Dignidad de la vida y de la muerte (I)
El ser humano es un ser personal, autoconsciente y ético. El concepto de persona es central en cualquier tema de Bioética pues es la base en la que ha de sedimentarse la consideración de su dignidad y la protección del sujeto a quien se aplique. Hoy la ciencia, a través de la Genética, la Biología Celular o la Embriología, nos da una información muy valiosa sobre los datos de naturaleza biológica de un individuo de nuestra especie.
Humanidad, persona y dignidad
Empezaremos por señalar que el hombre, como ente biológico, está sometido a las mismas leyes fisicoquímicas y biológicas de la naturaleza que rigen para el resto de las criaturas vivientes. Pero siendo esto obvio, inmediatamente hay que reconocer que la especie humana posee unas características muy especiales que la diferencian de todos los demás seres vivos. A diferencia de todos ellos el ser humano se caracteriza por ser una «realidad indisoluble de cuerpo y alma». El hombre, debido a su singularidad corpóreo-espiritual es superior al resto de los seres de la naturaleza por su espiritualidad. El ser humano es el único que vive su vida conscientemente, es el único que vive y se pregunta sobre su vida y la propia existencia del mundo que le rodea y es el único que se hace una serie de preguntas profundamente arraigadas en relación con su propia existencia. Preguntas como las que se hacía el filósofo y matemático alemán del siglo XVII Gottfried Leibniz (1646-1716), «¿por qué hay algo en lugar de no haber nada?», o más recientemente Albert Einstein (1879-1955) «¿cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes?»[1], o el también físico Victor Weisskopf (1908-2002) ¿«en qué sentido tiene sentido el universo»?[2]
El italiano Carlo Rubbia, Premio Nobel de Física de 1984, señalaba que «la forma más grande de libertad es la de poder preguntarse de dónde venimos y a dónde vamos… No existe forma de vida humana que no se haya planteado esta pregunta. Y no hay sociedad humana que no haya intentado de alguna manera darle respuesta. Fallar este compromiso es una pérdida, una deshumanización, un mecanismo interno de autocastigo»[3].
La búsqueda de respuestas a estas preguntas básicas es un imperativo de la propia naturaleza humana que trata de resolverlas con la razón, que nos brinda múltiples enfoques y una larga experiencia adquirida a lo largo de nuestra trayectoria como especie inteligente para abordarlas. Es además una obligación inherente a nuestra naturaleza humana creada a imagen y semejanza de Dios, que nos ha hecho dueños de la naturaleza, con la misión de «dominar los peces del mar, las aves del cielo y todo animal que serpentea sobre la Tierra», según reza en el Capítulo 1 del relato bíblico del Génesis[4].
El ser humano es un ser personal, autoconsciente y ético. El concepto de persona es central en cualquier tema de Bioética pues es la base en la que ha de sedimentarse la consideración de su dignidad y la protección del sujeto a quien se aplique. Hoy la ciencia, a través de la Genética, la Biología Celular o la Embriología, nos da una información muy valiosa sobre los datos de naturaleza biológica de un individuo de nuestra especie. Cada persona es singular en su información genética individual, constituida en el momento de la concepción -en el cigoto- y mantenida sin variación a lo largo de la vida. La identidad genética singular materializada en la información combinada de 25.000 genes maternos y paternos es el sello biológico y diferencial de cada individuo humano. En su realidad biológica, cada persona es el resultado del desarrollo físico determinado en su constitución genética, presente ya desde la concepción, y por tanto mucho antes de que se desarrollen los tejidos, órganos y sistemas, entre ellos el nervioso, y también antes de que los factores ambientales y educativos vayan a despertar la razón y modelar la personalidad, como consecuencia de la información procedente de su entorno, de modo que poco a poco las acciones razonadas, libremente adoptadas, se van sobreponiendo a las instintivas y reflejas.
Pero el término persona reclama otros enfoques de carácter filosófico y moral, e incluso teológico, sin los cuales no adquiriría su auténtica dimensión. En filosofía hablar de persona significa destacar el carácter único e irrepetible propio de cada ser humano, lo cual dicho sea de paso coincide plenamente con los datos de la ciencia, que nos habla de la identidad genética individual. Lo que todo esto significa es que la vida humana, en coincidencia con la perspectiva biológica se eleva a una dimensión muy especial que conecta con la certeza de que cada vida tiene una dignidad especial y un valor específico superior, entendiendo por «dignidad» un concepto que realza el valor especial de un ente. Mientras un individuo de cualquier especie animal deambula por el mundo de forma inconsciente y constreñida al marco de los instintos, el hombre reflexiona sobre su realidad en el mundo y puede decidir libremente sus acciones.
