conoZe.com » Historia de la Filosofía » Principios filosóficos del Cristianismo » Fundamentos de la moral objetiva » V.- Moral personalista

La moral personalista, reflexión valorativa

Como podemos ver, en este punto nos encontramos en el núcleo de la cuestión moral actual. El dilema es éste: o fundar la moral en una autonomía de la persona en relación con el otro, una persona desprovista de una naturaleza creada por Dios y que sea fuente de normas objetivas (ley natural) y a la cual el cristiano añadiría la referencia religiosa; o una moral que nos hace caer en la cuenta de que la persona no puede ser desligada de una naturaleza creada por Dios y que, herida por el pecado, sólo en Cristo puede encontrar la posibilidad de cumplir el conjunto de sus exigencias.

En el primer caso, el cristianismo sería algo que se añade desde fuera como un complemento a lo que es realmente autónomo en el plano natural. Un complemento a una moral laica, no religiosa, que se funda en la persona en su relación con el otro (y en mediación de las estructuras). Cierto que en este caso el cristianismo aportaría una capacidad crítica en contra de los intentos absolutizadores del hombre, pero Dios no estaría en el fundamento de esa moral laica, ni Cristo es entendido como salvador absoluto de la impotencia humana para cumplir las exigencias todas de la moral. Como podemos ver, aquí hay todo un talante que se da hoy en día con harta frecuencia y que desemboca en una configuración global del cristianismo en una determinada dirección. El cristiano tiene que aceptar una autonomía de lo hu­mano, también en el plano ético, sin que en este substrato quepa hablar de Dios creador ni de Cristo redentor. Lo substantivo es ser hombre, ser cristiano es el adjetivo.

Hay otro talante alternativo a éste: caer en la cuenta de que no se puede hablar de dignidad de la persona humana sin fundamentarla en la dimensión espiritual del hombre, el alma, directamente creada por Dios. No es que pensemos que el cuerpo no sea imagen de Dios, sino que estamos convencidos de que sólo con el cuerpo material no se puede fundar una moral natural: si el hombre tiene un valor trascendente que impide que sea tratado como medio, se debe sobre todo al hecho de que en él hay una dimensión espiritual, alma, recibida de Dios. Así pues, al margen de Dios creador del alma humana, no hay dignidad de la persona humana ni fundamentación de una moral natural.

Es más, dado que el hombre está herido por el pecado original y sus consecuencias, no puede cumplir las exigencias todas del orden moral y, por ello, necesita de Cristo redentor. Por esto, sólo con Dios Creador y con Cristo redentor cabe hablar de un verdadero humanismo. Aquí lo cristiano y lo re­ligioso es sustantivo, en cuanto fundante de lo humano. Cabe un diálogo con otras instancias humanas, pero manteniendo desde el principio la identidad cristiana y religiosa, pues es algo substantivo.

No tenemos ningún inconveniente en aceptar como punto de partida de la moral la frase de Girardi de que la persona humana es el valor fundante de la ética: «El valor tiene que basarse en el ser, pero no en el ser en cuanto ser. En otras palabras: el poder servir de fundamento al valor no es propio de cualquier ser. Efectivamente, el valor fundamental es aquel que es digno de ser buscado por sí mismo. Pues bien, solamente un ser que es para sí mismo fin, puede ser amado por los demás como fin».

En realidad, esto ya lo había dicho santo Tomás cuando en Contra Gentiles viene a decir que si en el hombre no hubiera más que materia, no habría moral. En Contra Gentiles 3, 112-113 habla santo Tomás de la superioridad que el hombre representa respecto de las otras cosas, por lo que debe ser reconocido siempre como fin y nunca como medio. Ello se debe a su condición de inteligente y libre, al hecho de que tiene alma.

Nos podemos preguntar, efectivamente, en virtud de qué principio la persona humana trasciende el valor de la pura materia, la cual, como hemos visto, no es suficiente para fundar la moral. Y la respuesta es clara: porque tiene un alma espiritual que la hace trascendente a la materia (repetimos que también vemos en el cuerpo humano la condición de imagen de Dios y su sentido positivo). Si el hombre no fuera más que materia, podría ser instrumentalizado como medio, como instrumentalizamos a un animal para nuestros fines.

