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XV.- La melancolía

En mis conferencias anteriores he hablado repetidas veces de las neurosis; en cambio, he tratado relativamente poco los trastornos psíquicos que se oponen a ellas: las psicosis, esto es, lo que se suele denominar enfermedades mentales. De ella vamos a hablar en esta y en la próxima ocasión. Lo primero que nos tenemos que preguntar es cómo se distingue un trastorno mental, en el más estricto sentido de la palabra, de las enfermedades psíquicas neuróticas.

A menudo se oye decir: «Tiene usted que esforzarse más.» El gran neurólogo Hans von Hattingberg ha demostrado que se da una neurosis cuando un simple esfuerzo ya no tiene efecto o ni siquiera es posible realizarlo. Surge entonces la neurosis como enfermedad; de lo contrario, se trataría de una cuestión moral o del carácter y no de algo clínico, de algo patológico. Mientras se puede influir en una persona o en su sufrimiento con consejos como: «Tiene usted que distraerse más, cambie de ambiente», no se trata todavía de un auténtico neurótico. Pero no olvidemos que la neurosis es una enfermedad, que el neurótico es una persona enferma y, como tal, hay que tratarlo, no sólo aconsejarle.

Lo mismo se puede decir de los enfermos mentales, de las personas psicóticas. Para empezar, debemos recordar que al igual que las dos formas principales de la neurosis son la neurosis de ansiedad y la neurosis obsesiva, también en la psicosis se distinguen dos tipos importantes. En primer lugar, la esquizofrenia, también llamada «dementia praecox» y, en segundo lugar, la locura maniaco-depresiva, de la que vamos a hablar hoy más detalladamente. Esta última es una psicosis a la que difícilmente se le puede dar el nombre de enfermedad mental; se trata más bien de lo que el profano en la materia denomina melancolía. Se trata de un estado de desazón, una desazón triste, la melancolía: pero también se puede tratar de lo opuesto a la tristeza, de una desbordante alegría de vivir, un afán desmesurado de creación y una autosobrevaloración patológica.

Comencemos por la enfermedad denominada manía y preguntémonos cómo una persona con un trastorno de este tipo se puede poner en peligro a sí misma o a su entorno en determinadas condiciones. Ella no tiene la culpa si, debido a la sobrevaloración de sí mismo, tira el dinero por la ventana o se mete en aventurados negocios a los que nunca se habría arriesgado teniendo un estado de ánimo normal. Está claro que a un enfermo de este tipo hay que protegerlo de sí mismo durante toda su enfermedad, por ejemplo, sometiéndole, si fuera necesario, a tutela.

Acabo de hablar de la duración de esta enfermedad, y éste es precisamente un factor importante; tanto en el caso de la manía, recientemente mencionado, como en el caso contrario, la melancolía, se trata de síndromes que transcurren en fases, es decir, una manía o una melancolía viene y se va; luego se produce una pausa, que puede durar años o incluso decenios y en la que los pacientes se encuentran totalmente normales y con un estado de ánimo bastante equilibrado, es decir, no llaman la atención por nada. En algunos pacientes alternan los estados depresivos, esto es, las fases melancólicas, con otros de excitación maníaca. En otros casos se produce a lo largo de la vida sólo un período melancólico, de forma que nunca se puede pronosticar a largo plazo con seguridad el transcurso futuro de esta enfermedad. Pero sí se puede prever y predecir con mayores garantías que la fase correspondiente, por ejemplo, un estado melancólico, va a ceder a curarse y que —hago expreso hincapié en esto— lo hará sin tratamiento, es decir, por sí misma. Es muy importante saber esto y hacérselo saber también al paciente o a sus familiares. Cuando se puede hacer un pronóstico tan favorable incluso en un caso grave, se vive uno de los momentos más agradecidos de la práctica psicoterapéutica. Imagínense lo que puede significar para los familiares el hecho de que delante de ustedes haya una paciente que corre de un lado a otro de la habitación, se arranca el pelo y se acusa continuamente a sí misma de los delitos más increíbles, y, sin embargo, usted, como neurólogo, puede predecir con un 100 % de seguridad, que esta paciente que sufre melancolía con ansiedad va a volver a ser la persona que era cuando estaba sana. Piensen sólo en lo que esto significa; pues ni siquiera en el caso de unas anginas, de una laringitis, se puede hacer un pronóstico así de favorable con tal grado de seguridad, ya que una laringitis grave puede tener como consecuencia un reumatismo articular o una lesión cardiaca.