De este modo, cada individuo de la especie humana añade al dato biológico de la pertenencia a una especie el de la posesión de un espíritu inmaterial que nos capacita para hacer frente a nuestra vida de forma personal. Pero inmediatamente hay que señalar que cuerpo y espíritu están indisolublemente unidos. Monseñor Juan Antonio Martínez Camino[5], profesor de Teología moral de la Facultad de Teología San Dámaso de Madrid, señala que: «la persona no es fundamentalmente un yo pensante (res cogitans) con un cierto tipo de relación accidental y de dominio sobre la materia (res extensa),… la persona es cuerpo y espíritu indisociablemente unidos»[6]. Ramón Lucas, abunda en esta misma idea en su obra «La Bioética para todos» cuando señala que: «La persona siempre es la unidad sustancial, compuesta por el organismo material y el alma espiritual»[7].
Destacar la espiritualidad es equivalente a decir que la persona es un ser racional y la racionalidad es la diferencia específica que en mayor grado distingue a los hombres de los demás individuos sustanciales. Pero no es necesario que la racionalidad esté presente en acto, es suficiente con que esté presente en potencia. Todos los seres humanos, en cualquier etapa de su desarrollo que, no lo olvidemos, transcurre en continuidad desde la concepción hasta la muerte, y con independencia de sus circunstancias físicas, son seres racionales por su propia naturaleza biológica propiamente humana. Por ello, podemos afirmar que son personas un embrión, un feto, un discapacitado mental, quien duerme o está temporalmente inconsciente o en estado de coma como consecuencia de un accidente.
Sin embargo, algunos juristas o ideólogos, opinan que para ser persona han de darse una serie de facultades o capacidades, siendo la que más señala la de la conciencia de uno mismo. De este modo, Peter Singer, un Profesor de Bioética de la Universidad de Princeton en New Yersey, sostiene que «no todos los seres humanos son personas» y que «sólo hay derechos para los seres autoconscientes». Singer rebaja la dignidad de la vida humana al situar al hombre como un ser más de la naturaleza, que no se debe diferenciar de otros animales en sus derechos individuales. Este es el fundamento del propio Singer y otros filósofos que han promovido el «Proyecto Gran Simio», una especie de llamada a la consideración por igual del hombre y los animales biológicamente más próximos (orangután, gorila, chimpancé y bonobo), llegando incluso a formular derechos equivalentes bajo el eslogan «la igualdad más allá de la humanidad». Singer expresa que ser persona significa poseer autoconciencia, razón, autonomía y capacidad de sentir placer y dolor, cuyas propiedades no podrían ser atribuidas a seres humanos disminuidos psíquicos, en estado de coma, o que estuvieran temporalmente inconscientes tras un accidente o simplemente dormidos. Es evidente que estas ideas no se sostienen por su propia inconsistencia, pero quienes las avivan niegan la «dignidad» especial del hombre frente a las demás especies vivientes y lejos de defender el respeto a la vida humana, con sus argumentos respaldan una cultura utilitarista, en la que cabría con la misma impunidad la destrucción de los embriones, el aborto y la eutanasia.
Para quienes sostienen esta corriente, solo es merecedor del atributo de persona el ser humano que posea ciertos «indicadores de humanidad», algo así como un conjunto de características funcionales que permitan llevar a cabo una serie de actos que merecen el calificativo de humanos. De acuerdo con esta postura se considera que, para merecer la condición de persona, el ser humano ha de mostrar comportamientos que se consideran propios de una persona. Las preguntas que inmediatamente reclaman una contestación es ¿cuáles son los citados comportamientos? y ¿cuáles los indicadores de humanidad?
Un filósofo norteamericano contemporáneo que apoya esta corriente, Tristram Engelhardt, miembro del Hastings Center, una organización de bioética de corte utilitarista, trata de dar contestación a estas cuestiones cuando jerarquiza a los seres humanos en razón de la posesión o no de autoconciencia y libertad. Según Engelhart, «los seres humanos adultos competentes- no los mentalmente retrasados-, tienen una categoría moral intrínseca más elevada que los fetos o los niños pequeños», y añade, «existe una distancia entre lo que somos como personas y lo que somos como seres humanos y es el abismo que se abre entre un ser reflexivo y manipulador y el objeto de sus reflexiones y manipulaciones»[8]. Esta forma de pensar es la que ha inspirado una corriente de pensamiento posesivo y de derecho de la madre embarazada sobre el feto, o de los padres sobre los embriones producidos con sus gametos en una clínica de fecundación in vitro, o de terceras personas sobre la vida de un enfermo terminal. Desprovisto el hombre de su especial dignidad como plantean los utilitaristas que piensan como Singer y Engelhardt se da paso a la ley del más fuerte y se antepone un derecho egoísta al bienestar propio sobre la vida de otras personas. Esto supone que ante una situación no deseada, se relativice cualquier acción por dañina que sea para otras personas. De este modo, se justifica la utilización de la vida humana embrionaria con fines de investigación, el aborto de los no nacidos portadores de malformaciones o deficiencias congénitas y la eliminación eutanásica de los seres humanos con graves enfermedades, en estado vegetativo o en fase terminal de una enfermedad incurable.
