» bibel » Otros » Jean Guitton » Retrato de Marta Robin » 8.- La experiencia mística en la evolución
Bergson
Bergson me hizo cambiar de idea. Alumno de la Escuela Normal, fui a visitarle para presentarle una invitación a un baile. Era el tiempo cuando enclaustrado por el reuma no salía nada. Tiempo en el que, lejos del mundo, se iba a dedicar más que nunca a la exploración interior de la conciencia, como Maine de Biran. Leyó las obras de los místicos cristianos: ciertamente a Teresa de Jesús, Juan de la Cruz, estas dos columnas, pero también los "Torrents" de Mme. Guyon, sin olvidar el «Proceso» de Juana de Arco. Él había escrito "La Evolución Creadora" que es el poema del cosmos captado en su devenir. Pronto iba a publicar "Las dos fuentes de la moral y de la religión". Estas dos obras tienen una gran similitud y una profunda diferencia. Se cambia de perspectiva: se está ya fuera del mundo. Secretamente Bergson se encaminaba hacia el catolicismo en el que debía ver (como consigna en su testamento) el desenvolvimiento de la fe de Abraham en la que había nacido.
A sus ojos la evolución de las especies vivas sobre este planeta que él llamaba refractario, tras muchas paradas y retrocesos, culminaba en los grandes místicos cristianos. Estos imitan, cada uno de manera original, nueva, imprevisible lo que había manifestado en "el caudillo de los místicos": El Cristo de los evangelios. Así la historia humana tenía por significación última ser, sobre esta tierra refractaria, lo que la cibernética llama un hagiostat y que Bergson (fue su última palabra) llamaba "una máquina de hacer dioses".
Yo había pasado los más bellos años de mi vida, ésos que van de los 20 a los 30, tratando de comparar a dos filósofos que representan dos tipos opuestos de misticismo, entendido éste como el método que tiene que seguir el alma para unirse a su principio: Plotino, amamantado por Platón y sobre todo por Aristóteles, puede ser propuesto como tipo del misticismo griego. San Agustín, convertido al cristianismo curiosamente por la lectura de Plotino era el místico cristiano por excelencia. Fue Bergson quien me había desvelado a Plotino. Bergson y Plotino se parecían en que consideraban el éxtasis como una experiencia capaz de instruirnos sobre nuestro destino. Plotino tuvo cuatro éxtasis. En cuanto a san Agustín, él conoció en Ostia, junto a su madre santa Mónica, un instante de eternidad.
La lectura de las "Dos fuentes", muchas conversaciones con Bergson, la meditación sobre las "Enneadas" de Plotino y las "Confesiones" de san Agustín me indujeron a leer a los grandes místicos como a los hermeneutas del Invisible. Yo sabía por J. Chevalier, cómo Bergson se encaminaba hacia la religión católica; había yo llevado a Mons. Pouget a su casa y había asistido a su conversación[1]. No tenía yo dificultad en concebir que el catolicismo fuera la plenitud del judaísmo, ya que he nacido en la posteridad de Jesús. Para Bergson sucedía al revés. Lo que para mí era un origen recibido sin esfuerzo y sin mérito, era para él una aspiración final, conseguida al cabo de una vida de búsqueda.
El lector puede comprender con qué espíritu leí, habiendo amado tanto a Bergson, los testimonios de los místicos católicos, procurando por su eco en mi alma no sé qué resonancias de sus experiencias. Así trato de escuchar, sin ser músico, a los grandes músicos.
Siempre me ha sorprendido la desproporción entre la causa y el efecto. Me parece como si esas extrañas personas fueran proyectadas en un universo distinto, fuera del espacio y del tiempo. (Si fue en el cuerpo o fuera del cuerpo, no lo sé, dice san Pablo). Cuando yo vi sobre la pantalla a los primeros astronautas titubeantes sobre el suelo lunar, me hacían pensar en esos místicos torpes, incapaces de expresar sus sentimientos. Pero lo más paradójico, a mi parecer, es que los grandes místicos dicen haber adquirido ciencia superior. Uno lo comprende de un astronauta que ve la tierra bajo una nueva perspectiva. Pero ¿tiene el místico razón para pretender enseñarnos lo que enseña? Esta pregunta se me presenta inevitable.
En nuestro tiempo los místicos han obtenido por fin el derecho de ciudadanía en la inteligencia. Ciertos filósofos de comienzos de siglo, como Delacroix o Baruzi, han examinado las obras de los místicos sin pretender comprenderlos, como se estudia a los poetas, a los músicos, los cuales nos dan las emociones supremas sin que se pueda jamás definir qué es la poesía pura o la belleza: basta tener corazón. Bajo este punto de vista poco importaba que el artista o el místico sea normal o anormal, poco importa que delire. Nosotros sabemos que lo propio de ciertos genios de primer orden es transformar el delirio en luz y, como hizo Pascal, aceptar las humillaciones a fin de sacar de ellas "un fruto verdadero y saludable".