Hemos demostrado ya la existencia del alma. No vamos a repetir lo que ya hemos visto. Recordemos en concreto que, siendo espiritual y simple, no puede provenir de la evolución material y que sólo puede existir por creación directa e inmediata de Dios. Según esto, si Dios no existe, el hombre es pura materia, un animal más evolucionado.

Caemos, pues, en la cuenta de que no podemos hablar del valor de la persona si no se cuenta con su naturaleza corpóreo-espiritual. Es absolutamente imposible salvar la dignidad de la persona humana sin aludir a su naturaleza. El cuerpo es también imagen de Dios, pues es todo el hombre el que es imagen; pero lo es en esa unidad de cuerpo-alma. Suprimamos al Creador, particularmente a Dios creador directo del alma humana y habremos destruido la dignidad de la persona humana.

Por ello, el dilema persona-naturaleza es un falso dilema, porque no existe una persona sin naturaleza creada por Dios. No cabe fundar, decíamos, lo ético sino en lo antropológico y, esto en lo metafísico (metafísica de la creación). La alternativa, por tanto, al yo del idealismo kantiano es Dios creador.

Éste es el núcleo de la Veritatis Splendor: los mandamientos del decálogo, la ley natural definitiva, no son más que la refracción del único mandamiento que se refiere al bien de la persona (VS 13). Los mandamientos, la ley natural, son la expresión de las exigencias fundamentales que emanan de la dignidad trascendente de la persona humana. Y sigue diciendo la encíclica:

«Es así como se puede comprender el verdadero significado de la ley natural, la cual se refiere a la naturaleza propia y originaria del hombre, a la «naturaleza de la persona humana», que es la persona misma en la unidad del alma y cuerpo; en la unidad de sus inclinaciones de orden espiritual y biológico, así como de todas las demás características específicas, necesarias para alcanzar el fin. «La ley moral natural evidencia y prescribe las finalidades, los derechos y los deberes, fundamentados en la naturaleza corporal y espiritual de la persona humana. Esa ley no puede entenderse como una normatividad simplemente biológica, sino que ha de ser concebida como el orden racional por el que el hombre es llamado por el Creador a dirigir y regular su vida y sus actos y, más correctamente, a usar y disponer del propio cuerpo». Por ejemplo, el origen y el fundamento del deber de respetar absolutamente la vida humana están en la dignidad de la persona y no simplemente en el instinto natural de conservar la propia vida física. De este modo, la vida humana, por ser un bien fundamental del hombre, adquiere un significado moral en relación con el bien de la persona que siempre debe ser afirmada por sí misma: mientras siempre es moralmente ilícito matar a un ser humano inocente, puede ser lícito, loable e incluso obligado dar la propia vida (cfr. Jn 15, 13) por amor del prójimo o para dar testimonio de la verdad. En realidad sólo con referencia a la persona humana en su «totalidad unificada», es decir, «alma que se expresa en el cuerpo informado por un espíritu inmortal» se puede entender el significado específicamente humano del cuerpo. En efecto, las inclinaciones naturales tienen un importancia moral sólo cuando se refieren a la persona humana y a su realización auténtica, la cual se verifica siempre y solamente en la naturaleza humana. La Iglesia, al rechazar las manipulaciones de la corporeidad que alteran su significado humano, sirve al hombre y le indica el camino del amor verdadero, único medio para poder encontrar el verdadero Dios.

La ley natural, así entendida, no deja espacio de división entre libertad y naturaleza. En efecto, éstas están armónicamente relacionadas entre sí íntima y mutuamente aliadas» (VS 50).

Vemos, pues, cuál es la antropología de la encíclica: la moral se funda en la verdad del hombre, en su dignidad sagrada como imagen de Dios en cuanto que ha recibido de él no sólo su ser material, sino el alma. Por ello el cuerpo humano no puede ser considerado como puro material que se puede 1nstrumentalizar, sino como un valor trascendente .

La ley natural, por lo tanto, no es una ley exterior al hombre, es una ley que surge de su propia naturaleza concreta e igual a todos los hombres. Es una ley que emana de las dimensiones ontológicas de su propio ser personal. Es curioso que allí donde se olvida la realidad de Dios creador de la naturaleza humana, aparece el yo del idealismo como fundamento de todos los valores. Allí donde se olvida a Dios, se termina por olvidar la naturaleza humana. Es también paradójico que, en muchas ocasiones, aquellos que rechazan la ley natural estén hablando, en cambio, de los derechos naturales de la persona humana, cuando una y otros son manifestación de la misma realidad.

