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Siglo XI

Introducción

La Iglesia sigue su rumbo en medio de avatares. Su barca ha sido zarandeada, pero no destrozada ni destruida. Dios, a través de su Iglesia, ha estado siempre vigilante a cuanto sucedía en el mundo. Ella, la Iglesia, vive en carne propia todos los gozos y tristezas de cada nación, de cada hombre, de cada hijo suyo.

Es curioso ver cómo cualquier otra institución humana ya hubiera perecido, después de tantos golpes y fracasos, y sin embargo, la Iglesia sigue adelante, porque es de carácter divino, pues la fundó Cristo, el Hijo de Dios. Fallan hombres, no la Iglesia. ¿Por qué? A esos hombres de Iglesia les ha faltado iluminación y caridad. ¡Quiera Dios que comprendamos de una vez esto! Debemos hacer la verdad en la caridad.

En este siglo, muchos religiosos salidos de los monasterios reformados, como los que dependen de Cluny, se muestran deseosos de una iglesia más santa y buscan la manera de hacer una reforma general. Para ello era necesario que los pastores se preocupasen más de sus responsabilidades, pero la gran mayoría carecen de las debidas cualidades ya que eran nombrados por los príncipes.

I. Sucesos

Siglo de las cruzadas: «¡Dios lo quiere!»

Este siglo vio nacer la primera de las ocho cruzadas [70] que se sucedieron hasta bien entrado el siglo XIII. Urbano II convocó la primera durante el concilio de Clermont en 1095, con el fin de reconquistar los santos lugares de Jerusalén que estaban en manos de los mahometanos desde 1071. Pedro el Ermitaño la promovió entre el pueblo y así logró reunir un ejército enorme de veinte mil cruzados. Con hambre y desorientados, llegaron al imperio bizantino que los miraba con recelo por las tropelías que cometían a su paso. Después de ellos llegó un ejército de 60 mil hombres al mando de Godofredo de Bouillon. Los cruzados tomaron plazas importantes, por ejemplo, Antioquía y aun la misma Jerusalén, a la que arrasaron. Establecieron allí un reino, pequeño islote rodeado de turcos y bizantinos. Fue llamado Reino cristiano de Jerusalén. Perdió su última posesión en 1290.

El arte: pedagogía catequética

En los siglos de la cristiandad, la fe religiosa impregnó todas las formas de expresión del espíritu humano. El arte no podía ser excepción y no lo fue: el arte medieval fue un arte esencialmente cristiano.

Este es el siglo del arte románico, pues la cristiandad construyó catedrales, iglesias y monasterios en toda Europa. Tal vez nada sea más representativo del espíritu que animó a la cristiandad que esas grandiosas catedrales, levantadas en el angosto recinto de viejas ciudades amuralladas, o las altas torres de las iglesias rurales, a cuya sombra se agolpan todavía hoy humildes aldeas.

Esos templos no eran sólo lugar para la celebración de los actos de culto; eran también el centro de la vida social, escuela, teatro, hogar común de todos los convecinos, escenario de los principales momentos de su existencia terrena y cementerio donde, junto a sus mayores, descansaría su cuerpo al llegar la muerte. Así se comprende la razón del inmenso esfuerzo, y a veces el trabajo de siglos que se consagraron a la construcción de estos grandes edificios.

Las artes plásticas, la escultura y la pintura, eran una auténtica pedagogía cristiana. La población medieval, analfabeta en su gran mayoría, no tenía acceso a los libros. Por eso, toda la catequesis la recibía esta gente sencilla a través del arte sacro.

Los elementos característicos del arte románico son: bóveda de medio cañón, las columnas, muros inmensos y arcos de medio punto. Es un estilo que produce impresión de severidad por la escasez de ventanas y luz, así como por lo macizo de su construcción. Era el símbolo de la fe medieval: fuerte, robusta, maciza. Dios estaba en el centro. Dios era el centro.

Después del enfriamiento de la caridad, vino el cisma de Oriente de la Iglesia griega con la latina

Durante muchos siglos la iglesia de Constantinopla, aun en medio de las intervenciones imperiales y las disputas doctrinales, había contribuido grandemente a extender el cristianismo por las regiones orientales de Europa. Había desarrollado también un magnífico arte, en pinturas y mosaicos, que estaba impregnado de religiosidad. Pero siempre había pretendido colocarse por encima de los demás patriarcados de oriente, y había rehuído la obediencia al obispo de Roma, sucesor de san Pedro. Las relaciones entre la sede romana y Constantinopla se fueron tensando, hasta que en el año 1045 se produjo el gran cisma, la ruptura total entre la iglesia griega y la iglesia romana. La iglesia griega desde ese momento rechaza toda obediencia al papa.

