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7.- Los dictados

La mayor parte de los místicos nos son únicamente conocidos por sus escritos, o mejor dicho por sus palabras que se recogieron en el tiempo en que no existía el magnetófono o los microsurcos. Jesús, que no escribió sino una sola vez y está en la arena, no nos es conocido más que por sus palabras. Según Pascal, Jesús decía las cosas tan sencillamente que parecía que no las había pensado, y tan claramente que se veía bien lo que Él pensaba. Tal claridad, unida a tal sencillez, son admirables. Así era el estilo de Marta sin que ella tuviera conciencia de ello. Tenía el privilegio de ignorarse a sí misma; y nada más bello en el mundo como el rostro de una mujer que no intenta gustar.

Marta no ha trazado más que unas pocas líneas de propia mano. Su voz ha hecho escribir mucho y hasta su última hora dictó su correspondencia. Desde sus 25 años había tomado la costumbre de dictar al primero que llegase. Estos dictados se hallaron, y por casualidad, después de su muerte en el fondo de un armario de su habitación. ¿Serán quizás publicados algún día como se ha hecho con los comentarios del padre Foucault sobre la Escritura o con los cuadernos de Simone Weil? Entonces se ejercerá sobre estos dictados la crítica de las fuentes.

Yo he quedado sorprendido por esta masa disparatada, extraña, volcánica de meditaciones, gritos del corazón, visiones, sollozos. Hay páginas impublicables, insoportables para la sensibilidad moderna; como son las exploraciones de la Gehenna de fuego. Pero estas bajadas a los infiernos, ¿habrían desagradado a Virgilio o al Dante? Por contraste he hallado visitas imaginarias y precisas a Tierra Santa, relatos de la Pasión que son comparables a las visiones de Catalina Emmerich, a las que Clemente Brentano dio forma y que iban a inspirar a Paul Claudel.

Los escritos que registran como en un magnetófono el murmullo que fluye sin cesar de la memoria son fatalmente monótonos, como el mar o como el dolor. El amor humano y el amor divino se repiten sin poder traducirlos, porque son inexpresables en palabras. Además la originalidad de Marta Robin no está en el estilo, sino en ser pensamiento encarnado; aquí el pensamiento no se separa de 'la carne y de la sangre'. Con mucha frecuencia la palabra nos sirve para disimular y exageramos nuestra alegría y nuestros llantos. ¿Quién puede proclamarse sincero? La única prueba de sinceridad será que el poeta haya verdaderamente amado, verdaderamente sufrido por lo que él ama, que llegue a realizar en su carne y sangre lo que ha cantado, como Péguy, quien, después de haber cantado la muerte de los combatientes por la ciudad carnal cayó en una batalla.

El estilo dictado por Marta era diferente de su palabra ordinaria, tan campesina, tan concreta y tan sencilla. Pero esto nos sucede así a todos y quedaríamos sorprendidos si hallásemos recogido lo que hablaba Bossuet o el mismo san Pablo. Cuando Marta dictaba se despertaba en ella una segunda Marta más oratoria. Era una Marta exaltada, ardiente como el fuego. Pero el paroxismo es el lenguaje de la plenitud. He aquí una carta a una novia que da idea de su estilo:

«He leído con mucho cariño y con mucha emoción tu carta tan sencilla y llena de amor para todos a quienes deseas poder amar y que te son más motivo de dolor que de consuelo y amor. Pero Jesús que es vida de nuestra vida, veló sobre ti desde tu más tierna infancia y veló igualmente sobre el joven con el que haría te encontraras para que formarais juntos, en el sufrimiento, es verdad, pero también en el gozo y en la esperanza, un hogar, un verdadero hogar en el que os amarais intensamente, fielmente por el sacramento y amarais a los hijos que Dios en su amor quiera concederos.

Esfuérzate, mi pequeña, en superarte, sin mirar tanto hacia atrás, sino al presente y al porvenir, para vivir lo que no habéis conocido en vuestros respectivos hogares, y dar luz en torno vuestro.

No puedo responder a todos los temas de tu carta, pero sí te prometo rezar mucho por ti y por tu prometido, por el acomodo en vuestro hogar para que encontréis una vivienda digna, a la que los dos llevéis la alegría en la fe y en el amor».

