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II.- El psicoanálisis y la psicología individual

El psicoanálisis, la teoría de Freud —en contraposición a la idea difundida entre los profanos en la materia— no es más que una escuela de la psicoterapia moderna (es decir, del tratamiento de las enfermedades psíquicas), pero no sólo una, sino la primera. Por tanto, será también la primera que comentaremos.

Si nos preguntamos cuál es el objetivo del psicoanálisis, hay que decir que Freud buscaba el sentido de aquellos síntomas psíquicos que se denominan histéricos. Y comprobó que tales síntomas tienen realmente un sentido, aunque éste es inconsciente, es decir, no lo conoce ni el propio enfermo. Pero no es inconsciente del mismo modo que lo es algo que se olvida; lo que sucede es que se reprime, se lleva al inconsciente, eliminándolo y manteniéndolo apartado de la conciencia. Además, Freud creía poder demostrar que el contenido de tales vivencias inconscientes, reprimidas, está en relación con la vida sexual. Este hecho es, según Freud, la causa que provoca la represión de las correspondientes vivencias. Tenemos que recordar que el psicoanálisis da al término "pulsión sexual" un sentido amplio, y que, en definitiva, a lo que hace referencia es a la impulsividad o energía vital.

Freud ha demostrado que lo que ha sido víctima de la represión vuelve a manifestarse, a ser consciente, por ejemplo, en los sueños. Pero tiene lugar de un modo diferente, simbólico. Las ideas sólo se atreven a asomarse a la conciencia camufladas, bajo la máscara de un símbolo. En otras palabras, la conciencia y el inconsciente contraen un compromiso entre sí. Según Freud, la neurosis, por ejemplo, una obsesión, representa también un compromiso de este tipo. De acuerdo con la teoría del psicoanálisis, la neurosis se basa en un impulso reprimido que se manifiesta en la conciencia del paciente de forma disfrazada, bajo la máscara de una obsesión determinada. El tratamiento psicoanalítico pretende eliminar la neurosis suprimiendo la represión y haciendo de nuevo conscientes los procesos inconscientes.

De la escuela psicoanalítica derivó una segunda orientación importante —también en Viena—, denominada psicología individual, de Alfred Adler. Éste partía en sus investigaciones de lo que él denominaba la inferioridad orgánica, concepto bajo el que entendía una inferioridad congénita, innata, de los órganos. Observó que esta inferioridad repercute en el ámbito de lo psíquico y provoca lo que la psicología individual designa con el conocido término de complejo de inferioridad. Se abrió entonces una interesante perspectiva para Alfred Adler: podía demostrar que, aparte de la inferioridad orgánica, hay otras circunstancias que pueden provocar un complejo de inferioridad, ya desde la primera infancia: por ejemplo, una salud general delicada, una debilidad general y, sobre todo, una deformidad real o sólo hipotética. Según las teorías de la psicología individual, toda persona tiene un complejo de inferioridad en mayor o menor medida; lo tiene como hombre, es decir, como el ser que en los primeros años de su vida necesita más que, por ejemplo, los animales, la ayuda de los demás, de los adultos, de los padres. Pero el complejo de inferioridad corriente en el niño normal se ve remediado, equilibrado o, según la expresión de la psicología individual, compensado por un afán natural de seguridad en la comunidad humana.

No sucede lo mismo en el caso del sentimiento de inferioridad anormal, del profundo sentimiento de inferioridad de los niños enfermizos, débiles o deformes. En este caso no es suficiente una compensación, sino que resulta necesaria una sobrecompensación. De hecho, todos sabemos por experiencia que precisamente las personas que se sienten muy inseguras suelen darse una mayor importancia, sea a través de unos rendimientos excepcionales —con lo que se integran en la comunidad y le son útiles—, sea enfrentándose a la comunidad y queriendo imponerse a los demás hombres, es decir, aspirando a compensar su complejo de inferioridad a través de la simple apariencia de superioridad. Alfred Adler opina que todos los trastornos neuróticos —lo que él mismo denomina, en el título de un libro, carácter nervioso—, se deben a una sobrecompensación errónea de un sentimiento de inferioridad profundo. ¿Y la terapia? La psicología individual se esfuerza en tales casos en atacar de raíz el excesivo afán de valimiento de estas personas nerviosas, inseguras, en primer lugar, haciéndolas conscientes de lo que se oculta detrás, esto es, del complejo de inferioridad que ellas mismas no conocen, y, en segundo lugar, enseñándolas a superar ese complejo; en una palabra, estimulándolas y volviéndolas a integrar en la comunidad humana.

