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VIII.- La hipnosis

Normalmente se fija el nacimiento de la psicoterapia moderna, de la terapéutica psíquica contemporánea, en la publicación de los estudios realizados por Breuer y Freud sobre la histeria. Pero en esto parece haber una cierta arbitrariedad, ya que con el mismo derecho se podría afirmar que el origen de la psicoterapia coincide con el desarrollo del denominado mesmerismo, es decir, la teoría y la obra de Mesmer, quien influyó sobre todo en Viena, al igual que Breuer y Freud. Con respecto a su teoría, cabe decir que se trata de lo que el propio Mesmer denominó magnetismo animal. Pero, como hoy sabemos, este magnetismo hipotético no tiene nada que ver con el fenómeno de la naturaleza que la física de la época de Mesmer, como la de hoy, estudiaba bajo el nombre de magnetismo. Lo que Mesmer descubrió e investigó no es otra cosa que lo que hoy denominamos hipnotismo.

A este investigador le sucedió lo que a muchos otros científicos, a ciertos hombres de ciencia contemporáneos, e incluso a algunos psicoterapeutas. Me limitaré a recordar que los diversos tratamientos por shock, que han abierto una nueva era en la psiquiatría actual y han acabado, sobre todo, con el nihilismo terapéutico de la psiquiatría de ayer, han partido también de planteamientos teóricos totalmente erróneos y, sin embargo, los resultados prácticos son sorprendentes. No olvidemos, pues, lo siguiente: la hipnosis no tiene nada que ver con el magnetismo. ¿Qué es, entonces, la hipnosis?

Se trata de un estado excepcional, similar al sueño, en el que cae la persona afectada o al que le lleva el hipnotizador. ¿De qué forma especial sucede, ya que está claro que no se trata de un sueño normal, sino de un estado similar al sueño? Se hipnotiza a una persona a través de las correspondientes sugestiones. En otras palabras, la hipnosis —podemos ampliar así nuestro anterior intento de definiciones un estado psíquico excepcional, similar al sueño, que representa el resultado de unas medidas orientadas a la sugestión; en este sentido, tiene escasa importancia el hecho de que las sugestiones sean de naturaleza verbal o de otro tipo, es decir, que provoque la hipnosis invitando al paciente a recostarse cómodamente, a cerrar los ojos y a no pensar nada más que en lo que yo le digo, o la provoque de otro modo, por ejemplo, que intente causar un cansancio progresivo no a través de la sugestión verbal, sino poniendo delante de los ojos un objeto brillante y reluciente, y haciendo que lo mire fijamente; como ya he dicho, todo esto tiene poca importancia.

Pero hay que decir todavía algo más acerca de la esencia de lo que denominamos hipnosis. No es sólo el resultado de unas sugestiones, sino que constituye una base adecuada para crear otras sugestiones, si se puede decir así, más arriesgadas. Permítanme poner un ejemplo: si sostengo bajo la nariz de un hombre o de una mujer una botellita de gasolina recién abierta, no podré sugestionar en general a esa persona, es decir, hablando claramente, no la podré convencer de que se trata de un perfume, de una esencia de rosas. Pero seguramente no me resultará muy difícil convencerla, siempre que tenga una inteligencia media y muestre interés por tales experimentos, de que está cansada, de que el cansancio aumenta, de que sus miembros pesan cada vez más y más, de que se le cierran los ojos y de que cae, al final, en un estado excepcional, parecido al sueño. Cuando he conseguido que llegue a este punto, si le restriego un poco de gasolina bajo la nariz puedo estar seguro de que no me desilusionará ni —por decirlo así— me «pondrá en ridículo», sino que a mi pregunta: «Tengo un perfume, ¿lo nota?; esencia de rosas. ¿Puede olerlo?», contestará: «Es cierto, ahora lo noto, huele a rosas.» Lo que ahora me interesa es dejar bien claro que este tipo de sucesos no tiene nada, pero nada que ver con cosas como el espiritismo, el ocultismo, etc. La hipnosis —en sentido más general, la sugestión— es algo totalmente normal. No hay nada sobrenatural en este fenómeno, aunque haya artistas de variedades y charlatanes de psicología que se preocupen por darle un aire sobrenatural o de atribuirse a sí mismos una aureola de conocimientos y poderes superiores. De lo que se trata es, en una palabra, de desmitificar el hipnotismo.

Con todo esto se intenta también eliminar los accesorios mágicos y despojar a los métodos de sugestión de esa atmósfera sobrenatural, pues —utilizando palabras de Ernst Kretschmer—, la aureola del curandero mágico no es compatible con la actitud del médico que ha recibido una formación científica. Y, me gustaría añadir, el médico no debe permitir que le impongan este papel indigno ciertos pacientes, que prefieren un tratamiento y una cura psicoterapéutica de sus males que les ahorre toda decisión, cuando nosotros sabemos lo mucho que depende el efecto de la psicoterapia precisamente de la decisión personal del paciente.

