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5.- Una mujer en su casa

Yo he definido a Marta: una mujer que recibía en su casa. Pero, ¿cómo definir esta casa? ¿Celda de un Carmelo, cápsula espacial inmóvil, sala de reanimación, casa de campo, granja, refugio, gruta, caverna, santuario, choza?

Antes de entrar en la cámara oscura, profunda, inodora, misteriosa, había que esperar largo tiempo en una sala, con su chimenea, semejante a todas las de la campiña de occidente, donde la familia se reúne alrededor del fuego, ese invento de la prehistoria, ese fuego, ese hogar origen y fin de todo, que va a jugar un papel tan grande en la imaginación de Marta. La sala, en 1985, no ha cambiado. Ya en el tiempo en que Marta vivía, los muebles tenían la inmovilidad sombría, enlutada, irónica que tienen los objetos de los museos. Un reloj, cuyo péndulo se veía oscilar midiendo el paso del tiempo aparentemente más lento que en París.

Tres mil seiscientas veces por hora

el segundero cuchichea: Acuérdate.

Rápido, con su voz de insecto,

el ahora dice: Estoy en otro tiempo.

(Baudelaire)

Somnoliento sobre la silla de paja el inevitable gato piensa. La sala tiene un fogón con su hornillo negro, pulido, sólido, prosaico, funcional y banal. Hay una mesa muy larga, rectangular, rodeada de bancos, donde me imaginaba a los segadores agobiados por el cansancio, tomando en silencio su merienda y cuyos ruidos oía Marta. Es, pues, donde se debe esperar.

Me acordaba del tiempo en que mi madre me llevaba al especialista de las anginas o la dentadura: Allí esperaba con personas desconocidas con las cuales no se debía hablar. El visitante anterior salía deslumbrado por la luz, bajando los ojos como un ladrón que se cree sorprendido cuando lleva un tesoro.

Marta vivía en la noche perpetua; no podía soportar el menor rayo de luz. Cuando de pronto se penetraba en su catacumba, uno quedaba ciego por la oscuridad. Me llevaba a pensar en los cuadros de George de La Tour, a quien le gusta pintar a una mujer saliendo de la oscuridad, como Irene o María Magdalena. Pero La Tour coloca en alguna parte una fuente de luz, una llama. Se avanzaba a tientas hasta una silla de paja colocada cerca del lecho, a la derecha bastante lejos de su cara.

Comenzaba a distinguirse la forma de su cuerpo: una forma quebrada como una M mayúscula. Más tarde leí un informe médico que puntualiza: "La paciente está tendida sobre la espalda en un pequeño lecho cuya longitud interior es de un metro diez. Está acostada con la cabeza y las espaldas ligeramente levantadas por una almohada, la cabeza un poco inclinada a la derecha; los muslos están ligeramente doblados sobre la pelvis, en ligera aducción, de modo que las rodillas, que están en contacto una con otra y apoyadas en un cojín, quedan a la altura de la cabeza. Las piernas, están flexionadas, la cara posterior de la pantorrilla enfrente de la cara posterior del muslo izquierdo, apoyando el borde derecho de los pies sobre el lecho. La posición es tal que la longitud total del cuerpo acostado se mide de la cabeza a las rodillas y no de la cabeza a los pies".

Se hablaba en la oscuridad, sin poder contemplar el rostro, sin poder interpretar sus palabras por el destello cambiante de las pupilas o el casi imperceptible temblor de los labios. Dicho de otro modo, Marta era total, sólo y únicamente, una voz. Se descubría solamente por la voz, esta voz que fue para el hombre de las cavernas el primer idioma. Dios mismo, antes de hacerse ver en el jardín del Edén por Adán, le había ya hablado. La Creación comenzó por sola la palabra.

Si me fuera permitido traducir a colores el sonido, diría que la voz que intento describir semejaba un ramillete de flores en el que se habían puesto esos tulipanes que prefería entre las demás flores la niña Marta, y también algunos claveles, algunos jazmines y algunas rosas; sobre todo esas flores que se llaman exactamente "pensamientos" y que son terciopelo vegetal.