El gran problema de esta corriente eminentemente dualista, es la separación de cuerpo y alma, imponiéndose en la mentalidad de quienes la propugnan y la tratan de infiltrar en la sociedad, una sobrevaloración de la sustancia material sobre la espiritual. De acuerdo con este utilitarismo exacerbado, solo deberían ser titulares de derechos humanos quienes tuviesen capacidad sensorial y especialmente sensibilidad para el dolor, lo que convierte en lícita la experimentación con embriones humanos, simplemente porque no sufren, o incluso con fetos hasta que no se haya producido un desarrollo suficiente de la corteza cerebral, lo que acontece entre la quinta y la octava semana del desarrollo fetal. Del mismo se reduce el valor de la vida humana a lo meramente físico y se clasifica a los individuos humanos de acuerdo con unos estándares de «calidad de vida» que sirven para decidir quién es más o menos «digno de vivir».
Todo lo contrario es lo que opinaba acertadamente María Dolores Vila-Coro, inteligente jurista, académica de la Real Academia de Jurisprudencia, licenciada en Filosofía, Doctora en Derecho y miembro de la Pontificia Academia por la Vida, fallecida el año pasado, que señalaba lo siguiente en el prólogo que tuvo a bien dedicarme de mi libro «Explorando los genes. Del big-bang a la nueva biología» : «se ha dicho que el procedimiento de usar el método empírico para definir a la «persona» y como tal a quien puede ser o no sujeto de derecho, es una manipulación, un medio para desposeer a quienes presentan carencias que no permiten su desarrollo cognitivo, moral o emocional; a los enfermos mentales y físicos, a todo tipo de deficientes, y para justificar ciertos delitos como el aborto y la eutanasia: en una palabra a quien convenga en cada caso, según los intereses sociopolíticos en juego. Este fenómeno no es nuevo pues el término persona ya se ha utilizado para excluir de la protección del Derecho a seres humanos a los que se ha negado tal condición… Ha servido también para poner de manifiesto que a ciertos grupos humanos se les ha tratado como individuos pero no como a seres con dignidad: no se ha reconocido que el valor de todo ser humano trasciende el orden puramente biológico»[9].
La exclusión de grupos de individuos humanos como personas por razones de sus facultades físicas o mentales, es un grave error, no solo de carácter ideológico, sino también de carácter biológico. Cualquier individuo humano en existencia, desde la concepción, hasta la muerte es un miembro de la especie humana y por tanto es una persona. Esto es algo en lo que ha insistido el Magisterio de la Iglesia a través de las instrucciones Donum Vitae, publicada en Febrero de 1987, y Dignitas Personae, que se publicó en Diciembre de 2008, ambas sobre cuestiones fundamentales de Bioética. En ambas se afirma: «Ciertamente ningún dato experimental es por sí suficiente para reconocer un alma espiritual; sin embargo, los conocimientos científicos sobre el embrión humano ofrecen una indicación preciosa para discernir racionalmente una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un individuo humano podría no ser persona humana?». Del mismo modo, el papa Benedicto XVI el 27 de noviembre pasado, en la homilía sobre la vida humana naciente, nos recordaba con el antiguo autor cristiano Tertuliano que: «Es ya un hombre aquel que lo será (Apologético, IX, 8); no hay ninguna razón para no considerarlo persona desde la concepción».
En resumen de todo lo dicho hasta aquí, la teología en coincidencia con los datos de la ciencia significa la dignidad como algo atribuible a los seres humanos, como seres personales creados a imagen y semejanza de Dios. Del mismo modo, la filosofía destaca el hecho de que cada persona es un ser dotado de «dignidad» ya que es sujeto de su propio existir y obrar y no un miembro más de una especie biológica. La humanidad misma, decía Kant, es digna porque el hombre no puede ser tratado por ningún hombre —ni siquiera por sí mismo- como un medio, sino siempre como un fin, y en ello precisamente estriba su dignidad. Los seres racionales son personas en tanto que constituyen un fin en sí mismos, son algo que no se debe emplear como un mero medio porque poseen libertad y son distintos de las demás criaturas naturales por su rango y dignidad[10]. De acuerdo con Kant, la persona no tiene precio (no es un objeto, una cosa) sino que tiene valor en sí misma (dignidad).
La condición de persona es ya inherente a toda la vida de cada individuo y todos los seres humanos, con independencia de su estado de salud física o mental. Cualquier ser humano merece ser tratado con el mismo respeto y dignidad que cualquier miembro de su especie desde la concepción hasta la muerte y por tanto, todos los seres humanos deben ser considerados personas en el mismo grado. Como muy bien señala la Dra. Vila-Coro: «un individuo no es persona porque se manifiesten sus capacidades, sino al contrario, éstas se manifiestan porque es persona: el obrar sigue al ser; todos los seres actúan según su naturaleza»[11].