Dicho esto, podemos aclarar también que todo lo que corresponde a las exigencias fundamentales de la naturaleza de la persona humana constituye un auténtico valor para ella. Es en este sentido un valor objetivo. Valor es el bien, lo que completa y realiza las exigencias de la naturaleza humana. Podemos hablar, por tanto, de valores, si los entendemos en este sentido objetivo como aquello que conviene y es un bien para nuestra naturaleza humana. De otro modo, los pretendidos valores son algo meramente subjetivo. es valor aquello que alguien elige desde su propia subjetividad. Ésta es la con­cepción subjetivista de los valores.

Fundada así la dignidad de la persona humana en Dios Creador, fundada así la ética natural, hay que recordar que el hombre, herido por el pecado original, no puede cumplir las exigencias todas de la ley natural sin la ayuda de la gracia.

Sin Cristo el hombre no puede ser hombre en toda su integridad. Cristo le da al hombre la posibilidad de cumplir con su gracia las exigencias del orden ético al tiempo que lo eleva a la condición de hijo de Dios y le abre el camino hacia la visión beatífica como fin último gratuito y sobrenatural.

Surge así en el hombre cristiano la dinámica de la caridad en la que, efectivamente, consiste lo más específico de la moral cristiana. La caridad es amar a Dios con el mismo amor sobrenatural con el que él nos ama y amar así al prójimo, yendo más allá de las exigencias de la justicia y dando a los demás el amor que no merecen, pues Dios nos ha amado previamente con un amor que no merecemos. Supone esto amar a los enemigos también. Con este amor ama el hombre a Dios sobre todas las cosas y vive la ley de la santidad en calidad de hijo, la ley del Espíritu, que es una ley de libertad no para hacer lo que queramos, «pretexto para la carne» (Ga 5, 13) sino para poder seguir las exigencias del Espíritu y poder cumplir así todo lo que la recta razón nos manda. Con la dinámica de la gracia el cristiano vive y participa de la misma santidad de Dios, cumpliendo las bienaventuranzas que corresponden, no a la ética racional, sino a la santidad y al estilo mismo de Dios.

En conclusión: no hay auténtico humanismo sin Dios Creador de la dignidad trascendente del alma y sin Cristo restaurador de la misma. El cristiano podrá dialogar con toda instancia ética del mundo de hoy pero haciéndolo desde su identidad religiosa y cristiana. Nadie como él puede defender al hombre, porque nadie como él conoce su fundamento.

En estrecha relación con el personalismo vienen los conceptos de opción fundamental y de actitudes. Parten muchos de los moralistas actuales de una crítica global a la moral de los actos que se estudiaba en el pasado. Juzgan este período como una atomización de la vida moral. La nueva antropolo­gía enseña que la conducta humana se produce como unidad dinámica total. Y el personalismo afirma que es la persona total la que obra, la que es creadora y portadora de los valores humanos. Exigen, por lo tanto, una consideración totalizante del comportamiento moral. Los actos morales aislados no siempre comprometen la actitud de la persona y su valoración moral, pudiendo ser irrelevantes. «Lo que cuentan son las actitudes, suerte de disposiciones permanentes que serán la expresión de la opción fundamental, en que consiste el verdadero valor moral de la persona».

Se ha defendido en consecuencia ya desde el Catecismo holandés una división tripartita de pecados: graves, leves y mortales. «Los pecados que la teología moral enseña como objetivamente graves, no serían de ordinario mortales o merecedores de pena eterna, por no ser destructores de la opción fundamental de la gracia, ni por tanto impedirían el acceso a la comunión». Analicemos más a fondo todo esto.

El concepto de opción fundamental es, efectivamente, uno de los conceptos básicos de la nueva moral. Mediante la opción fundamental, dice M. Vidal, la persona expresa nuclearmente la decisión totalizante del dinamismo ético. Es aquella opción por la que el hombre orienta su vida respecto a Dios, de los demás, y de los valores éticos. Representa la dirección, la orientación de toda la vida hacia el fin.

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