Durante veinticinco años Marta no fue para mí más que un murmullo, una voz: una voz en la noche. Voz de sorprendente flexibilidad, variedad, ternura latente, dulzor y vigor. Voz melodiosa, voz cambiante, voz tímida y pura al comenzar la conversación, voz casi infantil, como la de toda joven muchacha. Voz juguetona, a veces traviesa. Voz discreta, voz siempre afectuosa. Al principio esa voz parecía un pájaro que emprendía el vuelo, una primera confidencia amorosa, una menudita fuentecilla. Esa voz que yo escuchaba (como un solo de flauta en un concierto) acentuada, recalcada a veces por pequeños sonidos agudos, a veces por acentos muy graves. Voz siempre clara y transparente. Voz baja, pero nunca susurrante. Voz neta y que no titubeaba a pesar de su lentitud. Pero de pronto y sin previo aviso, esta voz enclenque adquiría volumen: se hacía fuerte, capaz de llenar toda la habitación, como si Marta estuviera predicando la Cruzada. Entonces era una voz firme, voluminosa, oracular. Sucedía esto cuando daba algún consejo que juzgaba importante, cuando trazaba la línea de ruta, cuando manifestaba piedad o esperanza con una autoridad sin réplica.

Parecía que la pequeña Marta se transformaba en otra distinta de ella misma, que en ella habitaba otra segunda Marta, ésta inspirada. Muchos de los visitantes quedaron sorprendidos por este cambio de registro de voz, por el acento de reprobación, indignación, que había seguido a un murmullo delicado, casi infantil. Entonces replicaba con viveza, como un arquero lanza sus flechas. Después ella volvía a su voz primera, amable, dulce y confidencial.

Con frecuencia sucedía que se interrumpía; tenía miedo de no encontrar la palabra más exacta. Entonces me decía: "¡Ayúdeme!... ¿Cómo diría...?»

Poco a poco, bajo tal voz se adivinaba en la oscura habitación un rostro extenuado, pálido como la luna. Yo, por el contrario, imaginaba una joven campesina vigorosa. Me venía a la mente Nietzsche, quien deseaba que en todas nuestras palabras "la gravedad y la jovialidad se dieran tiernamente la mano".

Esta hija del campo que no podía moverse, ni masticar ni deglutir, se diría que se alimentaba de las palabras de nuestra vieja lengua, que rompía la cáscara, que chupaba sus raíces, las masticaba, las saboreaba.

Siempre recordaré su manera de pronunciar una de las más vulgares palabras: la de coger (prendre) que resumía su mística. A esta palabra vacía, secularizada, ella le infundía su vigor, su canto de triunfo. Coger significaba para ella tomar, agarrar, cargar con. "Tú me has cogido por la mano en este infierno moderno", decía Aragón. Coger significaba: "me pongo en vuestro lugar", "tomo vuestra desesperación, la hago mía, os descargo de ella", "voy a pagar vuestra deuda por vosotros", "lo que vosotros sufrís, lo voy a sufrir yo también". Dentro de poco diré cómo se ponía en la postura de una suplicante. Y esto con delicadeza, como si se dirigiera a una madre que va de compras: No te preocupes yo me encargo (prendre) de tus niños".

Aprendí hace mucho que en las lenguas arias la sensación y la idea no son designadas por las mismas palabras, pero que no sucede lo mismo en hebreo. Marta no sabía hebreo, pero era concreta: cuando pronunciaba una palabra, parecía que la humedecía en sus labios. ¿Cómo hacer entender esto con sólo mi escritura? Todos los que visitaron a Marta recordarán su manera de pronunciar ciertas palabras familiares: comunión, consumación, dicha. O en el registro inverso: matanza, rebaño (de personas), arsenal, derrumbe. La palabra bisílaba que pronunciaba con una ternura, una energía e insistencia extremas, como Juana de Arco sobre la hoguera, era JESÚS.