Pero al mismo tiempo hay que señalar que el concepto de persona solo le corresponde, entre las criaturas vivientes, a los seres humanos, a todos los seres humanos y exclusivamente a ellos. La unidad de la especie exige la misma consideración, respeto y atribución de la misma dignidad para todos sus miembros, pero solo para sus miembros. No tiene sentido otorgar humanización a seres pertenecientes a otras especies con las que existen barreras insalvables de intercambio biológico y cultural. Por otro lado, ningún ser humano debe ser excluido de la calificación de persona, así como ningún ser perteneciente a otra especie debe ser traído al ámbito de nuestra especie. Es importante reconocer que cada ser humano no es únicamente un miembro más de una especie biológica, sometido a un ciclo vital inevitable, sino un ser que vive con plenitud de conciencia su existencia y es artífice de su propia biografía. El hombre es alguien que decide y construye su yo y no solo algo que existe.
Además, para percibir la verdad sobre la dignidad de la vida humana, hace falta una antropología adecuada, que conceda el valor que le corresponde a cada persona humana en su unidad corpóreo-espiritual. La concepción cristiana del hombre responde a esta necesidad. Afirma que la vida es un don de Dios y defiende el derecho a la vida como el más importante de todos los derechos del hombre. Es en esta línea en la que Juan Pablo II el 25 de Marzo de 1995 publicó la encíclica Evangelium Vitae, calificada por él mismo como una « meditación sobre la vida», en la que trataba en profundidad la gravedad de la instrumentalización de la vida, con cuestiones como la procreación artificial, el aborto, el respeto a los embriones humanos, la experimentación sobre fetos humanos y el ensañamiento terapéutico. Una situación que le hacía exclamar al Papa: «estamos en realidad ante una objetiva «conjura contra la vida», que ve implicadas incluso a Instituciones internacionales. creando en la opinión pública una cultura que presenta el recurso a la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de libertad, mientras muestran como enemigas de la libertad y del progreso las posiciones incondicionales a favor de la vida». A lo que añadía: «el derecho del hombre a la vida —desde el momento de la concepción hasta su muerte-, es el derecho fundamental, raíz y fuente de todos los demás derechos»
Como un elemento más ha de tenerse en cuenta que la dignidad de la vida humana tiene una vocación trascendente, vivimos en el tiempo hacia una dimensión absoluta. Además de la vida temporal, física y biológica que nos revela la extraordinaria superioridad del hombre sobre todas las demás criaturas, hay una dimensión trascendente innata en el hombre, que eleva su dignidad. Señala José Luis del Barco, Profesor titular de Ética y Filosofía Política de la Universidad de Málaga que «la dignidad es la huella de la mano del Creador en el hombre»[12], y Roberto Andorno[13], bioético de origen argentino y Profesor de Ética Biomédica en la Universidad de Zurich, advierte que contra el asesinato solo existe un argumento definitivo: el religioso.
Eutanasia activa, eutanasia pasiva, suicidio asistido ¿cuál es la diferencia?
Atendiendo a su sentido etimológico, eutanasia quiere decir «buena muerte», del griego eu (bueno) y thánatos (muerto) y se refiere a la muerte de una persona causada por otra, en principio un profesional de la medicina, a veces sin que medie una petición libre y expresa de quien va a morir. La Asociación Médica Mundial definió la Eutanasia en 1987 como: «el acto deliberado de dar fin a la vida de un paciente», y en enero de 2002, la Sociedad Española de Cuidados Paliativos (SECPAL) señaló que la eutanasia es una «conducta (acción u omisión) intencionalmente dirigida a terminar con la vida de una persona que tiene una enfermedad grave e irreversible, por razones compasivas y en un contexto médico». Básicamente, mediante la eutanasia, una persona pone fin deliberadamente a la vida de otra, considerando que eso le es un bien. Sin embargo, la muerte no puede ser nunca digna si es provocada pues implica el cese de la vida de otra persona y por ello atenta a la principal característica de la vida humana que es su propia dignidad.
En la práctica, la eutanasia, más que por una solución piadosa ante el dolor de un paciente, se justifica las más de las veces por razones utilitarias, para evitar gastos innecesarios y costosos para la sociedad. Se propone así la eliminación de los embriones portadores de genes indeseados, los no nacidos portadores de enfermedades -aunque no las hayan manifestado todavía o se desconozca su gravedad-, los recién nacidos con malformaciones, los discapacitados o minusválidos graves, los impedidos, los ancianos, sobre todo si no son autosuficientes, y los enfermos terminales. La calificación moral que merecen todas estas actuaciones es en cualquier caso negativa. La eliminación sin más de un paciente que no lo ha solicitado por si mismo, nos situaría ante un «homicidio». Si lo realiza el propio paciente por sí solo se trataría de un «suicidio» y cuando es la persona la que se quita la vida con la ayuda de otra persona, se calificaría de «suicidio asistido». En todos los casos hay un atentado contra la vida difícilmente compatible con una muerte digna.
