital. La eucaristía es vida, y esta vida, lamentablemente, no es compartible con quien tiene una concepción de la Iglesia —y, por lo tanto, del sacramento— tan distante. Existe un cierto peligro en un ecumenismo que no se sitúe realistamente ante esta dificultad, insuperable, por el momento, para los hombres. Por otra parte, está claro que también existían peligros en la situación preconciliar, marcada por el encastillamiento y por la intransigencia, que no dejaban espacio a la fraternidad».
«Pero la Biblia es católica»
Se ha intentado avanzar algún paso proponiendo algunas traducciones de la Biblia en común entre diversas confesiones. ¿Qué piensa Ratzinger de estas ediciones ecuménicas?
«Solamente he estudiado la traducción interconfesional alemana. Ha sido concebida sobre todo para el uso litúrgico y para la catequesis. En la práctica resulta que la usan casi exclusivamente los católicos, y en cambio no la usan muchos luteranos, porque prefieren volver a «su» Biblia».
¿Sería, quizás, otro caso de ecumenismo «en un solo sentido»?
«Tampoco en este tema hay que hacerse demasiadas ilusiones. La Escritura vive en una comunidad y tiene necesidad de un lenguaje. Toda traducción es al mismo tiempo, de alguna manera, una interpretación. Hay pasajes (y todos los estudiosos están de acuerdo en esto) en que dice más el traductor que la misma Biblia, y esto sucede muy especialmente con Lutero. Algunos textos de la Escritura exigen una elección muy precisa, una toma de posición muy clara. No se puede mezclar o esconder una dificultad mediante subterfugios. Se pretende hacernos creer que los exegetas, con sus métodos histórico-críticos, habrían encontrado la solución «científica» y, por lo tanto, por encima de las partes en cuestión; pero esto no es así, porque toda «ciencia» depende inevitablemente de una filosofía, de una ideología. No existe la neutralidad, y menos en este tema. Por otra parte, comprendo que los luteranos alemanes insistan en su Biblia de Lutero. En su forma literaria, ella ha sido precisamente la fuerza unitiva del luteranismo a través de los siglos; su eliminación afectaría de hecho al núcleo de la identidad luterana. Esta traducción tiene un rango en su comunidad muy distinto del que cualquier otra pueda tener entre nosotros. Además, por la interpretación que implica, limita en cierto sentido los efectos de la Sola Scriptura y proporciona una inteligencia común de la Biblia, una asimilación «eclesial» común».
Añade: «Debemos tener el valor de repetir con toda claridad que, tomada en su totalidad, la Biblia es «católica». El aceptarla tal como está, en la unidad de todas sus partes, significa aceptar a los grandes Padres de la Iglesia y la lectura que ellos hicieron; y, por lo tanto, significa entrar en el catolicismo».
Semejante afirmación —me aventuro a decir—, ¿no corre el riesgo de suscitar la desconfianza de quien la considere «apologética»?
«No —replica—, porque no es mía, sino de muchos exegetas protestantes contemporáneos. Por ejemplo, uno de los discípulos predilectos del luterano Rudolf Bultmann, el profesor Heinrich Schlier. Éste, llevando hasta sus lógicas consecuencias el principio de Sola Scriptura, ha visto que el «catolicismo» está ya en e Nuevo Testamento, porque en él se encuentra ya el concepto de una Iglesia viviente a la que el Señor le ha dejado su Palabra viva. ¡Ciertamente que no está en la Escritura la idea de que ésta sea un fósil arqueológico, una colección de diversas fuentes que tuvieran que ser estudiadas por un arqueólogo o por un paleontólogo! De esta manera, con coherencia, Schlier ha entrado en la Iglesia católica. Otros colegas suyos protestantes no han llegado a tanto, pero no impugnan en general la presencia de lo católico en la Biblia».
Y usted mismo, cardenal Ratzinger (de niño, o de joven seminarista, o quizá de teólogo), ¿no se ha sentido nunca atraído por el protestantismo? ¿No ha pensado nunca en cambiar a otra confesión cristiana?