¿Cómo se fue gestando dicho cisma?

Ya había sido preparado, como dijimos, desde el siglo V, con el cisma de Acacio, motivado por las ideas monofisitas de este patriarca. Fue un cisma que se prolongó durante treinta años. Más hondas fueron las repercusiones de la iconoclastía, ya que el emperador de oriente, León III el Isáurico, no sólo prohibió la veneración de las imágenes sagradas, sino que pretendió que el papa sancionase sus edictos iconoclastas. Pero el papa le dio una rotunda negativa. Esto provocó represalias contra la Iglesia romana. Más tarde, el patriarca Fozio en el siglo IX, abrió un abismo entre griegos y latinos con el problema de la procedencia de la segunda persona de la Santísima Trinidad[71].

Por tanto, el cisma se dio por razones políticas, culturales y dogmáticas.

Políticamente, la Iglesia griega estaba ligada al poder bizantino. El emperador nombraba y destituía a los patriarcas de Constantinopla, se entrometía hasta en las cuestiones dogmáticas, y consideraba al obispo de Roma como súbdito suyo. Pero el papa, para defender su independencia, se alió con los francos y esto fue visto como una traición por los emperadores de oriente. Y no sólo por ellos, sino que también las relaciones entre el patriarca de Constantinopla y el papa se fueron haciendo cada vez más tirantes.

Mucho más grave todavía aparece el foso cultural, pues las dos iglesias no se comprenden. Oriente ignora el latín y occidente ignora el griego. Para los bizantinos, los latinos son un país de tinieblas, salvajes e incultos. Para los latinos, los griegos se preocupan mucho de sus atuendos y de las formas externas.

También desde el punto de vista dogmático y religioso hay discrepancias: los griegos achacan a los latinos el haber cambiado las antiguas costumbres. Para los orientales el rito es la fe que actúa, y cambiar el rito es cambiar la fe. De ahí que den tanta importancia a cuestiones como el ayuno, el pan ázimo, el uso de la barba.... Es más, en oriente los monjes y los obispos son célibes, pero los sacerdotes pueden casarse antes de la ordenación. En occidente, se pide el celibato a todos los sacerdotes, como una opción de vida. Los griegos, además, reprochan a los latinos el haber añadido el famoso «filioque» en el credo de Nicea-Constantinopla. Los latinos dicen: el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Mientras que ellos dicen que «procede del Padre por el Hijo».

Así pues, la Iglesia griega siempre fue reacia al primado jurisdiccional del papa; recelaba que ese primado pudiera menguar su autonomía disciplinar y litúrgica. Cierto es que la Iglesia, tanto en oriente como en occidente, sufrió en repetidas ocasiones las consecuencias nocivas de la absorbente intervención del poder imperial[72].

Al cisma se llegó de modo casi insensible tras un largo proceso de enfriamiento de ese afecto de caridad que era indispensable para que pudiera sobrevivir el vínculo de la comunión eclesial.

II. Respuesta de la Iglesia

¿Cómo actuó la Iglesia de Cristo en este siglo, nada fácil, de su historia?

Nuevas órdenes religiosas y movimientos eremíticos

Dos nuevas órdenes aumentaron la vitalidad renovadora de la vida religiosa: San Romualdo fundó la orden de la Camáldula en 1018; y san Bruno estableció la Cartuja, para que sus miembros dedicaran su vida a la oración en silencio y soledad, aun viviendo en vida de comunidad. Concebida como una fusión de la vida solitaria y la cenobítica, la Cartuja[73] fue desde sus orígenes una orden austera y penitente, cuyos miembros vivían en continuo silencio, teniendo como principal y casi exclusiva ocupación la contemplación divina.

Cluny llegaba al apogeo. A finales de este siglo se desarrolla un fuerte movimiento eremítico. Llevados de una voluntad de penitencia y de pobreza, algunos hombres y mujeres se retiran a lugares aislados (bosques, cuevas, precipicios, islas, etc...) para expiar sus pecados. Pero la fama de su santidad atrae a las gentes, y ellos se convierten muchas veces en predicadores populares. Si Pedro el ermitaño es el más conocido, la acción de Roberto de Arbrissel es más profunda (1045-1116); acaba fijando a sus discípulos en Fontevrault (Maine-et-Lore): comunidad de hombres y comunidad de mujeres, por separado. Pero es la abadesa la que tiene autoridad sobre el conjunto.