El desarrollo de la terapéutica psíquica moderna no se ha detenido, sino que ha adoptado otros métodos de tratamiento psiquiátrico. Voy a mencionar sólo la orientación de C. G. Jung, el famoso psicólogo suizo, que fue discípulo de Sigmund Freud, pero que se apartó pronto de su maestro y siguió su propio camino, que le llevó, por ejemplo, al descubrimiento de que en los estratos inconscientes del hombre tanto sano como enfermo se encuentran no sólo símbolos sexuales, sino también símbolos que aparecen en culturas lejanas y desconocidas o en sus religiones.

Pero aquí no podemos ni debemos tratar esto con más detalle. Yo considero más importante para nosotros señalar que la teoría de Sigmund Freud, es decir, el psicoanálisis, cada vez pudo disimular menos que era un «hijo de su tiempo». Sabemos que hoy ha trascendido más que entonces al gran público —mientras que en la época en que Freud hacía sus descubrimientos chocaba con la máxima oposición por parte del público— y ha sido aceptada por los profesionales, los clínicos. Pero no debemos permitir que ni esta amplia difusión que conoce hoy el psicoanálisis, ni nuestro profundo respeto hacia la genialidad de Sigmund Freud, su fundador, perturbe nuestro juicio. También admiramos, todavía hoy, a Hipócrates y a Paracelso, sin sentirnos por ello obligados a recetar u operar de acuerdo con las teorías de estos dos grandes médicos. Debemos admitir también que Sigmund Freud estaba ligado al naturalismo de su época. Es decir, veía en el hombre un ser natural, sin tener en cuenta su carácter espiritual. El hombre tiene también impulsos, pero su esencia no se puede definir sólo a partir de estos impulsos, y cosas como el espíritu, la persona, el yo, no se pueden reducir a simples impulsos.

Freud veía correctamente, pero no lo veía todo, sino que simplemente generalizaba todo lo que había visto. Un radiólogo ve también correctamente cuando en una radiografía ve al hombre como si no se tratara de una persona, sino sólo de un esqueleto. Pero a ningún radiólogo se le ocurriría afirmar que el hombre se compone sólo de huesos, sino que sabe que en realidad existen también otros tejidos. Se puede ir incluso más lejos: siempre que se le ve un hueso a un hombre vivo, ese hombre ya no está sano, sino que tiene una fractura abierta.

Lo mismo sucede con el psicoanálisis. El hombre tiene impulsos; pero cuando esta impulsividad sale a la luz, el hombre ya no está sano, sino que se trata de un caso especial, de una persona que —tal como mantiene el dicho— «se deja llevar por sus impulsos». Pero nunca se debe intentar construir una imagen humana a partir de este caso especial o, tal como hizo Freud, querer explicar el conjunto de la cultura humana a partir de la impulsividad.

Cada época tiene sus neurosis, y cada época necesita una psicoterapia. Y, así, se ha demostrado que el psicoanálisis de Freud corresponde a la época victoriana y a la época del peluche; a una época en la que se era, por un lado, ñoño y, por otro lado, voluptuoso. A la sociedad de aquel momento había que quitarle la máscara de falta de sinceridad en el aspecto sexual y colocarle el espejo delante. Hoy, sin embargo, las exigencias de los tiempos son otras, y la psicoterapia actual no trata ya la insatisfacción sexual de los hombres, sino su vacío existencial: el ansia que el hombre tiene de dar un sentido a su vida, de encontrar una misión y un compromiso personales, en una palabra, la lucha por un sentido existencial [5].

Nietzsche dijo en cierta ocasión: «Quien tiene un porqué para vivir, soporta casi cualquier cómo.» Es decir, a quien encuentra un sentido a su vida, esto le ayudará más que cualquier otra cosa a superar las dificultades exteriores y los sufrimientos interiores. De esto se deduce lo importante que es, desde el punto de vista terapéutico, ayudar al hombre a encontrar un sentido a su existencia, así como despertar en él el afán de encontrar una razón de ser. Para ello se necesita, sin duda, una imagen del hombre diferente a la que concebían las antiguas escuelas de la terapéutica psíquica, pues el psicoanálisis nos ha dado a conocer el deseo de placer, expresado en el principio del placer, y la psicología individual nos ha familiarizado con el deseo de poder, que se plasma en el afán de valimiento. Pero en realidad, lo que el hombre busca es un sentido; y la práctica -no sólo en las consultas médicas y ambulatorias, sino también en las situaciones límite que se dan en caso de bombardeo, en los campamentos de prisioneros de guerra y en los campos de concentración nos ha enseñado que sólo hay una cosa que hace al hombre capaz de soportar lo peor y de realizar lo imposible. Y esto es precisamente el tener un deseo de sentido, y el convencimiento de que el hombre es responsable de encontrar ese sentido a su vida.

Notas

[5] Además de por el denominado complejo de inferioridad, el hombre puede contraer también una enfermedad mental por un sentimiento de falta de sentido. Entonces sufre no porque siente que él mismo vale poco, sino porque su existencia no tiene sentido.

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