Si se recuerda, el Dr. Couchoud me había dicho: "Os voy a definir a Marta: es un cerebro". Y Marta le respondió: «¿Acaso no soy más bien un corazón? ¿Están separados cerebro y corazón?» Antiguamente se pensaba, que la sede de la vida estaba en el hígado; hoy se sabe que el corazón es un músculo hueco que sólo sirve para bombear. Marta no sabía que ella sentía, sufría sólo por su cerebro, por su materia gris, centro de la sinapsis. Y lo que yo admiraba en ella era justamente ese cerebro que no dormía jamás, que estaba tan organizado, capaz de concentrarse y distenderse, de adaptarse a las síntesis y a los más pequeños detalles. Me dejaba sorprendido la rapidez con que sin esfuerzo aparente Marta se acomodaba a los problemas tan diferentes de las personas que acudían a ella para pedirle consejo: hombres cargados de responsabilidad en la Iglesia o en el Estado, sacerdotes, obreros, patronos, ricos y pobres, —sobre todo pobres— personas con problemas insolubles, seres marcados por la desgracia, tentados al suicidio o esclavos de un vicio. Marta conoció y escuchó el abanico de las dificultades humanas. Y cada vez que recibía era para dar soluciones con palabras muy simples. Mi mujer, María Luisa, me decía con razón: "Fuera no hay más que problemas. Junto a ella no hay más que soluciones". "¿Por qué será así?", le pregunté. «Porque ella se pone a la vez en el centro del cielo y de la tierra, hace que coincidan ambos centros". Tal era en efecto la impresión que daba. Siempre quedé sorprendido de su talento para lanzar la flecha y heriros en el corazón. Tras lo que torpemente se había intentado expresar, ella iba derecho a lo que no se había expresado o por incapacidad o por temor. Lo reprimido era lo esencial. De aquello que se le contaba, de la corona de espinas que ella llamaba el "revoltijo" o las "virutas" y que ella barría, ponía de relieve lo inexpresable. Daba la solución.

A mí me sucedió que le consulté algún problema de conciencia. ¿Quién no ha conocido esos momentos de ansiedad, cuando uno debe, en medio de oscuridades, tomar una decisión cuyos efectos se extenderán por largo tiempo? La existencia tiene esos Rubicones donde los más decididos titubean —como sucedió a César echando suertes y consultando adivinos—. En numerosas ocasiones Marta ha sido esa pitonisa. Cierto día yo había tomado una solución razonable, según la prudencia. Mi carácter, al que no gusta el riesgo y que de buen grado colorea de sabiduría su natural pereza, estaba satisfecho. Yo había elegido según el consejo de los sabios la solución, tentadora siempre para los jefes, que consiste en no hacer nada y dejar las cosas a la Providencia. Marta me escuchó la exposición de esas justas razones para no hacer nada. Al punto, con viveza, sin reflexión, me dio un consejo totalmente contrario. Me señaló otro camino: la osadía, el riesgo de ir a por todas; como si en su interior le motivara esa ley de la evolución de las especies, que consiste en que el mejor resultado va del brazo de los grandes riesgos.

El consejo de Marta, más allá de mis veleidades, concordaba con mi voluntad profunda. Cuando yo reflexiono con sólo mi inteligencia, no me decido jamás, balanceo. Es necesario dejar de darle vueltas y obedecer a esa necesidad que no se distingue de nosotros mismos. Recuerdo haber comentado un día con Juan XXIII este problema de las opciones. El me decía: "¿Veis ese observatorio? —estábamos en Castelgandolfo—. Ahí los jesuitas calculan. Yo imito a Abraham, me lanzo en la noche. Fue así como se hizo el concilio".

Cuando Marta, nos tomaba por blanco lanzaba su flecha al verdadero corazón del problema, que era a la vez el corazón de nosotros mismos. Y no quiere esto decir que forzosamente aconsejara lo más duro, como si lo temido fuera señal de obligación. Me sucedió oírle dar consejos sorprendentemente fáciles, casi laxos. Me aconsejaba cerrar mi puerta, hacerme el enfermo. Cuidaba, a lo labriego, los detalles de la salud. Sabía lo que costaba un céntimo (un sou), el cansancio de una noche sin dormir, el gusto de una taza de café, la gracia del último chiste, el encanto de una anécdota, la necesidad de cosas superfluas. Se paseaba por esa escala de Jacob que uno debe subir o bajar sin cesar para estar a la vez en este mundo y fuera de este mundo, atento y distraído. Cuando reparo en el fruto de sus consejos, siempre simples y siempre sorprendentes, con frecuencia proféticos, me digo que hablaba con sentido común, pero el sentido común es la cosa del mundo peor repartida entre la gente razonable. Frecuentemente se callaba. Pero su silencio, su ejemplo, su sacrificio tenía aún más fuerza que cualquier consejo. ¿Cómo podía uno quejarse delante de ella?