«¡Oh, no! —exclama—. El catolicismo de mi Baviera sabía dejar sitio para todo lo que es humano: para la oración y para las fiestas, para la penitencia y para la alegría. Un cristianismo gozoso, policromo, humano. Será que no tengo el sentido del «purismo» y que desde la infancia he respirado el barroco. Y con toda la estima a mis amigos protestantes, por simple psicología, jamás he sentido un atractivo de este género. Tampoco en el plano teológico; el protestantismo podía dar la impresión de una «superioridad», de mayor «cientifismo», pero la gran tradición de los Padres y de los maestros medievales era para mí más convincente».
Iglesias en la tempestad
Usted vivió de niño, luego de adolescente y de joven (tenía dieciocho años en 1945) en la Alemania del nazismo; ¿cómo ha vivido en cuanto católico aquel clima terrible?
«Nací en una familia muy creyente y practicante. En la fe de mis padres, en la fe de nuestra Iglesia, tuve la confirmación del catolicismo como la fortaleza de la verdad y de la justicia contra aquel reino del ateísmo y de la mentira que fue el nazismo. En el hundimiento de aquel régimen he visto de hecho que la Iglesia había tenido una intuición acertada».
Pero Hitler venía del Austria católica; el partido fue fundado y prosperó en la católica Munich...
«Bien. Pero sería una miopía considerarlo por eso producto del catolicismo. Los gérmenes venenosos del nazismo no son fruto del catolicismo de Austria, o de Alemania meridional, sino a lo sumo de la atmósfera decadente y cosmopolita de Viena a finales de la monarquía, cuando Hitler meditaba nostálgico la fuerza y decisión de la Alemania septentrional: sus ídolos políticos fueron Federico II y Bismarck. En las elecciones decisivas de 1933 es bien sabido que Hitler no logró la mayoría en los Ländern católicos, a diferencia de lo que ocurrió en otras regiones alemanas».
¿Cómo explica esto?
«Tengo que comenzar diciendo que el núcleo creyente de la Iglesia evangélica desempeñó un destacado papel en la resistencia a Hitler. Me acuerdo de la Declaración de Barmen, del 31 de mayo de 1934, con la que la «Iglesia confesora» (bekennende Kirche) se apartó de los «Cristianos alemanes» y realizó así el acto básico de oposición a las pretensiones totalitarias de Hitler. Por otra arte, el fenómeno de los «Cristianos alemanes» hacía ver el singular peligro al que quedó expuesto el protestantismo en el momento de la toma del poder. La idea de un cristianismo nacional, es decir, germano, antilatino, deparó a Hitler un punto de conexión, lo mismo que la tradición de la Iglesia estatal y la fuerte insistencia en la obligación de la obediencia a la autoridad, tan familiar a la tradición luterana. Por estos aspectos, el protestantismo alemán, en particular e luteranismo, se vio al principio mucho más expuesto a las artimañas de Hitler. Un movimiento como el de los «Cristianos alemanes» no tenía cabida posible en el marco de la eclesiología católica».
Eso no quita el que también los protestantes se significaran en la lucha contra el nazismo.
«Claro que no. De lo que acabo de decir sobre el protestantismo se deduce precisamente que los protestantes necesitaban un coraje más personal para resistir a Hitler. Karl Barth expresó con mucha claridad este estado de cosas cuando rechazó el juramento de los funcionarios. Así se explica que e1 protestantismo tenga destacadas personalidades de la resistencia antinazi. Pero asimismo se comprende cómo al católico alemán medio le resultara más fácil mantenerse en el rechazo de las doctrinas de Hitler. En aquella situación política se vio una vez más lo que en tantas otras se ha comprobado en a historia. A la hora de optar por un mal menor, la Iglesia puede, por táctica, llegar a pactos hasta con sistemas estatales represivos, resultando a la postre ser un bastión contra las apisonadoras totalitarias. Por su propia naturaleza, la Iglesia católica no puede ni mezclarse ni confundirse con el Estado y tiene que oponerse a cualquier Estado que fuerce a los creyentes a una visión única. Esto, ni más ni menos, fue lo que viví, siendo joven católico, en la Alemania nazi».
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