Marta hacía versos. Había caído en la cuenta, sin duda, de que es más fácil hacer malos versos que buena prosa, que nuestros más bellos sentimientos se expresan fácilmente en unos alejandrinos, lo que tampoco ignoraba Voltaire, y que nada añadió a su gloria. Las dos místicas francesas más célebres en el siglo XX, Teresa del Niño Jesús y sor Isabel de la Trinidad, hicieron versos. Y recuerdo que Jacqueline Pascal, a los siete años, consiguió ablandar con sus versos infantiles al terrible cardenal Richelieu:

Puesto que soy objeto del agrado divino

No tengo mal contento, pues no tengo deseos.

Todo de Dios me viene, y de todo me alegro.

A Él recurro en todo, y mi alma a Él confío

Porque a su corazón recurrir siempre puedo

Y no encuentro en la vida de qué preocuparme

A Ti, pues, Jesús mío, todo mi ser entrego

Y nada ya me importa, sino oír bien de Vos.

El pasado, el futuro en nada los aprecio,

En el actual momento el amor es mi ley.

Y con Él a mi lado en nada titubeo.

Sublime precursor, Él allana mi ruta,

Y de ninguna cosa, sino de amor entiendo

Y de éste vive mi alma como respiro el aire,

Mi corazón palpita sin cesar en mi pecho

Mas la eterna alianza anhela mi deseo.

22 de octubre de 1936.

«A veces me admiro de que en medio de tantos sufrimientos mi alma sea tan melancólica, tan extrañamente bella, con una melancolía que está lejos de ser tristeza, pues ella mantiene mi alegría, me da a Jesús, me entrega toda entera a su amor y pone, al mismo tiempo, en el corazón y en los labios el desahogo necesario a mi estado. Por esto, nunca el tiempo se me hace largo y jamás se me ocurre pedir consuelo o descanso en mis dolores. Pero hay algo infinitamente mejor en mí que lo que hay de mí misma... Está Jesús, amor supremo e infinito que vive en mí y me sostiene en todas mis agonías.

Desde aquellos primeros favores de octubre de 1930 hasta hoy, cada semana se confirman en mí las palabras de Nuestro Señor y he sido llamada a vivir las diferentes fases de la Pasión en las mismas horas en que Nuestro Señor las vivió.

Cada jueves todo mi ser es oprimido por sufrimientos espirituales, angustias, tristezas, dolores de alma, de corazón y cuerpo que van en aumento a medida que se acerca el estado de agonía que invade todo mi ser. Un inmenso pavor trastorna mi alma que sucumbe bajo el peso del pecado que ella soporta. El alma tiene miedo, mucho miedo. Se siente sola, desolada, abandonada de Dios, con un vacío horroroso que de pronto el infierno invade con sus horrores. Surgen los demonios para acentuar el espanto del alma y empujarla al desconcierto en el que sucumbiría fatalmente si una gracia especialísima de Dios no la sostuviera en esta espantosa soledad. Convertida en pecadora, es aplastada bajo tal peso, apartada de Dios, rechazada de su presencia, entregada a todos los asaltos de los demonios que se ensañan con ella para detenerla e impedirle aceptar la voluntad de Dios, cuyo apoyo no siente ya en absoluto. El cielo parece definitivamente cerrado para ella. Horrorosas visiones la invaden para encadenarla en el desaliento y ensombrecerla. El Señor me mostraba su cruz, que yo veía interiormente, muy claramente. Era una visión totalmente interior, una visión del alma, muy precisa, más segura que la visión ocular, pues los ojos se pueden engañar. Los ojos del alma no se engañan, pues hay algo que les obliga a ver. La vista del cuerpo a veces puede tener fallos. Por defecto de visión creemos ver sombras. Esta visión del alma es ajena a nosotros mismos, se impone al alma que no puede no ver, no podría eludirla. El alma es objeto de una voluntad infinitamente superior, distinta de la suya.