Se me dirá que esta facultad de adaptación inmediata es propia de los grandes médicos o buenos confesores. Pero el médico toma el pulso, se informa, duda. El confesor, si no es el cura de Ars, se queda en generalidades. El tocólogo anuncia un muchacho y en su agenda anota "niña", así no se equivoca en sus profecías.

En nuestra amiga el don estaba en estado puro. Sin pausa, sin interrupción. Y no obstante este cerebro agotado de trabajo, mantenía la sonrisa.

"Ella pensaba en todo, extendía a lo lejos una red de simpatía. Ni un talento, ni una virtud que no deseara conocer, poner a la luz, dejar la huella de su sello personal. Estaba a la búsqueda de los más sufrientes. El carácter de esta alma tan múltiple consistía en ser a la vez universal y muy particular, en no excluir nada, en atraer y, sin embargo, dejar elegir".

Corto esta cita, que sorprenderá al lector cuando sepa que está sacada de un texto de Saint-Beuve sobre Madame Recamier. Vale para toda mujer del mundo que sepa "recibir". Y Marta, ya lo he dicho, era esencialmente esto: una mujer al margen del mundo, que recibía en su casa.

Marta no tenía salón, y así no podías ser recibido más que en fila india, uno por uno. Pero en el encierro tenebroso donde recibía, se sentía la presencia de las distintas personas que habían sido recibidas antes que tú, que allí habían dejado sus dolientes quejas. Se veía claro que si estas personas se hubieran reunido allí, si Marta hubiera podido establecer, como las mujeres de mundo, un enlace de conversación entre insulares, habría tenido con ellos una sociedad perfecta; yo diría más, habría tenido exactamente lo que se llama «la sociedad» y que jamás está presente en ese mundo.

Charlar con Marta era sentir que surgía en nosotros mismos el ser que nos emparentaba a ella misma y que cada cual lleva en sí. Llamemos a este ser nuestra «esencia». Marta hacía despertar en cada uno su esencia. Sin intentarlo acercaba a cada uno a la fuente misma de su esencia. Y, como los secretos inexpresables de cada uno se elevan hacia la Fuente única, hacía que convergieran enlazados nuestros destinos, Cada uno en aquella oscura habitación se sentía unido a sí mismo, a los otros y a Dios. Me acordaba de aquel pensamiento de Spinoza: que se está tanto más unido a Dios cuanto se imagina un mayor número de almas unidas a Dios por el mismo lazo del amor.

Habiendo cesado de practicar el amor propio, estaba naturalmente presente a todos y a todo. A veces, como Catalina Emmerich, decía que «viajaba». ¿Eran puramente imaginarios sus viajes? La verdad es que daba la impresión de haber viajado mucho. Si se le hablaba de Rusia o de América, parecía que ella las había sobrevolado y que estaba de vuelta. Lo mismo ocurría con los acontecimientos del pasado, por ejemplo, conversaciones anteriores de las que citaba pequeños detalles totalmente olvidados para ti. Y diré que tenía a veces como una visión confusa, a veces muy exacta, sobre el destino de alguien o el porvenir de una nación. Esta banal palabra de «presencia» tenía para ella su pleno sentido. Marta estaba, aunque moribunda y solitaria presente a todos y en todo, y esto tanto más cuanto ella estaba en un cuerpo desvanecido, ausente de todo y de todos.

Ya he dicho que era jovial, más bien que alegre, que le gustaban las bromas, que tenía muy buen humor. He recordado su voz tenue y grave, su canto de pájaro, su melodía. ¿Qué es la poesía separada de todos los poemas? Una inmersión repentina, tierna o melodiosa en eso en que consiste el misterio de una cosa, de un paisaje, de una aventura, de un destino. Y se ha hecho notar que una ruina, una columna quebrada contra el cielo azul, una vida interrumpida, una frase inacabada tienen más poesía inmanente que algo acabado. El dolor más que la alegría. Por eso la elegía es tentadora. Y también se ha dicho que la poesía no depende del volumen o de la cantidad. A veces un pequeñísimo cambio de sílabas, un copo de nieve, una simple vocal torna de pronto poética una palabra, como un silencio o una sonrisa en el rostro. Una nada puede todo. El lector comprende que una sola palabra de Marta podía cambiar un destino.

