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IV.- La existencia provisional

En mi tercera conferencia sobre psicoterapia abordé la cuestión de si se puede hablar de una patología del espíritu de la época y en caso afirmativo, en qué sentido está justificado hacerlo. Más aún, adelanté lo que voy a tratar hoy, al comentar detalladamente un síntoma principal de la «enfermedad espiritual de nuestro tiempo», el fatalismo, la creencia en el poder del destino, mientras que sólo hice una breve alusión a un segundo síntoma: la actitud provisional ante la existencia.

Pensemos simplemente cómo el hombre vivió de forma provisional durante la guerra, es decir, cómo vivió al día o de un día para otro, debido a que nunca sabía si iba a vivir en realidad ese «otro día». Uno no estaba seguro ni en el frente, ni en las trincheras ni en el llamado hinterland, es decir, en los refugios, ni en el territorio enemigo, ni en los campamentos de prisioneros de guerra, ni en los campos de concentración; en ningún lugar estaba asegurada la supervivencia, y se caía así en una actitud de provisionalidad; se vivía, como hemos dicho, al día.

El hombre que vive al día se deja llevar más por los impulsos. En tales circunstancias, se puede entender que se renunciara, por ejemplo, a construir a largo plazo una vida sentimental digna de ser vivida, digna de un ser humano, y sólo se pensara en saborear cada momento y en aprovechar cada ocasión. Muchos matrimonios, luego disueltos, típicos «matrimonios de guerra», surgieron de una actitud de este tipo. Para los cónyuges, la vida sexual era justamente lo que no debía ser: un simple medio para conseguir un fin, el placer, mientras que lo normal —y lo ideal— es que sea un medio de expresión, la expresión de esa compenetración que llamamos amor.

Hoy se mantiene todavía esta actitud provisional ante la existencia. El hombre actual sigue dominado por ella; se apodera de él una especie de fobia a las bombas atómicas. El hombre parece que vive siempre atento, mirando constantemente de reojo a la inminente bomba atómica; la espera con miedo. Y esta ansiedad de expectativa, tal como la denominamos los clínicos, le impide llevar una vida consciente de su propósito. Comienza a vivir provisionalmente, sin darse cuenta de todo lo que pierde con ello; de que todo lo pierde con ello. Olvida que Bismarck tenía razón cuando decía: «En la vida nos sucede lo mismo que en el dentista: siempre pensamos que va a llegar lo malo, y mientras lo pensamos, ya ha pasado.» Qué equivocado está el hombre que adopta esta actitud, pues aunque se diera la catástrofe de una tercera guerra mundial, nunca sería inútil nuestro trabajo de cada día y de cada hora.

En la última guerra mundial hemos vivido situaciones difíciles; hubo personas que apenas podían contar con salir de ella sanos y salvos, y sin embargo, a pesar de saber que se hallaban frente a la muerte, intentaron hacer lo suyo, cumplir su misión. Ni la amenaza de la muerte en los campos de concentración —por mencionar una situación límite— hizo que los hombres que estaban en ellos consideraran su situación como un estado provisional o un simple episodio: para ellos, este tipo de vida fue una prueba, se convirtió en el punto culminante de su existencia, en una ocasión de volar alto. Pensemos sencillamente en unas palabras de Hebbel: «La vida nunca es algo, sino la ocasión para algo.» Si hemos cumplido la tarea que se nos había encomendado, no debemos tener miedo, pues si podemos creer a Laotse, haber cumplido una tarea significa ser eterno.