En la Sorbona yo escuchaba a Delacroix. Leía a Baruzi y a Pierre Janet, quien en el libro titulado "De la angustia al éxtasis" estudiaba a una santa enferma tratada en la Salpêtière y que él comparaba a santa Teresa: todo el problema de la mística se plantea en esta obra.
Después me zambullí en los dos volúmenes de este exégeta filósofo incomparable que a mis ojos es F. Von Hugel. Este, en lugar de exponer la filosofía, como solemos hacer los continentales, por una tesis abstracta, ha enfocado toda su información y su atención sobre un solo caso singular (como yo hago en este momento en relación con Marta Robin): la historia admirable de Adorna Fieschi, conocida bajo el nombre de Catalina de Génova. Pienso que no está equivocado, pues en un solo ser pueden quedar reflejados los demás. También leí la obra de William James "La Experiencia religiosa».
Mrs. Soames, la hija de Sir Winston Churchill, me había dicho que su padre, para asegurar la fe de ella cuando era adolescente, le había hecho leer el libro de W. James. De hecho no conozco un estudio más exacto para hacer entender en qué difiere la experiencia religiosa de la experiencia moral. Desde las dos orillas del océano, Bergson y James coincidían en el problema de saber cuál sea la relación de la experiencia mística, tan rara y anormal, con la experiencia moral de todos los hombres.
En la vida mística, según James, se manifiesta una emoción imperiosa y dulce, un esfuerzo sin esfuerzo del que Bergson quedaría sorprendido, y en el que iba a ver un equivalente, cuasi instantáneo, de toda una serie de esfuerzos, que da soltura y facilidad y que explica por qué la palabra "gracia" tiene el doble sentido de don divino y de elegancia humana.
Este dicho esfuerzo es llamado por los autores místicos abandono. Entonces, dice James, se pasa de la inquietud a la paz, a la aceptación gozosa de los acontecimientos. El amor se extiende a todos los seres, a los animales, a la materia misma, Se descubre, en fin, la existencia de los otros, pues los otros dejan de ser fantasmas para hacerse semejantes. Y sucede que el sufrimiento y el gozo coinciden. "¡Alegría, alegría, lágrimas de alegría!", decía Pascal.
Lo que había sorprendido a W. James es que esta experiencia mística no es exclusiva de los cristianos, sino que emparenta en las filosofías y en las religiones a ciertos seres enamorados de absolutos, quienes en lenguajes diferentes se asemejan, sea por la descripción de sus estados, sea por el silencio sobre lo que sus estados tienen de inexpresable e inefable. Algunos de estos místicos no han conocido esta experiencia más que una sola vez en su vida. El instante privilegiado es con frecuencia un instante irrepetible, como fue para los tres apóstoles la Transfiguración de Cristo en el monte Tabor.
Supongamos, me digo a veces, que después de una guerra atómica, un grupo de supervivientes en una caverna subterránea educa a unos niños, quienes oyendo hablar del día y de la luz, se resisten a creer en ello. Mas he aquí que por una grieta se filtra por un instante un rayo de sol. Esto sería suficiente para saber que hay algo distinto de la noche que no es más que un obstáculo pasajero de la luz.
Y ¿no pudiera ser que todos, tantos cuantos existimos, tenemos o tendremos una vez al menos durante la vida, quizás en el momento de morir, una de tales iluminaciones sobre lo que está en juego? ¿Quizás la experiencia mística instantánea tendrá lugar para mí en mi última hora?
W. James cita numerosos testimonios tomados de todas las religiones. He elegido entre todos el de una mujer de confesión protestante, porque la reforma desconfía en general de este género de cosas.
He aquí cómo describe su experiencia la señora J. Edwards: "Mi alma gustaba una paz indeciblemente dulce descansando enteramente en Cristo. Me parecía ver que el amor divino descendía del cielo como un haz de luz y se derramaba sin cesar sobre mi corazón. Creo que experimenté en un solo minuto más felicidad que la que había sentido hasta entonces en toda mi vida. Al volver en mí, me parecía que ya no me pertenecía. Sentí que las opiniones de los hombres sobre mí no eran nada y que mis intereses personales no contaban a mis ojos más que los de una persona extraña. La resplandeciente gloria de Dios parecía absorber todos los deseos de mi corazón. Todos los sufrimientos y todos los terrores imaginables parecían desvanecerse ante ella. La sensación de esta gozosa resignación duró todo el resto de la noche, el día siguiente, toda la noche posterior, la mañana del lunes hasta el mediodía, sin interrupción y sin debilitarse".
W. James cita los textos de los grandes místicos desde Plotino a Jacobo Boehme, pasando por el maestro Eckhart y Ángel Silesius. "Yo no soy nada, —dice Boehme—. Todo lo que soy no es más que una imagen del ser, y Dios solo es mi yo soy. Así, reposando en mi nada, doy gloria al Ser eterno: no quiero nada para mí mismo, pues sólo Dios quiere en mí". Esto hace pensar en la frase de san Pablo: "No soy yo quien vive ya en mí, es Cristo quien vive en mí"
Y no creamos que hace falta tener una fe muy firme, una esperanza cierta, para acceder a estos estados. W. James cita los pensamientos de Jules Lagneau, el maestro de Alain, cuyo misticismo se nutría de desesperación. Hay seres que no alcanzan el Ser sino a través de la Nada, por una experiencia fundamental de "pobreza". Simone Weil pertenece a esta familia.