Los días de Marta Robin han transcurrido silenciosos en un paisaje que fue contemplado largamente por un poeta: Esteban Mallarmé, que habitó en Tain-et-Turnon antes de subir a «Rue de Rome». Estoy seguro que Marta hubiera preferido Lamartine a Mallarmé. Imagino el momento en que Mallarmé y Lamartine, yendo a ver a Marta como a una pitonisa, se encuentran en su casa. Les veo sentados en este calabozo, el uno a la cabecera y el otro a los pies del lecho, como los dos ángeles de la Resurrección. Lamartine y Mallarmé disputan entre sí sobre la naturaleza de la poesía, afirmando el uno que el lenguaje poético debe buscar la más perfecta transparencia, sosteniendo el otro que es preferible que cada palabra sea opaca. Marta les oye e intenta conciliarles. Les cita las palabras del Evangelio: "Hay muchas moradas". O también les recuerda lo que había dicho a Couchoud referente a Pascal: "No la buscaríais (a la poesía) si ella no os hubiera ya encontrado". No hubiera sido difícil hacer comprender a ambos poetas que la poesía es vecina de la mística, ya que el último fin del poeta es introducirnos en un universo presente en el interior de este universo y en el que ha caído.

Otra palabra que me viene a la mente cuando intento hacer la semblanza de Marta, es delicadeza. Delicado es, según el diccionario, lo que es tierno, débil, lo que es frágil. Mientras fue joven, Marta sobresalía en los trabajos de bordados. Estaba hecha para manejar bolillos, la lanzadera, la aguja, con la fina atención que Vermeer de Delft da a «La encajera». Le gustaban los calados, las miniaturas, los vaciados. Como muchas personas enfermas o deficientes se sentía atraída por las debilidades, hermanas de su debilidad. El ser delicado se presenta ante el otro como vulnerable, influenciable y débil, capaz de ser desconcertado por un soplo. Esta delicadeza podría ser anestesiada por el dolor del que se sabe que nos vuelve insensibles para el dolor del otro. Ella, que no tomaba ningún alimento, se interesaba por los sabores y por todos los detalles de la comida, Cuando una amiga volvía de viaje le preguntaba: "¿Qué has comido? Cuéntame el menú". Temía que su visitante tuviera hambre o frío, que no estuviera cómodo; era divertido oírle hablar de los platos que le gustaban y que no podía comer. El olor del chocolate le daba náuseas, decía. Como yo le hiciera la confidencia de que no tenía apetito, me dijo: "No tiene más que suponer que no es Vd. quien come, sino que soy yo la que come en su lugar"; lo que en su boca era una gran ironía

He dicho que Marta raramente daba consejos concretos, respuestas categóricas, y que frecuentemente uno salía de su cuarto irritado por su silencio; y que esto se debía a su delicadeza, sin duda: siempre proponía las soluciones entre paréntesis: (¿No podrías...? ¿No habrá modo...? ¿Quizás fuera posible...?)

Siendo tan poco locuaz sobre sí misma, había recibido en el más alto grado ese poder del corazón de sentir, de amar, tan singular que no tiene término propio en ninguna lengua. Me decía: "Doy gracias a Dios por haberme hecho sensible". He aquí, por ejemplo, las líneas que dictó para una amiga: "Escucha en el fondo de tu corazón a tu pequeña Marta que te ama y se une a ti en el amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, en nuestra mamá querida. Ella te abraza tantas veces cuantas estrellas hay en el cielo y pequeñas margaritas en los prados, que abren sus pequeñas corolas de corazón de oro bajo la ventana de tu pequeña amiga".

¿De dónde extraía esta sensibilidad? Sin duda de ese movimiento de su sangre, el solo remolino que no cesaba de agitarse en ella y del que percibía mejor que nosotros el flujo y el reflujo.