A las obras que realizamos rara vez se les erige un monumento; además, un monumento nunca es eterno. Pero toda obra es su propio monumento. Y no sólo lo que hemos realizado, sino también todo lo que alguna vez hemos vivido, «no nos lo podrá robar ningún poder del mundo», tal como dice el poeta. No se puede eliminar del mundo nada que haya sucedido alguna vez. ¿No es más importante todo aquello por el hecho de que ha sido realizado en el mundo? Es posible que sea efímero, pero queda conservado en el pasado, está protegido del carácter efímero y se salva precisamente por ser pasado. En el pasado no hay nada perdido para siempre, sino que todo está guardado de forma que no se puede perder. Normalmente, el hombre ve sólo los rastrojos del carácter efímero de las cosas; lo que pasa por alto son los repletos graneros del pasado.

La actitud provisional ante la existencia no está justificada en ningún caso. La vida no carece de sentido ni siquiera ante una muerte inminente. Incluso en este caso el hombre está ante una tarea muy concreta y personal, aunque sólo fuera la de llevar a término el sufrimiento recto, íntegro de un destino auténtico. Me gustaría explicar esto con un ejemplo. Una enfermera muy trabajadora contrajo un cáncer y en la operación se comprobó que no se podía extirpar. Yo la visité poco antes de su muerte y la encontré en un estado de profunda desesperación. Sufría, más que por otra cosa, porque no podía ejercer ya su profesión, lo que deseaba por encima de todo. ¿Qué debía haber dicho yo a la vista de esta desesperación realmente comprensible? Intenté explicarle lo siguiente: que trabajara más o menos horas al día no tenía ningún mérito, cualquiera lo podría hacer; pero ser tan trabajador como ella y no desesperarse por no poder trabajar, eso es algo que no puede hacer cualquiera. Le pregunté: « ¿No comete ahora una injusticia con todos los miles de enfermos a los que ha dedicado su vida como enfermera? ¿No comete una injusticia si se comporta como si no tuviera sentido la vida de una persona enferma o inválida, es decir, de una persona que no puede trabajar? Si usted se desespera ahora, en su situación, actúa como si el sentido de la vida humana consistiera en que el hombre trabaje tantas y tantas horas. Con ello negaría a todos los enfermos e inválidos el derecho a vivir y su razón de ser. En realidad, usted tiene precisamente ahora una oportunidad única: mientras que hasta ahora no ha podido prestar a las personas que se le habían confiado nada más que una ayuda profesional, ahora tiene la oportunidad de ser algo más: un modelo de humanidad.» En este caso se puede apreciar todavía que la desesperación consiste, al fin y al cabo, en una mitificación, en dar un carácter absoluto a un único valor, en admitir sólo un único sentido, en este caso concreto, la capacidad de trabajo, es decir, un cierto valor relativo, sin considerar la posibilidad de dar un verdadero sentido a la existencia.

Baste lo dicho sobre la cuestión de la actitud provisional ante la existencia y también sobre la posibilidad de encontrar una misión y, con ello, un sentido a la existencia en cualquier condición y circunstancia, en cualquier situación de la vida, incluso en las situaciones límite más extremas, lo que incluye también la forma en que afrontamos una situación difícil. Si somos conscientes de que la vida no puede carecer nunca de sentido, es decir, de que el sufrimiento encierra en sí mismo una posibilidad de encontrar un sentido, será imposible que adoptemos una actitud provisional ante la existencia. Y la bomba atómica no nos infundirá temor, sino que nos estimulará a emplear todas nuestras fuerzas para impedir que sea utilizada alguna vez. Hace un momento hablé en lenguaje clínico de la fobia a la bomba atómica como una neurosis de ansiedad y de expectativa. No olvidemos que esta última hace real aquello por lo que uno se inquieta. Quien, por ejemplo, teme enrojecer, estará rojo por este temor precisamente. Así pues, hay que hacer frente al pánico y al miedo colectivo a las catástrofes. Para ello es necesario saber cómo se ha podido llegar, desde el punto de vista psicológico, a que nos tengamos que ocupar hoy de un fenómeno como la fobia a las bombas atómicas. Éste será el tema de nuestra próxima conferencia, que trata sobre otro síntoma de la neurosis colectiva, el fanatismo.

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