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VI.- La higiene psíquica de la vejez

Actualmente se habla mucho del envejecimiento de la población, es decir, de que hoy más que nunca predominan numéricamente las personas de mayor edad, mientras que el porcentaje de jóvenes, por el contrario, disminuye. No es mi intención entrar en los detalles de las consecuencias demográficas y médicas derivadas en este cambio en la estructura por edades de la sociedad actual. Más que nada desearía analizar los hechos desde el punto de vista de la psicoterapia y de la higiene psíquica, esto es, desde el punto de vista de la prevención y el tratamiento de las enfermedades psíquicas.

Pocas veces ha sido tan acertada una contestación sencilla a una pregunta simple como la respuesta de una anciana internada en un hospital de incurables y a la que un día le preguntó un conocido que estaba de visita: «Dígame, ¿qué hace usted aquí durante tanto tiempo?» La contestación fue: «¡Santo Dios! Por la noche duermo, y por el día me consumo.» ¿Qué significa esto? Pues ni más ni menos que la inactividad es como una enfermedad crónica. Quien haya sentido siempre no sólo el deseo de vivir, sino también el de llevar una vida digna de un ser humano, tendrá que admitir que a todo ser humano que merezca tal nombre no le debería satisfacer el simple hecho de estar y permanecer vivo. Una existencia de este tipo se asemeja más al hecho de vegetar, y merecería tal denominación. Pensemos simplemente en lo que hemos oído en las conferencias anteriores acerca del deseo de sentido que todos los hombres tienen desde que nacen; acerca del deseo oculto en nosotros de garantizarle un sentido a nuestra existencia.

Cuando este deseo, esta lucha por encontrar un objetivo en la vida y un contenido existencial, no se puede satisfacer, entonces esto no se manifiesta sólo en el ámbito de los sentimientos, es decir, en el sentimiento de monotonía y vacío, sino que tiene también efectos negativos en el cuerpo. Así, por ejemplo, sabemos que las personas que se jubilan y que no tienen una actividad sustitutiva de igual valor psíquico que su profesión, suelen enfermar tarde o temprano; caen en un estado caquéxico y mueren relativamente pronto. También es conocido el reverso de este hecho, es decir, que la conciencia de tener una misión concreta y personal no sólo mantiene psíquica e intelectualmente a las personas mayores, sino que les preserva de las enfermedades y, con ello, de la muerte.

Podría citar a este respecto toda una serie de historias clínicas para probar y justificar lo que acabo de decir. Pero en lugar de recurrir a las historias clínicas me gustaría hacerlo a la historia de la literatura, para lo que me permito recordar que Goethe, ya anciano, había trabajado durante siete años en escribir la segunda parte de su tragedia Fausto cuando, en 1832, dio por terminada su tarea, después de precintar y sellar el manuscrito. Esto sucedía en enero de 1832 y en marzo del mismo año había muerto. No nos equivocamos si suponemos que esta muerte llevaba ya mucho tiempo siendo, por así decirlo, inminente. La muerte física no se pudo evitar, pero sí se pudo aplazar. Y se aplazó hasta que estuvo terminada la obra a la que el escritor había dedicado el final de su vida. Hasta entonces, es decir, durante siete años, Goethe vivió —si es que puedo decirlo así— por encima de sus posibilidades biológicas.

Tras esta digresión desde las historias clínicas hasta la historia de la literatura me van a permitir ustedes que me desvíe hacia la historia natural. Los animales que trabajan en los circos —para lo que tuvieron que ser amaestrados, por no decir que se les encomendó una tarea— viven, por término medio, más años que aquellos de su misma especie que permanecen en los zoológicos, es decir, viven más que los animales que permanecen inactivos.