Esta cruz, es decir, la cruz de Jesús, me parecía pesada, enrojecida por la sangre. Jesús me la presentó, comprometiéndome a tomarla; lo que yo acepté inmediatamente cubriéndola de besos y abrazándola. En ese momento yo fui tendida sobre ella por el mismo Señor Nuestro y clavada de nuevo. Me parecía: para siempre.

A veces yo conocía de una manera muy íntima que todo lo que soportaba es querido por Jesús y se cumple en mí por su voluntad amorosa. Él mismo me carga en tal momento su cruz para que suba con ella al Calvario; la siento apoyar muy pesadamente sobre mi hombro derecho que sangra a veces con el roce: mi ropa tiene señales de esto. Caigo con Jesús en la vía dolorosa, mi cuerpo es elevado bruscamente, cae brutalmente sobre el colchón; el dolor es inexpresable. Además de estas manifestaciones divinas, están los asaltos del demonio que se ensaña sin descanso en mí, se apodera de mi cuerpo y lo zarandea brutalmente de un lado a otro. La cabeza choca con violencia contra los objetos que rodean mi lecho, cómoda de mármol, mesa... Arrebata a veces la ropa de mi cama y hasta la almohada. Mi mamá tiene que volver a colocarlo en su sitio. A pesar de su furor y sus aparentes ventajas, jamás ha podido tirarme de mi cama; gracias —¿hay que decirlo?— a la intercesión verdaderamente maternal de la Virgen, unas veces directa, otras de manera más íntima; gracias también a la protección de los ángeles que me asisten durante toda la pasión y me defienden del infierno.

Llegada al Calvario, durante los preparativos para la crucifixión, mi alma está llena de dolor y alegría, porque la voluntad del Padre se va a realizar perfectamente en mí. No, no me atrevo a decir perfectamente, pues estoy siempre muy por debajo de su exigencia de amor, por causa de mi miseria y mi extrema debilidad ante cada nueva exigencia de su corazón.

Me dejo extender sobre la cruz de Jesús y crucificar todos mis miembros. Por un efecto totalmente directo de su voluntad, mis manos y mis pies sangran más o menos en este momento. Presa de estos múltiples sufrimientos, me siento elevada en la cruz en ofrenda suprema de todo mi ser entregado al amor y a la justicia del Padre, con Jesús que sufre y se ofrece en mí y por mí, sostenida por la oración de la Santísima Virgen, que vela maternalmente por su hija, asistida de los ángeles que me rodean con un respeto asombroso.

Durante estas horas de agonía y tortura de todo mi ser, mi cabeza, como la de Jesús, se mueve de derecha a izquierda en un movimiento alternativo, sin encontrar jamás reposo ni descanso. De mis labios se escapan sin cesar dolorosos gemidos, que se hacen cada vez más débiles según se aproxima la muerte.

Y así continúo, siguiendo a Jesús en todas sus etapas dolorosas, viviendo en mi alma las invectivas de los verdugos que son repetidas por los demonios. Cuando el prendimiento, siento en mi cuerpo los mordiscos punzantes de los cordeles con que atan las muñecas y el cuerpo; experimentando en mí misma, como si yo cayera realmente, los golpes de las sucesivas caídas, sacudida brutalmente como el mismo Jesús; presa de las risas burlonas de los demonios que se mofan de mí, intentando persuadirme de que sabrán hacer inútiles todos estos dolores, remedando así a la turba que se reía y mofaba de Jesús en estos pasos.

Después de las afrentas y los dolores del Pretorio, experimento las invectivas de la turba mientras cruzo la ciudad hasta el foro. Allí conozco todos los sufrimientos de Jesús, y especialmente el de la flagelación, que con frecuencia han marcado mi cuerpo, y particularmente mi espalda con llagas semejantes a los golpes del látigo.

Todo mi ser acepta el sufrimiento, mi casi total incapacidad física, más generosamente, cada vez, con mucho mayor abandono, mayor desasimiento y más total renuncia.

Sin embargo, ¡cómo siente la pobre naturaleza la pena de constatar a veces su total impotencia en una infinidad de cosas que forman a modo del cañamazo de la vida!

Pero aun así, cuando se ama a Jesús y se le ama con amor puro, una permanece tranquila, sonríe con alegría y con amor, a pesar de los dolores que la ahogan, a pesar de los desgarrones que la torturan y los sufrimientos punzantes; a pesar de las desoladoras pruebas y su dejo amargo.