La edad media conoce también esa forma curiosa de vida religiosa que es la reclusión. La reclusa o el recluso se encierra por el resto de sus días en una celda construida al lado de una iglesia, con una ventanilla que permite escuchar los oficios y recibir algún alimento.

La orden del Císter

El viejo árbol monástico se enriqueció durante este tiempo con nuevas y vigorosas ramas, la más importante de las cuales sería la orden del Císter.

El abad Roberto abandona el monasterio de Molesmes, y con un grupo de monjes benedictinos intenta volver al rigor que Cluny parece olvidar a finales del siglo XI. Así fundó la abadía de Citeaux —Císter- en 1098. Es una vuelta a la pobreza de hábito —lana sin teñir-, de alimentación y de edificios, a la sencillez de la liturgia y a la soledad en medio de los bosques[74]. Para dedicarse especialmente a las labores agrícolas en las tierras del monasterio, el Cister creó una nueva clase de monjes, los legos o hermanos conversos, que estaban dispensados de varias obligaciones, entre ellas la asistencia al coro.

En esta nueva orden, a diferencia de Cluny, el abad no tiene autoridad sobre las demás abadías que se fundan. Cada monasterio conserva su independencia en lo espiritual y en lo temporal, gobernado por sus respectivos abades. No obstante, todos los monasterios reconocían la autoridad moral del «abad padre», que tenía la misión de mantener la observancia en las casas filiales, y con este fin las visitaba canónicamente una vez al año. También anualmente se reunía en Citeaux el capítulo general, al que asistían los abades de los distintos monasterios, y allí se corregían los abusos, mejoraba la observancia y se fomentaba el trato fraternal entre los superiores monásticos.

La Orden del Cister seguía la misma observancia, contenida en la «Charta caritatis», que sería su regla. Dicha regla procuró que los monasterios constituyesen como una gran familia en vez de una estructura centralizada y jerárquica, como era la del «imperio monástico» cluniacense.

Esta orden recibió un formidable impulso con la llegada de un joven señor, san Bernardo, que entró junto con treinta compañeros, todos ellos pertenecientes a familias nobles de Borgoña (1112). El influjo de Bernardo será tratado en el siguiente siglo.

¿Cómo surgieron los cardenales?

Ante el cesaropapismo, el papa Nicolás II creó el colegio cadenalicio mediante un decreto «Produces sint» (1059), para frenar los abusos imperiales en la elección de los papas. Los papas comenzaron a llamar hombres honestos para darles el título de cardenal; llamaron particularmente a monjes de Cluny. En 1059 estableció que sólo los cardenales eligieran al papa. La intervención del clero y pueblo romanos quedaba reducida a una simple aclamación del papa elegido por los cardenales. En cuanto al emperador, se usó una fórmula deliberadamente ambigua: al joven rey Enrique y a sus sucesores les correspondía «el debido honor y reverencia», pero no la decisión de elegir papa.

Fue éste un paso importante en la lucha por la independencia religiosa, que llevará a cabo el gran papa san Gregorio VII.

El gran papa Gregorio VII y el problema de las investiduras

Este siglo XI será el siglo de Gregorio VII. Era un monje llamado Hildebrando Aldobrandeschi, que buen conocedor del caos que reinaba en la Iglesia, esquivó el cargo de papa por veinticinco años. Silenciosamente se constituyó en el alma de seis papas consecutivos para realizar la reforma moral en la Iglesia. Muerto el papa Alejandro II, fue inútil su resistencia. Cardenales, clero y pueblo lo eligen por aclamación el 22 de abril de 1073.

Era hombre de vida santa; su indomable energía y su firmeza de carácter lo orientaron a la reforma de la Iglesia, que se llamará «reforma gregoriana». Exigió las normas que papas y sínodos habían dado para corregir la corrupción general de obispos y clero, en cuanto a simonía y nicolaísmo. Y luchó por extirpar la costumbre de que los señores feudales nombraran los títulares para los puestos eclesiásticos. A esto se llamó la lucha contra las investiduras, y tenía como finalidad emancipar a la Iglesia del poder feudal y dignificar el papado[75].