Me había impresionado su inteligencia del pecado. Sobre ese asunto, antaño vedado, hoy prostituido, que es la sexualidad en sus formas aberrantes o normales, le pregunté: "¿Quién tiene la experiencia del sexo, el libertino o el asceta, Pascal o don Juan?" Simone Weil ha escrito que sólo la pureza tiene el poder de comprender la suciedad. Hablando de esto con Marta, que recibía con extrema simpatía a los «pecadores» he comprendido que hay dos maneras de conocer: la experiencia en sentido vulgar y el acto de la mente y del amor por el que se capta la esencia. De la confidencia de una prostituta, Marta tomaba sobre sí la sanción, el dolor inmanente a la falta. Ella conocía el pecado mejor que la pecadora. Ella, que había recorrido en todos los sentidos el mundo de la tentación, que conocía sus escalofríos, especialmente los de la desesperación, ella, que me decía que no debe ponerse veneno en la mesilla de los que sufren demasiado; ella, que había sentido la tentación del suicidio, que se preguntaba cada mañana: "¿tendré aún fuerzas?", tenía la experiencia de la debilidad.

Me doy cuenta de que he olvidado lo esencial al hablar de la poesía. Parece que he dado a entender que la poesía era luminosa. Pero la poesía más profunda, como se ve entre los griegos en sus trágicos, y entre los hebreos en el libro de Job, no llegaría a la perfección si no explorara el reino de las tinieblas, el mundo infernal, los territorios de la miseria y la condenación, ante lo que nuestra cultura enseña a volver la vista. Víctor Hugo tuvo el coraje de hablar de Los Miserables. Ha sido poco seguido. Existe, sin embargo «Le Soleil de Satan». Marta no había leído ni a Bernanos ni a Dante, mas hubiera reconocido a sus hermanos en estos poetas que han explorado las tinieblas, con esta diferencia: que éstos hablaban de lo que ignoraban y ella hablaba de lo que sabía. Cuando se haga la historia de este siglo con dos inmensas guerras y en el que el horror va en aumento, se patentizará su carácter trágico a la par que su inconsciencia de la tragedia. Parece extraño que, en la hora en que una gran parte de la humanidad está subalimentada, en que la amenaza de la destrucción pesa no sólo sobre las naciones enfrentadas entre sí, sino sobre toda la especie humana, (cuando los muertos en un nuevo conflicto se contarían por centenares de millones) sea también la época en la que se habla también del crecimiento del consumo y el confort, en la que desfilan por las pantallas imágenes de fiesta, en la que todo parece invitar a la felicidad. Cuando la tragedia está presente en nuestras puertas como jamás lo ha estado sobre la tierra; también como nunca volvemos a otra parte los ojos. A tal punto que cuando leemos el Evangelio, nos saltamos los pasajes en que lo trágico es recordado con insistencia: el Evangelio del fin de los tiempos, el Evangelio del Juicio Eterno.

En las conversaciones hablaba de todo y de nada: de las penalidades inherentes al trabajo de la tierra, de la cría del ganado, de la venta de los terneros, del retraso de la primavera, del pedrisco; más frecuentemente de las enfermedades, de las consultas al médico, de remedios caseros; sobre todo de casos desesperados. Marta escuchaba y daba esperanza. Con los grandes del mundo trataba de pequeña y de alta política, con los curas y religiosos de casos de conciencia, con los obispos de la Iglesia. Marta recibía igual a un analfabeto que a un príncipe.

Todo era secreto, pero me permitirán, pienso, algunas indiscreciones en las que se podrán ejercitar más tarde, como La Bruyere en Los caracteres, los que indagan en lo sobre-entendido, en las claves.

Yo le hablaba inevitablemente de mis colegas. ¿Me atreveré a decir que Marta sentía preferencia por Jean-Paul Sartre? Me solicitaba detalles sobre Madame Simone de Beauvoir, de la que yo no sabía nada, sino lo que ella misma cuenta en sus libros. De esta tal me decía: "Rezo por ella, pues no ha acabado su obra". Con su menuda voz de pájaro pronunciaba Merleau-Ponty cantando las sílabas y añadía: "Este no acabará". ¿Qué quería decir? No lo sé.

Se interesaba por las esposas, por las hijas de personajes conocidos. Porque ella sabía lo que era el sufrimiento, me preguntaba por Ana de Gaulle, de quien había adivinado ser el ángel doloroso del General. "Ambos se parecen", decía. Su punto de vista en estos juicios era el de la eternidad y no el de lo efímero. Situaba a los responsables en el misterio del mal, del dolor y de la redención. Pero no hablaba de estas cosas insondables como hablamos nosotros, pues nosotros no nos sentimos directamente afectados por la salvación de los otros, en lo que podemos lavarnos las manos: la salvación del otro concierne a su propia existencia. El conflicto entre el bien y el mal no era para ella, como es para nosotros, un espectáculo. Era una batalla en la que ella estaba en primera línea. Y, como he dicho y ella lo pensaba, la batalla en la que quizás estaba comprometida en solitario, ofreciéndose para la expiación.