Quedan todavía por abordar algunas cuestiones que los profanos en la materia plantean frecuentemente al neurólogo. Son preguntas como: ¿Quién puede hipnotizar? ¿Quién puede ser hipnotizado? ¿A quién le está permitido hipnotizar? ¿Existen delitos basados en el hipnotismo? Con respecto a la primera pregunta cabe decir que puede hipnotizar cualquiera que tenga los suficientes conocimientos técnicos y posea además lo que yo denomino tacto psicológico. La enseñanza de los distintos procedimientos técnicos es, lógicamente, una parte de la formación médica. A mí no se me ocurriría nunca dar desde aquí las indicaciones correspondientes, ya que ninguno de mis oyentes adquiriría así la preparación necesaria para hipnotizar; en cambio, podría dormir a alguien, y no precisamente de aburrimiento. Un sueño de este tipo tampoco sería una desgracia: son cerca de las 11 de la noche, y puedo garantizar que a la mañana siguiente la persona afectada se despertaría a su hora, sin tener que recibir para ello órdenes posthipnóticas. Una clínica alemana ha empezado a hipnotizar a sus pacientes con ayuda del teléfono, del gramófono o del magnetófono, para liberarles de cualquier tipo de dolor molesto. Me gustaría decir que esto es típico de nuestra época; representa uno de los intentos característicos de nuestro tiempo de combinar el mito y la técnica. Pero la clínica mencionada al menos no ha colectivizado su hipnosis tecnificada, mecanizada, sino que la limita a determinados pacientes.

Y esto es importante, pues no tiene éxito siempre. Recuerdo que cuando, de joven, trabajaba como médico en el departamento de cirugía de un hospital de Viena, mi jefe me encomendó la honorable y prometedora tarea de hipnotizar a una ancianita. La quería operar, pero ella no soportaría la anestesia normal, y no se le podía aplicar, por el motivo que fuera, anestesia local. Así pues, intenté dejar a la anciana insensible al dolor mediante la hipnosis, y el intento dio buen resultado. Sólo que «había hecho la cuenta sin contar con el huésped», pues entre las alabanzas de los médicos y las palabras de agradecimiento de la paciente se mezclaban los reproches más amargos y duros de la enfermera que había ayudado en la operación: según me explicó después, había tenido que luchar con toda su fuerza de voluntad contra la somnolencia que mi monótona sugestión provocó no sólo en la enferma, sino también en ella, en la enfermera.

Otra vez, siendo también joven, me ocurrió en un departamento de neurología lo siguiente: mi jefe me había pedido que provocara mediante la hipnosis el sueño tan deseado a un paciente que ocupaba una habitación con dos camas. Por la noche, ya tarde, me introduje de puntillas en la habitación, me senté en la cama del enfermo en cuestión y repetí durante media hora por lo menos las siguientes sugestiones: «Está usted muy tranquilo, se encuentra cansado, tiene cada vez más sueño, respira con suavidad, le pesan los párpados, las preocupaciones están lejos, se va a dormir usted en seguida». Así durante media hora. Cuando me iba a marchar, de puntillas otra vez, pude comprobar, decepcionado, que no había ayudado en nada al paciente. Pero me quedé muy sorprendido al día siguiente, cuando, al entrar en la habitación, fui recibido con esta alegre exclamación: «Qué bien he dormido esta noche; pocos minutos después de que usted empezara a hablar estaba ya sumido en un profundo sueño.» Quien decía estas palabras era el otro paciente, el compañero de habitación del enfermo a quien yo debía hipnotizar.

Pasemos a contestar brevemente la segunda pregunta: ¿Quién puede ser hipnotizado? En general, se puede decir que cualquiera, con excepción de los niños y los enfermos mentales. Pero la hipnosis sólo tiene éxito cuando la persona a la que se hipnotiza está interesada en ello, y no desde el punto de vista teórico, sino práctico. Debe tener interés, por ejemplo, en que le desaparezca un síntoma mediante la hipnosis. El deseo de restablecerse es, pues, una condición previa. No es en modo alguno cierta la idea tan difundida de que sólo se puede hipnotizar a las personas con una voluntad débil.

¿A quién le está permitido hipnotizar? Puesto que la hipnosis constituye una medida psicoterapéutica y, de acuerdo con la legislación austriaca, la psicoterapia sólo puede ser ejercida por el médico, únicamente le está permitido hipnotizar al médico, y sólo con fines terapéuticos. Aunque el efecto de la hipnosis no sea siempre terapéutico, el motivo sí tiene que serlo. ¿Qué sucedería si el motivo no fuera terapéutico, sino, por el contrario, criminal? ¿O si el efecto de la hipnosis estuviera planeado de forma que fuera un efecto criminal? ¿Qué sucede —en otras palabras— si el hipnotizador hipnotiza con malas intenciones o si obliga a su médium (qué término más ridículo, como si la hipnosis tuviera algo que ver con los espíritus) a hacer algo malo? Diremos brevemente que en la hipnosis o a través de ella nunca se lleva a cabo algo que no responda ni se ajuste de algún modo a la voluntad de la persona afectada. En la hipnosis, y mediante ella, sólo sucede aquello con lo que el hipnotizado está de alguna manera de acuerdo.

Un conocido psiquiatra de Viena apoyaba también esta opinión. En cambio, la combatía una estrella de las variedades, no menos famosa en su momento, por no decir temida. Para desacreditar a los científicos, este hipnotizador de un teatro de variedades hipnotizó un día a su «médium» femenina, le puso una pistola en la mano y le dio la sugestión posthipnotica de ir a la consulta del psiquiatra mencionado y matarlo allí mismo de un tiro. ¿Qué sucedió? ¿Qué hizo la mujer? Hizo lo que le habían ordenado; pero cuando había apuntado con la pistola al médico, la dejó caer sin disparar. Se había desacreditado, así, el iniciador del experimento, precisamente dirigido a demostrar que es posible realizar un crimen en estado hipnótico: no se llevó a cabo el atentado. Pero, aunque se hubiera verificado, la «víctima» habría tenido razón, pues debo revelarles que la víctima no habría sido tal, sino que habría seguido sana y con vida, ya que la pistola en cuestión era de juguete, y la asesina, que no era tal, sabía perfectamente que la pistola tampoco lo era.

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