Sin duda, el propio paciente melancólico no creerá nuestro pronóstico favorable, pues el escepticismo y el pesimismo forman parte de los síntomas de su melancolía. Siempre encontrará «un pelo en la sopa» y nunca verá nada bueno en sí mismo. Recuerdo una paciente que, debido a su melancolía, se lamentaba de que no tenía curación; sin embargo, delante de mí había, sobre mi escritorio, nada más y nada menos que treinta y cinco anamnesis de una misma persona, de aquella paciente precisamente. Había sufrido treinta y cinco fases melancólicas y siempre se había restablecido totalmente tras unas pocas semanas. Pero cuando yo se lo explicaba, estaba hablándole a un sordo. En los casos graves de verdadera melancolía no tienen ningún efecto los argumentos, las apelaciones a la razón y al entendimiento. Con argumentos en contra no se consigue nada, no despejan en modo alguno la vida afectiva de nuestros enfermos por una sencilla razón: porque su melancolía no tiene ninguna causa, por lo menos no en el sentido de motivo; pues la melancolía, al menos lo que el neurólogo designa como tal, surge precisamente cuando se acaban todas las razones, donde no existe ningún motivo exterior o interior que explique la tristeza del melancólico; la melancolía, la psicosis maniaco-depresiva en general —al igual que toda psicosis en el estricto sentido de la palabra—, no tiene un condicionamiento psíquico, sino que su origen está en el ámbito corporal. Lógicamente, lo psíquico puede desencadenar una fase melancólica, pero un factor desencadenante no es una auténtica causa.

Esta independencia de la enfermedad psíquica con respecto a los sucesos y a las vivencias es algo sobre lo que tenemos que llamar la atención a los enfermos, debido precisamente a que uno de los rasgos más característicos de la melancolía, esto es, de la desazón condicionada física y no psíquicamente, consiste en que el paciente tiende a hacerse grandes reproches por motivos fútiles. A ello se debe el hecho de que estos enfermos —en contraposición a los neuróticos depresivos o a los histéricos— casi nunca intentan sacar provecho de sus sufrimientos, por ejemplo, esclavizando a su entorno o buscando un pretexto para librarse de ciertas obligaciones. Por el contrario, el melancólico se acusa de que es una carga para los que le rodean, de que no es digno de vivir o de ser tratado, y esto se debe a que no es realmente un enfermo. Decir a uno de estos pacientes que lo que sucede es que no se esfuerza bastante, es como un veneno para su vida afectiva, pues con tales reproches estamos afirmando las censuras patológicas que él mismo se hace. Es importante, por tanto, que el profano en la materia —y son profanos todos los que no son médicos— no haga intentos de aficionado para consolar a estos enfermos o para estimularles y animarles. El efecto del tratamiento de estos psicoterapeutas amateur podría ser catastrófico.

La terapia adecuada se basa, aquí como en cualquier otra enfermedad, en un diagnóstico correcto, y sólo el especialista puede diagnosticar una melancolía, esto es, diferenciarla de una neurosis o de un estado neurótico-depresivo. Puede hacerlo también en los casos atípicos, por ejemplo, cuando en el primer plano de la enfermedad no se encuentra la tristeza, sino —como sucede tan a menudo- una inhibición general o una excitación. Sólo el especialista que tenga mucha experiencia podrá decidir si en un caso concreto existe peligro de suicidio o no. Si se da este peligro quizá sea aconsejable internar al paciente provisionalmente, esto es, mientras dure la melancolía, en una institución, donde se le atenderá de forma tan intensiva que no intentará quitarse la vida debido al hastío patológico que sufría. En estos casos graves —que afortunadamente son bastante escasos— se toma también en consideración el tratamiento con irrigaciones eléctricas del cerebro, esto es, el denominado electroshock. De este modo se puede despejar el estado de ánimo y reducir la excitación siempre que esto no fuera posible por vía medicamentosa.

Aparte de estos métodos terapéuticos físicos y químicos, no se puede olvidar lo más importante, la pieza fundamental de la terapia de las enfermedades no sólo neuróticas, sino también psicóticas, es decir, la psicoterapia. La psicoterapia de la melancolía tiene un carácter específico, es diferente al tratamiento psíquico de los estados neurótico-depresivos. En el caso de la melancolía hay que educar al paciente en dos cosas: en primer lugar, a que confíe el pronóstico 100 % favorable que le puede presentar su médico, y, en segundo lugar, a tener paciencia, sobre todo paciencia consigo mismo, teniendo presente precisamente el pronóstico favorable de su enfermedad. Y si piensa de sí mismo que no está realmente enfermo, sino que debido a sus reproches patológicos se considera simplemente una persona depravada, o si cree que es un enfermo, pero un enfermo incurable, entonces se agarrará a las palabras de su médico y a la esperanza que de ella se desprende. Y así estará en condiciones de dejar pasar su melancolía como si fuera una nube que puede oscurecer el sol, pero que no hace olvidar que éste existe: el melancólico también tendrá que aferrarse al hecho de que su melancolía puede nublar el sentido y el valor de la existencia de forma que él no encuentre ni en el mundo ni en sí mismo algo que pueda hacer que su vida sea digna de ser vivida, pero que este oscurecimiento también pasa y él puede sentir entonces en sí mismo un reflejo de lo que Richard Dehmel expresó con las bellas palabras: «Mira: con el dolor del tiempo juega la felicidad eterna.»

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