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Raíces históricas de la persecución religiosa: Los desconocidos mártires españoles del siglo XIX (y II)

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Tengo que señalar, en cambio, una deuda impagada que tiene España, y nosotros como católicos, con estos mártires del siglo XIX. Porque deberían estar en los altares habiendo muerto por odio a Dios y a su Iglesia. Mártires lo son sin la menor duda pero que yo sepa nadie se ha preocupado de su proceso de beatificación. Cierto que la situación política de España que siguió a su martirio no era la más propicia para iniciar el proceso que normalmente debería partir de las órdenes religiosas. Estas desaparecieron de España a raíz de tan horrorosos asesinatos. Fueron disueltas, despojadas de sus iglesias y conventos y los pobres exclaustrados, que paseaban por España su miseria y abandono, no estaban para iniciar procesos de beatificación. Hubo que esperar muchos años para que volvieran a verse frailes en nuestra patria y no fueron fáciles sus comienzos. Aquel pecado de sangre era un lejano recuerdo que no pocos querían olvidar. Y ciertamente los beneficiarios de la almoneda que se hizo de los bienes de las órdenes religiosas. Lavada la pena canónica por el generoso concordato que Pío IX firmó con Isabel II, quienes detentaban esos bienes preferían no recordar el origen de los mismos ni la sangre inocente que los manchaba.

Más inexplicable es el desentendimiento de la diócesis de Vich ante el martirio del que fue su pastor. Pero tampoco las circunstancias eran favorables. Hasta muy poco antes de la firma del Concordato de 1851 España estaba prácticamente sin obispos. Muertos unos, en el destierro otros, apenas quedaban pastores al frente de sus diócesis. Piénsese que desde 1834 a 1848 no se nombró obispo alguno en España. De tan terrible situación de fe la relación que os expongo y que no ha tenido parangón en ningún momento de la historia de nuestra patria.

En 1848, ya España bajo gobiernos moderados, se pudieron nombrar obispos para Córdoba, Sigüenza, Canarias, Osma, Cartagena, Gerona, Lérida, Orense, Zamora, Teruel, Ávila, Almería, Cuenca, Segorbe, Jaén, Badajoz, Lugo, Santander, Coria, Tarazona, Oviedo, Jaca, León, Málaga, Vich, Calahorra y Tortosa. Veintisiete obispos en un año para cubrir diócesis vacantes, algunas desde hacía mucho tiempo. Piénsese que el también largo periodo de la invasión francesa, bajo la cual tampoco se nombraron obispos pese a las vacantes que se producían, motivó dos nombramientos en 1814 y diecinueve en 1815. Tampoco la espantosa persecución de 1936, que asesinó a doce obispos, dio lugar a nada parecido. A la llegada de los nuevos obispos a sus diócesis, no pocas de ellas gobernadas por mercenarios intrusos anticanónicamente, era tanta la labor pastoral pendiente que se puede entender que la beatificación del obispo de Vich asesinado no fuera la preocupación principal del nuevo pastor vicense, Don Luciano Casadevall. A ello se debe añadir la penosa situación económica de la Iglesia hispana que tampoco permitía embarcarse en los gastos extraordinarios que siempre implica una beatificación.

Tal vez haya llegado el momento de lavar tanto olvido e ingratitud. Bien sé que las órdenes religiosas, hoy en España en una decadencia indescriptible, no valoran el testimonio de sus hermanos que dieron la vida por Cristo. O sólo valoran el de aquellos otros, vilmente asesinados ciertamente, pero no por odio a la Iglesia sino por su actuación política. Estoy pensando concretamente en lo ocurrido con varios jesuitas en una República Centroamericana. Execrable asesinato sin la menor duda, pero que, en mi opinión, que valdrá seguramente muy poco, no reúne la características técnicas del martirio. Del martirio que lleva a los altares.

No es el caso de los religiosos asesinados en 1834 y 1835 ni el del obispo de Vich, Fray Raymundo Strauch. Dios quiera que su martirio sea hoy reivindicado y se incoe el correspondiente proceso que les declare oficialmente beatos de la Iglesia. Creo que pedírselo a los superiores actuales de jesuitas, franciscanos, dominicos, mercedarios… sería empeño inútil. Llegarán días mejores, que tal vez ya alborean, en que eso se les pueda reclamar. Creo que ya, hoy al obispo de Vich, Don Román Casanova, dignísimo sucesor de Fray Raimundo, que haría con ello un gran servicio a su diócesis y repararía un olvido imperdonable. Cierto que algunos intentos se iniciaron más de una vez pero se frustraron muy pronto. Tal vez haya llegado el día en que conduzcan a buen fin.

