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VII.- La higiene psíquica de la madurez
Al hablar de la higiene psíquica de la vejez nos referíamos sobre todo al sexo masculino; a la problemática del hombre en este momento de su vida. Pero si tratamos ahora no el proceso de envejecimiento, sino el de maduración, tenemos que dirigirnos principalmente al sexo femenino. Nos encontramos aquí con los problemas que afectan a la mujer, sobre todo a la mujer «en edad madura». El miedo que se tiene en general a estos años «críticos» se debe en parte a un malentendido, a la confusión entre «madurar» y «envejecer». Muchas mujeres que se acercan temerosas a este momento de su vida se ven dominadas por el «pánico de no encontrar ya marido», pues suponen que han empezado a envejecer.
Esto corresponde en cierto modo a la realidad; pero, en este sentido, comenzamos a envejecer muy pronto. La psicóloga Charlotte Bühler ha comprobado, por ejemplo, que físicamente estamos ya hace mucho en vías de decadencia cuando nuestra vida psíquica se acerca a su punto culminante. En otras palabras: biológicamente vamos envejeciendo mientras nuestra biografía, por así decirlo, crece. Quien se deja atrapar por el «pánico de no encontrar marido», olvida que se le abren nuevas puertas cuando se le cierran las viejas; nuevas puertas y nuevas posibilidades.
Sólo aquellas mujeres que se preocupan demasiado por parecer más jóvenes tienen motivos y razones para alarmarse.
Del «pánico de no encontrar marido» se puede decir lo mismo que del miedo en general. De éste se ha afirmado que, en último término, es un miedo a la muerte. Yo quisiera completar esta idea añadiendo: el miedo a la muerte es, en el fondo, un temor de la conciencia. Y me gustaría ir más lejos; afirmar que existe también un miedo negativo de la conciencia, provocado no por ciertos hechos o acciones, sino por las oportunidades y ocasiones que se han dejado escapar en la vida.
Recordemos lo que decíamos anteriormente del deseo de sentido; de ese deseo de sentido que oponíamos al deseo de placer, al principio del placer del psicoanálisis, y al deseo de poder, al afán de valimiento de la psicología individual. Está claro que es sobre todo este deseo de sentido el que se ve perjudicado por la pérdida de las oportunidades que se habían presentado para su realización.
Entre las posibilidades que se le ofrecen a una mujer para dar un sentido a su existencia podemos destacar dos: ser esposa y ser madre. Se trata, sin duda, de dos hechos importantes. Pero qué pena si estas dos posibilidades de dar un sentido a la vida de una mujer, si estos dos valores relativos no se dejan en su relatividad, sino que se absolutizan, en una palabra, si se mitifican, si una mujer piensa que en el hecho de ser esposa y madre reside no una, sino la única posibilidad de encontrar un sentido existencial. Ya hemos escuchado en otra ocasión, y ahora lo vemos confirmado, que toda mitificación tiene malas consecuencias, ya que lleva directamente a la desesperación; o a la inversa, toda desesperación se debe al fin y al cabo a una mitificación. No se puede ocultar la importancia que todo esto tiene. Un cierto número de mujeres tienen que quedarse solteras y sin hijos. Muchas de estas mujeres se sienten «superfluas» y piensan que su vida es inútil y que su existencia no tiene sentido porque no tienen marido ni hijos. Entonces es ya simplemente una cuestión personal el que una mujer que piensa así se quite la vida o no. A no ser que se dé cuenta de la mitificación en que ha caído. Sólo entonces, cuando destruye esta mitificación, se libera también de la desesperación.
Afortunadamente, son pocas las mujeres que sacan de su desesperación la conclusión del suicidio; la mayoría rehuyen este último paso y cambian de dirección, si bien siguiendo mayormente caminos de evasión. El primer camino que se les ofrece para no caer en la desesperación, es el desprecio, el resentimiento. Al igual que el prototipo del resentimiento, la zorra a la que le parecen demasiado ácidas las uvas, se miran con ojos envidiosos cosas como el amor, el matrimonio y los hijos. Se ha interpretado la palabra resentimiento como envidia de la vida; en este caso se podría hablar también de la envidia del amor. Me refiero con ello al tipo de la vieja histérica solterona, así como a la mezcla particular de mojigatería y lascivia que muestran este tipo de personas que no se han «realizado» en la vida. La mujer que se queda soltera y sin hijos sólo escapa de la desesperación si renuncia a ella conscientemente. Pero toda renuncia ha de ser consecuencia del esfuerzo que realiza la persona. Esta renuncia es lo único que puede proteger a alguien de la mitificación y con ello, de la desesperación. Renunciar significa comprender que un valor relativo es, efectivamente, relativo.
Todo esto resulta muy abstracto, por lo que para ser más concreto me gustaría citar un antiguo proverbio chino, que dice que todo hombre, en su vida, debe haber plantado un árbol, escrito un libro y tenido un hijo. Si se quisieran atener a este proverbio, la mayoría de los hombres tendrían que caer en la desesperación y, en consecuencia, suicidarse. Serían pocos los que estarían en condiciones de dar a su vida el sentido adecuado: aunque hubieran plantado un árbol, no habrían escrito un libro o habrían tenido una hija, o viceversa. Pero aun cuando no se mitifique el hecho de plantar un árbol, de escribir un libro y de tener un hijo, o la paternidad en general, sino la maternidad, tenemos que decir: ¡Qué pobre sería la vida si no ofreciera otras posibilidades para darle un sentido! Y añadir: ¿Cómo sería una vida cuyo sentido consistiera en casarse, tener hijos, plantar árboles y escribir libros?
Indudablemente, éstas son cosas muy importantes, pero relativas. Sólo puede ser absoluto lo que nos dicta la conciencia. Y la conciencia nos dicta que nos volvamos contra nuestro destino, que organicemos nuestro futuro, que intervengamos siempre que sea posible; pero también nos exige que estemos dispuestos a cargar con nuestro destino cuando sea necesario, y que demos al sufrimiento una orientación verdadera.
Si nos hemos rebelado contra el destino, sea a través de una acción, sea —cuando no era posible actuar— a través de una actitud, como fuere, hemos hecho lo que debíamos [7]. Entonces ya no existen los remordimientos de conciencia ni por nuestras actuaciones ni por las omisiones. Y desaparece también cualquier «pánico de no encontrar marido», ya que éste es sólo una consecuencia de la ilusión óptica que mencioné anteriormente al decir que el hombre suele ver sólo los rastrojos del carácter efímero de las cosas, pero pasa por alto los repletos graneros del carácter pasado de los hechos, olvida todo lo que ha salvado para dejarlo en el pasado, donde las cosas no están perdidas para siempre, sino que están guardadas de forma que no se pueden perder.
Quien está dominada por la continua sensación de tener que renunciar y por el «pánico de no encontrar marido», ha olvidado que la puerta que amenaza con cerrarse es la puerta de un granero repleto...
Y no se da cuenta del consuelo y la sabiduría que se desprenden de las palabras de la Biblia: «Cuando seas viejo te enterrarán, igual que se recogen, cuando llega el momento, los montones de gavillas».
Notas
[7] Aun cuando hemos realizado una acción errónea, una actitud adecuada puede configurarlo todo en forma que tenga sentid; se trata de la actitud que adoptamos ante nosotros mismos, es decir por ejemplo, que nos apartemos de nosotros mismos y vayamos así más allá de nosotros mismos.
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