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La evolución del evolucionismo (I)

Con "El origen de las especies", Darwin brindó al mundo una teoría novedosa sobre la ascendencia de los seres vivos y abrió un debate que se ha ido extendiendo desde la biología a todas las ramas del saber..

¿Qué es la evolución?

Desde mediados del siglo XIX, gracias a Charles Darwin, la teoría de la evolución representa el más persistente intento de explicación de la pluralidad aparentemente heterogénea de los organismos vivientes. Por evolución se entiende la descendencia y progresiva complejidad de las especies a lo largo del tiempo. Esa descendencia ininterrumpida empieza con la bacteria que surge misteriosamente hace casi 4.000 millones de años y da comienzo a la increíble aventura de multiplicarse y diversificarse en miles de millones de especies. La evolución es atestiguada por el registro fósil y el parentesco genético, pero se escapa el cómo de dicho proceso, su mecanismo. Lejos de constituir un proceso sencillo, se trata de un complejísimo fenómeno, del que se ignora y se supone mucho más de lo que se sabe.

¿Se puede negar la evolución?

Quienes niegan la evolución alegan que la ciencia se basa en la observación, la reproducción de los fenómenos y la experimentación. Añaden que nadie ha visto los pasos de unas especies a otras, y que es imposible recrear semejantes procesos en un laboratorio. Sin embargo, la ciencia no es exactamente eso. Sus teorías sobre el mundo natural son explicaciones apoyadas en observaciones, hechos, inducciones, deducciones e hipótesis contrastadas. Nadie ha visto los átomos, ni el recorrido de la Tierra alrededor del Sol, pero constantemente se confirman las consecuencias previstas para ambas suposiciones.

¿Qué es el árbol de la vida?

En el caso de la teoría de la evolución, se afirma que todos los organismos vivos están relacionados con un ancestro común, del que descienden. Ese parentesco universal de las especies se puede dibujar en el árbol de la vida, cuya verdad es una conclusión científica que supera cualquier duda razonable. Aunque jamás se haya visto o demostrado, hay buenos argumentos para suponer los pasos desde la célula originaria hasta el tiburón, la liebre o el ruiseñor. Se llama evolución a todo ese proceso de transformación, aunque se debe reconocer que es poner una etiqueta a un proceso sumamente oscuro, cuyo primer capítulo es precisamente la misteriosa aparición de la vida.

¿Qué pruebas avalan la evolución?

La teoría evolutiva se apoya en cuatro pruebas de diferente valor demostrativo: la anatomía comparada, la embriología, el registro fósil y el parentesco genético.

¿Qué se deduce de la anatomía comparada?

Sin duda, es el argumento más visible. Los paleontólogos suelen referirse a los tetrápodos –animales de cuatro extremidades: anfibios, reptiles, pájaros y mamíferos– que evolucionaron a partir de un grupo particular de peces de aletas lobuladas. Es uno de los muchos ejemplos que muestran la evolución a partir de la comparación anatómica de las especies. En los tetrápodos se observa que los esqueletos de las tortugas, los caballos, los humanos, los pájaros, las ballenas y los murciélagos son sorprendentemente similares, a pesar de la diversidad de sus ambientes y modos de vida. En los casos mencionados, dos miembros delanteros, armados sobre los mismos huesos, sirven a una tortuga y a una ballena para nadar, a un caballo para correr, a un pájaro para volar, y a una persona para escribir. Por lo que parece, dichas especies heredaron sus estructuras óseas de un ancestro común, antes de que sufrieran diversas adaptaciones.

¿Qué aporta la embriología?

Se trata de otra prueba clásica. Todos los vertebrados se desarrollan a partir de formas embrionarias notablemente similares en las primeras fases de la gestación. En El origen de las especies, Darwin define esta homología como «la relación entre las partes, resultante del desarrollo de las partes embrionarias correspondientes». A modo de ejemplo, los embriones de los seres humanos y de otros vertebrados no acuáticos muestran, en la piel de la garganta, pliegues en forma de hendiduras, de agallas que nunca van a utilizar. Las tienen porque comparten una antecesor común: el pez, en cuya cabeza evolucionaron por primera vez las estructuras respiratorias. Esta argumentación se tambaleó cuando se logró marcar con colorante las células de los embriones. Entonces, al presenciar su desarrollo, se observó que un órgano concreto –el riñón, por ejemplo– no se forma en todas las especies a partir de las mismas células embrionarias. Esto se complica en el caso de los insectos y de las plantas, cuyos órganos homólogos se han formado de muchas maneras diferentes.

¿Qué dice el registro fósil?

Existen fósiles catalogados de 250.000 especies, y en dicho catálogo rara vez se reflejan las innumerables formas de transición que Darwin supuso. Más bien parece que la evolución da grandes saltos, como ha puesto de manifiesto Stephen Jay Gould. Desde el punto de vista paleontológico, el estado habitual de las especies es la estasis y la súbita aparición y desaparición, no el cambio gradual. Hay, por tanto, más revolución que evolución. Darwin pensaba que no encontraba formas intermedias porque el registro fósil era muy incompleto, pero hoy se conocen archivos completos, que documentan millones de años de forma ininterrumpida. Uno de ellos es el de los moluscos del lago Turkana, en África oriental, donde Williamson, en 1987, identificó la aparición repentina de nuevas especies (especiación).

¿Qué prueba la genética?