Estar enferma es estar abocada a humillaciones, privaciones y miserias; mas humillaciones, privaciones y miserias se transforman en otras tantas lámparas ardientes para el alma que quiere amar a Dios.

No, el camino del Cielo no tiene nada de terrorífico, cualquiera que sea su oscuridad no hay motivo para desanimarse jamás. ¡Oh, cómo me gustaría saber decir, afirmar que el sufrimiento se llena de luz para las almas pequeñas que se abandonan en el Señor! «Si alguien es pequeño que venga a Mí y Yo mismo seré su fuerza y su consuelo». Conmovedora verdad, pues es certísimo que el alma, dócil a la gracia, se confía gozosamente a quien no puede defraudarnos.

En los brazos de un Amigo tan compasivo, de un Padre tan tierno, de un Esposo tan amoroso como Él, se puede sufrir, se puede llorar, se puede languidecer. No, nadie mejor que Él puede comprender y calmar. Los consuelos humanos son muy fríos al lado de los de Dios. Todo apoyo humano es una caña demasiado frágil para ser un buen apoyo de los que sufren. Sólo Dios, que ha soportado hasta lo infinito todos los dolores, puede suavizarlos todos. El amor cincela los corazones, el amor purifica; el dolor da paz. ¡Oh Jesús! Cómo sufre tu pequeña víctima y cómo te ama ya que Tú le has dado el amor. Lejos de Ti no soportaría vivir ni sufrir. ¡Oh Jesús, guárdame siempre! Yo te pertenezco. Dame paciencia y calma en todo. No miremos ni demasiado adelante, ni demasiado alrededor... siempre a lo alto.

Y cuando en vuestro nombre, para salvar un alma

con plena confianza el cielo alce mi grito,

Señor, que vuestro Espíritu haga brotar en mí

una llama inmortal y ella inflame mi espíritu.

Cuando vaya a buscar a la oveja perdida,

vayan nuestras pisadas por un mismo camino,

y tras muchos esfuerzos, si la llevo a tu lado

que la sepa guardar en vuestro amor divino.

Vuestra piedad inmensa por quien sufre abandono

pueda siempre leerse en mis rasgos, oh Cristo;

vuestra ternura amable y fuerte, en mi sonrisa,

en mis ojos y labios, vuestro perdón divino.

Cuando en mi ser profundo busque aquella palabra

vibrante y eficaz que produce los santos,

¡Oh Jesús! Que se llene mi corazón del vuestro

y consiga que os amen tanto como yo os amo.

Pentecostés

«Envía, Señor, tu Espíritu y todo se creará, y renovarás la faz de la tierra».

Señor, renovad vuestro primer Pentecostés. Conceded, Jesús, a todos vuestros queridos sacerdotes la gracia del discernimiento de espíritus, colmadlos de vuestros dones, aumentad su amor, haced a todos valientes apóstoles y verdaderos santos entre los hombres.

Espíritu Santo, Dios de amor, venid como un viento potente, a nuestras catedrales, a nuestras iglesias, a nuestras capillas, a nuestros cenáculos, a las más lujosas mansiones como a las más humildes moradas. Llenad la tierra entera de vuestra luz, de vuestros consuelos y de vuestro amor. Venid, Espíritu de amor, traed al mundo el frescor de vuestro soplo santificante. Envolved a todos los hombres con el fulgor de vuestra gracia. Arrastradles a todos en el esplendor de vuestra gloria.

Venid a reconfortarles en este presente tan cargado de angustia, iluminad el porvenir incierto de tantos, reafirmad a aquellos que titubean también en los senderos divinos. Espíritu de luz, disipad todas las tinieblas de la tierra, guiad a todas las ovejas errantes al divino redil, traspasad las nubes con vuestras misteriosas claridades. Manifestaos a los hombres y que ese día sea el anuncio de una nueva aurora. Llenad todos los corazones de vuestros dones múltiples y preciosos. Fruto divino de la inmolación del Calvario, prenda magnífica de las promesas de Cristo. Espíritu divino, fuego de amor, gozo que sobrepasa toda la plenitud, luz que ahuyenta las más lamentables oscuridades, inspirador de toda alabanza, Espíritu de la Verdad, poned en todas las almas el gusto de las cosas santas, hacedlas penetrar en las profundas bellezas de vuestras misteriosas moradas. Que entren en el reino secreto de los misterios divinos según la promesa del Verbo, y su vida, totalmente transformada, transfigurada, divinizada en Cristo, alcanzará una fuerza infinita por el valor mismo de vuestras divinas riquezas.