Si volvemos a los hombres e intentamos obtener una aplicación práctica de lo dicho, tenemos que insistir en lo que destaca el profesor Stransky: la urgencia de dar a las personas que se han visto obligadas a apartarse de la vida profesional la oportunidad de permanecer activas —si bien de otro modo—, en lugar de dejar que se «oxiden» descansando. Stransky ha demostrado además que este hecho de seguir realizando una actividad puede resultar beneficioso para la colectividad y cómo puede serlo. Pero para mí es más significativo el hecho de que el ser útil tiene una gran importancia psicológica. En mi opinión, el valor de estar atareado está en que deja en el anciano el sentimiento de tener un sentido a pesar de su edad.

Muchos pensarán que no está comprobado el hecho de que este sentimiento de ser útil y de tener una existencia digna de ser vivida sea tan importante desde el punto de vista psicológico. Pero, afortunadamente, yo sí puedo probarlo. Basta con tener en cuenta la psicología de las personas sin trabajo, la neurosis del desempleo, que ya trataremos más adelante, y las experiencias terapéuticas en este campo.

En el año 1933, en plena crisis económica mundial, Lazarsfeld y Zeisel, dos psicólogos vieneses discípulos de Bühler, publicaron en una revista de psicología un artículo sobre los parados de Marienthal. En él demostraban la nociva influencia que suele tener el desempleo en la vida psíquica. Este trabajo es, al fin y al cabo, una confirmación de lo que Pascal apuntara 300 años antes, pues en sus «Pensées» aparece la siguiente frase: «No hay nada tan insoportable para el hombre como el no tener una tarea, un objetivo.» Si la analizamos detenidamente, podemos darnos cuenta de que esta frase tiene relación con una tesis que yo he desarrollado y defendido en otra conferencia: mientras que Pascal habla del carácter insoportable de una vida sin tareas, yo decía entonces que no existe absolutamente nada que ayude tanto al hombre a superar las dificultades como la conciencia de realizar una tarea.

Yo mismo he hecho observaciones sobre la neurosis del desempleo que confirman esta afirmación. En cierta ocasión, estudié algunos casos de jóvenes que —debido, al parecer, a la falta de trabajo— sufrían una grave depresión. Se puede pensar que tales estados depresivos son totalmente comprensibles. Puede ser; pero lo que más me interesa es el hecho de que estas depresiones no duraran tanto como su causa aparente, el desempleo, y que se podían curar sin que variara lo más mínimo la situación de falta de trabajo. La depresión desapareció en el momento en que los jóvenes asumieron algún cargo honorífico, es decir, no remunerado, por ejemplo, en una escuela, en una biblioteca pública, o en una organización juvenil. Sea como fuere, volvieron a tener la sensación de realizar una acción buena y de no ser ya inútiles. Estos jóvenes me aseguraban a menudo: «No necesitamos el dinero, sino que queremos encontrar un sentido y un contenido a la vida.» Y podían hallarlo —y esto es lo importante— independientemente de ganar un sueldo o de tener una colocación fija. A muchos de ellos, que encontraron así un sentido a la vida y pudieron superar su depresión, les seguía sonando el estómago igual que antes, ya que seguían sin ganar dinero y teniendo poco para comer; sin embargo, la depresión había desaparecido.

Por este motivo estoy convencido de que el efecto que el hecho de permanecer en activo tiene sobre las personas mayores, alargándoles la vida y previniendo las enfermedades, no depende de si se trata de una actividad remunerada o, de acuerdo con las sugerencias de Stransky, de un cargo honorífico.

Desde el punto de vista psiquiátrico, lo importante no es que uno sea joven o viejo; no importa la edad que se tenga; lo decisivo es la cuestión de si su tiempo y su conciencia tienen un objeto, al que esa persona se entrega, y si ella misma tiene la sensación, a pesar de su edad, de vivir una existencia valiosa y digna de ser vivida; en una palabra, si es capaz de realizarse interiormente, tenga la edad que tenga. Da igual que la actividad que debe dar un contenido y un sentido a la existencia humana esté retribuida o no; desde el punto de vista psicológico, lo más importante y decisivo es que esa actividad despierte en el hombre, aunque éste sea ya anciano, la sensación de existir para algo o para alguien.

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