Yendo un poco más lejos, se distingue entre eutanasia «activa y pasiva» como equivalentes a la diferencia entre «matar y dejar morir», es decir, entre iniciar unas acciones que condujeran a la muerte de un paciente o permitir su muerte por la privación de los cuidados necesarios. Un ejemplo de eutanasia activa lo es el llamado «aborto eugenésico», que se practica para eliminar la vida de un feto al que se le han detectado anomalías cromosómicas o genéticas. Lo es también la administración de una inyección letal para acabar con la vida de un enfermo. Un ejemplo de eutanasia pasiva sería el hecho de retirar los cuidados para mantener la vida del paciente, como la no hidratación o la retirada de una máquina de respiración, no alimentar o negar una operación de apendicitis a un niño con síndrome de Down, etc. La distinción entre eutanasia activa y pasiva ha supuesto una preocupación mantenida por las Asociaciones de Médicos de distintas partes del mundo. Ante esta situación, la SECPAL hizo una Declaración sobre la eutanasia, en enero de 2002, en la que podía leerse: «La eutanasia, entendida como conducta intencionalmente dirigida a terminar con la vida de una persona enferma, por un motivo compasivo, puede producirse tanto mediante una acción como por una omisión. La distinción activa/pasiva, en sentido estricto, no tiene relevancia desde el análisis ético, siempre que se mantenga constante la intención y el resultado. Tan eutanasia es inyectar un fármaco letal como omitir una medida terapéutica que estuviera correctamente indicada, cuando la intención y el resultado es terminar con la vida del enfermo… Ante un paciente en situación terminal lo que se hace o se deja de hacer con la intención de prestarle el mejor cuidado, permitiendo la llegada de la muerte, no sólo es moralmente aceptable sino que muchas veces llega a ser obligatorio desde la ética de las profesiones sanitarias… Por el contrario, cuando algo se hace o se deja de hacer con la intención directa de producir o acelerar la muerte del paciente, entonces corresponde aplicar el calificativo de eutanasia»
¿Quién puede decidir sobre el valor de la vida humana?
Resulta cuando menos ingenuo que a los sustantivos vida o muerte, se les trate de añadir el calificativo de digna, o que se hable de «calidad de vida». La dignidad es inherente al ser humano no algo que se otorga o se niega. La vida humana es digna siempre y es vida personal siempre, aunque en las sociedades postmodernas actuales se trate de anteponer criterios «técnicos», «utilitaristas» o hasta «económicos» sobre los «éticos» para referirse a la vida humana. Se llega a promover la aplicación de fórmulas matemáticas para justificar la calificación de vidas sin valor, que ya no merecen ser mantenidas y que permitan justificar la omisión de ayuda terapéutica o incluso la provocación directa y activa de la muerte. La realidad es que actualmente, no existe ningún método infalible que permita predecir que paciente en estado vegetativo o incluso en un proceso de enfermedad grave se recuperará y cuál no podrá lograrlo.
La muerte digna no es ni eliminar el dolor ni prolongar desesperadamente el estado morboso. La dignidad de la muerte es inherente a la persona, al propio moribundo que posee dignidad siempre.Cuando se sostiene el derecho a una muerte digna, la reflexión que debemos hacer es sí se puede calificar de digna una muerte provocada, o en la se deja al enfermo la decisión de acabar con su vida. Desde una posición individualista, liberal radical, quizá sí, pero desde una concepción antropológica mínimamente interdependiente, en ningún modo. La vida personal es algo subjetivo y desde el punto de vista de una bioética personalista es siempre digna de ser vivida por sí misma y merecedora de respeto, con independencia de la calidad técnica que presente en cada momento. Pero además, las acciones sobre una vida importan a la sociedad en su conjunto, pues cada persona podrá verse sometida a situaciones como las que se adopten en un momento dado. En este sentido hay que apostar por una biomedicina que busque la calidad de la vida pero sometiendo siempre la calidad a la vida y no la vida a la calidad. La vida humana no tiene valor porque tiene calidad sino que tiene calidad porque es vida humana.
Tenemos que recordar que el Art. 27 del Código de Ética y Deontología Médica de la Organización Médica Colegial Española de 1999, señala que « El médico tiene el deber de intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible. Y cuando ya no lo sea, permanece su obligación de aplicar las medidas adecuadas para conseguir el bienestar del enfermo, aún cuando de ello pudiera derivarse, a pesar de su correcto uso, un acortamiento de la vida. El médico nunca provocará intencionadamente la muerte de ningún paciente, ni siquiera en caso de petición expresa por parte de éste». En este contexto, solicitar a un médico que provoque la muerte de un paciente, por muy humanitaria que se pretenda, no solo es un absurdo sino lo diametralmente opuesto a su misión profesional. Es pedirle un imposible. Nadie tiene derecho a quitarle la vida a otra persona, pero si hubiese que decidir sobre este hecho, los últimos en practicarlo serían los médicos y por extensión el resto de los asistentes sanitarios. El Prof. Ignacio Sánchez-Cámara, Catedrático de Filosofía del Derecho de la Universidad de la Coruña señala que «cuando se piensa que hay derecho a todo y se eclipsan los deberes… no es extraño que se defienda un extravagante derecho a morir. Con independencia de la debida distinción entre la moral y el derecho, existen fuertes razones para oponerse a la legalización de la eutanasia. La principal es la obligación de la sociedad de respetar y defender, en todos los casos, la vida humana»[14].
