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III.- La actitud fatalista

La segunda conferencia sobre psicoterapia que he pronunciado a través de la radio finalizaba con una alusión a la necesidad de tener conciencia de la responsabilidad. He intentado explicar que todo quehacer psiquiátrico debe tener como objetivo acostumbrar al enfermo a asumir con satisfacción su responsabilidad. Sin embargo, lo que nos llama siempre la atención en nuestros pacientes neuróticos es precisamente lo contrario: el temor, el miedo a la responsabilidad. Ya la propia lengua nos indica que «hay que hacer» al hombre responsable; parece existir, así, una fuerza que le hace escapar de la responsabilidad. Pero, ¿qué es lo que le da al hombre esa fuerza «centrífuga»? Es la creencia supersticiosa en el poder del destino, tanto exterior como interior; es decir, en el poder de las circunstancias exteriores y de los estados interiores. En una palabra, es el fatalismo lo que invade a estas personas, a estos individuos que padecen un trastorno psíquico; pero no sólo a ellos, sino también a aquellas personas aparentemente sanas y, en cierto modo, a todos los hombres de hoy.

Se podría decir, sin duda, que se trata de un rasgo neurótico de la humanidad actual. Y podría hablarse entonces también de una patología del espíritu de la época, dentro de la cual el fatalismo, la creencia en el poder del destino, constituiría uno de los síntomas. No obstante, yo creo que las habladurías actuales sobre una «enfermedad de nuestro tiempo» no son nada más que eso, simples habladurías, hipótesis gratuitas que traen conclusiones engañosas. En una palabra, estas habladurías son tan poco científicas como sin escrúpulos.

¿Es esta enfermedad de nuestro tiempo lo que trata la psicoterapia: la neurosis? ¿Padece nerviosismo nuestra época? Existe un libro cuyo autor es F.C. Weinke y que lleva por título «El estado nervioso, achaque de nuestro tiempo». El libro lo publicó J. G. Heubner en Viena en el año 53, pero no en 1953, sino en 1853, lo que nos evidencia que la actualidad de la neurosis no es una cosa reciente; que no sólo son nerviosos nuestros contemporáneos.

Uno de los «diagnósticos de nuestro tiempo» más triviales y banales afirma que es el ritmo de nuestros días lo que provoca la enfermedad de los hombres. Así, el famoso sociólogo Hendrik de Man advierte: «A partir de un determinado límite no se puede activar impunemente el ritmo de vida.» ¿Es correcta esta afirmación? El hecho de decir que el hombre no puede soportar un aumento de la velocidad de sus medios de transporte mecánicos, que no puede competir con el progreso técnico, no es nada nuevo. Cuando en el siglo pasado comenzaron a circular los primeros ferrocarriles, los médicos afirmaban que era imposible que el hombre resistiera sin enfermar el aumento de velocidad que implicaba un viaje en tren; y hasta hace pocos años se pensaba que sería perjudicial para la salud volar en un avión que alcanza una velocidad supersónica. Vemos —es decir, lo vemos ahora, después de que se ha comprobado que estas profecías y que estos escepticismos eran totalmente falsos— qué razón tenía Dostoievski cuando definía al hombre como el ser que se acostumbra a todo.

Así pues, como causa de la «enfermedad de nuestro tiempo» o de las enfermedades en general, no cuenta para nada el ritmo de vida actual. Yo me atrevería incluso a afirmar que este ritmo acelerado de la vida actual constituye un intento de autocuración, si bien es un intento fracasado. De hecho, el vertiginoso ritmo de vida de nuestros días se puede entender sin dificultad si lo concebimos como un intento de autoanestesia: el hombre huye de una soledad y un vacío interiores, y en su huída cae en el desorden. El gran psiquiatra francés Janet ha comprobado en las personas neuróticas, que él denomina psicasténicas, la existencia de un sentiment de vide, un sentimiento de vacío y de falta de contenido. Éste existe también en un sentido figurado; me refiero al sentimiento de vacío existencial, al sentimiento de falta de un objetivo y un contenido existenciales.