Yo, por mi parte, me siento feliz recordando a tantos hermanos en la fe que dieron su sangre por Cristo pronto hará doscientos años y agradezco mucho a los organizadores de esta Jornada que se hayan acordado de los desconocidos y olvidados mártires españoles del siglo XIX. Aunque seguramente no haya sido un acierto encomendarme a mí su memoria. La Iglesia que se olvida de sus mártires es una Iglesia enferma y cobarde. Que busca rehuir todo aquello que pueda resultar molesto al mundo al que se ha entregado. Al que se entregó no para llevarlo a Cristo sino para mimetizarse con él. A mí me enseñaron de niño que eran tres los enemigos del alma: demonio, mundo y carne. Del demonio apenas se habla, si es que alguien habla, desde los ambones de nuestras iglesias. La carne se ha adueñado de todo. ¿Cómo extrañarnos pues de que se multipliquen los repugnantes actos de pederastia y los amancebamientos y bodas de los curas? Y el mundo parece el ideal tras el que corren despendolados no pocos de los que habiendo consagrado su vida a Dios lo han cambiado enseguida por el mundo. La mundanización del clero y de las religiosas, quiero decir por supuesto que de muchos de ellos, ostensible hasta en su modo de vestir, como si del mundo fueren, es un síntoma mortal del abandono de Dios. Porque no se puede servir a dos señores.

Los mártires del siglo XIX, los olvidados y desconocidos mártires del siglo XIX, fueron asesinados por el mundo porque ellos no quisieron saber nada de él y se entregaron a Dios. A ese Dios que el mismo día de su muerte, de su vil asesinato, les abrió en el cielo sus brazos amorosos para sentarles junto a Él en su gloria ya para toda la eternidad. Y allí están, gozando de Él y cantando sus alabanzas aunque todavía no hayan llegado a los pobres altares de la tierra.

Caído Espartero e instaurada la década moderada fue aliviándose la triste suerte de la Iglesia hispana. La revolución progresista de 1854, que apenas duró dos años, no recuerdo yo que en su persecución a la Iglesia llegara al asesinato. Y tampoco ese cobarde atentado contra la vida se prodigó en la todavía más radical revolución de 1868. Aunque ésta si produjo algún mártir. En la localidad tarraconense de La Selva las turbas asaltaron la casa de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María y el P. Crusats murió apuñalado. Y ya en los estertores del régimen se asesinó a algunos párrocos catalanes.

Pero no cesó España en este siglo XIX, uno de los más lamentables de nuestra agitada historia, de enviar mártires al cielo. Ahora ya desde tierras lejanas que nuestros misioneros roturaban para Cristo. No tengo recuerdo, aunque seguro estoy de que algún caso habría, de la muerte de religiosos en las inmensas selvas americanas que hasta hace poco habían sido dominio de España. Dominio inexplorado salvo por el celo de los religiosos que querían rescatar para Cristo las almas de aquellos indios. Epopeya de amor a Dios y a esos desgraciados hermanos que desconocían al que había muerto en la cruz por ellos.

Sí está perfectamente documentado, en cambio, el martirio de los franciscanos españoles en Damasco que tuvo lugar en 1860 y a los que hoy veneramos en los altares. Como consecuencia de un decreto imperial dado por el sultán Abdul Megid en 1956 comenzó en el Medio Otiente una sangrienta persecución contra los cristianos. Los drusos entraron en Damasco y el 7 de julio de 1860 comenzaron las matanzas. En la noche del 9 al 10 de ese mes asaltan la residencia de los franciscanos, que se habían negado a abandonar el convento, desoyendo los ofrecimientos de los representantes de potencias europeas que les había ofrecido asilo. Fueron asesinados los once moradores de la casa, siete de los cuales eran españoles. Pío XI los beatifico en 1926. Nuestros compatriotas fueron el P. Manuel Ruiz, superior de la casa, nacido en San Martín de Reinosa (1803), el P.Carmelo Volta, de Real de Gandía (1803), el P. Nicanor Ascanio, de Villarejo de Salvanés (1814), el P. Nicolás Alberca, de Aguilar de la Frontera (Córdoba) (1830), el P. Pedro Soler, de Lorca (1827), fray Francisco Pinazo, de Alpuente (Valencia) (1802) y fray Juan Santiago Fernández, de Carballeda (Orense) (1808). Los dos últimos, hermanos legos. Ofrendaron su vida a Cristo en esas tierras tan próximas a aquella en la que el Hijo de Dios entregó la suya al Padre en redención de todos nosotros. La Orden franciscana siempre tuvo una especial querencia por Tierra Santa que regó también martirialmente con sangre española.

