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8.- La experiencia mística en la evolución

Aunque yo haya nacido y crecido en una familia católica, no sentía ningún atractivo por lo que se ha llamado en nuestros días "la experiencia mística". Como cada hombre venido a este mundo yo tenía dos mitades, en el sentido de Proust: la de mi padre y la de mi madre. Y por diferentes que sean estas dos mitades (una más bien jesuítica y la otra más bien jansenista) estaban de acuerdo para pensar que un niño no debe ser inquietado por lo que Bremond había llamado "el sentimiento religioso". Al niño la religión se le presentaba como un misterio eminentemente razonable. Los jesuitas hubieran podido hacerme leer a sus místicos, en primer lugar san Ignacio de Loyola. Pero, bien sea por su idea de dirigir personas que vivan en medio del mundo, sea por ascetismo y desconfianza en lo sensible, no estimulaban las experiencias místicas. El P. de la Colombier, director de Margarita María, había sido una excepción.

En nuestra época de indiscreción e impudor tenemos dificultad en comprender cuál ha sido la sensibilidad religiosa en la burguesía francesa, sea católica o protestante. Una ley de reserva, un código no manifiesto (o mejor, un pudor que no debía exteriorizarse) rechazaba a una zona de sombra todo lo que era intimidad, relaciones personales del alma con Dios. Aun menos de lo que se hablaba de amor a propósito de los casamientos, se hablaba de Dios con los suyos; y los libros de los místicos, como Teresa de Jesús, están cerrados en un cofre de cedro. No llegaban a mí de estas experiencias extraordinarias sino lo que podía asimilar un adolescente sensato. La mística estaba filtrada a través de Bossuet y Fenelon por Mons. Dupanloup, quien había extraído de éstos la esencia bajo el título "Verdadera y Sólida Piedad". Se pensaba que los estados íntimos no debían ser desvelados. En Francia los buenos modales aconsejaban la reserva; en Inglaterra, más aun. La hija de Churchill me contó que, preguntando a su padre si creía en Dios, éste le había respondido con esta expresión intraducible: "What a continental question!". Aunque yo estuviera en "el continente" tenía el mismo género de pudor.

Por lo demás la Universidad no me había iniciado en el estudio de los místicos. Ésta era fiel a Víctor Cousin, quien veía en el "misticismo" una aberración, o al menos, una etapa que hacía falta comprender y sobrepasar, como lo habían hecho Hegel, Schelling y Auguste Comte. Leon Brunschvicg, que me honraba con su amistad en la Sorbona, donde él era el príncipe de la agudeza, me decía que Pascal se comportaba como un judío supersticioso, mientras que Spinoza era el verdadero cristiano que adoraba sin imágenes, "en espíritu y verdad". El insistía sobre la sorprendente afinidad entre la inteligencia y la superstición, el genio y el delirio. En tal perspectiva los místicos no podían ser otra cosa que monstruos sagrados y su estudio reservado a la teratología de la teología.

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