Podemos ver claramente que este sentimiento se apodera hoy en día de numerosas personas si pensamos simplemente en lo que ya mencioné en mi segunda conferencia acerca de la limitación temporal del psicoanálisis. Decía entonces que en su época, en la época de Freud, la problemática sexual estaba en un primer plano, mientras que para el hombre actual el problema de la insatisfacción sexual es mucho menos importante que el de no encontrar un sentido existencial o, utilizando la expresión de los psiquiatras americanos, el problema de la frustración, de lo que yo he denominado «deseo de sentido». Podemos entender, así, el hecho de que el ritmo de vida actual le sirve al hombre de hoy para amortiguar la frustración, la insatisfacción, el no ver realizado su deseo de sentido, pues el hombre contemporáneo vive lo que quizá se describa de la forma más adecuada con unas palabras del Egmont de Goethe: «Apenas sabe de dónde viene, menos aún, a dónde va.» Y se podría añadir que cuanto menos lo sabe, cuanto menos se plantea cuestiones como el sentido existencial o una meta en su camino, tanto más acelera el paso al recorrer con prisa ese camino.

Aparte de la afirmación de que el ritmo de vida es la causa de las crisis psíquicas, existe también otro aspecto de la enfermedad de nuestro tiempo, tantas veces diagnosticado. Así, por ejemplo, se dice que vivimos en el siglo de la ansiedad («The Age of Ansiety»), o —por citar el título de un conocido libro— se considera «la ansiedad como una enfermedad de occidente». Pero tampoco podemos aceptar esto. Desearía mencionar sólo lo que dos investigadores americanos destacan en el «American Journal of Psychiatry» que los tiempos pasados, por ejemplo, la época de la esclavitud, de las guerras de religión, de la quema de las brujas, de las migraciones de los pueblos o de las grandes epidemias, que tales «buenos tiempos pasados», no estaban más libres de temores que nuestra época.

Joachim Bodamer, un psiquiatra alemán, dijo acertadamente en cierta ocasión: «Si el hombre de hoy tiene miedo, es un miedo al aburrimiento.» Aburrimiento que, como es sabido, puede llegar a ser mortal. Así, el profesor Plügge, internista de Heidelberg, ha comprobado que en los casos de intento de suicidio que él ha estudiado, el motivo no era una enfermedad o una situación económica crítica, ni tampoco un conflicto profesional o de otro tipo, sino, sorprendentemente, otro distinto: un aburrimiento desmesurado, es decir, el hecho de no ver realizado el deseo de encontrar un contenido auténtico a la vida. Y vemos así también qué razón tenía Karl Bednarik cuando escribía: «A partir del problema de la miseria material de las masas ha surgido el problema del bienestar, el problema del ocio.» Pero en relación con el tema de las neurosis, el neurólogo vienes Paul Polak mencionaba ya hace algunos años que no se podía uno hacer la ilusión de que con solucionar las cuestiones sociales iban a desaparecer también las enfermedades neuróticas, sino que resulta más acertado lo contrario: cuando estén solucionadas las cuestiones sociales, las existenciales irrumpirán en la conciencia del hombre, «la solución de la cuestión social despejará la problemática espiritual, la movilizará; el hombre será entonces libre de abordarse a sí mismo, y verá lo problemático en sí mismo, su propia problemática existencial».

Las neurosis no se han incrementado, sino que, en lo que se refiere a su frecuencia, han permanecido igual durante decenios; y entre las neurosis, las de ansiedad incluso han retrocedido (J. Hirschmann). Así pues, el cuadro clínico de las neurosis se ha modificado, la sintomatología es ahora distinta. La ansiedad más bien disminuye. Lo mismo se puede apreciar en las psicosis (H. Kranz), no sólo en las neurosis. Se ha comprobado que hoy en día las personas que padecen melancolía rara vez sufren porque se sienten culpables, sobre todo culpables ante Dios, sino que se encuentra en un primer plano su preocupación por su salud física, esto es, un síndrome hipocondríaco, y su preocupación por su puesto y su capacidad de trabajo: éstas son las causas de la melancolía actual (A. Orelli), probablemente porque son estas dos cosas —no Dios ni la culpabilidad, sino la salud y el trabajo— las que busca el hombre medio actual.