Divino consolador de nuestras penas, encanto precioso de fecundas soledades, animador de todas nuestra alegrías, germen sagrado de toda vida espiritual, extended sobre todo el universo vuestra inmensidad. Llenad el mundo de vuestra plenitud. Absorbed nuestra sustancia humana en el misterio de vuestra amistad divina, imprimid en los corazones el sello de las promesas del Padre, despejad toda sombra de nuestras frentes, poned sobre todos los labios la embriaguez del cáliz de Jesús y pronto toda una cosecha de santos saldrá a la luz.

26 de mayo de 1939.

«Y aun cuando hubiera consultado todos los libros que tratan de los mayores favores, de los más elevados con que Dios pueda favorecer a un alma, todavía no habría dicho nada. Por lo demás, esto es lo que me ha sucedido cuando he pedido que me leyeran algunos libros para que me fuera más fácil decir lo que debía sobre las inauditas gracias que yo recibía, (lo que me resultaba imposible en cada ocasión que lo intenté). El Señor me había reprendido por ello severamente con estas palabras: «¿Es que no te soy bastante?» ¡Oh mi Jesús, —gritaba yo toda confusa— Vos me habéis dado todos los bienes en abundancia, pues Vos mismo os habéis dado a mí, todo entero, y en Vos están todas las perfecciones y los tesoros infinitos de vuestras gracias y dones. Yo he bebido gratuitamente las aguas vivas y comido el buen fruto de la ciencia. Nuestro Señor que conoce mi excesiva pobreza y miseria, tiene compasión de mi debilidad y me enseña Él mismo las cosas que quiere que yo sepa y manifieste. Y por cierto que, mientras se me hace la lectura en alta voz, las más de las veces no me entero de nada de lo que se lee y no me queda de ello más que la fatiga que he experimentado. Jesús es para mí el libro de los libros, en el que me está permitido leer, sin tregua y sin cansancio. Es en este libro en el que el Señor me ha enseñado todo lo que sé y lo que debo decir; y desde el santo tabernáculo, desde donde Él me habla, Él me ha saciado cuando tenía hambre de cosas tan buenas, tan bellas que sobrepasan toda descripción.

Además yo soy tan estúpida que, aunque pudiera leer, apenas serviría para nada. He notado siempre que Nuestro Señor no quería que leyera; de otro modo me hubiera dado posibilidades de hacerlo. Hubo un tiempo en que pensé que leer las obras de los grandes santos me ayudaría a explicarme más fácilmente sobre lo que el Señor obraba en mí y sobre las preguntas que se me hacían, pero el Señor me mostró que tal cosa no era conforme a su voluntad.

La Trinidad

¡Oh Trinidad Santa y Eterna! Os adoro y os alabo en Vos misma y en vuestras obras, en la unidad de vuestra esencia, en la igualdad de las Personas, en la profundidad de vuestra ciencia, en la inmensidad de vuestra sabiduría, en la extensión de vuestra providencia, en la belleza de vuestros misterios, en la obra de vuestras obras, que fue hacerse Dios hombre y una Virgen Madre de Dios. ¡Oh obra inefable e incomprensible!

Obra digna sólo de la grandeza y el poder del que la realizó. Obra maestra de vuestras obras, origen de vuestros misterios, expresión de vuestras grandezas, sol de vuestras maravillas. Obra que contiene vuestra esencia, se termina en una persona y produce la más eminente dignidad que haya en el ser creado fuera de la divinidad.