Un caso muy especial. El aborto eutanásico o eugenésico
Dentro del sórdido mundo de la cultura de la muerte hay un apartado especialmente triste, que es el de la invitación al aborto cuando se detectan posibles patologías en el feto. La adquisición de toda la información de los genes humanos, por medio del Proyecto Genoma Humano, ha puesto en las manos de los médicos y biólogos la capacidad de detectar en muestras celulares del feto, alteraciones génicas o cromosómicas. Dado que la dotación cromosómica y la información del ADN del genoma individual se constituye en el momento de la concepción y se mantiene en todas las células del individuo a lo largo de la vida, el diagnóstico cromosómico o molecular se puede hacer en cualquier momento, incluso desde mucho antes de que se manifieste el carácter o la patología en cuestión. Es decir, es posible un diagnóstico genético en embriones (preimplantatorio), en el feto (prenatal) o tras el nacimiento (postnatal). El «diagnostico prenatal», se practica por métodos «no invasores», mediante el análisis de marcadores bioquímicos y moleculares de procedencia fetal en el plasma sanguíneo de la madre; o «invasores», que recurren a una amniocentesis, una intervención para la extracción de células en el líquido amniótico o en las vellosidades coriónicas, de procedencia fetal. El aspecto más negativo de esta tecnología es que tras la detección de un gen determinante de una patología, una enfermedad o una malformación, surge la invitación al aborto.
¿Para qué se desea conocer el sexo, la dotación cromosómica o hacer un diagnóstico de la presencia de ciertos genes? En el lado positivo, estaría la aplicación de terapias incluso in útero o los tratamientos farmacológicos correctores de una patología, cuando ello fuese posible. La razón habitual es totalmente distinta.
De acuerdo con José María Pardo Sáenz, sacerdote, médico y doctor en teología, un diagnóstico genético temprano, durante la gestación, ante la presencia de anomalías múltiples y una presumible prognosis letal, suponen una invitación al aborto como «tratamiento de elección» para la discapacidad fetal. En lugar de diagnóstico prenatal debería llamarse «diagnóstico premortal», «violencia prenatal» u «operación de búsqueda y eliminación de los discapacitados»[15].
Quienes defienden esta práctica eugenésica se justifican de diferente manera:
- El diagnóstico como avance de la ciencia y de la técnica
- Motivos económicos, para evitar costosos tratamientos a la familia
- Para evitar roturas familiares
- Compasión del niño, al considerar que una discapacidad mermará su «calidad de vida»
- El niño como producto y no como un fin en si mismo
- La búsqueda hedonista de la perfección
- Las dificultades o problemas sociales derivadas de un hijo discapacitado, para él y la familia
En España desde la aprobación de la Ley de Salud Sexual y Reproductiva e Interrupción Voluntaria del Embarazo (Ley 12/2010), está autorizada la eutanasia fetal sin límite temporal durante el embarazo, en las circunstancias de detección de una malformación o enfermedad grave en el feto, La Comisión de Bioética de la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia (SEGO) hizo una Declaración relativa a esta autorización atribuyendo a un Comité Clínico el papel de certificar que el feto padece una enfermedad tan extremadamente grave e incurable que se justifique el aborto después de la semana 14 de gestación.
La Asociación de Bioética de España (AEBI) critica esta declaración de la SEGO al aducir que «puede convertirse en una cooperación necesaria desde la Ginecología y Obstetricia al proyecto eugenésico programado desde la ley». En este sentido, el informe de la AEBI señala que «no corresponde a la Medicina, menos aún a un Comité Clínico, decidir qué es la vida humana ni el nivel de calidad de vida que es necesario alcanzar para poder conservarla» y recuerda el mandato del Código de Ética y Deontología Médica en vigor, según el cual «al ser humano embrio-fetal enfermo se le debe tratar de acuerdo con las mismas directrices éticas» que a los demás pacientes.
¿Cómo calificar a una sociedad que consiente todo esto y prefiere el aborto y hacer desaparecer una vida no nacida defectuosa?, ¿no estaríamos ante un caso de «homofobia»?
En un estudio realizado en el año 2000 en Gran Bretaña se comprobó que tras el uso masivo del diagnóstico prenatal se habían producido una serie de abortos por defectos físicos que alcanzaba a un 43% de los bebés con fisura palatina (paladar hendido) y al 64% de bebés con pie zambo, a pesar de que su pronóstico es excelente mediante cirugía y tratamiento posterior al nacimiento. En un artículo publicado a finales de 2009 en la revista British Medical Journal titulado «Con los nuevos tests prenatales ¿desaparecerán los niños Down?» se concluía que el diagnóstico prenatal no cura nada, y que el «aborto eugenésico» no previene ni cura absolutamente nada, sino que hace desparecer a un niño presente, aunque no nacido, con el agravante de tratarse de un bebé indefenso y afectado por una discapacidad, malformación o enfermedad, en ocasiones con buen pronóstico.