No se puede decir, por tanto, que haya aumentado hoy en día la frecuencia de enfermedades neuróticas; lo único que ha aumentado es «la necesidad psicoterapéutica», es decir, la necesidad que las masas sienten en su estado de crisis psíquica y espiritual de dirigirse al neurólogo. Y detrás de esta necesidad psicoterapéutica se encuentra la antigua y eterna necesidad metafísica del hombre.

No se puede, pues, hablar de un incremento de las neurosis en el estricto sentido clínico de la palabra —no es un sentido amplio, figurado, en el sentido de las neurosis colectivas, como yo las denomino, como hemos dicho, en el estricto sentido clínico de la palabra—.

El porcentaje de psicosis permanece sorprendentemente constante. Lo único que está sometido a oscilaciones es el número de ingresos en instituciones sanitarias. Pero esto está justificado. El hecho de que, por ejemplo, en el hospital vienes de Steinhof se alcanzara en el año 1931 la cifra máxima (en más de 40 años) de más de cinco mil ingresos, mientras que en el año 1942 se daba la cifra mínima con unos dos mil ingresos, tiene una fácil explicación: en la década de los años 30, durante la crisis económica mundial, los parientes de los enfermos los dejaban —por motivos económicos fáciles de comprender— el mayor tiempo posible en el hospital, y los pacientes mismos estaban contentos de tener un tejado sobre sus cabezas y algo caliente en el estómago. Pero con Hitler cambió la situación: debido al miedo, igualmente comprensible, que sentían ante la eutanasia, los pacientes se iban cuanto antes a sus casas o a cualquier otro lugar antes de permanecer en un hospital cerrado.

Algo similar ocurre en el caso del suicidio. A muchos les sorprenderá, pero es así: la curva de suicidios —si es que muestra oscilaciones— desciende en las épocas de crisis económica o política. Este hecho, descrito por los investigadores Durkheim y Hóffding, ha sido comprobado recientemente: aquellos países que deberían alegrarse por un largo período de paz, poseen el récord europeo de número de suicidios. De otra estadística, publicada por el doctor Zigeuner, se desprende que en Graz, Estiria, la curva de suicidios alcanzó el nivel más bajo en los años 1946-1947, justo en una época en que se dio un marcado descenso del nivel de vida de la población.

¿Cómo se puede explicar esto? En mi opinión, como mejor se puede entender es mediante una comparación: en cierta ocasión me dijeron que una bóveda en estado ruinoso se puede sujetar y afirmar —paradójicamente— poniéndole peso encima. Algo similar le sucede al hombre: con las dificultades exteriores parece aumentar su resistencia interior [6]. Ya mencioné en la conferencia anterior que es preciso que el hombre tenga un por qué para vivir, porque entonces soporta casi cualquier cómo, por citar de nuevo a Nietzsche. El modo como el hombre de hoy actúa frente al hecho de la bomba atómica constituye un peligro psíquico para él. El neurólogo es hoy en día testigo de cómo los hombres caen en una actitud especial ante la vida que yo no puedo describir de otro modo que como una actitud existencial provisional. Estos hombres viven condicionados, «dependiendo de una demanda»; dejan de hacer planes a largo plazo, de organizar y disponer su vida de antemano. Piensan que si llega la bomba atómica, todo esfuerzo resultaría absurdo. No dicen: «Aprés moi le déluge» (después de mí el diluvio) pero se dicen a sí mismos: «Después de mí la bomba atómica», y todo les es indiferente. Está claro el efecto nocivo que esta actitud provisional tiene a la larga en las masas. Sabemos que si existe realmente algo que permite a los hombres mantenerse en pie en las peores circunstancias y condiciones interiores y afrontar así aquellos poderes del tiempo que a los débiles les parecen tan fuertes y fatales, es precisamente el saber adonde va, el sentimiento de tener una misión.

Notas

[6] H. Schulte habla también de la «escasa frecuencia —de todos conocida— de divorcios, suicidios, manías y neurosis que precisan tratamiento como fenómeno acompañante de las crisis sociológicas (Ge-sundheit und Wohlfahrt, 1952. pág. 78); alusiones similares se encuentran en E. Menninger-Lerchenthal (Das europaische Selbstmordproblem, Viena, 1947, pág. 37) en relación con el suicidio en épocas de efervescencia política, y en J. Hirschmann.

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