Con este papa la iglesia volvió a ser respetada como rectora espiritual. Bajo pena de excomunión prohibió a los eclesiásticos recibir cargos —investiduras- de señor feudal cualquiera. Gregorio VII no buscó que la Iglesia fuera superior al emperador, pero tampoco permitía que continuase la compraventa de cargos eclesiásticos y el nombramiento (investiduras) de hombres deshonestos para regir la Iglesia. Así que escribió de puño y letra a casi todos los obispos de Italia, Francia y Alemania, a los abades de Cluny y Montecasino, al arzobispo de Canterbury, al rey alemán Enrique IV, al rey Felipe I de Francia, a Alfonso VI de Castilla, a Sancho de Aragón, a Guillermo de Inglaterra, a los reyes de Hungría, Noruega, Dinamarca, Eslabona y al emir de Marruecos. Quería defender los derechos de la Iglesia y promover una reforma de costumbres.

Las normas y directivas de Gregorio VII constituyen el germen del derecho canónico, poderoso instrumento disciplinar de la Iglesia hasta el día de hoy. No era fácil arrancar un mal tan difundido. Reyes y señores feudales habían edificado «iglesias propias» en «tierras propias». Gregorio VII trató de conciliar y salvar lo salvable; no buscó pelear sino salvar la Iglesia y sacarla del caos. Se atrajo las iras de muchos que lo llamaron «papa del demonio, papa político». Pero Gregorio no cedió. Echó mano de la excomunión tanto para el emperador o rey que concedía la investidura, como para quien la recibiese, obispos o arzobispos.

Es de todos bien conocida la lucha que entabló con el emperador alemán Enrique IV, que se opuso al Papa[76] en materia de elección papal, disciplina y moral eclesiástica[77]. Gregorio lo excomulgó y le exigió hacer penitencia en Canosa[78] para recibir la absolución. Reconciliado, volvió a las mismas andadas, convocó un concilio en Maguncia, y nombró un antipapa con el nombre de Clemente III, quien coronó emperador a Enrique, y un conciábulo de obispos cómplices depuso a Gregorio VII. Después Enrique bajó a Italia para sitiar Roma que consiguió conquistar tres años más tarde. En realidad fue el mismo pueblo que, cansado del asedio, le abrió las puertas, obligando al papa a encerrarse en el castillo de san Ángel.

Se halló Gregorio VII militarmente indefenso e incomprendido[79]. Por eso se retiró a Salerno, donde falleció el 25 de mayo de 1085 recitando las palabras del salmo 44: «He amado la justicia y odiado la iniquidad». Y luego agregó «por eso muero en el destierro». Levantó la excomunión a todos, menos a Enrique IV y al antipapa.

A los ojos humanos parecía una gran derrota del papa, sin embargo, quedaba el papado más fortalecido que nunca y con un prestigio moral jamás visto. El papa que acababa de morir era ante la cristiandad el Vicario de Cristo. Fueron necesarios varios decenios para zanjar definitivamente el problema de las investiduras sagradas[80].

Después del papa Gregorio VII, Víctor III subió a la silla de Pedro y después Urbano II. Éste dio a conocer su programa: «Resuelto a caminar por las huellas de mi bienaventurado padre, el papa Gregorio, rechazo lo que él rechazó, condeno lo que él condenó, amo todo lo que él amó y me uno en todo a sus pensamientos y acciones». Continuó la lucha contra la compraventa de cargos, trató de disminuir la influencia del antipapa y continuó la reforma de la Iglesia.

«La túnica inconsútil de Cristo...rasgada»

Lo más triste de este siglo para la Iglesia fue el cisma de Oriente en 1054, entre el patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario, y el papa de Roma, León IX. Aquel patriarca no aceptaba la costumbre occidental de consagrar panes ázimos (sin levadura) en la misa, además de los otros asuntos litúrgicos y dogmáticos de los que hemos hablado.

El papa León IX mandó sus legados, el cardenal Humberto de Silva Cándida y Federico de Lorena, para zanjar esta cuestión. Como Miguel no cedía, Humberto lo excomulgó[81], depositando una bula el 16 de julio de 1054, sobre el altar de la catedral de Santa Sofía. Cerulario y su sínodo patriarcal respondieron el 24 del mismo mes excomulgando a los legados y a quienes les habían enviado. Así empezó la separación de Bizancio, Bulgaria, Rumania y pueblos eslavos. Se interrumpió la comunión eclesiástica de la Iglesia griega con el pontificado romano y la iglesia latina.