Si los argumentos anteriores no son definitivos, se piensa que los aportados por la biología molecular y la genética sí lo son. El hecho de que las transformaciones químicas de las células sigan los mismos mecanismos metabólicos habla claramente de un origen común: una protocélula con el código genético que ha llegado hasta la actualidad, integrado por las cuatro bases nitrogenadas que se combinan en la molécula de ADN. Un estudio comparativo de los genomas muestra concordancias sorprendentes entre las especies. El ejemplo que mejor se conoce es el humano: la posibilidad de encontrar secuencias similares a una secuencia del genoma humano es del 100% respecto a los chimpancés, del 99% respecto a los perros y ratones, del 75% respecto al pollo, y del 60% respecto a la mosca de la fruta.

¿Significan lo mismo evolución y evolucionismo?

Si la evolución es un hecho, el evolucionismo es su interpretación. Por tanto, no significan lo mismo. Entre todas las interpretaciones de la evolución, la darwinista es –con mucho– la más aceptada, hasta el punto de que evolucionismo y darwinismo suelen confundirse en el lenguaje corriente. Pero no debería ser así. Como atestigua la Historia Natural, de Buffon, el hecho de la evolución era conocido y debatido en el ámbito científico desde finales del siglo XVIII, con un importante núcleo en la Academia de las Ciencias de París. Sin embargo, todavía a mediados del XIX, Darwin y la mayoría de los naturalistas europeos pensaban que cada especie había sido creada por Dios de forma independiente.

¿Hay azar en la evolución?

Al lanzar una moneda al aire, no sale cara o cruz por azar, sino por el movimiento que se le ha dado a la moneda, por la resistencia del aire y el tipo de superficie sobre la que cae: factores que resultan imposibles de medir con exactitud. Por eso se habla de juegos de azar. Aristóteles lo expresó de forma insuperable cuando dijo que «el azar es una etiqueta para nuestra ignorancia». Se puede hablar del azar en el lenguaje coloquial, pero no en el científico, porque la ciencia se define precisamente como «conocimiento por causas», y apelar al azar es una forma acientífica de prescindir de las causas. Tal vez, por excepción, podría surgir, al azar, un órgano de un ser vivo, pero no se puede convertir la excepción en ley, como pretenden muchos darwinistas. El azar, en realidad, tiene la misma capacidad explicativa que la generación espontánea. Hoy resulta risible la ingenuidad que suponía creer en la generación espontánea, pero es igualmente ingenuo creer en el azar.

¿Qué son los sistemas de complejidad irreductible?

Es otro de los obstáculos que el azar y el evolucionismo darwinista no logran superar. Una duna puede perder arena y seguir siendo duna. Una montaña excavada por una mina o mordida por una cantera sigue siendo montaña. En cambio, en muchas operaciones de un ser vivo –regidas por la sincronización, no por la acumulación– no se puede prescindir de un solo elemento ni de un solo paso: se rigen por el «todo o nada», y un solo fallo anula el sistema. Por eso, por no admitir recortes ni simplificación, esas operaciones constituyen sistemas de complejidad irreductible.

¿Se puede poner un ejemplo biológico?

Hay múltiples ejemplos en los seres vivos. Un niño pedalea en su bici, derrapa y se cae. Al rasparse, sangra un poco por una rodilla y una mano, pero se limpia las heridas y la cosa no tiene mayor importancia. ¿Por qué no tiene mayor importancia? Porque la sangre de las heridas se coagula. De lo contrario, el niño se desangraría. ¿Y qué pasaría si la orden de coagulación se extendiera a toda la sangre del herido? Pues que el pequeño ciclista quedaría coagulado de pies a cabeza. ¿Y si el coágulo fuera pequeño e interno? Entonces produciría una hemiplejia o un infarto. Por fortuna, el niño no se desangra ni se coagula, y tampoco sufre un infarto, precisamente porque solo se coagula la sangre expuesta al aire. ¿Es posible que este sistema haya evolucionado según la teoría darwiniana? No, porque la simple ausencia del factor antihemofílico, o la sola presencia de la trombina, sin su correspondiente inhibidor, serían mortales. O concurren al mismo tiempo las doce proteínas implicadas, o el sistema falla. Que se coagule la sangre de una herida es algo normal y corriente, pero la bioquímica lleva medio siglo estudiando este asombroso proceso y no es capaz de identificar sus causas. Todo lo que dice el profesor Doolittle, primera autoridad mundial, es que el factor tisural aparece, que el fibrinógeno nace, que la antiplasmia surge, que el ATP se manifiesta, y así sucesivamente.

¿Una célula es un sistema de complejidad irreductible?

Cualquier bacteria, cualquiera de las células que integran –por billones– el cuerpo de un mamífero, es un sistema de complejidad irreductible. Se ha visto a la célula como una ciudad en miniatura, que se levanta a velocidad de vértigo y necesita poseer, al mismo tiempo, una membrana envolvente, generadores de energía, gradiente de iones, macromoléculas encapsuladas, polimerización, replicación por genes y enzimas, almacenamiento de información y capacidad de mutación. Así, la biología celular relativiza las tesis evolucionistas, pues cada uno de los cambios anatómicos que Darwin consideraba muy simples, implica procesos bioquímicos abrumadoramente complejos. Por eso, mientras se desconozcan las leyes de los programas moleculares de los seres vivos, hablar de evolución y selección es emplear metáforas con el mismo valor explicativo que denominar «toldo de estrellas» al firmamento.


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