Y esta obra tan bella y tan admirable, tan grande y tan santa, tan magnífica y tan eminente, se realiza en un instante, pero no para ese instante sino para la eternidad... Se realiza en el tiempo, no para un tiempo sino para los siglos de los siglos... Se realiza en Nazaret, no para Nazaret sino para toda la humanidad... Se realiza entre los hombres, pero es para los ángeles, para los hombres y para el mismo Dios. Pues da una madre a Dios, un rey a los ángeles y un salvador a los hombres. Convierte a los hijos rechazados al amor del Padre.

¡Oh Trinidad Santa y Admirable! La Encarnación es la obra maestra de vuestro amor, la que va imitando y expresando la vida, la comunicación, la sociedad y las relaciones íntimas que contemplamos y adoramos en las tres divinas personas; pues Vos obráis todas las cosas para Vos mismo, contemplandoos en ellas.

Vos queréis expresar en esta obra de amor, de misericordia y de paz una idea de Vos mismo. Vos queréis en honra a esta vida y comunicación divina y eterna hacer una comunicación divina y temporal; Vos queréis entrar en sociedad y comunicación con vuestras criaturas, para extender y honrar la comunicación y sociedad que hay entre las divinas personas.

Yo adoro, Padre Todopoderoso, el amor infinito que os inclinará a entregar a vuestro Hijo, el bienamado de vuestra eterna complacencia, vuestro único, al mundo perdido por el pecado original y los múltiples pecados actuales. Yo adoro esta misma divina caridad que se manifiesta en la elección de los medios empleados para la Encarnación.

Vos no quisisteis recurrir a vuestra omnipotencia, sino que apeláis a vuestra divina sabiduría, a vuestra bondad, a vuestra misericordia, a vuestro amor. ¿Podríais acercaros a nosotros por otros caminos? ¿Quién podría vislumbrar también cuán querida y preciosa os es la Virgen María? La habéis creado y enriquecido de los mayores dones de gracia para que fuera digna madre de vuestro Hijo bienamado. En el orden de la naturaleza, de la gracia y de la gloria ella es la obra maestra salida de vuestras manos divinas. En el orden de la existencia de las cosas creadas, Vos jamás habéis ordenado, ni ordenaréis jamás, cosa alguna mayor, más noble, más perfecta que la bendita Virgen.

Vuestra Encarnación, oh Verbo divino y eterno, es el punto centro del mundo. Preparado desde la eternidad, y sus consecuencias se extienden más allá de los tiempos y abarca toda la eternidad.

Os adoro cuando aceptáis y recibís de vuestro Padre la suprema misión de rescatarnos, de salvarnos, de librarnos de la esclavitud del pecado, de rehabilitarnos, de volvernos a la vida de la gracia perdida por este mismo pecado, y de disponernos, de incorporarnos a la vida eterna de la gloria.

Os adoro, oh Jesús, cuando os aprestáis a despojaros de los esplendores de vuestra gloria para haceros como uno de nosotros... Pero, ¿qué diré, oh Verbo divino, de vuestra relación con María en el momento de la Anunciación?

Vos quisisteis ser hijo de esta Virgen sin mancha, como sois Hijo único de Dios, para darnos también una madre cerca de Vos. Tenéis a Dios por Padre y quisisteis tener a María por madre para dárnosla y dárnosla a todos.

Por vuestra omnipotencia y vuestra infinita bondad la hicisteis digna Madre de Dios, para que fuera madre de todos los hombres. Le obedecisteis en esta vida terrestre y, coronando vuestra obra, le concedéis que tenga ya en el cielo la gloria que corresponde a su sagrada dignidad.

Yo os adoro, Espíritu de poder de luz y de amor que obrasteis en María la augusta obra de la Encarnación. Convenía que esta obra fuera atribuida al Amor, al vínculo viviente del Padre y del Hijo. Con cuanta perfección, oh divino santificador, habéis enriquecido el alma inmaculada de la augusta Madre de Dios, adornándola de todas las virtudes, de todas las gracias, de todos los dones.

Os adoro, Espíritu de amor, cuando formáis milagrosamente en María el cuerpo de nuestro divino Salvador. Ante tan gran misterio, ante tal maravilla me inclino, mi corazón queda mudo de admiración: «Et concepit de Spiritu Sancto» y todo mi ser vibra de agradecimiento.