El cisma quedaba así formalmente consumado, aunque cabe pensar que muchos contemporáneos, y quizá los propios protagonistas, no lo pensaron así, sino que creían que se trataba de un incidente más de los muchos registrados hasta entonces en las difíciles relaciones entre Roma y Constantinopla. Pero es indudable que para la gran masa del pueblo cristiano griego y latino el comienzo del cisma de oriente pasó del todo inadvertido.

La vuelta a la unión constituyó desde entonces un objetivo permanente de la Iglesia, la promovieron los papas, la desearon en Constantinopla emperadores y hombres de Iglesia, se celebraron concilios unionistas y hubo momentos como en el II concilio de Lyon (1274) y el de Florencia (1439-1445) en que pareció que se había logrado.

No era realmente así. La caída de Constantinopla en poder de los turcos y la desaparición del imperio bizantino (1453) pusieron fin a los deseos y a las esperanzas de poner término al cisma de oriente y reconstruir la unidad cristiana.

La excomunión contra Cerulario fue levantada por el papa Pablo VI al término del Vaticano II, el 7 de diciembre de 1965. Y lo mismo hizo el patriarca de Constaninopla, Atenágoras.

Es de todos conocido el esfuerzo que ha hecho el papa Juan Pablo II por recomponer la unión de la única iglesia de Cristo, en un solo rebaño y bajo un solo Pastor.

Conclusión

Terminó el siglo, pero no terminó la Iglesia. Se rompió la unidad entre la iglesia griega de oriente y la Iglesia romana latina, pero no se rompió la barca de Pedro. Se hirió la caridad cristiana, pero continúa en pie la caridad de Cristo que nos urge. Fue triste la ruptura, pero una vez más hay que dejar claro que esto sucede porque hombres de Iglesia, no la Iglesia de Cristo, no viven el mandato del amor que el Maestro nos dejó en la última cena.

Un gesto hermoso para la reconciliación lo tuvo Pablo VI al terminar el Concilio Vaticano II. Estas son las palabras hermosas que Pablo VI dijo el 7 de diciembre de 1965, al levantar la excomunión de Miguel Cerulario, patriarca de Constantinopla en ese entonces: «Nuestro corazón, inflamado por la gracia de Dios, arde en deseos de no regatear esfuerzo para unir a quienes han sido llamados a perseverar en la unidad por haber sido incorporados a Cristo.... Así, pues, deseando dar un paso más en el camino del amor fraterno, por el que lleguemos a la perfecta unidad, y destruir cuanto a ella se oponga y obstaculice, afirmamos ante los obispos reunidos en el Concilio Vaticano II que lamentamos los hechos y palabras dichas y realizadas en aquel tiempo, que no pueden aprobarse. Además, queremos borrar del recuerdo de la Iglesia aquella sentencia de excomunión y, enterrada y anulada, relegarla al olvido» (Bula, «Ambulate in dilectione» )

Notas

[70] Las cruzadas son la gesta más grandiosa de la época medieval. Son la explosión del espíritu medieval y sólo dentro de ese marco pueden entenderse. Cruzados se llamaron porque llevaban una gran cruz cosida sobre sus ropas, pero no siempre llevaban el evangelio; armados estaban, pero no eran guerreros; conquistaban territorios, pero su finalidad no eran las cosas terrenas. Eran idealistas medievales. Nacieron para expulsar de Roma a un antipapa (Clemente III). Después quisieron librar los santos lugares de Tierra Santa del dominio musulmán. Papas y reyes, señores feudales y príncipes, monjes y caballeros, mercaderes y mercachifles aparecen entremezclados en esos ejércitos. La idea surgió en el cerebro del Papa Gregorio VII, para unir a Europa en un gran movimiento cristiano ante el avance del Islam. No logró realizarlo; lo llevó a cabo su sucesor Urbano II (concilio de Clermont, año 1095), pero sin medir las dificultades. Miles y miles de hogares quedaron sin padre y a la deriva en toda Europa. Los cruzados estaban sobrados de entusiasmo, pero carecían de disciplina militar. Capitaneados por Godofredo de Bouillón, y sobre la base de entusiasmo y heroísmo, lograron tomar Jerusalén. Primer objetivo cumplido (año 1099).

[71] Para la Iglesia latina, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo; para la Iglesia griega, procede del Padre por el Hijo. Yo le explicaremos más adelante.

[72] En este siglo estaba muy arraigada la costumbre de que el príncipe elegía a los prelados, incluso al papa. ¡Otra vez el cesaropapismo! Era la intromisión de reyes, emperadores o familias poderosas en cuestiones eclesiales. El caos provocado por esta funesta intromisión estaba a la vista: los papas, los obispos y los abades eran juguetes de los intereses políticos.