Sirva para terminar este triste apartado dedicado a la eutanasia prenatal el convencimiento de que las técnicas del diagnóstico prenatal no son infalibles y por lo tanto no estamos en condiciones de predecir con total exactitud cómo afectará una patología a un bebé no nacido en el futuro. Muchas veces la decisión por parte de los progenitores de dejar nacer o proceder al aborto se toma sin saber con certeza cómo afectará la pretendida patología al niño tras el nacimiento.
Los cuidados paliativos frente al encarnizamiento terapéutico
Con referencia a la eutanasia en enfermos adultos, en sentido contrario a la eutanasia se encuentra el llamado «encarnizamiento terapéutico» u «obstinación médica», que la SECPAL define como«aquellas prácticas médicas con pretensiones diagnósticas o terapéuticas que no benefician realmente al enfermo y le provocan un sufrimiento innecesario, generalmente en ausencia de una adecuada información». Se suele traducir en la administración de un tratamiento desproporcionado al suministrar al enfermo cuidados inútiles o ineficaces para la curación, aumentando las penalidades del curso de la enfermedad e ignorando el equilibrio entre el riesgo y el beneficio de los tratamientos administrados.
Si bien es cierto que la finalidad de la terapia médica es la cura o la mejora, mediante la administración de la medicación necesaria, existen momentos en que es aceptable su suspensión o incluso no iniciarla, cuando es previsible que sea inútil y además cause excesivas molestias a un paciente. Pero esto no ha de incluir la alimentación e hidratación, o la respiración asistida, que constituyen cuidados básicos para todo enfermo y que, aun en el caso de precisar medios artificiales para ser suministrados no suponen sufrimiento para el enfermo. Aquí podríamos recordar el caso de Eluana Englaro la joven italiana que pasó 17 años en estado vegetativo, a la que se le aplicaba una sonda que le llegaba al estómago. En su caso no estaba justificada la suspensión de la alimentación, pues continuar los cuidados mínimos no constituía encarnizamiento terapéutico ni se trataba de una enferma terminal[16]. Lo que aconteció en la clínica de Udine, en que pasó sus últimos días Eluana, fue un acto de eutanasia en tanto en cuanto se suspendió un cuidado con la finalidad de provocar la muerte. Eluana no falleció por su estado sino por la negativa a suministrarle agua y alimentos.
De acuerdo con el imperativo deontológico hay que «intentar la curación o mejoría del paciente siempre que sea posible», existe la obligación de valorar los medios terapéuticos, de modo que estos deben corresponderse de forma proporcionada a las expectativas de mejoría. Pueden darse casos concretos de personas conscientes de su situación, en las que es difícil para el médico impedir el dolor y para los familiares aliviarlo. Estas son situaciones difíciles de abordar desde un punto de vista ético. Ante este escenario, cuando el paciente y el médico reconocen que la enfermedad ya es incurable y aceptan su curso natural, la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede en conciencia renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir las curas normales debidas al enfermo en casos similares. No ha de haber un empeño en alargar la vida a toda costa si para ello se han de aplicar medios desproporcionados. Esta es una actuación perfectamente ética y profesional, y la asunción de lo inevitable, sin recurrir a tratamientos inútiles no puede considerarse como eutanasia. Es lo que hoy se califica como «limitación del esfuerzo terapéutico». Desde luego, siempre será importante examinar con sinceridad nuestra intención: preguntarnos si lo que buscamos es «permitir morir» y asumir el curso natural de la enfermedad. Tras este reconocimiento la opción a seguir debe ser la del apoyo al paciente mediante los llamados «cuidados paliativos».
En la actualidad en los centros sanitarios de cierta entidad existen unidades especiales de «cuidados paliativos», en los que participan profesionales de diversas especialidades que constituyen un equipo para hacer un seguimiento integral del paciente, mediante el suministro de los cuidados médicos, psicológicos y espirituales, y bajo la óptica de que la muerte es un proceso natural y el fin irremediable de la vida humana. Se trata de ofrecer un soporte médico justo al enfermo y a su entorno familiar, eludiendo la eutanasia y el encarnizamiento terapéutico y proporcionándoles todo lo que sea humanamente posible en las dimensiones física, psíquica y espiritual. Entre los cuidados médicos se atenderá especialmente la alimentación, la hidratación, la respiración, la higiene y el suministro de medicamentos que alivien el dolor, sin pérdida de conciencia o abreviación de la vida. En el aspecto psicológico es fundamental la comunicación del médico sobre el proceso de la enfermedad y en su caso el apoyo de un especialista. Finalmente en el aspecto espiritual ha de atenderse la voluntad del enfermo proporcionándole la presencia de quien el desee le conforte en el tránsito hacia una muerte inevitable de forma natural y en paz consigo mismo, de acuerdo con sus creencias religiosas.