¡Oh, qué dulces momentos se deslizan en mí! Es una felicidad comparable solamente a la bienaventuranza de los ángeles y de los santos.

Sí, soy feliz ¡oh amado mío! porque siento palpitar mi corazón en el vuestro, porque os siento en él viviente y soberano. ¡El Señor en mí! ¡Qué misterio! Me siento en el paraíso. Una y otra vez al sentiros así palpitar, Jesús en mi corazón voy a morir. ¡Oh Jesús! ¡Si un día se pudiera decir que vuestro amor me ha consumido, no por efecto de mis esfuerzos, sino por efecto de tu gracia! ¡Que estoy muerta, no «de muerte», sino viviendo de amor por Vos!...

¡Oh Dios mío! Si Vos me dais tanta paz, si Vos me hacéis tan feliz sobre la tierra, ¿qué será en el cielo?

Le suplico que suspenda estos dones, pues es demasiado...

¡Oh! Si supieran todos cuán hermoso es Jesús, cuán dulce y cuán soberanamente amable, no se buscaría más que su amor. ¿Cómo es tan poco amado? ¿Por qué sucede que todos los corazones no corresponden al amor misericordioso de Jesús? Nuestro corazón está hecho para amar una sola cosa: a nuestro gran Dios de amor. ¿Qué amaremos si no amamos al Amor?

29 de agosto de 1932.

En esta antología quiero últimamente recoger una visión mariana de Marta del 1 de agosto de 1942. Tal visión no es indigna de testimonios tan conocidos de los católicos después de la aparición de 1830 a Catalina Labouré.

Visión de la Virgen

La Virgen está de pie, los brazos abiertos casi a la altura de la cintura con un gesto muy maternal, o mejor, en un gesto de acogida muy maternal; los codos no tocan su cuerpo, pues se puede ver un poco del interior de su manto entre el codo y el busto. Las dos manos están abiertas hacia delante, casi de cara, ligeramente curvadas como para recoger a sus hijos que van hacia ella. Con el mismo gesto la Virgen parece traer a sus hijos la plenitud de dones y gracias de Dios.

Esta Virgen cierra una etapa y abre otra. Cierra la etapa de los avisos suplicantes, de las amenazas incluso de Dios, en el curso de sus múltiples apariciones en Francia y en otras partes en los últimos siglos. Y abre el tiempo del desbordamiento de la misericordia de Dios a favor de sus hijos que no han comprendido ni sus advertencias ni sus amenazas. Como no hemos escuchado los avisos divinos, hemos sufrido los castigos anunciados por la Virgen. La misericordia de Dios es incansable y la Virgen, sin tener en cuenta nuestras faltas, se hace manifestación, más aún, sacramento de la misericordia de Dios.

Su rostro es de una belleza incomparable. (No se pueden describir los rasgos de la Virgen porque son todos perfectos). Es dulcemente luminoso, no brillante, lo que le hace más bello. La Virgen me maravilla por su belleza, por su actitud, por su gesto; sin embargo atrae y lleva tras sí. No se le ocurre a una ponerse de rodillas, caer de rodillas ante su aparición, sino volar hacia ella no para pedirle algo, sino por un sentimiento de agradecimiento y amor. Vienen ganas de decirle: «Mamá querida, nosotros, vuestros hijos, sabemos bien que nos queréis llenar de bendiciones», (que nuestros corazones sean vuestro descanso, mamá querida).

La túnica de la Virgen es de un tisú finísimo, muy flexible, de un blanco plata espléndido. Es larga y le baja hasta los pies que no cubren completamente. Lleva los pies desnudos y se les ve un poco. La delantera de la túnica tiene como un largo pliegue de arriba abajo. El cinturón, que no queda cubierto por este pliegue, se ajusta a cada costado y acaba en un ramillete de tres azucenas a derecha e izquierda. Las azucenas son de una blancura purísima. De cada azucena salen tres pistilos formados de un pequeño tallo que lleva cada uno un pequeño corazón muy brillante, como el oro que cerca la flor de la azucena. Cada uno de estos circulitos tiene, más o menos, la anchura de un milímetro. La túnica termina alrededor del cuello que permanece descubierto. Varias vueltas de perlas la rematan. las mangas son ceñidas y sujetas a los puños. Son ceñidas a partir del codo solamente: el antebrazo no está muy ajustado a la manga que se cierra completamente en los puños.