[73] Debe su nombre al valle alpino de Chartreuse, donde se estableció su fundador, san Bruno.

[74] Los cistercienses son grandes colonizadores de los bosques.

[75] Así rezaba: "Os rogamos y os exhortamos en Jesús, que procuréis enteraros bien del por qué y el cómo de las tribulaciones y dificultades que sufrimos por parte de los enemigos de la Iglesia. Mi gran preocupacón ha sido el que la santa Iglesia, madre nuestra, recuperase el decoro que le pertenece, permaneciendo libre, casta y universal. Mas, como esto es totalmente contrario a los deseos del antiguo enemigo, éste ha puesto en pie de guerra contra nosotros a sus secuaces, haciendo que todo se nos pusiera en contra" (Gregorio VII, carta 64; P.L. 148, 709-710).

[76] Enrique IV convoca a veinticinco obispos y declara depuesto al papa Gregorio en una nota que decía así: "Enrique, rey por voluntad de Dios, a Hildebrando, desde ahora monje falso, no papa. Condenado por el juicio de nuestros obispos, baja, deja el puesto que has usurpado. Ocupe otro la sede de Pedro. Yo, Enrique, rey por la gracia de Dios, te digo con todos nuestros obispos: ¡Baja, baja!". La nota estaba firmada en Worms. A lo que el papa respondió en san Juan de Letrán: "Bienaventurado Pedro: como representante tuyo he recibido el poder de atar y desatar en el cielo y en la tierra. Por el honor y defensa de tu Iglesia, en el nombre de Dios Todopoderoso, prohíbo al rey Enrique que gobierne Alemania e Italia; libro a todos los cristianos del juramento de fidelidad al rey. Prohíbo que nadie lo sirva como rey. Quede excomulgado; que los pueblos sepan que tú eres Pedro y sobre esta piedra el Hijo de Dios ha edificado su Iglesia". Era la primera excomunión que un papa lanzaba contra un rey; y por primera vez en la historia, un papa liberaba a un pueblo de la obediencia al rey. Estos hechos tomaron a Enrique por sorpresa.

[77] Recordemos que en la elección del anterior papa, Alejandro II, Enrique opuso incluso otro concilio y un antipapa (Honorio II).

[78] Castillo ubicado en los Apeninos, al sur de Parma. Allí se refugió el papa para dar una buena lección a Enrique IV. Enrique quiso ir contra el papa, pero al darse cuenta de que el papa estaba bien protegido y le apoyaban casi todos en Alemania, hizo una farsa de penitencia: envió unas cartas al papa en los tonos más humildes, prometiendo y jurando que cumpliría lo que el papa mandara, a condición de que le levantara la excomunión. Se vistió de monje penitente y, descalzo, subió hasta el castillo de Canosa, donde por tres días imploró perdón. El papa sabía que no debía fiarse, pero la recia fibra de Hildebrando cedió a la ternura del buen pastor. Gregorio VII levantó la excomunión a Enrique y escribió a los obispos y príncipes alemanes en tono conciliatorio. Grave error político del papa. El Enrique irresponsable y caprichoso olvidó pronto sus promesas y volvió a las andadas.

[79] También corrió por ahí una leyenda negra sobre este excelente papa. Leyenda, provocada en el siglo XIX cuando Bismark, en su lucha contra la Iglesia, dijo: "No iremos a Canosa". Bismark dijo que el papa Gregorio había humillado al rey Enrique IV, cuando en realidad fue el rey quien se burló del papa, hasta tal punto que murió en el destierro, malquistado con los príncipes alemanes.

[80] Será en el siglo XII con el concordato de Worms (1122) y el concilio de Letrán (1123) quienes zanjarán la cuestión diciendo: el emperador renuncia a la investidura espiritual que se concede entregando el báculo y el anillo, pero el papa admite que el emperador conceda al obispo los poderes temporales entregándole el cetro. En este último terreno, el obispo debe obediencia a su soberano.

[81] La fórmula de excomunión redactada por Humberto fue muy dura, sin misericordia y sin caridad; además, manifiesta su profunda ignorancia. Reprocha a los orientales la supresión del "filioque", el matrimonio de los sacerdotes, el pan con levadura...La excomunión que a su vez lanzó el patriarca Miguel es del mismo tenor, sin caridad y sin respeto. Sin caridad no lograremos nada en la Iglesia. Con la caridad, todo.

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