Los cuidados paliativos tienen por misión aplicar las curas y tratamientos adecuados para aliviar los síntomas que provocan sufrimiento y deterioran la calidad de vida del enfermo en situación terminal. Con este fin se pueden emplear sedantes o analgésicos en la dosis adecuada, aunque por ello se pudiera ocasionar indirectamente un adelanto del fallecimiento. El manejo de tratamientos paliativos que puedan acortar la vida está considerado en la praxis médica moralmente aceptable, siempre que medie un consentimiento explícito, implícito o delegado. Es una actuación perfectamente ética y profesional, y distinta de la eutanasia, si se utilizan las dosis adecuadas y la intención no es provocar la muerte. La Organización Médica Colegial aprobó en febrero de 2009 una Declaración sobre «Ética de la sedación en la agonía», que entre otros puntos señala que «la frontera entre lo que es una sedación en la agonía y la eutanasia activa se encuentra en los fines primarios de una y otra. En la sedación se busca conseguir, con la dosis mínima necesaria de fármacos, un nivel de conciencia en el que el paciente no sufra, ni física, ni emocionalmente, aunque de forma indirecta pudiera acortar la vida. En la eutanasia se busca deliberadamente la muerte inmediata. La diferencia es clara si se observa desde la Ética y la Deontología Médica».
Los servicios de cuidados paliativos implican una atención especial al entorno familiar del enfermo, hasta el punto que se considera al enfermo y su familia conjuntamente, como la unidad a tratar. De algún modo la experiencia indica que la tranquilidad de la familia repercute directamente sobre el bienestar del enfermo. Es particularmente significativo sobre la importancia de los cuidados médicos, psicológicos y espirituales, lo que señala la Guía de la SECPAL acerca de los últimos días de un enfermo terminal: «No debemos olvidar que el enfermo, aunque obnubilado, somnoliento o desorientado también tiene percepciones, por lo que hemos de hablar con él y preguntarle sobre su confort o problemas (¿descansa bien?, ¿tiene alguna duda?, ¿qué cosas le preocupan?) y cuidar mucho la comunicación no verbal (tacto) dando instrucciones a la familia en este sentido. Se debe instruir a la familia para que eviten comentarios inapropiados en presencia del paciente. Hay que interesarse por las necesidades espirituales del enfermo y su familia por si podemos facilitarlas (contactar con el sacerdote, etc.)».
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Notas
[1] A. Einstein, Mi visión del mundo. Tusquets, Barcelona, 1981, pág. 13. Citado por H. Küng, Opus cit., pág. 854.
[2] V. Weisskopf, (1989). The Privilege of Being a Physicist. Essays. W. H. Freeman, New York,
[3] C. Rubbia. En Edgarda Ferri, La tentazione di credere. Inchiesta sulla fede. Rizzoli, Milán 1987.
[4] Gn 1,28.
[5] J.A. Martinez Camino. Biotecnolología y antropología teológica. En Jouve, N, Gerez, G., Y Saz, J. M. (coord.) Genoma Humano y Clonación: perspectivas e interrogantes sobre el hombre. Alcalá de Henares, Aula Abierta, 21, Universidad de Alcalá, Alcalá de Henares 2003.
[6] Boecio. De persona Christi et duabus naturis. C.3. PL64, 1343
[7] R. Lucas, R. Bioética para todos. Trillas, México DF, 2003
[8] T. Engelhart. Los fundamentos de la Bioética. Paidós. Barcelona 1995.
[9] M.D. Vila-Coro. En el Prólogo de Jouve, N. Explorando los Genes. Desde el big-bang a la Nueva Biología. Ediciones Encuentro, Madrid 2008
[10] I. Kant, Antropología en sentido pragmático. Alianza. Madrid. 1991.
[11] M.D. Vila-Coro. La vida humana en la encrucijada. Pensar la Bioética Ediciones Encuentro, Madrid. 312 págs. (2010)
[12] J.L. del Barco. Dignidad Humana, en Diccionario de Bioética (coord.. Carlos Simón Vázquez) Ed. Monte Carmelo, Burgos 2007.
[13] R. Andorno. Una aproximación a la Bioética. Responsabilidad profesional de los médicos. Ética, bioética y jurídica. Civil y penal, Oscar Garay (dir.), Editorial La Ley, Buenos Aires, 2002, p. 413-438.
[14] I. Sánchez Cámara. El objetivo de la moral no consiste en promover la «buena muerte», sino en proponer la vida buena. La Gaceta de los Negocios, 18.3.2007.
[15] J. M. Pardo Sáenz. El no nacido como paciente. EUNSA, Pamplona, 2011
[16] Esto es un punto esencial del Documento de la Academia Pontificia de la Vida y la Federación Mundial de Asociaciones de Médicos Católicos, que señala: 4) Al paciente en estado vegetativo de ningún modo se le puede considerar un enfermo terminal, dado que su condición puede prolongarse de forma estable incluso durante períodos de tiempo muy largos.
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