La Virgen lleva un velo y un manto. El velo va graciosamente puesto sobre la cabeza, dejando ver un poco sus cabellos a cada lado. Es tan exactamente justo que no deja ver los cabellos de la frente. El velo es del mismo tisú que la túnica, blanco plata. Los cabellos son castaño oscuro y parecen negros de lejos. El velo cae graciosamente por la espalda, sin apoyar en los hombros, un poco como una mantilla.

El manto, de un tisú muy fino, es, no obstante, bastante firme. Es de un azul indescriptible, acercándose algo al azul de Francia, pero un poco más claro. Es del color de los claros azulados del cielo cuando, después de un día de lluvia aparecen entre las nubes oscuras y blancas. No es, pues, el azul ordinario del cielo, sino un azul más noble a causa del contraste con las nubes que le rodean y le encierran. Pero el azul del manto es, sin embargo, infinitamente más bello que el descrito. Ningún galón bordea el manto que llega armoniosamente cerca del cuello y desciende a lo largo del brazo, cubriendo un poco los hombros y completamente el codo, que se entrevé no obstante, por la parte interior del busto. El manto cae sobre los hombros como un manto de corte. No está abrochado. Cae tan abajo como la túnica y termina con un amplio círculo. Los antebrazos quedan cubiertos por el manto.

El cinturón es blanco, flexible y del mismo tisú que la túnica: blanco plata. Anchura, tres centímetros más o menos, quizás cuatro. Menos ancho que larga es la cruz de mi rosario.

La corona es de oro purísimo, el redondel de oro lleva una hilera de azucenas exactamente semejantes a las del cinturón. Se las ve de cara. Encima de esa hilera de azucenas aparecen a intervalos regulares pequeñas cruces de oro purísimo rodeadas por tres círculos de perlas magníficas en forma de festón, de un tono muy blanco con múltiples reflejos, (oro, verde, azul, malva...)

El cuerpo está ligeramente inclinado hacia delante, como siguiendo a las manos en el gesto de acogida. Una luz dulcísima emana de la Virgen, especialmente de su rostro, y la envuelve muy discretamente, como un velo de luz que proviniera de ella misma».

1 de agosto de 1942.

La oración de Marta

Marta, que tenía más tiempo para pensar que los pensadores, había resumido su experiencia íntima en una oración concisa que se recita todos los días en los «Foyers de la charité» (Hogares de la Caridad):

«¡Oh Madre amada! Vos que conocéis tan bien los caminos de la santidad y del amor, enseñadnos a elevar nuestro espíritu y nuestro corazón con frecuencia hacia la Trinidad, a fijar en ella nuestra respetuosa y afectuosa atención. Y puesto que vos camináis con nosotros por el camino de la vida eterna, no permanezcáis ajena a los débiles peregrinos que vuestra caridad quiere en verdad acoger. Volved a nosotros esos vuestros ojos misericordiosos. Atraednos a vuestras claridades. Inundadnos de vuestras dulzuras. Conducidnos siempre más lejos y más alto hasta los esplendores del cielo. Que nada pueda turbar jamás nuestra paz ni alejarnos de pensar en Dios, sino que cada minuto nos haga avanzar en las profundidades del augusto misterio hasta el día en que nuestra alma plenamente abierta a la iluminación de la divina unión verá todas las cosas en el eterno amor y en la unidad. Amén».

¡Oh mi Dios, Trinidad que adoro! Ayudadme a olvidarme enteramente de mí para establecerme en Vos, inmóvil y tranquila, como si mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz ni alejarme de Vos, ¡oh mi inmutable! sino que cada minuto me haga avanzar más lejos en la hondura de vuestro misterio. Pacificad mi alma, haced de ella vuestro cielo, vuestra amada morada y lugar de vuestro reposo. Que yo jamás os deje allá solo, sino que esté allí toda entera, toda vigilante en mi fe, toda adorando, toda entregada a vuestra acción creadora. Amén.

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