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2. ¿Iguales en esencia? Datos científicos sobre el dimorfismo sexual innato

En contra de los principios esenciales de la ideología de género, la realidad nos muestra cómo en nuestra relación diaria con el sexo «opuesto», percibimos la existencia de una serie de sutiles pero innegables diferencias en la forma de sentir, amar, sufrir, trabajar, y en definitiva, de vivir, que sospechamos naturales y ajenas a la educación o presión social. No nos dejan de sorprender las diferentes reacciones que hombres y mujeres tenemos ante idénticas circunstancias.

Como punto de partida es indiscutible que hombre y mujer somos iguales en dignidad y humanidad. Al cristianismo debemos tal reconocimiento. Según el Génesis (Gn 1,27), Dios creó al hombre y la mujer a su imagen y semejanza; «hombre y mujer los creó». Y a ambos conjuntamente les planteó la tarea de generar descendencia, someter y dominar la tierra. Les impuso una igualdad de cargas y responsabilidades (Gn 1,28). Esa unidad fundamental, es la que enseñaba ya San Pablo a los primeros cristianos: Quicumque enim in Christo baptizati estis, Christum induistis. Nos est Iudaeus, neque Graecus: non es servus, neque liber: non est masculus, neque femina (Gal 3, 26-28); ya no hay distinción de judío, ni griego; ni de siervo, ni libre; ni tampoco de hombre, ni mujer.

Merece la pena recordar al respecto la profundización que Juan Pablo II realizó en la «Mulieris dignitatem», sobre las verdades antropológicas fundamentales del hombre y de la mujer, en la igualdad de dignidad y en la unidad de los dos, en la arraigada y profunda diversidad entre lo masculino y lo femenino, y en su vocación a la reciprocidad y a la complementariedad, a la colaboración y a la comunión (Cf. n. 6).

Asimismo, en relación con los derechos fundamentales de la persona —y sus correlativos deberes— en los países desarrollados (pues todavía es largo el camino por recorrer a favor de las mujeres en los países en vías de desarrollo) existe una igualdad al menos formal entre hombre y mujer. No obstante, no podemos dejar de reconocer que todavía queda mucho por hacer. Así, las mujeres deberían recibir más apoyo institucional, administrativo, político y social para poder compatibilizar de forma equilibrada su vida laboral y una maternidad plena. Y sin duda los hombres deberían implicarse a fondo en las tareas del hogar y en la fundamental misión de la crianza y educación de los hijos.

Pero en relación con la esencia del ser humano, en los últimos quince años, los avances de la técnica y la ciencia, han permitido mostrar una realidad bien distinta a la que tratan de imponer los ideólogos de género y hasta ahora oculta: la existencia de diferencias sexuales innatas. Décadas de investigación en neurociencia, en endocrinología genética, en psicología del desarrollo, demuestran que las diferencias entre los sexos, en sus aptitudes, formas de sentir, de trabajar, de reaccionar, no son sólo el resultado de unos roles tradicionalmente atribuidos a hombres y mujeres, o de unos condicionamientos histórico-culturales, sino que, en gran medida, vienen dadas por la naturaleza.

La diferenciación sexual es un proceso enormemente complejo que comienza muy temprano, en el desarrollo del embrión, aproximadamente en la octava semana de gestación, debido a la combinación de nuestro código genético y de las hormonas que liberamos y a las que estuvimos expuestos en el útero. Se piensa que estas diferencias son causadas en gran parte por la actividad de las hormonas sexuales que "bañan" el cerebro del feto en el útero. Estos esteroides se encargarían de dirigir la organización y el "cableado" del cerebro durante el periodo de desarrollo e influenciarían la estructura y la densidad neuronal de varias zonas.

Los últimos avances tecnológicos nos han permitido acceder a este mundo cerebral recóndito y hasta ahora desconocido. La resonancia magnética (RM) es un método no invasivo y seguro que facilita la obtención en tiempo real, de imágenes del cerebro en funcionamiento, gracias al cual los científicos han documentado una increíble colección de diferencias cerebrales estructurales, químicas, genéticas, hormonales y funcionales entre mujeres y varones. De la comparación esquemática de las funciones intelectuales de los cerebros humanos masculino y femenino viene a resultar que ninguno de los sexos es claramente superior al otro. No es más inteligente el hombre que la mujer ni ésta que aquél; más bien sus cerebros se comportan como complementarios los unos de los otros. Especialmente durante el siglo XIX, los científicos consideraron seriamente la posibilidad de que las mujeres fueran menos inteligentes que los hombres debido al menor tamaño de sus cerebros. Sin embargo, como se ha demostrado por algunos excepcionales trabajos neurológicos, hoy se sabe con certeza que, aunque el cerebro femenino pesa un 15% menos que el de los hombres, tiene regiones que están pobladas por más neuronas, aunque en el caso de la mujer están agrupadas con mayor densidad, como embutidas en un corsé, dentro de un cráneo más pequeño.

Lawrence Cahill (2005), Doctor en Neurociencia y profesor del departamento de Neurobiología de la Universidad de California (Irvine), considera que las investigaciones son concluyentes: los cerebros de hombres y mujeres son diferentes en algunos aspectos, tanto en su arquitectura como en su actividad (lo cual no implica que haya que interpretar esas diferencias en términos de superioridad-inferioridad). El sexo es una variable a tener muy en cuenta.

Los cerebros femenino y masculino, aunque porcentualmente iguales en inteligencia, son notablemente diferentes, en estructura y funcionamiento; estableciendo una conexión incontrovertible entre cerebro, hormonas y comportamiento. Estas variaciones estructurales y funcionales básicas de los cerebros constituyen el fundamento de muchas diferencias cotidianas en el comportamiento y experiencias vitales de hombres y mujeres, y, por supuesto, de nuestros hijos e hijas.

La neurociencia nos muestra cómo hombres y mujeres no nacen como hojas en blanco en las que las experiencias de la infancia marcan la aparición de las personalidades femenina y masculina, sino que, por el contrario, cada uno tiene ciertas dotes naturales. Es la naturaleza la que producirá dos sexos con aspectos diferentes, pero también con cualidades cognitivas diferentes basadas en un cerebro distinto, con una composición química, anatomía, riego sanguíneo y metabolismo muy distintos. Los propios sistemas que utilizamos para producir ideas y emociones, formar recuerdos, conceptualizar e interiorizar experiencias, resolver problemas, donde se ubican nuestras pasiones, percepciones, toda nuestra vida intelectual y emocional, son distintos. En palabras del Dr. Rubia[3]: «Cuando se nace con un cerebro —masculino o femenino— ni la terapia hormonal, ni la cirugía, ni la educación pueden cambiar la identidad del sexo».

Notas

[3] F.J.Rubia, Director del Instituto Pluridisciplinar de la Universidad complutense de Madrid y Catedrático en fisiología, especializado en el sistema nervioso.

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