De un hombre de Estado de primera fila me decía a veces —lo que parecía presuntuoso—: "Le desapruebo totalmente". De un ministro en ejercicio me decía: No os preocupéis, se desvanecerá"; para lo que no creo que se necesite la profecía pues la política es el lugar de los desvanecimientos. De otro ministro me decía: "Están hartos de él". De otro: "No ha cambiado todavía a los que le rodean" De otro: "Está dividido; a veces dice sí, a veces, no". De un hombre de Iglesia: "Es demasiado diplomático. Recuerde a san Pedro. También quiso ser diplomático con la criada y no se puede decir que esto le diera resultado". Sobre un personaje de nuestro tiempo, que fue muy amado y muy contestado, he recogido este juicio que resume su método soberano y sublime: "Jamás me ha hecho sufrir ante Dios".

Conozco un caso singular en el que se metió a estratega. Antes del 10 de mayo de 1940 había hecho saber a un ministro católico del gabinete de Reynaud, M. Carpentier de Ribesque, que si Hitler se decidía como en 1914, a «pasar por Bélgica", sería "imprudente" entrar en Bélgica; que se debía esperar a los tanques alemanes en nuestras fronteras. Idea aldeana, idea del terruño que era compartida silenciosamente por el pueblo. El mejor crítico militar actual, Liddell Hart, ha hecho el mismo reproche al general Gamelin. Me he dado cuenta de que con frecuencia la facultad profética es más sencilla de lo que se piensa; consiste a menudo —como hacía Jeremías en su tiempo— en dejar hablar en nosotros mismos al buen sentido. Pero basta leer la historia de las guerras para constatar que el buen sentido y la estrategia no están de acuerdo fácilmente.

En mis conversaciones por el mundo he encontrado espíritus muy agudos quienes con alusiones, con reticencias, con términos elegantes machacan gentilmente al prójimo ausente. También he conocido a otros que devalúan la alabanza repartiéndola sin distingos sobre todos. ¡Qué difícil conseguir la medida y el equilibrio cuando se habla de los demás! ¡Qué raro es, para hablar con Nietzsche, dar el acorde fundamental y no la efímera nota discordante! Estas experiencias me han ayudado a comprender mejor lo que Marta tenía de propio en sus conversaciones, que eran su trabajo ordinario, su oficio. Hablaba de unos y de otros; de los presentes y de los ausentes, de los grandes y de los pequeños con mesura, con nobleza, con prudencia aldeana, pero también con autoridad. Me dejaba sorprendido ese tono de autoridad en algunos juicios sin apelación: "Le desapruebo". "Está equivocado". Pero cuando con aquella voz tan dulce susurraba una palabra perentoria, el juicio se envolvía en indulgencia. Me habría sentido feliz de saberme juzgado por ella, pues adivino que en el mismo momento sería besado en la frente, consolado y salvado.

Acostumbraba a citarle los «místicos» actualmente vivos y de quienes yo había oído hablar. Marta no hacía ningún comentario. Ya había caído yo en la cuenta que no procede hablar de Turena a Condé. Los leones se saludan con la melena. Gentilmente parecía decirme Marta: "¿Es que no soy suficiente para Vd.?" Marta pensaba que cada uno debe arar su surco sin mirar al del vecino.

¡Cuántas veces en su oscura celda, yo pensaba en Marcel Proust, diciendo para mí la frase que llevaba en mi corazón, porque con ella me había consolado en mi cautiverio! "Cuando era niño, ningún personaje de la Historia Sagrada me parecía con tan mala suerte como Noé, por tener que estar encerrado en su Arca durante cuarenta días del Diluvio. Más tarde estuve a menudo enfermo; y durante largos días tuve que quedarme en mi Arca. Entonces comprendí que jamás Noé pudo ver tan bien el mundo como desde el Arca, a pesar de que estuviera cerrada y que fuera de noche en la tierra".

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