Lo que me impresiona en estos escritos, en estos textos, en estas constataciones es la impresión de realidad que me dan; como si un velo fuera rasgado y me pusiera en presencia del dato inmediato de Bergson, o de la cosa misma de Husserl.
Yo iba a encontrar junto a Marta Robin aun más: el desvanecimiento de los problemas en su solución y, por decirlo en una palabra, la simplicidad. Marta era una mujer absolutamente simple.
Bergson iba más lejos que James para quien todos los místicos tenían parentesco. A sus ojos los grandes místicos cristianos eran profundamente diferentes de los místicos no cristianos, griegos o hindúes, paganos o budistas. Para éstos el éxtasis era la parada. Por el contrario, los místicos cristianos daban la vuelta al movimiento que les llevaba al éxtasis; reconvertían la conversión devolviéndola del cielo a la tierra. No se debe permanecer en el Tabor, sino descender hasta la ribera del lago y, caminar después hasta Jerusalén y el Calvario. Se trata de transformar el éxtasis en no-éxtasis. ¿Se puede proponer un nombre nuevo, énstasis? Tal será la vida de los mansos, de los pobres, de los de puro corazón, de los que sufren persecución. El místico así olvida al misticismo. "Ahora la unión es total y en consecuencia definitiva. Es una abundancia, una sobreabundancia de vida, un inmenso impulso, un empuje irresistible que lanza al alma a las más vastas empresas". En la vida del éxtasis el alma mística no ha dado aún a Dios su voluntad total; lo que explica su agitación, sus inquietudes, sus esfuerzos y sus temores. "Sobre todo el alma mística ve con simplicidad, y esta simplicidad que extraña tanto en sus palabras como en su conducta la guía a través de complicaciones que sólo ella precisamente no percibe".
¡Cuántas veces visitando a Marta he pensado en estas líneas en la que parecía describirla! Bergson advierte que hay en el gran místico "una ciencia innata, una inocencia adquirida que le sugiere de golpe los pasos útiles, el acto decisivo, la palabra sin réplica", Bergson se preguntaba de dónde viene esta energía lúcida. Decía que esta sobreabundancia de vitalidad brota de una fuente que es la misma de la vida. Pero este término de vida es equívoco: ¿se habla de la vida material, la vida biológica? ¿No hay otra vida de distinto orden?
"Ahora, continúa Bergson, las visiones quedan lejos; la divinidad no podría manifestarse desde fuera de un alma que ya está llena de ella". Esto es precisamente lo que Marta me decía, recalcando que ahora ya tenía un modo de percepción de la Pasión que era diferente al que había conocido hasta entonces. Ella no oía ya "injuriar", no veía ya sangre. La existencia era anulada en la Esencia.
"Nada absolutamente —dice también Bergson— diferencia al místico de los demás hombres entre los que marcha". Esta palabra "marcha" parece ironía aplicada a Marta pues ella estaba inmóvil en un centro. "El místico —prosigue Bergson— se siente pasivo en relación a Dios (¡oh, cómo se llena de sentido la palabra "pasivo" referida a Marta!) y es activo en relación a los hombres". Y, como si hubiera entrado a hurtadillas en el cuarto oscuro, como si hubiera estado allá de incógnito, Bergson escribe también: "De esta elevación el místico no saca desde luego orgullo alguno; por el contrario, crece su humildad. Pues, ¿cómo no será humilde, cuando puede comprobar en sus encuentros silenciosos, a solas, con una emoción que parece derretir al alma entera, lo que se puede llamar la humildad divina?"
La humildad, entendida en pleno sentido, como la sintió san Pablo, es quizás el rasgo más profundo, más íntimo, de la Pasión. Pablo nos dice que Jesús, si bien es igual al Padre, no hizo alarde de su condición divina, sino que tomó la condición de esclavo, destinado a la muerte, y muerte del esclavo fugitivo y crucificado. Más tarde, en una de sus últimas intervenciones, en 1939, un año antes de su muerte, Bergson, hablando de Péguy, decía que "pronto o tarde él llegaría a Aquel que cargó a su cuenta los pecados y los sufrimientos de todo el género humano". Como diré enseguida, ésta era la vocación de Marta.
Habiendo hablado con ella de los estados por los que había pasado, caí en la cuenta de que, sin menospreciarlos los ponía en su sitio, es decir, los consideraba como símbolos que no añadían ningún mérito al que gozaba de ellos. Me decía: "Tener la alianza nupcial es bueno, pero mejor no tenerla". Así recuperaba la idea del Evangelio de san Juan de que el que cree es más que el que ve, ya que la evidencia le arrebataría ese acto de libertad en la oscuridad, que se llama AMOR.
Notas
[1] Portrait de Mns. Pouget. Gallemard, 1941, pp. 254 a 258
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