Extraordinario testimonio el que los católicos dieron en el siglo XIX en el Tonkín, hoy Vietnam, en medio de crueldades sin cuento que hacen dudar de la condición humana. Hubo varias decenas de miles de mártires, vietnamitas en su mayoría, que regaron con su sangre aquella tierra y fueron la semilla generosa que se ha multiplicado en el hoy pujante catolicismo que hay en aquella nación. Que acaba de salir, o todavía está saliendo, de otra prueba durísima bajo el comunismo, pero que ciertamente no se puede comparar con lo que allí se padeció en el siglo XIX. Aunque también en el siglo XX nuevos mártires vietnamitas llegaron al cielo con la palma del martirio en la mano.

Fueron, como digo, hijos de aquella tierra la gran mayoría de los asesinados entre cruelísimos tormentos pero hubo también entre ellos franceses y españoles. Los españoles todos dominicos y unos cuantos, obispos. Los demás sacerdotes. Fue admirable la disposición de aquellos frailes predicadores que, desde la tranquilidad de Manila se ofrecían, conforme iban llegando las noticias de la muerte de sus hermanos, para reemplazarles, en la certeza absoluta de una muerte segura y entre espantosos tormentos. Pero no querían abandonar, dejándoles sin sacerdotes, a un pueblo admirable por su entrega a Cristo. Desde su misma llegada entraban en la clandestinidad acogidos por unos fieles que sabían que se jugaban la vida escondiendo a sus sacerdotes y a sus obispos, y así vivían hasta que eran descubiertos y ejecutados. Con toda clase de refinamientos de crueldad.

Por razones de tiempo me limitaré a narraros solamente el martirio del obispo Melchor García Sampedro. Cualquiera del de los otros beatos es comparable en la horrorosa crueldad aunque con variantes en la misma.

«Apresado García Sampedro el 8 de julio de 1858, el tirano quería ensañarse con su víctima. El 28 fue sacado para el lugar de ejecución entre gran algarabía y aparato de tropa, elefantes y caballos. Tras ellos, con su «canga» o cepo al cuello, se arrastraba extenuado el mártir. «Cortadle primero las piernas, después las manos, luego la cabeza y por fin abridle las entrañas», gritó el mandarín.

Después de atarle a unas estacas, distorsionando todo el cuerpo, le desnudaron y estiraron por pies y cabeza con gran fiereza y griterío. Luego, como quien hace leña, con hachas romas, sin corte, para que durara más el tormento, empezaron por las piernas, cortándolas sobre las rodillas con doce golpes. Después hicieron lo mismo con los brazos con siete golpes. Con otros quince golpes le machacaron la cabeza, y, en fin, con un cuchillo le abrieron el vientre y con un gancho le sacaron el hígado y la hiel. Luego cogieron la cabeza y la suspendieron junto a la puerta del Mediodía, y el hígado y la hiel a la de Oriente. Al día siguiente, 29 de julio, hecha pedazos la cabeza la arrojaron por la noche al mar»

Es admirable como aquellos fieles vietnamitas que presenciaban esas espantosas carnicerías y las sufrían en sus propios cuerpos, una vez masacrado su sacerdote, su obispo, sus familiares, esperaban ansiosos la llegada del relevo que les traería de nuevo la palabra de Dios, los sacramentos y la muerte. Que ellos sabían que era la vida eterna.

Os daré los nombres de estos gloriosos hijos de la Orden dominicana hoy en los altares.

  • Jerónimo Hermosilla, obispo
  • Valentín Berriochoa, obispo
  • José María Díaz Sanjurjo, obispo
  • Melchor García Sampedro, obispo
  • Domingo Henares, obispo
  • Clemente Ignacio Delgado Cebrián, obispo
  • Pedro Almató, sacerdote
  • Francisco Gil de Federich, sacerdote
  • Mateo Alonso Leciniana, sacerdote
  • José Fernández, sacerdote

Y se me pasa alguno cuyo nombre ahora no recuerdo.

No voy a extenderme en diferencias entre estos frailes de anteayer, y los de ayer, que fueron los del siglo XX, con sus hermanos de hoy. De las mismas órdenes. A mí me parecen muy distintos. Como si nada tuvieran que ver los de hoy con aquellos. Pero puedo estar equivocado.

Habéis visto que nuestro siglo XIX ha sido un siglo de mártires. Como España no conocía desde unas cuantas centurias antes. Mártires por desgracia muy olvidados. Nosotros lo perdemos. Tanta sangre, tanto amor a Cristo, fue sin embargo apenas nada en comparación con lo que se iba a vivir en el siglo XX. Pero de esa gloriosísima y hermosísima gesta eclesial os hablarán mis compañeros de Jornadas. Y seguro que mucho mejor que yo.

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